Hajime, mi compañero de entrenamiento, viajó con nosotros durante el primer día; se dirigía a una escuela de lucha libre donde pasaría el invierno preparándose para los torneos de primavera. Aquella noche nos alojamos con los luchadores y compartimos la cena con ellos. Consumieron enormes cantidades de un guiso preparado con verduras y pollo -un tipo de carne que les traía buena suerte, pues las patas de esta ave apenas rozan el suelo-, al que se añadían fideos elaborados con arroz y trigo. Cada uno de ellos ingirió más cantidad de comida que la mayoría de las familias campesinas en una semana. Hajime, con su enorme cuerpo y su rostro tranquilo, ya se parecía mucho a ellos. Desde que era niño había estado vinculado a aquella escuela -dirigida, cómo no, por los Kikuta-, y los luchadores le trataban con afecto.
Antes de la cena nos reunimos en el enorme pabellón de baños, empañado por el vapor y construido sobre un manantial de agua caliente y sulfurosa. Los entrenadores y masajistas pululaban entre los luchadores y les frotaban y restregaban sus musculosas extremidades y sus enormes torsos. Yo tenía la sensación de encontrarme ante una raza de gigantes. Por descontado, todos ellos conocían a Akio y le trataban con irónica deferencia -puesto que pertenecía a la familia del maestro-, mezclada con un benévolo desprecio, ya que no era un luchador. No se dijo nada sobre mí, ni nadie me prestó atención. Estaban metidos en su propio mundo y, como yo no tenía la más mínima relación con él, no les resultaba de interés.
Permanecí en silencio y me limité a escuchar. Me enteré de los planes para el torneo de primavera, las esperanzas y deseos de los luchadores, las bromas susurradas por los masajistas, las proposiciones que se formulaban, desdeñaban o aceptaban. Más tarde, cuando ya me había retirado por orden de Akio y yacía sobre una estera en la sala comunitaria, escuché la conversación que éste y Hajime mantenían. Habían decidido quedarse levantados y beber juntos antes de separarse al día siguiente.
Aparté de mi oído los ronquidos de los luchadores y me concentré en las voces que llegaban del piso inferior. No dejaba de sorprenderme el hecho de que Akio siempre olvidara mi capacidad de audición; tal vez no quería reconocer mis dotes extraordinarias y ello hacía que me subestimase. En un primer momento pensé que era una debilidad por su parte, casi la única; más tarde, se me ocurrió que quizá había ciertos asuntos de los que él quería que yo me enterara.
La conversación versó sobre temas corrientes -el entrenamiento al que Hajime se iba a someter, los amigos con los que se había reencontrado...-, pero en poco tiempo el vino les soltó la lengua.
—Irás a Yamagata, ¿no es así? -preguntó Hajime.
—Lo más probable es que no. El maestro Muto todavía está en las montañas y la casa está vacía.
—Pensaba que Yuki había regresado junto a su familia.
—No, se ha ido a la aldea de los Kikuta, al norte de Matsue. Permanecerá allí hasta que nazca el niño.
—¡¿El niño?! -Hajime pareció quedarse tan atónito como yo.
Reinó un prolongado silencio. Oí que Akio daba un sorbo de vino y lo tragaba. Cuando de nuevo tomó la palabra, su voz sonaba mucho más calmada.
—Lleva en su seno al hijo del Perro.
Con un hilo de voz, Hajime exclamó:
—Perdóname, primo mío, no quiero contrariarte... pero, ¿formaba parte del plan?
—¿Por qué no habría de ser así?
—Porque yo siempre pensé que tú y ella... finalmente os casaríais.
—Estamos comprometidos desde que éramos niños -confesó Akio-. Puede que acabemos casándonos. Los maestros quisieron que Yuki yaciera con él para mantenerle tranquilo, para distraerle... y, si fuera posible, concebir un hijo suyo.
Es muy posible que Akio se sintiera dolido, pero no lo demostró.
—Mi misión era fingir sospechas y celos -dijo éste, sin ninguna emoción-. Si el Perro hubiese llegado a averiguar que estaba siendo manipulado, no habría accedido a relacionarse con ella. Pero no tuve que fingir, la verdad; nunca pensé que a Yuki le agradaría tanto. Yo no daba crédito a su comportamiento para con él, le perseguía día y noche...
La voz de Akio se quebró. Escuché cómo se acabó el vino de un trago, el tintineo de la frasca y el borboteo del líquido que volvía a llenar el cuenco.
—Quizá sea para bien -sugirió Hajime, con voz algo más animada-. El niño heredará los poderes extraordinarios de su padre.
—Eso opina el maestro Kikuta. Además, ese niño estará con nosotros desde su nacimiento. Será educado adecuadamente, sin las deficiencias del Perro.
—¡Qué noticia tan sorprendente! -exclamó Hajime-. No me extraña que hayas estado preocupado.
—Paso casi todo el tiempo pensando en cómo matarle -confesó Akio, volviendo a dar un largo trago.
—¿Acaso te han ordenado que lo hagas? -preguntó Hajime, desolado.
—Todo depende de lo que suceda en Hagi. Podríamos decir que se le ha concedido su última oportunidad.
—¿Lo sabe él? ¿Sabe que le están poniendo a prueba?
—Si no lo sabe, no tardará en averiguarlo -respondió Akio, quien tras otra larga pausa, prosiguió-: Si los Kikuta hubieran sabido de su existencia, lo habrían reclamado cuando era niño y le habrían criado. Pero la formación que ha recibido, y su relación con los Otori, le han echado a perder.
—Su padre murió antes de que él naciera. ¿Sabes quién le mató?
—Lo echaron a suertes -susurró Akio-. Nadie sabe quién lo hizo, pero toda la familia tomó la decisión. El maestro me lo contó en Inuyama.
—Es una pena -murmuró Hajime-. Tanto talento malgastado...
—La culpa es de la mezcla de sangre -terció Akio-. Es cierto que a veces ésta tiene como fruto dotes incomparables, pero por desgracia éstas suelen venir acompañadas de un alto grado de estupidez. Y la única forma de curar la estupidez es por medio de la muerte.
Poco después vinieron a acostarse. Yo seguí tumbado, fingiendo dormir, hasta el alba; lo que había escuchado me carcomía las entrañas. Estaba convencido de que fuera cual fuera mi actuación en Hagi, Akio encontraría cualquier excusa para matarme.
Cuando nos despedimos a la mañana siguiente, Hajime no me miró a los ojos. Su voz adquirió un tono de fingida alegría y, a medida que nos alejábamos, se quedó mirándonos con expresión taciturna. Imagino que pensaba que no volvería a verme.
* * *
Viajamos durante tres días sin apenas intercambiar palabra, y llegamos a la barrera que marcaba el comienzo de las tierras de los Otori. Como Akio llevaba las correspondientes tablillas de identificación, la cruzamos sin problemas. Fue él quien tomó todas las decisiones durante el trayecto: dónde debíamos comer, dónde teníamos que pasar la noche o qué camino debíamos tomar. Yo le seguía, despreocupado, pues estaba seguro de que no me mataría antes de llegar a Hagi; me necesitaba para entrar en la casa de Shigeru a través del suelo de ruiseñor. Pasado un tiempo empecé a lamentar que no fuéramos un par de amigos que viajaban juntos. Deseé tener un compañero como Makoto o Fumio, mi viejo amigo de Hagi, alguien con quien hablar durante el camino y compartir la confusión de mis pensamientos.
Una vez en tierras Otori, yo esperaba encontrar unos campos prósperos, como cuando pasé por allí por vez primera junto a Shigeru; pero por todas partes se veían huellas de los estragos producidos por las tormentas y por la hambruna que las siguió. Muchas aldeas parecían desiertas, los daños de las casas no se habían reparado y la población hambrienta pedía limosna al borde de la carretera. Escuché retazos de conversaciones y me enteré de que los señores de los Otori estaban exigiendo el sesenta por ciento de la cosecha de arroz -en lugar del cuarenta por ciento anterior- para costear el ejército que estaban formando con el fin de enfrentarse a Arai; también supe que los hombres estaban dispuestos a matar a sus familias y a sí mismos antes que ir muriendo poco a poco de inanición cuando llegase el invierno.
De haber sido otra época del año, podríamos haber realizado un viaje más rápido en barco; pero los vendavales del invierno ya azotaban las costas y levantaban sobre las oscuras playas enormes olas grises cargadas de espuma. Los pescadores amarraban sus barcas en los lugares resguardados que encontraban, o bien las varaban en la playa de guijarros y se instalaban en ellas junto a los suyos hasta la llegada de la primavera. Durante todo el invierno las familias de los pescadores hacían hogueras para obtener sal del agua del mar. En alguna ocasión nos detuvimos para calentarnos y compartir la comida con aquellas gentes, a las que Akio entregó algunas monedas. La comida era exigua: pescado en salazón, sopa de algas marinas, erizos de mar y pequeños crustáceos.
Un hombre nos suplicó que comprásemos a su hija, que la llevásemos a Hagi para nuestro uso o la vendiéramos a un prostíbulo. Rondaría los 13 años, apenas acababa de convertirse en mujer. Aunque no era hermosa, aún recuerdo su rostro; sus ojos asustados y suplicantes, sus lágrimas, su expresión de alivio cuando Akio cortésmente declinó la oferta, y la mueca de desesperación de su padre mientras se marchaba dando media vuelta.
Aquella noche Akio refunfuñó a causa del frío y lamentó su decisión con respecto a la muchacha.
—Me habría mantenido caliente -se quejó varias veces.
Yo pensé en ella, dormida junto a su madre, sometida a la elección entre la muerte por hambre y una vida de esclavitud. Me acordé de la familia de Furoda, expulsada de su destartalado pero confortable hogar; también pensé en el hombre al que yo había matado en su campo de cultivo secreto y en los aldeanos que morirían por mi culpa.
Estos asuntos no le importaban a nadie más -así estaba conformado el mundo-, pero a mí me obsesionaban. Como hacía cada noche, desenterré los pensamientos que había escondido durante todo el día y los examiné.
Yuki esperaba un hijo mío que iba a ser criado por la Tribu. Lo más probable era que yo nunca llegase a conocerle.
Los Kikuta habían matado a mi padre porque había quebrantado las reglas de la Tribu, y no dudarían en matarme a mí también.
No tomé ninguna decisión ni llegué a conclusión alguna. Tan sólo permanecí despierto hasta altas horas de la noche, agarrando mis pensamientos como quien sujeta guijarros negros en la mano y los mira.
* * *
En los alrededores de Hagi las montañas caían directamente sobre el mar, por lo que nos vimos obligados a volver tierra adentro y escalar pronunciadas laderas hasta cruzar el último puerto e iniciar el descenso hacia la ciudad.
La emoción me embargaba, aunque no pronuncié palabra ni dejé al descubierto mis sentimientos. Divisamos la población, emplazada en una isla de la bahía rodeada por dos ríos y por el mar. Caía la tarde del día del solsticio de invierno, y los pálidos rayos de sol se esforzaban por abrirse camino entre las nubes grises. Los árboles mostraban sus ramas desnudas y el suelo estaba cubierto por una gruesa alfombra de hojarasca. El humo proveniente de las hogueras en las que se quemaban los últimos tallos de arroz extendía una neblina azulada que flotaba sobre los ríos, a la altura del puente de piedra.
Los preparativos para el Festival del Año Nuevo estaban en marcha; las cuerdas fabricadas con tallos vegetales colgaban por doquier, los abetos de oscuras agujas ya estaban colocados junto a las puertas y multitud de devotos se acercaban hasta los santuarios. El río fluía con caudal abundante -me cantaba su salvaje melodía-, y bajo las agitadas aguas me pareció escuchar la voz del cantero constructor del puente quien, atrapado entre las rocas de su obra, mantenía una interminable conversación con el río. Al aproximarnos, una garza alzó el vuelo desde la orilla.
Cuando cruzamos el puente examiné la inscripción que Shigeru me había leído en su día: "El clan Otori da la bienvenida a los justos y los leales. Que los injustos y los desleales sean precavidos".
"Los injustos y los desleales". Como yo. Desleal a Shigeru, quien me había legado sus tierras; tan injusto como los miembros de la Tribu, injusto y cruel.
Caminé por las calles con la cabeza gacha y los ojos dirigidos hacia el suelo, al tiempo que modificaba mis rasgos faciales tal y como Kenji me había enseñado. Pensé que nadie me reconocería, pues en los últimos meses había crecido y mi cuerpo se había hecho más enjuto y musculoso; además, llevaba el cabello corto y vestía las ropas propias de un artesano. Mis gestos, mi forma de hablar, mis andares... Todo había cambiado en mí desde los días en que atravesé aquellos callejones como un joven señor del clan Otori.
Fuimos a una destilería situada a las afueras de la ciudad. Durante el tiempo que permanecí en Hagi, había pasado junto a aquel edificio en multitud de ocasiones, sin imaginar las verdaderas actividades que allí se llevaban a cabo. "Pero", pensé, "Shigeru lo sabía". Me satisfacía el hecho de que él hubiera realizado un seguimiento de las operaciones de los miembros de la Tribu, que hubiera obtenido información que ellos ignoraban y que hubiese sabido de mi existencia.
Los moradores de la casa se afanaban con los preparativos para el trabajo del invierno. Acumulaban grandes cantidades de madera a fin de calentar las cubas, y el aire estaba impregnado del penetrante olor del arroz fermentado. Nos recibió un hombre de corta estatura y aspecto distraído que me recordó a Kenji. Pertenecía a la familia Muto y se llamaba Yuzuru. Él no esperaba recibir visitas a aquellas alturas del año; mi presencia y lo que había oído sobre nuestra misión le inquietaban enormemente. Nos hizo entrar a toda prisa al interior de la vivienda y nos guió hasta una habitación oculta.
—Vivimos tiempos terribles -lamentó-. El clan Otor¡ entrará en guerra con Arai en primavera. Ahora sólo nos protege el invierno.
—¿Qué sabes de la campaña de Arai contra la Tribu?
—Está en boca de todos -replicó Yuzuru-. Por ese motivo nos han ordenado que apoyemos a los Otori tanto como podamos -me lanzó una mirada en la que se adivinaba su resentimiento-. Nos iba mucho mejor con Iida.
Creo que es un grave error haberle traído aquí. Si alguien llegase a reconocerle...
—Nos marcharemos mañana -replicó en ese momento Akio-. Lo único que tiene que hacer es recoger algo en su antigua casa.
—¿En la casa del señor Shigeru? ¡Qué locura! Le atraparán.
—No lo creo. Tiene bastante talento -me pareció detectar un matiz de burla en aquel elogio, y lo tomé como una señal más de su intención de matarme.