Read Cómo no escribir una novela Online
Authors: Howard Mittelmark & Sandra Newman
Tags: #Ensayo, Humor
—¡Era tan grande como una casa! —y Fred apuró su whisky.
O:
—No había nada que yo pudiera hacer. ¡Era amarillo… amarillo y verde! —y Fred se apartó de sus hermanas para ocultar su vergüenza.
Intentar suministrar una información más compleja o muy posterior está fuera de lugar.
«¡Que te jodan!», dijo soezmente
Cuando el autor usa adverbios tontamente
—No sé de qué estás hablando —dijo él confundidamente.
—¿No ves la conexión? ¿No es increíble? —respondió ella interrogativamente.
—Bueno, sea lo que sea mató al ganado, lo que es una tragedia, desde luego —dijo él tristemente—. Pero ¿qué tiene eso que ver…?
—¿Una tragedia? ¿Eso es todo lo que tienes que decir? —dijo ella escandalizadamente—. Cosas como ésta son las que hacen dudar de tu inteligencia… —dijo ella dubitativamente.
—Quizás sé más de lo que te estoy contando —dijo Fred misteriosamente—. En cualquier caso puedes irte. No creo que hayas venido aquí para insultarme —añadió él dignamente.
—¡Y bien contenta que me voy! —dijo ella irónicamente—. Le contaré mi teoría a alguien que quiera escucharla.
Algunos escritores principiantes cargan sus diálogos con adverbios para decirle al lector lo que ese personaje está sintiendo, a pesar de que sea obvio. A otros escritores alguien les ha enseñado que nunca deben utilizar adverbios en las frases que introducen diálogos bajo ninguna circunstancia, pues emplearlos es un error grave.
En el término medio está la razón. Los adverbios sólo están mal cuando se usan mal. Los adverbios no matan los diálogos, son los escritores que no tienen cuidado quienes los matan.
En el mejor de los casos abusar de los adverbios es cargar demasiado la frase innecesariamente; en el peor dan la impresión de que los personajes están sobreactuando, como los actores del cine mudo. Pero un adverbio puede ser justo lo que una frase necesita. Pueden darle un importante matiz al diálogo, o dar sutilmente cierta información. Observa a continuación que la primera frase nos dice algo completamente distinto a la segunda:
—Te quiero —dijo él irónicamente.
—Te quiero —dijo él fríamente.
Pero evita como sea:
—Te quiero —dijo él amorosamente.
«¡Qué ironía!», le dijimos irónicamente
Irónicamente, el día que habíamos decidido escribir el apartado sobre la ironía era el día que teníamos una cita a ciegas.
Irónicamente nuestra pareja resultó ser la última persona con la que esperábamos tener una cita a ciegas.
Irónicamente era una persona a la que realmente teníamos muchas ganas de conocer.
Irónicamente, cada uno acabó en la mesa de otra persona.
Irónicamente, la persona con la que realmente teníamos la cita a ciegas nos vio venir desde lejos.
«Ironía» es una palabra y un concepto que han usado y del que han abusado los escritores impublicables y los que han publicado. Ahora ya no significa prácticamente nada, al aplicarse rutinariamente a cualquier situación, sea una ironía, una paradoja o una vaga relación entre dos cosas.
Observa las siguientes frases, a su manera son divertidas:
Irónicamente, el Papa actual es católico.
Irónicamente, el pescador era un hacha comprando en la pescadería.
Antes de escribir que algo es irónico plantéate si realmente lo es. Es decir, plantéate quitar esa afirmación si, bien mirado, no aporta nada.
Nosotros te diríamos cómo debe usarse eso del «irónicamente» y «qué ironía», pero en un libro titulado
Cómo no escribir una novela
esto puede que fuera irónico. No dudes en utilizar los diccionarios.Pero sí que te diremos esto: casi nunca hay necesidad de decirle al lector que algo es irónico. Si realmente lo es, el lector ya se dará cuenta. Si no lo es, decir que lo es no hará que lo sea.
La marioneta mimética
Cuando los personajes hablan igual que una descripción
Finalmente la exitosa pandilla de detectives infantiles solucionó el deleznable crimen. Poco podía sospechar la diabólica y astuta viuda Leigh la trampa que habían tendido esos valientes arrapiezos. Los antedichos querubines irrumpieron en la fábrica y descubrieron las reservas de priones que aguardaban a que fueran añadidos clandestinamente a aquel sucedáneo de buey.
—Estas reservas de priones están destinadas a los hogares de millones de infantes estadounidenses —explicó Bruno a sus intrépidos amigos.
—Quizás no deberíamos actuar para evitarlo. Los niños de toda la Madre Patria, desde Maine a California, con edades comprendidas entre los dos y tres años, desarrollarán comportamientos irritables si lo hacemos —terció el jovial Topsy.
—Más terrible aún es la perspectiva de una generación entera que vivirá sus vidas inconscientes de que podrían haber tenido otra asaz diversa —intervino Pip, el gruñón.
—Si nos ponemos a trabajar al punto, lo evitaremos por entero —aconsejó Bruno.
Y cuando más afanados estaban en cargar sus morrales con latas de
fumet
de pescado, apareció el vigilante, Moe, recién llegado de la vida marginal en las peores calles del West Side, donde a duras penas subsistía.
—Deponed vuestra actitud —les advirtió el vigilante—. Estoy apuntando con mi arma a vuestras infantiles cabezas.
Muchos autores cometen el descuido de no dar a sus personajes una voz que sea distinta de la del narrador. Esto hace que el profesor de latín de setenta años, el boxeador fracasado de Memphis y la ejecutiva de éxito empleen la misma forma de hablar. A menudo, todos ellos hablan exactamente con las mismas frases forzadas y formales, en un intento de que sus diálogos sean literarios.
Algunos escritores aparentemente escriben con la idea inconsciente de que todo lo que se escribe debe ser más elevado que la lengua oral. A otros sencillamente les cuesta entender qué hace que un diálogo sea natural.
Por suerte, estamos rodeados de conversaciones, sólo tienes que buscarlas. Las frases discordantes de un diálogo pueden descubrirse leyendo el fragmento en voz alta y escuchándolo con cuidado. Aunque los diálogos de una novela no son exactamente como los de la vida real, sí puede dar la impresión de que se han recogido de una conversación real. Si no suenan más o menos reales, es que suenan a novela impublicable.
La patrulla invisible
Cuando el autor no deja claro quién habla
—Pero ¿seguro que eso es genéticamente imposible?
—Eso es lo más increíble de todo. Como la bacteria trabaja a nivel bacteriano, una vez que se ha introducido en el ADN, nada impide que se produzca la mutación.
—Pero los seres humanos nacerán…
—Eso no es lo más grave. ¿Se han preguntado alguna vez alguno de ustedes qué ocurriría si una bacteria pudiera llegar al cerebro y sobrevivir allí durante años, controlando los comportamientos del sujeto al que parasita hasta el límite de decidir la ropa que lleva y qué canciones tararea?
—¿Ha dicho «transita»?
—No sé qué decirle…
—Esto parece una pesadilla.
—Exactamente.
—¿Cuánto tiempo tenemos antes de que…?
—Shhh. Les estoy oyendo.
—No sé por qué estamos escuchando esto.
—No me puedo creer lo que está pasando.
—No.
—Sí.
—Es más, los niños continuarán naciendo…
—Pero ¿por qué hace eso con las manos?
—Si no se callan de una vez voy a avisar al acomodador.
Si las marcas de diálogo no son el lugar más apropiado para relatar los traumas de la infancia de un personaje, ni los altibajos en su lucha para que triunfen la ley y el orden, ni tampoco para que te luzcas con todos los sinónimos que conoces de «dijo», entonces ¿para qué sirven?
Sirven para indicar que alguien está hablando. Sin las marcas de diálogo el lector acabaría por no saber quién habla.
Algunos autores omiten sistemáticamente las frases que introducen los diálogos porque creen que las oraciones de sus distintos personajes, y sus diferentes tonos, están tan bien escritos que es imposible que el lector se pueda confundir. Tras un breve intercambio de frases entre varios personajes es muy fácil perderse. Si escribes un diálogo de una página o más, puedes tener la garantía de que el lector tendrá que detenerse y volver hacia atrás para identificar quién está hablando, lo que le hará pensar: «Este escritor ya podría haber indicado quién dice esto».
Recuerda además que debes proporcionarle al lector algún recordatorio ocasional de dónde se está manteniendo esa conversación y qué pasa alrededor. Un largo diálogo desnudo acabará sumergiendo al lector en una pesadilla de ciencia ficción donde dos cerebros están hablando telepáticamente suspendidos en un tanque lleno de oxígeno líquido.
(Si, de hecho, estás escribiendo una novela sobre dos cerebros que hablan telepáticamente suspendidos en un tanque de oxígeno líquido, sigue así, no te cortes.)
El taquígrafo del tribunal
Cuando se reproduce al milímetro toda la secuencia de un diálogo
—Hola, Harriet —dijo Jane sentándose a la mesa del restaurante—. Perdona, llego tarde.
—Hola, Jane. Me alegro de verte —dijo Harriet.
—¿Hace mucho que esperas? —preguntó Jane nerviosamente.
—No, no te preocupes. Sólo cinco minutos.
—Oh, no es mucho —dijo Jane con una sonrisa de alivio.
—No, yo también he llegado tarde. Los autobuses iban fatal.
—Sí, y los trenes tampoco iban muy bien que digamos, la verdad.
Ambas rieron. Entonces Jane cogió el menú.
—¿Ya sabes qué vas a tomar?
—Hummm, la «Sinfonía de gambas» tiene buena pinta. —Jane frunció el ceño al concentrarse—. O la «Rapsodia de nabos y
pommes de terre
»… parece vegetariano… Creo que voy a preguntar.
—Jane estoy empezando a creer que el pienso que comen los animales les afecta al cerebro y les provoca que se comporten de forma extraña. Esas proteínas pueden tener consecuencias fatales…
El camarero apareció para tomarles nota.
—Hola, ¿quieren saber cuáles son los platos del día? —dijo alegremente.
—Dios mío, ¿no querrá decir…?
—Me temo que sí. El autor les va a ofrecer ahora la lista completa de los platos del día.
Algunos autores, en un intento de reflejar la realidad, llenan sus diálogos con una educada conversación banal y todos los detalles cotidianos propios de la vida real. Éste es uno de esos casos donde la realidad debe dejarse de lado, de este modo evitarás que tus lectores se tiren de los pelos ante una escena tan insoportable e implacablemente aburrida.