Authors: Daniel Pennac
Así pues, queda todavía otra cosa por «entender».
Queda por «entender» que los libros no han sido escritos para que mi hijo, mi hija, la juventud, los comente, sino para que, si el corazón se lo dice, los lean.
Nuestro saber, nuestra escolaridad, nuestra carrera, nuestra vida social son una cosa. Nuestra intimidad de lector y nuestra cultura otra. Hay que fabricar bachilleres, licenciados, catedráticos y enmarcas , la sociedad lo pide, y es algo que no se discute..., pero es mucho más esencial abrir todas las páginas de todos los libros.
A lo largo de su aprendizaje, se impone a los escolares y a los estudiantes el deber de la glosa y del comentario, y las modalidades de este deber les asustan hasta el punto de privar a la gran mayoría de la compañía de los libros. Por otra parte, nuestro final de siglo no arregla las cosas; el comentario domina en él como señor absoluto, hasta el punto, muchas veces, de apartamos de la vista el objeto comentado. Este zumbido cegador lleva un nombre eufemístico: la comunicación...
Hablar de una obra a unos adolescentes, y exigirles que hablen de ella, puede revelarse muy útil, pero no es un fin en sí. El fin es la obra. La obra en las manos de ellos. y el primero de sus derechos, en materia de lectura, es el derecho a callarse.
En los primeros días del año escolar, suelo pedir a mis alumnos que me describan una biblioteca. No una biblioteca municipal, no, sino el mueble, una librería.
Aquella donde coloco mis libros. Y me describen un muro. Un acantilado del saber, rigurosamente ordenado, absolutamente impenetrable, una pared contra la que sólo se puede rebotar..
-¿Y un lector? Descríbeme un lector.
-¿Un auténtico lector?
-Si te parece, aunque no acabo de "saber a qué llamas tú un auténtico lector”
Los más «respetuosos» me describen al mismo Dios Padre, una especie de eremita antediluviano, sentado desde la noche de los tiempos sobre una montaña de libros cuyo sentido habría absorbido hasta entender el porqué de cualquier cosa. Otros me bosquejan el retrato de un autista profundo tan absorto en los libros que se golpea contra todas las puertas de la vida. Otros me trazan un retrato en negativo, dedicándose a enumerar todo lo que un lector no es: no es deportista, no está vivo, no es gracioso, y no le gusta ni el «papeo», ni los «trapos», ni los «bugas», ni la tele, ni la música, ni los amigos... y otros, finalmente, más «estrategas», levantan ante su profesor la estatua académica del lector consciente de los medios puestos a su disposición por los libros para incrementar su saber y afinar su lucidez. Los hay que mezclan estos diferentes registros, pero ni uno, ni uno entre todos ellos, se describe a sí mismo, ni describe a un miembro de su familia o a uno de esos innumerables lectores con los que se cruzan todos los días en el metro.
y cuando les pido que me describan «un libro», lo que se posa en la clase es un OVNI: un objeto tremendamente misterioso y prácticamente indescriptible dada la inquietante simplicidad de sus formas y la proliferante multiplicidad de sus funciones, un «cuerpo extraño», provisto de todos los poderes así como de todos los peligros, objeto sagrado, infinitamente mimado y respetado, depositado con gestos de oficiante en los estantes de una librería impecable, para ser venerado en ella por una secta de adoradores de mirada enigmática.
El Santo Grial. Bien.
Procuremos desacralizar un poco esta visión del libro que les hemos metido en la cabeza mediante una descripción más «realista» de la manera como tratamos nuestros libros aquellos a quienes nos gusta leer.
Pocos objetos como el libro despiertan tal sentimiento de absoluta propiedad. Una vez han caído en nuestras manos, los libros se convierten en nuestros esclavos..., esclavos, sí, por ser de materia viva, pero esclavos que nadie pensaría en liberar, por ser hojas muertas. Como tales, padecen los peores tratos, fruto de los más locos amores o espantosos furores. Y te doblo las páginas (¡oh, qué herida, cada vez, la visión de la página doblada!, «¡pero es para saber dónde estooooooy!») y poso mi taza de café sobre la tapa, esas aureolas, esos relieves de tostadas, esas manchas de aceite solar..., y te dejo un poco en todas partes la huella de mi pulgar, el dedo con el que aprieto mi pipa mientras te leo... y esa Rléiade secándose miserablemente sobre el radiador después de haber caído en tu baño «tu baño, cariño, pero mi Swift! »)... y esos márgenes garrapateados de comentarios afortunadamente ilegibles, esos párrafos nimbados por rotuladores fluorescentes..., ese libro definitivamente inválido por haber pasado una semana entera abierto por el lomo, ese otro supuestamente protegido por una inmunda funda de plástico transparente con reflejos petrolíferos..., esa cama que desaparece debajo de un témpano de libros esparcidos como pájaros muertos..., ese montón de Folios abandonados al moho del granero... esos desdichados libros infantiles que ya nadie lee, exiliados en una casa de campo adonde ya nadie va..., y todos esos otros en los muelles liquidados a los revendedores de esclavos...
Todo, a los libros se lo hacemos sufrir todo. Pero la manera como los maltratan los demás es la única que nos apena...
No hace mucho tiempo vi con mis propios ojos cómo una lectora arrojaba una enorme novela por la ventanilla de un coche que corría a toda marcha: era por haberla pagado tan cara, convencida por competentes críticos, y sentirse tan decepcionada. ¡El padre del novelista Tonina Benacquista llegó al extremo de fumarse a Platón! Prisionero de guerra en algún lugar de Albania, con un resto de tabaco en el fondo de su bolsillo, un ejemplar del Cratilo (¿qué diablos hacía allí?), una cerilla... ¡y crac!, una nueva manera de dialogar con Sócrates..., por señales de humo.
Otro efecto de la misma guerra, más trágico todavía: Alberto Moravia y EIsa Morante, obligados a refugiarse durante varios meses en una cabaña de pastor, sólo habían podido salvar dos libros, La Biblia y Los hermanos Karamazov. De ahí un terrible dilema: ¿cuál de los dos monumentos utilizar como papel higiénico? Por cruel que sea, una elección es una elección. Con gran dolor de corazón, eligieron.
No, por sagrado que sea el discurso trenzado en torno a los libros, no ha nacido quien impida a Pepe Carvalho, el personaje favorito de Manuel Vázquez Montalbán, prender cada noche un buen fuego con las páginas de sus lecturas predilectas.
Es el precio del amor, la contrapartida de la intimidad.
En cuanto un libro acaba en nuestras manos, es nuestro, exactamente como dicen los niños: «Es mi libro»..., parte integrante de mí mismo. Ésta es sin duda la razón de que devolvamos con tanta dificultad los libros que nos prestan. No es exactamente un robo... (no, no, no somos unos ladrones, no...), digamos un deslizamiento de propiedad, o, mejor dicho, una transferencia de sustancia: lo que era de otro bajo su mirada, se vuelve mío cuando se lo come mi ojo; y, caramba, si me ha gustado lo que he leído, siento cierta dificultad en «devolverlo».
Sólo me estoy refiriendo a la manera como nosotros, los particulares, tratamos los libros. Pero los profesionales no lo hacen mejor. Y yo te guillotino el papel a ras de las palabras para que mi colección de bolsillo sea más rentable (texto sin márgenes con las letras desmedradas de puro apretujadas), y yo te hincho como un globo esta novelita para hacer creer al lector que vale el dinero que paga por ella (texto ahogado, con las frases asustadas por tanta blancura), y te coloco unas «fajas» cuyos colores y cuyos títulos enormes cantan hasta ciento cincuenta metros de distancia: «¿Me has leído? ¿Me has leído?» y yo te fabrico ejemplares «club» en papel esponjoso y portada monumentos utilizar como papel higiénico? Por cruel que sea, una elección es una elección. Con gran dolor de corazón, eligieron.
No, por sagrado que sea el discurso trenzado en torno a los libros, no ha nacido quien impida a Pepe Carvalho, el personaje favorito de Manuel Vázquez Montalbán, prender cada noche un buen fuego con las páginas de sus lecturas predilectas.
Es el precio del amor, la contrapartida de la intimidad.
En cuanto un libro acaba en nuestras manos, es nuestro, exactamente como dicen los niños: «Es mi libro»..., parte integrante de mí mismo. Ésta es sin duda la razón de que devolvamos con tanta dificultad los libros que nos prestan. No es exactamente un robo... (no, no, no somos unos ladrones, no...), digamos un deslizamiento de propiedad, o, mejor dicho, una transferencia de sustancia: lo que era de otro bajo su mirada, se vuelve mío cuando se lo come mi ojo; y, caramba, si me ha gustado lo que he leído, siento cierta dificultad en «devolverlo».
Sólo me estoy refiriendo a la manera como nosotros, los particulares, tratamos los libros. Pero los profesionales no lo hacen mejor. Y yo te guillotina el papel a Fas de las palabras para que mi colección de bolsillo sea más rentable (texto sin márgenes con las letras desmedradas de puro apretujadas), y yo te hincho como un globo esta novelita para hacer creer al lector que vale el dinero que paga por ella (texto ahogado, con las frases asustadas por tanta blancura), y te coloco unas «fajas» cuyos colores y cuyos títulos enormes cantan hasta ciento cincuenta metros de distancia: «¿Me has leído? ¿Me has leído?» y yo te fabrico ejemplares «club» en papel esponjoso y portada acartonada adornada con ilustraciones deprimentes, y yo pretendo fabricarte unas ediciones «de lujo» con el pretexto de que adorno una falsa piel con una orgía de dorados...
Producto de una sociedad hiperconsumista, el libro está casi tan mimado como un pollo alimentado con hormonas y mucho menos que un misil nuclear. El pollo con hormonas de crecimiento instantáneo no es, por otra parte, una comparación gratuita si se aplica a los millones de libros «de circunstancias» que se escriben en una semana bajo el pretexto de que, esa semana, la reina la ha dañado o el presidente ha perdido su empleo.
Así pues, visto bajo esta perspectiva, el libro no es, ni más ni menos, que un objeto de consumo, y tan efímero como cualquier otro: inmediatamente destruido si no funciona, muere con mucha frecuencia sin haber sido leído.
En cuanto a la manera como la misma universidad trata los libros, sería bueno preguntar su opinión a los autores. He aquí lo que escribió al respecto Flannery O'Connor el día en que descubrió que hacían a los estudiantes estudiar su obra:
"Si los profesores tienen hoy por principio abordar una obra como si se tratara de un problema de investigación para el que sirve cualquier respuesta, con tal que no sea evidente, mucho me temo que los estudiantes no descubran jamás el placer de leer una novela...»
Hasta aquí el «libro».
Pasemos al lector.
Porque, más instructiva aún que nuestra manera de tratar nuestros libros, es nuestra manera de leerlos.
En materia de lectura, nosotros, «lectores», nos permitimos todos los derechos, comenzando por aquellos que negamos a los jóvenes a los que pretendemos iniciar en la lectura.
Me limitaré arbitrariamente al número 10, en primer lugar porque es un número redondo, y después porque es el número sagrado de los famosos Mandamientos y es divertido verlo utilizado por una vez para una lista de autorizaciones, o
Porque si queremos que mi hijo, que mi hija, que la juventud lea, es urgente que les concedamos los derechos que nosotros nos permitimos.
Derecho a no leer
Como toda enumeración de derechos que se precie, la de los derechos de la lectura debe abrirse por el derecho a no utilizarlo -en este caso el derecho a no leer-, sin el cual no se trataría de una lista de derechos sino de una trampa perversa.
Para comenzar, la mayor parte de los lectores se conceden cotidianamente el derecho a no leer. Aunque afecte a nuestra reputación, entre un buen libro y un mal telefilm, el segundo vence al primero con mucho mayor frecuencia de lo que nos gustaría confesar. Y además, no leemos continuamente. Nuestros períodos de lectura se alternan muchas veces con prolongadas dietas en las que la sola visión de un libro despierta los miasmas de la indigestión.
Pero lo más importante es otra cosa.
Estamos rodeados de cantidad de personas totalmente respetables, a veces tituladas, e incluso «eminentes» .,-algunas de las cuales poseen bibliotecas muy interesantes-, pero que no leen jamás, o tan poco que nunca se nos ocurriría la idea de regalarles un libro. No leen. Sea porque no sienten la necesidad, sea porque tienen demasiadas cosas que hacer aparte de leer (pero eso equivale a lo mismo, es que ese aparte las colma o las obnubila), sea porque alimentan otro amor y lo viven de una manera absolutamente exclusiva. En suma, a esas personas no les gusta leer. No por ello son menos tratables, e incluso son de un trato muy agradable. (Por lo menos no nos piden en cualquier momento nuestra opinión sobre el último libro que hemos leído, nos evitan sus reservas irónicas sobre nuestro novelista favorito y no nos consideran unos retrasados por no habernos precipitado sobre el último Tal, que acaba de salir en la editorial Cual y del que el crítico Enterado ha hecho los mayores elogios.) Son tan «humanas» como nosotros, absolutamente sensibles a las desdichas del mundo, preocupadas de los "derechos del Hombre» y entregadas a respetarlo en su esfera de influencia personal, lo que ya es mucho, pero hete aquí que no leen. Son muy libres de no hacerla.
La idea de que la lectura «humaniza al hombre» es justa en su conjunto, aunque experimente algunas deprimentes excepciones. Se es sin duda algo más «humano», y entendemos por ello algo más solidario con la especie (algo menos «fiera»), después de haber leído a Chéjov que antes.
Pero evitemos acompañar este teorema con el corolario según el cual cualquier individuo que no lee debiera ser considerado a priori un bruto potencial o un cretino contumaz. Porque, si no, convertiremos la lectura en una obligación moral, y esto es el comienzo de una escalada que no tardará en llevarnos a juzgar, por ejemplo, la «moralidad» de los propios libros en función de criterios que no sentirán ningún respeto por otra libertad inalienable: la libertad de crear. A partir de entonces, el bruto seremos nosotros, por muy «lector» que seamos. Y bien sabe Dios que brutos de este tipo no faltan en el mundo.