Authors: Daniel Pennac
Contad vuestras páginas... Uno comienza por sorprenderse de la cantidad de páginas leídas, y después viene el momento de asustarse por las pocas que quedan por leer. ¡Sólo 50 páginas! Ya veréis... Nada tan delicioso como esa tristeza: Guerra y paz, dos enormes volúmenes..., y sólo quedan 50 páginas por leer.
Vas despacio, vas despacio, nada que hacer... Natacha acaba casándose con Pedro Bezujov, y es el final.
Sí, pero ¿a qué parte de mi distribución del tiempo quitar esa hora de lectura diaria? ¿A los amigos? ¿A la tele? ¿A los desplazamientos? ¿A las veladas familiares? ¿A los deberes?
¿De dónde sacar tiempo para leer? Grave problema.
Que no lo es.
Desde el momento en que se plantea el problema del tiempo para leer, es que no se tienen ganas. Pues, visto con detenimiento, nadie tiene jamás tiempo para leer. Ni los pequeños ni los mayores. La vida es un obstáculo permanente para la lectura.
-¿Leer? Ya me gustaría, pero el curro, los niños, la casa, no tengo tiempo...
-¡Cómo le envidio que tenga tiempo para leer!
¿ Y por qué ella, que trabaja, hace la compra, educa a los niños, conduce su coche, ama a tres hombres, visita al dentista, se muda la semana próxima, encuentra tiempo para leer, y ese casto rentista soltero no?
El tiempo para leer siempre es tiempo robado. (Al igual que el tiempo para escribir, por otra parte, o el tiempo para amar.)
¿Robado a qué?
Digamos que al deber de vivir.
Ésta es, sin duda, la razón de que el metro -símbolo arraigado de dicho deber- resulte ser la mayor biblioteca del mundo.
El tiempo para leer, al igual que el tiempo para amar, dilata el tiempo de vivir.
Si tuviéramos que considerar el amor desde el punto de vista de nuestra distribución del tiempo, ¿qué arriesgaríamos? ¿Quién tiene tiempo de estar enamorado? ¿Se ha visto alguna vez, sin embargo, que un enamorado no encontrara tiempo para amar?
Yo jamás he tenido tiempo para leer, pero nada, jamás, ha podido impedirme que acabara una novela que amaba.
La lectura no depende de la organización del tiempo social, es, como el amor, una manera de ser.
El problema no está en saber si tengo tiempo de leer o no (tiempo que nadie, además, me dará), sino en si me regalo o no la dicha de ser lector.
Discusión que Tupé y Camperas resume en un eslogan arrasador:
-¿El tiempo para leer? ¡Lo tengo en el bolsillo!
A la vista del libro que saca de él (Leyendas de otoño de Jim Harrison, 1918, edición de bolsillo), Burlington aprueba, reflexivo:
-Sí..., cuando te compras una chaqueta, ¡lo importante es que los bolsillos tengan un formato adecuado!
En argot, leer se dice
ligoter
(= atar).
En lenguaje figurado, un libro grueso es un pavé (= adoquín).
Soltad las ataduras, el adoquín se convierte en una nube.
Basta una condición para esta reconciliación con la lectura: no pedir nada a cambio. Absolutamente nada. No alzar ninguna muralla de conocimientos preliminares alrededor del libro. No plantear la más mínima pregunta. No encargar el más mínimo trabajo. No añadir ni una palabra a las de las páginas leídas. Ni juicio de valor, ni explicación de vocabulario, ni análisis de texto, ni indicación biográfica... Prohibirse por completo «hablar de».
Lectura-regalo.
Leer y esperar.
Una curiosidad no se fuerza, se despierta.
Leer, leer, y confiar en los ojos que se abren, en las caras que se alegran, en la pregunta que nacerá, y que arrastrará otra pregunta.
Si el pedagogo que llevo dentro se ofusca por no «presentar la obra en su contexto», persuadir a dicho pedagogo de que el único contexto que interesa, de momento, es el de esta clase.
Los caminos del conocimiento no confluyen en esta clase: ¡deben partir de ella!
De momento, leo unas novelas a un auditorio que cree que no le gusta leer. No podré enseñar nada serio mientras que no haya disipado esta ilusión, realizado mi trabajo de celestina.
En cuanto estos adolescentes se hayan reconciliado con los libros, recorrerán gustosamente el camino que va de la novela a su autor, y del autor a su época, y de la historia leída a sus múltiples sentidos.
El secreto consiste en estar preparado.
Esperar a pie firme la avalancha de las preguntas. -¿Stevenson es inglés?
- Escocés.
- ¿De qué época?
. -Siglo XIX, en la época de .la reina Victoria.
- Parece que reinó mucho' tiempo, la tía...
-64 años: de 1837 a 1901.
-¡64 años!
- Llevaba 13 años reinando cuando nació Stevenson, y él murió 7 años antes que ella. Tú ahora tienes quince años, ella sube al trono, ¡y tendrás 79 al final de su reinado! (En una época en que el promedio de edad era de unos treinta años.) Y no era la más graciosa de las reinas.
-¡Por eso Hyde nació de una pesadilla!
La observación procede de la viuda siciliana. Estupefacción de Burlington.
-¿Cómo sabes tú eso?
La viuda, enigmática:
-Una, que se informa...
Después, con una discreta sonrisa:
- Puedo decirte incluso que era una pesadilla divertida. Cuando Stevenson se despertó, fue a encerrarse en su despacho y escribió en dos días una primera versión del libro. ¡Su mujer se la hizo quemar inmediatamente por lo metido que estaba en la piel de Hyde, robando, violando y degollando todo lo que se le ponía por delante! A la gran reina no le habría gustado esto. Entonces, inventó a Jekyll.
Pero no basta con leer en voz alta, también hay que contar, ofrecer nuestros tesoros, soltarlos sobre la ignorante playa. ¡Oíd, oíd, y ved lo bonita que es una historia!
No hay mejor manera para abrir el apetito del lector que darle a oler una orgía de lectura.
De Georges Perros, la estudiante maravillada decía también:
- No se contentaba con leer. ¡Nos contaba! ¡Nos contaba Don Quijote! ¡Madame Bovary! Enormes fragmentos de inteligencia crítica, pero que nos presentaba de entrada como simples historias. ¡Sancho, en su boca, se convertía en un odre de vida, y el Caballero de la Triste Figura en un gran haz de huesos armado de certidumbres atrozmente dolorosas! ¡Emma, tal como él nos la contaba, no era únicamente una idiota corroída por «el polvo de las viejas salas de lectura», sino un saco de energía fenomenal, y, en la voz de Perros, escuchábamos a Flaubert reírse de aquel desastre enorme!
Queridas bibliotecarias, guardianas del templo, qué suerte que todos los títulos del mundo hayan encontrado su alveolo en la perfecta organización de vuestras memorias (¿qué haría yo sin vosotras, yo, cuya memoria es un solar sin edificar?), es prodigioso que estéis al corriente de todas las materias ordenadas en las estanterías que os asedian..., pero sería bueno, también, oíros contar vuestras novelas favoritas a los visitantes perdidos en el bosque de las lecturas posibles..., ¡qué bonito sería que les regalarais vuestros mejores recuerdos de lectura! Narradoras, sed mágicas y los libros saltarán directamente de sus estantes a las manos del lector.
Es tan sencillo contar una novela... A veces basta con tres palabras.
Recuerdo veraniego de la infancia. La hora de la siesta. El hermano mayor de bruces sobre su cama, la barbilla en las palmas de la mano, sumido en un enorme Libro de Bolsillo. El pequeño, pululando alrededor: «¿Qué lees?»
EL MAYOR: Vinieron las lluvias.
EL PEQUEÑO: ¿Está bien?
EL MAYOR: ¡Formidable!
EL PEQUEÑO: ¿Qué cuenta.,?
EL MAYOR: Es la historia de un tipo: al principio, bebe mucho whisky, ¡y al final bebe mucha agua!
No necesité más para pasar el final de aquel verano calado hasta los huesos por Vinieron las lluvias del señor Louis Bromfield, robado a mi hermano, que jamás lo terminó.
Todo eso es muy bonito, Süskind, Stevenson, García Márquez, Dostoievski, Fante, Chester Himes, Lagerlof, Calvino, todas esas novelas leídas en desorden y sin contrapartida, todas esas historias contadas, ese anárquico festín de lectura por el placer de la lectura... ¡pero el programa, Dios mío, el Programa! Las semanas corren y todavía no hemos tocado el programa. Terror del año que corre, espectro del programa inacabado...
Nada de pánico, el programa se tratará, como se dice de esos árboles que dan frutos clasificados.
Contrariamente a lo que imaginaba Tupé y Camperas, el profesor no pasará todo el año leyendo. ¡Ay, ay! ¿Por qué ha tenido que despertarse tan pronto el placer de la lectura muda y solitaria? Tan pronto como comienza una novela en voz alta se precipita a las librerías para conseguir «el resto» antes del curso siguiente. Tan pronto como cuenta dos o tres historias -«...el final no, señor, ¡no cuente el final!»-, devoran los libros de los que las ha sacado.
(Unanimidad que, por otra parte, no debe confundirse. No, no, el profesor no acaba de metamorfosear con un golpe de varita mágica en lectores al ciento por ciento, a unos refractarios al libro. En ese comienzo de curso todo el mundo lee; claro, vencido el miedo, se lee bajo el impulso del entusiasmo, de la emulación. Es posible incluso, quiérase o no, que se lea un poco para complacer al profe..., que, por otra parte, no debe dormirse en los laureles..., nada se enfría más rápidamente que un ardor, ¡lo ha comprobado muchas veces! Pero por el momento se lee unánimemente, bajo la influencia de ese cóctel cada vez especial que hace que una clase confiada se comporte como un individuo sin dejar de mantener su treintena de individualidades diferenciadas. Eso no significa que, cuando sean mayores, a todos esos alumnos les «gustará leen». Otros placeres predominarán tal vez sobre el placer del texto. Pero el caso es que en estas primeras semanas del curso, el acto de leer -¡el famoso «acto de leer»!- ya no aterroriza a nadie, leen, y a veces muy deprisa.)
Así pues, ¿qué tienen, además, estas novelas para ser leídas tan deprisa? ¿Fáciles de leer? ¿Qué quiere decir "fácil de leen>? ¿Es fácil de leer La leyenda de Gasta Berling? ¿Fácil de leer Crimen y castigo? ¿Más fáciles que El extranjero, que Rojo y Negro? No, lo que tienen de entrada es que no están en el programa, cualidad inestimable para los jóvenes compañeros de la viuda siciliana, dispuestos a calificar de «muermo» cualquier obra elegida por el magisterio para -el incremento razonado de su cultura. Pobre «programa». Está claro que el programa no tiene nada que ver. (¿Rabelais, Montaigne, La Bruyere, Montesquieu, Verlaine, Flaubert, Camus, «muermos»? No, por favor...) Sólo el miedo puede convertir en «muermos» los textos del programa. Miedo de no entender, miedo de contestar mal, miedo del que se alza por encima del texto, miedo de la lengua entendida como materia opaca; nada más adecuado para confundir las líneas, para ahogar el sentido en el lecho de la frase.
Burlington y Chupa de cuero sin moto son los primeros sorprendidos cuando el profe les anuncia que El guardián entre el centeno de Salinger, del que acaban de disfrutar, está en la lista negra de sus condiscípulos americanos por la exclusiva razón de que lo tienen en su programa. ¡De manera que es posible que exista un Chupa de cuero tejano tragándose a escondidas Madame Bovary mientras su profe se agota en colocarle Salinger!
Aquí (pequeño paréntesis) intervención de la viuda siciliana:
-Señor, no existe un tejano que lea.
-¿Ah, no? ¿De dónde has sacado eso?
- De Dallas. ¿Ha visto alguna vez a un solo personaje de Dallas con un libro en la mano?
(Cerremos el paréntesis.)
En suma, planeando en todas las lecturas, viajando sin pasaporte por las obras extranjeras (sobre todo extranjeras: estos ingleses, estos italianos, estos rusos, estos americanos, tienen la clase suficiente para mantenerse lejos del «programa»), los alumnos, reconciliados con lo que se lee, se acercan en círculos concéntricos a las obras que hay que leer, y no tardan en caer en ellas, como quien no quiere la cosa, por la mera razón de que La princesa de eleves se ha convertido en una novela «más», tan buena como otra... (Mejor que las demás, incluso, esta historia de un amor protegido del amor, tan curiosamente familiar a la adolescencia de hoy en día, que con excesiva rapidez imaginamos dominada por las fatalidades consumidoras.)
Querida Señora de Lafayette,
En el caso de que la noticia pueda interesaras, sé de una clase de segundo considerada poco «literaria» y pasablemente «disipada», donde su princesa de eleves ha conseguido el «hit-parade» de todo lo que se leyó en ella aquel año.
Así pues, el programa será tratado, las técnicas de redacción, de análisis de texto (bonitas parrillas, oh, cuán metódicas), de comentario, de resumen y de discusión, debidamente transmitidas, y toda esta mecánica perfectamente rodada para dar a entender a las instancias competentes, el día de los exámenes, que no nos hemos limitado a leer para distraernos, sino que también hemos entendido, que hemos realizado el famoso esfuerzo de comprensión.
La cuestión de saber lo que hemos «entendido» (cuestión final) no carece de interés. ¿Entendido el texto?, sí, sí, evidentemente, pero entendido sobre todo que una vez reconciliados con la lectura, habiendo perdido el texto su estatuto de enigma paralizante, nuestro esfuerzo por alcanzar su sentido se vuelve un placer, que, una vez vencido el temor de no entender, las nociones de esfuerzo y de placer actúan poderosamente la una en favor de la otra, porque, en este caso, mi esfuerzo me asegura el incremento de mi placer, y el placer de comprender me sume hasta la ebriedad en la ardiente soledad del esfuerzo.
Y también hemos entendido otra cosa. No sin cierta dosis de diversión, hemos entendido «cómo funcionan las cosas», incluido el arte y la manera de «hablar de», de hacerse valer en el mercado de los exámenes y de las oposiciones. Inútil ocultar que era uno de los objetivos de la operación. En cuestión de examen y de empleo, «entender» significa entender qué se espera de nosotros. Un texto «bien entendido» es un texto inteligentemente negociado. Los dividendos de este regateo es lo que el joven candidato busca en la cara del examinador cuando le dirige una mirada a hurtadillas después de haberle servido una interpretación astuta -pero en absoluto demasiado audaz- de un alejandrino de reputación enigmática. «Parece satisfecho, sigamos por este camino, lleva de cabeza a la nota.»)
Desde este punto de vista, una escolaridad literaria bien llevada depende tanto de la estrategia como de la buena comprensión del texto. Y, con mayor frecuencia de lo que se cree, un «mal alumno» es un chaval trágicamente desprovisto de aptitudes tácticas. Sólo que, en su pánico de no ofrecer lo que esperamos de él, no tarda en confundir escolaridad con cultura. Dejado a un lado por la escuela, se cree inmediatamente un paria de la lectura. Se imagina que «leer» es en sí un acto elitista, y se priva de libros durante toda su vida por no haber sabido hablar de ellos cuando se le pedía.