Authors: Daniel Pennac
En otras palabras, la libertad de escribir no puede ir acompañada del deber de leer.
En el fondo, el deber de educar consiste, al enseñar a los niños a leer, al iniciados en la Literatura, en darles los medios de juzgar libremente si sienten o no la «necesidad de los libros». Porque si bien se puede admitir perfectamente que un individuo rechace la lectura, es intolerable que sea -o se crea- rechazado por ella.
Es inmensamente triste, una soledad en la soledad, ser excluido de los libros..., incluso de aquellos de los que se puede prescindir.
El derecho a saltarse las páginas
Leí Guerra y paz por primera vez a los doce o trece años (más bien trece, estaba en quinto y nada adelantado). Desde el comienzo de las vacaciones, las de verano, veía a mi hermano (el mismo de Vinieron las lluvias) enfrascado en una enorme novela, y su mirada se volvía tan lejana como la del explorador que desde hace muchísimo tiempo ha perdido la noción de su tierra natal.
-¿Es muy bueno?
-¡Formidable!
-¿Qué explica?
- La historia de una chica que quiere a un tipo y se casa con un tercero.
.Mi hermano siempre ha poseído el don de los resúmenes. Si los editores lo contrataran para redactar sus «contraportadas» (esas patéticas exhortaciones a leer que aparecen en el dorso de los libros), nos ahorraría muchísimos camelos.
-¿Me lo prestas?
- Te lo doy.
Yo estudiaba interno, era un regalo inestimable. Dos grandes tomos que me mantendrían en calor durante todo el trimestre. Cinco años mayor que yo, mi hermano no era completamente idiota (y tampoco lo es ahora) y sabía perfectamente que Guerra y paz no podía ser reducida a una historia de amor, por bien montada que estuviera. Sólo que conocía mi predilección por las pasiones sentimentales, y sabía excitar mi curiosidad con la formulación enigmática de sus resúmenes. (Un «pedagogo», en mi opinión.) Creo que' fue el misterio aritmético de su frase lo que me hizo cambiar temporalmente mis Bibliotheque verte, rouge et or, y demás Signes de piste para arrojarme a esa novela. «Una chica que quiere a un tipo y que se casa con un tercero»..., no veo cómo habría podido resistirme. En realidad, no me sentí decepcionado, aunque se hubiera equivocado en su cálculo. En la práctica, éramos cuatro los que amábamos a Natacha: el príncipe Andrés, aquel golfo de Anatole (pero ¿podía llamarse a aquello amor?), Pedro Bezujov y yo. Como yo no tenía ninguna posibilidad, tuve que «identificarme» con los demás. (Pero no con Anatole, ¡un auténtico cerdo!)
Lectura mucho más deliciosa en la medida en que se desarrolló de noche, a la luz de una linterna de bolsillo, y debajo de mis mantas plantadas como una tienda en medio de un dormitorio de cincuenta soñadores, roncadores y demás patanes. La tienda del vigilante donde crepitaba la lamparilla estaba muy cerca, pero daba igual, en amor siempre es el todo por el todo. Todavía siento el grosor y el peso de aquellos volúmenes en mis manos. Era la versión de bolsillo, con la bonita cara de Audrey Hepburn que miraba a un principesco Mel Ferrer con los pesados párpados de rapaz enamorado. Me salté tres cuartas partes del libro para interesarme únicamente por el corazón de Natacha. Me compadecí de Anatole, de todos modos, cuando le amputaron la pierna, maldije al estúpido del príncipe Andrés por quedarse de pie delante de aquella bala de cañón, en la batalla de Borodino... «
Me salté páginas, vaya. y todos los chiquillos deberían hacer lo mismo.
Mediante ello podrían regalarse muy pronto con casi todas las maravillas consideradas inaccesibles para su edad.
Si tienen ganas de leer Moby Dick pero se desaniman ante las disquisiciones de Melville sobre el material y las técnicas de la caza de la ballena, no es preciso que renuncien a su lectura sino que se las salten, que salten por encima de esas páginas y persigan a Achab sin preocuparse del resto, ¡de la misma manera que él persigue su blanca razón de vivir y de morir! Si quieren conocer a Iván, Dimitri, Aliocha Karamazov y su increíble padre, que abran y que lean Los hermanos Karamazov, es para ellos, aunque tengan que saltarse el testamento del starets Zósimo o la leyenda del Gran Inquisidor.
Un gran peligro les acecha si no deciden por sí mismos lo que está a su alcance saltándose las páginas que elijan: otros lo harán en su lugar. Se apoderarán de las 150 grandes tijeras de la imbecilidad y cortarán todo lo que consideren demasiado «difícil» para ellos. Eso da unos resultados terribles. Moby Dick o Los miserables reducidos a unos resúmenes de 150 páginas, mutilados, destrozados, desmedrados, momifícados, ¡reescritos para ellos en una lengua famélica que se supone que es la suya! Algo así como si yo me pusiera a dibujar de nuevo Guernica bajo el pretexto de que Picasso metió allí demasiados brochazos para un ojo de doce o trece años.
y luego, incluso cuando somos «mayores», y aunque nos repugne confesarlo, también nos seguimos «saltando páginas», por unas razones que sólo nos conciernen a nosotros y al libro que leemos. También puede ser que nos lo prohibamos por completo, que leamos todo hasta la última palabra, estimando que aquí el autor se extiende demasiado, que aquí se permite un solo de flauta pasablemente gratuito, que en tal lugar cae en la repetición y en tal otro en la idiotez. Digamos lo que digamos, este testarudo aburrimiento que entonces nos imponemos no corresponde al orden del deber, es una categoría de nuestro placer de lector.
El derecho a no terminar un libro
Hay treinta y seis mil motivos para abandonar una novela antes del final: la sensación de ya leída, una historia que no nos engancha, nuestra desaprobación total a las tesis del autor, un estilo que nos pone los pelos de punta, o por el contrario una ausencia de escritura que no es compensada por ninguna razón de seguir adelante... Inútil enumerar las 35.995 restantes, entre las cuales hay que colocar sin embargo la caries dental, las persecuciones de nuestro jefe de oficina o un seísmo amoroso que petrifica nuestra cabeza.
¿El libro se nos cae de las manos?
Que se caiga.
Al fin y al cabo no todo el mundo puede ser Montesquieu para ofrecerse por encargo al consuelo de una hora de lectura.
Sin embargo, entre todas las razones que tenemos para abandonar una lectura, hay una que merece cierta reflexión: el vago sentimiento de una derrota. He abierto, he leído, y no he tardado en sentirme sumergido por algo que notaba más fuerte que yo. He concentrado mis neuronas, me he peleado con el texto, pero imposible, por más que tenga la sensación de que lo que está escrito allí merece ser leído, no entiendo nada -o tan poco que es igual a nada-, noto una «extrañeza» que me resulta impenetrable.
Lo dejo estar.
O, mejor dicho, lo dejo a un lado. Lo coloco en mi biblioteca con la vaga intención de insistir algún día. El Petersburgo de Andrei Biely, Joyce y su Ulises, Bajo el volcán de Malcolm Lowry, me han esperado durante años. Hay otros que me siguen esperando, algunos de los cuales probablemente no recuperaré jamás. No es un drama, así es la vida. La noción de «madurez» es algo extraño en materia de lectura. Hasta una determinada edad, no tenemos edad para determinadas lecturas, de acuerdo. Pero, contrariamente a las buenas botellas, los buenos libros no envejecen. Nos aguardan en nuestros estantes y somos nosotros quienes envejecemos. Cuando nos creemos suficientemente «maduros» para leerlos, los abordamos de nuevo. Entonces, una de dos: o se produce el encuentro, o es un nuevo fiasco. Es posible que lo intentemos una vez más, quizá no. Pero está claro que no es culpa de Thomas Mann que yo no haya podido, hasta ahora, alcanzar la cumbre de su Montaña mágica.
La gran novela que se nos resiste no es necesariamente más difícil que otra..., existe entre ella -por grande que sea- y nosotros -por aptos para «entenderla» que nos estimemos- una reacción química que no funciona. Un buen día simpatizamos con la obra de Borges que hasta entonces nos mantenía a distancia, pero permanecemos toda nuestra vida extraños a la de Musil...
Entonces tenemos dos opciones: o pensar que es culpa nuestra, que nos falta una casilla, que albergamos una parte irreductible de estupidez, o hurgar del lado de la noción muy controvertida de gusto e intentar establecer el mapa de los nuestros.
Es prudente recomendar a nuestros hijos esta segunda solución.
y más aún cuando puede ofrecer un placer excepcional: releer entendiendo al fin por qué no nos gusta. Y otro placer excepcional: escuchar sin emoción al pedante de turno berrearnos al oído:
- Pero ¿cóoooomo es posible que no le guste Stendhaaaaal?
Es posible.
El derecho a releer
Releer lo que me había ahuyentado una primera vez, releer sin saltarme un párrafo, releer desde otro ángulo, releer por comprobación, sí... nos concedemos todos estos derechos.
Pero sobre todo releemos gratuitamente, por el placer de la repetición, la alegría de los reencuentros, la comprobación de la intimidad.
«Más, más», decía el niño que fuimos... Nuestras relecturas de adultos participan de ese deseo: encantamos con lo que permanece, y encontrarlo en cada ocasión tan rico en nuevos deslumbramientos.
El derecho a leer cualquier cosa
A propósito del «gusto», algunos de mis alumnos sufren mucho cuando se encuentran delante del archiclásico tema de redacción: «¿Se puede hablar de buenas y de malas novelas?» Como bajo su apariencia de «yo no hago concesiones», son más bien amables, en lugar de abordar el aspecto literario del problema, lo tratan desde un punto de vista ético y sólo consideran la cuestión desde el ángulo de las libertades. De resultas, el conjunto de sus trabajos podría resumirse con esta fórmula: «¡No, no, uno tiene derecho a escribir lo que quiera, y todos los gustos de los lectores son naturales, faltaría más!» Sí..., sí, sí..., posición totalmente honorable.
Que no impide que haya buenas y malas novelas. Se pueden citar nombres, se pueden dar pruebas.
Para ser breve, vayamos al grano: digamos que existe lo que llamaré una «literatura industrial» que se contenta con reproducir hasta la saciedad los mismos tipos de relatos, despacha estereotipos a granel, comercia con buenos sentimientos y sensaciones fuertes, se lanza sobre todos los pretextos ofrecidos por la actualidad para parir una ficción de circunstancias, se entrega a «estudios de mercado» para vender, según la «coyuntura», tal o cual tipo de «producto» que se supone excita a tal o cual categoría de lectores.
Sin lugar a dudas, malas novelas.
¿Por qué? Porque no dependen de la creación sino de la reproducción de «formas» preestablecidas, porque son una empresa de simplificación (es decir, de mentira), cuando la novela es arte de la verdad (es decir, de complejidad), porque al apelar a nuestro automatismo adormecen nuestra curiosidad, y finalmente, y sobre todo, porque el autor no se encuentra en ellas, así como tampoco la realidad que pretende describimos.
En suma, una literatura del «pret a disfrutan>, hecha en moldes y que querría meternos en un molde.
No creamos que estas idioteces son un fenómeno reciente, vinculado a la industrialización del libro. En absoluto. La explotación de lo sensacional, de la obrita ingeniosa, del estremecimiento fácil en una frase sin autor no es cosa de ayer. Por citar únicamente dos ejemplos, tanto la novela de caballerías como, mucho tiempo después, el romanticismo se empantanaron ahí. Y como no hay mal que por bien no venga, la reacción a esta literatura desviada nos dio dos de las más hermosas novelas del mundo: Don Quijote y Madame Bovary.
Así pues, hay «buenas» y «malas» novelas.
Las más de las veces comenzamos a tropezarnos en nuestro camino con las segundas.
Y, caramba, tengo la sensación de haberlo pasado «formidablemente bien» cuando me tocó pasar por ellas. Tuve mucha suerte: nadie se burló de mí, ni pusieron los ojos en blanco, ni me trataron de cretino. Se limitaron a colocar a mi paso algunas «buenas» novelas cuidándose muy bien de prohibirme las demás.
A eso lo llamo sabiduría.
Durante cierto tiempo, leemos indiscriminadamente las buenas y las malas, de la misma manera que no renunciamos de la noche a la mañana a nuestras lecturas infantiles. Todo se mezcla. Salimos de Guerra y paz para volver a sumergirnos en la Bibliotheque verte. Pasamos de la colección Harlequin (historias de médicos guapos y de enfermeras entregadas) a Borís Pasternak y su Doctor Zhivago..., un médico guapo también y Lara, ¡una enfermera de lo más entregada!
y después, cierto día, vence Pastemak. Sin damos cuenta, nuestros deseos nos llevan a la frecuentación de los «buenos». Buscamos escritores, buscamos escrituras; se acabaron los meros compañeros de juego, reclamamos camaradas del alma. La mera anécdota ya no nos basta. Ha llegado el momento de que pidamos a la novela algo más que la satisfacción inmediata y exclusiva de nuestras sensaciones.
Una de las grandes alegrías del «pedagogo» es -siempre que esté autorizada cualquier lectura- ver cómo un alumno cierra por su cuenta de un portazo la puerta de la fábrica Best-seller para subir a respirar la casa del amigo Balzac.
El derecho al bovarismo (enfermedad de transmisión textual)
Eso es, grosso modo, el bovarismo, la satisfacción inmediata y exclusiva de nuestras sensaciones: la imaginación brota, los nervios se agitan, el corazón se acelera, la adrenalina sube, se producen identificaciones por doquier, y el cerebro confunde (momentáneamente) lo cotidiano con lo novelesco.
Es nuestro primer estado colectivo de lector. Delicioso.
Pero bastante pavoroso para el observador adulto que, casi siempre, se apresura a agitar un «buen título» bajo las narices del joven bovariano, gritando:
-Bueno, supongo que Maupassant es «mejor, ¿no? Calma..., no cedamos al bovarismo; digámonos que, a fin de cuentas, la propia Emma no era más que un personaje de novela, es decir, el producto de un determinismo en el que las causas sembradas por Gustave sólo engendraban los efectos -por verdaderos que fueran- deseados por Flaubert.