Con la Hierba de Almohada (23 page)

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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantasia

BOOK: Con la Hierba de Almohada
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—Estás perdonado. No fue precisamente mi instrucción lo que te permitió sacar a Shigeru de Inuyama.

Abandonó de nuevo la habitación y regresó con una bolsa llena de monedas y varios pastelillos de arroz envueltos en algas marinas. Pero como yo no llevaba un hatillo donde pudiera guardarlo, y necesitaba las dos manos libres, até la bolsa a mi ropa interior y coloqué los pastelillos bajo el cinturón.

—¿Sabrás encontrar el camino? -preguntó Ichiro, que empezaba a inquietarse como solía hacer en días pasados, cuando íbamos a visitar un santuario o a realizar cualquier otra salida.

—Creo que sí.

—Te entregaré una carta para que te permitan pasar la barrera. Eres un criado de esta casa, eso es lo que pareces, que estás organizando mi visita al templo para el próximo año. Me reuniré contigo en Terayama cuando llegue el deshielo; espérame allí. Shigeru mantenía una alianza con Arai. No sé cómo están las cosas entre vosotros, pero debes buscar su protección. Él se mostrará agradecido por toda la información que pueda utilizar en contra de la Tribu.

Tomó el pincel y comenzó a redactar la carta con trazo ligero.

—¿Todavía sabes escribir? -preguntó sin elevar la mirada.

—No muy bien.

—Tendrás todo el invierno para practicar -Ichiro selló la nota y se puso en pie-. Por cierto, ¿qué ha sido de
Jato?


Llegó a mis manos. Está guardado en Terayama.

—Es hora de volver a buscarlo -sonrió una vez más, y masculló-: Chiyo me matará por no haberla despertado.

Guardé la carta entre mis ropas y nos abrazamos.

—Un destino extraño te ata a esta casa -sentenció Ichiro-. Es un vínculo del que no puedes escapar -su voz se quebró y vi que otra vez estaba a punto de llorar.

—Ya lo sé -murmuré-. Haré todo lo que me has pedido.

Supe que no podía renunciar a aquella casa ni a mi herencia; me pertenecían, y las iba a reclamar. Lo que Ichiro me había aconsejado era razonable. Tenía que escapar de la Tribu. Los documentos de Shigeru me protegerían y me permitirían hacer tratos con Arai. ¡Ojalá pudiese llegar a Terayama!

7

Abandoné la casa por el mismo camino por el que había llegado: salí por la ventana del piso superior, bajé por la pared exterior y atravesé el suelo de ruiseñor. Éste siguió dormido bajo mis pies, pero juré que lo haría despertar la próxima vez que caminara sobre él. No volví a escalar la tapia para saltar a la calle; en cambio, corrí en silencio por el jardín, me hice invisible y, colgado de las rocas como una araña, crucé el orificio que atravesaba el muro, por donde el arroyo desembocaba en el río. Me dejé caer en la embarcación más cercana, solté las amarras, agarré el remo colocado en la popa y empujé la barca hacia la corriente.

La barca crujió ligeramente bajo mi peso mientras las aguas la sacudían. Para mi desgracia, el cielo se había despejado de nubes; hacía más frío y la luna en cuarto creciente emitía una estela de luz. Al escuchar el sonido de pisadas que llegaba de la orilla, envié mi segundo cuerpo de regreso a la tapia y me agazapé en la barca; pero no logré engañar a Akio, quien dio un salto desde la ribera como si estuviera volando. Me hice invisible otra vez -aunque sabía que él me descubriría-, y salté desde la barca hasta otro bote amarrado junto a la tapia. Desaté las amarras a toda prisa y con ayuda del remo me adentré en el río. Pude ver cómo Akio se posaba sobre la barca que yo acababa de abandonar y se esforzaba por mantener el equilibrio. A continuación, dio otro salto y salió volando hacia mí, justo cuando yo me desdoblé en dos y, dejando mi segundo cuerpo en el bote, me precipité hacia la primera barca. Noté cómo nos cruzábamos en el aire. Controlando la fuerza de mi caída, aterricé en el primer bote, empuñé el remo y comencé a avanzar a toda velocidad. Cuando Akio atrapó mi segundo cuerpo, éste se desvaneció, y observé cómo mi enemigo se disponía a saltar otra vez. Sólo podía escapar adentrándome en el río. Saqué el cuchillo y, en el momento en que Akio se precipitaba sobre la barca, intenté clavárselo con una mano. Él se movió con su rapidez habitual y esquivó el ataque con facilidad. Yo, que había previsto su movimiento, le golpeé con el remo a un lado de la cabeza. Entonces cayó, momentáneamente aturdido, mientras que yo, que había perdido el equilibrio por el violento balanceo de la embarcación, estuve a punto de caer por la borda. Dejé el remo y me agarré con fuerza al lateral de madera. No quería acabar en las aguas heladas a menos que pudiera arrastrar a Akio conmigo y ahogarle. Mientras me dirigía hacia el otro lado de la barca, éste se recuperó. Dio un salto hacia delante y me agarró; caímos juntos y me sujetó por el cuello.

Yo permanecía en estado invisible, pero no tenía escapatoria, pues mi oponente me tenía inmovilizado bajo su cuerpo como una carpa bajo el mazo del cocinero. Noté que mi visión se ennegrecía y entonces él aflojó un poco los dedos.

—¡Traidor! -exclamó-. Kenji nos advirtió que al final volverías con los Otori. Me alegro, porque he deseado verte muerto desde el primer día en que nos conocimos. Ahora lo vas a pagar caro por tu insolencia con los Kikuta, por la herida que me hiciste en la mano... y por Yuki.

—Mátame -dije yo-, como tu familia mató a mi padre. Nunca escaparás de nuestros fantasmas. La maldición te perseguirá hasta el día de tu muerte por haber asesinado a alguien de tu propia sangre.

La barca se mecía a nuestros pies y se alejaba empujada por la marea. Si entonces Akio hubiese hecho uso de sus manos o su cuchillo, yo no estaría contando esta historia; pero no pudo resistir la tentación de lanzarme una última ofensa.

—Tu hijo será mío. Le criaré como es debido, como un verdadero Kikuta -me zarandeó con violencia-. Enséñame la cara -rugió-. Quiero ver tu expresión cuando oigas que le enseñaré a odiar tu memoria. Quiero verte morir.

Acercó su rostro al mío y sus ojos buscaron los míos. La barca a la deriva llegó hasta la estela de luz que proyectaba la luna. Al contemplar el brillo de ésta, dejé que regresara mi visibilidad, le miré directamente y vi lo que quería encontrar: el odio y los celos que le nublaban el juicio y le hacían vulnerable.

Al instante se dio cuenta de su error e intentó apartar la mirada, pero el golpe del remo debió de haber aminorado su celeridad habitual y ya era demasiado tarde. Estaba mareado y a punto de caer dormido bajo los influjos del sueño de los Kikuta. Se desplomó hacia un lado como un fardo y movió los párpados repetidamente intentando abrir los ojos. La barca se balanceó con más fuerza y el propio peso de Akio le hizo caer de cabeza al río.

El bote siguió a la deriva, cada vez más deprisa, arrastrado por la creciente marea. Bajo la estela de luz que atravesaba el agua vi que su cuerpo emergía y flotaba con suavidad. No quise regresar para darle muerte, aunque abrigaba la esperanza de que se ahogase o muriera helado. Le abandoné en manos del destino. Entonces, recogí el remo y empujé la barca hasta el otro lado del río.

Cuando llegué a la orilla tiritaba de frío. Los primeros gallos lanzaban sus cantos y la luna empezaba a descender por el firmamento. La hierba de la ribera estaba rígida a causa de la escarcha, y las piedras y los juncos se veían cubiertos por una brillante capa blanca. Con mi llegada, desperté a una garza que dormía y me pregunté si sería la misma que solía acudir a pescar al jardín de Shigeru. Luego el ave alzó el vuelo desde las ramas más altas del sauce con aquel batir de alas que me resultaba tan familiar.

Estaba exhausto, aunque demasiado agitado como para conciliar el sueño; de todas formas, tenía que moverme para entrar en calor. Caminé a paso decidido por la estrecha carretera de montaña en dirección al suroeste. La luna brillaba, y yo conocía el camino. Al despuntar la mañana atravesé el primer puerto y me dirigí ladera abajo hasta una pequeña aldea. Casi todos los habitantes dormían, pero me encontré con una anciana que avivaba los rescoldos del fogón de la cocina y que me ofreció un poco de sopa caliente a cambio de una moneda. Me quejé ante ella de mi anciano amo, quien me enviaba en una absurda búsqueda a través de las montañas hasta un templo remoto. Sin duda el invierno acabaría con él, y yo me quedaría, desamparado, en el santuario.

La anciana se rió con estridencia, y dijo:

—Entonces, ¡tendrás que hacerte monje!

—Nada de eso; me gustan demasiado las mujeres.

Mi comentario le agradó y me regaló varias ciruelas encurtidas como acompañamiento del desayuno. Cuando reparó en las monedas que yo llevaba, me ofreció alojamiento. Los alimentos habían provocado que el demonio del sueño se acercara aún más a mí, y ansiaba poder tumbarme; pero me asustaba la ¡dea de que pudieran reconocerme, e incluso lamentaba las explicaciones que le había dado a la mujer. Yo había dejado a Akio en el río, pero sabía que las aguas siempre devuelven a sus víctimas -a las vivas y las muertas- y temía que me persiguiera. No me sentía orgulloso de mi deserción de la Tribu tras haber jurado obediencia, y bajo la fría luz de la mañana comencé a darme cuenta de lo que haría el resto de mi vida. Había decidido regresar con los Otori, pero ya nunca me libraría del miedo a ser asesinado; toda una organización secreta me buscaría para castigarme por mi deslealtad. Si quería escapar de sus redes, debía moverme con mayor rapidez que cualquiera de sus mensajeros; tenía que llegar a Terayama antes de que la nieve empezara a caer.

Cuando llegué aTsuwano en la tarde del segundo día el cielo había adquirido un tono plomizo. Mis pensamientos regresaron al momento en que había conocido allí a Kaede, y recordé la sesión de entrenamiento en la que me enamoré de ella. ¿Acaso su nombre ya estaba inscrito en el censo de los difuntos? ¿Tendría que encender velas en su memoria durante el Festival de los Muertos, año tras año, hasta mi muerte? ¿Nos reuniríamos en el otro mundo, o tal vez estábamos condenados a no volver a encontrarnos ni en la vida ni en la muerte? La congoja y el remordimiento me corroían. Ella me había dicho: "Sólo me encuentro a salvo a tu lado"; pero yo la había abandonado. Si el destino fuese bondadoso conmigo y ella volviera otra vez junto a mí, nunca la dejaría marchar.

Me arrepentí amargamente de haberme unido a los miembros de la Tribu y repasé los motivos por los que había tomado esa decisión. Era cierto que había hecho un pacto con ellos y mi vida les pertenecía; pero además yo culpaba a mi propia vanidad. Había deseado conocer y desarrollar el lado oscuro de mi persona que había heredado de mi padre, de los Kikuta, de la Tribu; aquella tenebrosa herencia que me otorgó los poderes extraordinarios que tanto me enorgullecían. Yo había respondido con entusiasmo y voluntariamente a la llamada de la Tribu, a la mezcla de adulación, condescendencia y brutalidad con la que solía manipularme. Me pregunté si lograría escapar de ellos.

No paraba de dar vueltas a tales pensamientos y, a medida que caminaba, el letargo me envolvía. Al mediodía eché una cabezada en un hoyo que encontré junto a la carretera, pero el intenso frío me despertó. La única forma de mantenerme en calor era continuar caminando. Rodeé la ciudad, descendí por un puerto de montaña y volví a salir a la carretera cerca del río. El caudal había disminuido con respecto a la crecida causada por las tormentas que nos habían retenido en Tsuwano; los destrozos de las orillas se habían reparado, pero el único puente en muchos kilómetros a la redonda, una pasarela de madera, aún estaba derruido. Pagué a un barquero para que me llevara hasta el otro lado del río. Nadie viajaba a una hora tan tardía y yo era su último pasajero. Noté que me miraba con curiosidad, pero no me dirigió la palabra. Yo no le identifiqué como miembro de la Tribu, pero me sentía incómodo en su presencia. Me dejó en la orilla y me alejé a toda velocidad. Cuando giré en la curva de la carretera, él me seguía observando. Hice un gesto con la cabeza, pero no se dio por aludido.

El frío era cada vez más intenso; el aire, húmedo y helado. Lamentaba no haber buscado refugio para pasar la noche; si me quedaba atrapado por una ventisca, tendría pocas posibilidades de sobrevivir. Estaba seguro de que junto a la frontera del feudo había una casa de postas, pero a pesar de la carta de Ichiro y de mi disfraz de sirviente no quería pasar la noche allí, pues me encontraría con demasiados curiosos y demasiados guardias. No sabía qué hacer, de modo que continué caminando.

Llegó la noche. Hasta con mis ojos entrenados por la Tribu, me resultaba difícil ver el camino. En dos ocasiones me desorienté y tuve que regresar sobre mis pasos. Caí en una zanja que acumulaba agua y me mojé las piernas hasta la altura de las rodillas. El viento rugía, y de los bosques llegaban extraños sonidos que me recordaban a las leyendas de monstruos y duendes y me hacían creer que los muertos caminaban a mis espaldas.

Para cuando el cielo empezó a palidecer por el este yo ya estaba helado hasta los huesos y tiritaba de forma incontrolable. Me alegré de la llegada del alba, pero ésta no me alivió del intenso frío; al contrario, me recordó mi profunda soledad. Por primera vez se me ocurrió que si la frontera del feudo estaba custodiada por hombres de Arai, me entregaría. Ellos me llevarían ante su señor, pero antes me ofrecerían algo caliente. Me llevarían al interior de la construcción para protegerme del frío y harían té para mí. La idea del té caliente me obsesionaba; notaba el vapor en la cara, el calor del cuenco en las manos. Tan obsesionado estaba, que no reparé en que me seguían.

De repente noté la presencia de alguien a mis espaldas. Me di la vuelta, atónito por no haber oído las pisadas ni la respiración de quien me seguía. Me sorprendí, incluso me asusté, pues parecía haber perdido mi capacidad de audición. Daba la impresión de que aquel viajero hubiera caído del cielo o hubiera llegado caminando por encima del suelo, como hacen los muertos. Al momento comprendí que o bien el agotamiento me había desquiciado o realmente me encontraba ante un fantasma, pues el hombre que caminaba detrás de mí era Jo-An, el paria, a quien, según yo tenía entendido, los hombres de Arai habían torturado hasta la muerte en Yamagata.

La impresión al verle fue tan intensa que creí desmayarme. La sangre me dejó de fluir a la cabeza y me tambaleé. Mientras caía, Jo-An logró sujetarme. Sus manos no eran las de un espíritu; eran reales, fuertes y sólidas, y olían a cuero. La tierra y el cielo empezaron a dar vueltas a mi alrededor y la vista se me nubló. Jo-An me ayudó a sentarme y me puso la cabeza entre las rodillas. Algo me bramaba en los oídos, un ruido tan fuerte que me ensordecía. Permanecí en aquella postura, sujetándome la cabeza con las manos, hasta que el rugido disminuyó y la oscuridad se alejó de mi visión. Me quedé mirando el suelo. La hierba estaba cubierta de escarcha y minúsculas partículas de oscuro hielo rodeaban las piedras del camino. El viento soplaba con fuerza en los cedros. Con la excepción de su silbido, lo único que se oía era el castañeteo de mis dientes.

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