Con la Hierba de Almohada (22 page)

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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantasia

BOOK: Con la Hierba de Almohada
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Yuzuru se mordió el labio inferior.

—Incluso los monos se caen de los árboles. ¿Qué es eso tan importante que tiene que recoger?

—Creemos que Otori podría haber recabado extensos documentos sobre los asuntos de la Tribu.

—¿Shigeru,
El Granjero?
¡Imposible!

Los ojos de Akio se endurecieron.

—¿Por qué piensas así?

—Es bien conocido... Shigeru era un buen hombre, todos le querían. Su muerte fue una tragedia terrible; pero murió porque era... -Yuzuru parpadeó repetidamente y me miró con aire de disculpa-. Era demasiado confiado, demasiado ¡nocente. Nunca fue un conspirador, y no sabía nada sobre la Tribu.

—Tenemos motivos para creer lo contrario -terció Akio-. Antes del amanecer averiguaremos quién tiene razón.

—¿Iréis a la casa esta noche?

—Debemos estar de vuelta en Matsue antes de que lleguen las nieves.

—Pues este año llegarán pronto, posiblemente antes del último mes -Yuzuru pareció aliviado al conversar sobre un tema tan trivial como el tiempo-. Por lo que parece, será un invierno largo y difícil; pero si la primavera va a traer consigo la guerra, preferiría que nunca llegase.

En la pequeña y oscura habitación -el tercer cuarto oculto en el que me habían encerrado- el frío era intenso. El propio Yuzuru nos trajo comida, vino y té -para cuando probamos este último, ya casi se había enfriado-. Akio bebió vino, pero yo no lo hice porque quería mantener todos mis sentidos alerta. Mientras anochecía, estuvimos sentados sin cruzar palabra.

Los ruidos de la destilería se fueron acallando, aunque el olor persistía. Presté atención a los sonidos de la ciudad, tan conocidos para mí, y me di cuenta de que era capaz de identificar la calle y la casa de donde procedía cada uno de ellos. Esta familiaridad me relajó, y mi desaliento logró algo de alivió. Desde el cercano templo de Daishoin llegó el tañido de una campana que anunciaba las oraciones del crepúsculo. Me vino a la mente la imagen del antiguo edificio, la verdosa penumbra de su arboleda, las linternas de piedra que marcaban las tumbas de los señores Otori y sus lacayos. Absorto, tuve la sensación de encontrarme caminando entre las lápidas.

Entonces, Shigeru volvió a presentarse ante mí, como si emergiera de una bruma blanca, goteando agua y sangre; sus ardientes ojos negros me transmitían un mensaje inconfundible. Me desperté de repente temblando de frío.

Oí que Akio me decía:

—Bebe un poco de vino. Te calmará los nervios.

Negué con la cabeza, me puse en pie, y para calentarme empecé a realizar los ejercicios que la Tribu me había enseñado. Entonces, me senté a meditar -intentando retener el calor- y reflexioné sobre el trabajo que me esperaba aquella noche. Concentré todos mis poderes, pues para entonces ya sabía cómo hacerlos aflorar a voluntad, mientras que en el pasado sólo habían surgido por instinto.

Sonó la campana en Daishoin. Era la medianoche.

Oí que Yuzuru se aproximaba y que la puerta se abría. Nos hizo una seña y nos condujo a través de la casa hasta la cancela exterior. Alertó a los guardias, y saltamos por encima de la tapia. Uno de los perros emitió un leve ladrido, pero lo hicieron callar de un manotazo.

La oscuridad era total; el aire, helado, y desde el mar llegaban fuertes ráfagas de viento. La noche resultaba tan desapacible que las calles estaban desiertas. Caminamos en silencio hasta la ribera y después nos dirigimos hacia el sur, hasta la confluencia de los ríos. La presa por la que yo a menudo había cruzado hasta el otro lado quedaba al descubierto a causa de la marea baja. Justo detrás se encontraba la casa de Shigeru. En la orilla cercana había varias barcas amarradas, en las que solíamos cruzar el río hasta alcanzar las tierras de su propiedad, los campos de arroz y las granjas, donde Shigeru me hablaba de agricultura y sistemas de regadío, de cosechas y bosques. Aquellas barcas también habían transportado la madera para el pabellón de té y el suelo de ruiseñor escorándose en el agua a causa del peso de las aromáticas tablas, recién cortadas en los bosques situados más allá de las plantaciones. La noche era demasiado oscura incluso para vislumbrar la silueta de las montañas en las que los árboles habían crecido.

Nos agazapamos a un lado de la estrecha carretera y contemplamos la casa. No se veían luces, sólo el débil resplandor de un brasero que ardía en la garita de los guardias situada junto a la cancela. Oí la pesada respiración de los hombres y los perros que dormían profundamente, y un pensamiento me vino a la cabeza: si Shigeru siguiera vivo, no estarían durmiendo de esa manera. Me enfadé en su nombre, en primer lugar conmigo mismo.

Akio susurró:

—¿Sabes lo que tienes que hacer?

Asentí con la cabeza.

—Entonces, adelante.

No elaboramos ningún plan. Simplemente, él me mandó marchar como si yo fuese un halcón o un perro de caza. Podía imaginarme sus planes: cuando regresase con los documentos, se haría con ellos... y más tarde contaría que, por desgracia, los guardias me mataron y arrojaron mi cadáver al río.

Atravesé la calle, me hice invisible, salté hasta lo alto de la tapia y desde allí me dejé caer en el jardín. Al instante me envolvió la amortiguada melodía de la casa: el suspiro del viento en los árboles, el murmullo del arroyo, el chapoteo de la cascada, el oleaje del río empujado por la marea... Me invadió un profundo sentimiento de lástima. ¿Qué hacía yo regresando a la casa de noche como un ladrón? Casi sin darme cuenta permití que mi rostro se modificara y volviese a adquirir su aspecto de Otori.

El suelo de ruiseñor se extendía alrededor de toda la vivienda, pero no suponía amenaza alguna para mí. Aun en la oscuridad podía atravesarlo sin que emitiera su canto. Desde el extremo más lejano, escalé por la pared exterior hasta la ventana de la sala de la planta superior -el mismo recorrido que hacía más de un año había seguido Shintaro, el asesino-. Al llegar a lo alto me detuve a escuchar. Al parecer la sala estaba vacía.

Las contraventanas estaban cerradas para mitigar el gélido aire nocturno, pero el pestillo no estaba echado y me fue fácil abrirlas lo suficiente como para acceder a la estancia. Dentro hacía casi tanto frío como en el exterior y la oscuridad era aún más intensa. La sala despedía un olor acre, como si llevara mucho tiempo cerrada, como si nadie la utilizara, salvo los fantasmas.

Oí la respiración de los moradores de la casa, que dormían, y reconocí a cada uno de ellos; pero no pude localizar a quien estaba buscando: Ichiro. Bajé por la estrecha escalera, cuyos crujidos conocía como la palma de mi mano. Una vez en el piso inferior, percibí que la vivienda no estaba totalmente a oscuras como parecía desde la calle. En la habitación más alejada, la favorita de Ichiro, ardía una lámpara. Me acerqué en silencio hasta la luz. La mampara de papel estaba cerrada, pero la llama reflejaba sobre ella la sombra del anciano. Abrí la puerta corredera.

Ichiro levantó la cabeza y me miró sin dar muestras de sorpresa. Me sonrió con tristeza e hizo un ligero movimiento con la mano.

—¿Qué puedo hacer por vos? Sabéis que haría cualquier cosa por traeros la paz; pero soy viejo, y he usado la pluma con más frecuencia que la espada.

—Profesor -susurré-. Soy yo, Takeo.

Entré en la habitación, cerré la puerta tras de mí y caí de rodillas ante él.

Entonces Ichiro se sobresaltó como si hubiera estado durmiendo y acabara de despertarse, o como si, estando en el mundo de los muertos, hubiera sido reclamado por los vivos. Me agarró por los hombros y me atrajo hacia él bajo la luz de la llama.

—¿Takeo? ¿Eres realmente tú?

Me pasó la mano por la cabeza y por los brazos, como si temiera que yo fuese una aparición. Las lágrimas le surcaban el rostro. En ese momento, me abrazó y apretó mi cabeza sobre su hombro como habría hecho con un hijo perdido y más tarde recuperado. Yo sentía la agitada respiración en su delgado pecho.

Me alejó un poco de él y me miró a la cara.

—Creí que eras Shigeru. Suele visitarme de noche y se queda de pie en el umbral. Sé lo que quiere, pero ¿qué puedo hacer yo? -se secó las lágrimas con la manga de la túnica-. Te pareces mucho a él. Es muy extraño. ¿Dónde has estado todo este tiempo? Al principio pensamos que te habrían asesinado, pero de vez en cuando alguien viene a la casa preguntando por ti, por lo que dimos por hecho que seguías vivo.

—Los miembros de la Tribu me escondieron -repliqué, mientras me preguntaba hasta qué punto Ichiro conocía mis antecedentes-. Primero, en Yamagata; los dos últimos meses, en Matsue. Hice un pacto con ellos. Me secuestraron en Inuyama, pero me permitieron acudir al castillo para sacar de allí al señor Shigeru. A cambio, me comprometí a entrar a su servicio. Tal vez desconozcas que estoy unido a ellos por vínculos de sangre.

—Lo suponía -admitió Ichiro-. ¿Por qué si no Muto Kenji se habría presentado aquí? -tomó una de mis manos y la apretó con emoción-. Todos saben cómo rescataste a Shigeru y asesinaste a Iida para vengar su muerte. No me importa reconocerlo: siempre creí que mi señor cometió un grave error al adoptarte, pero aquella noche acabaste con mi desconfianza y saldaste todas tus deudas para con él.

—No todas. Los señores de los Otori traicionaron a Shigeru al entregarle a Iida, y todavía no han recibido castigo.

—¿Es eso lo que te trae por aquí? De ser cierto, su espíritu descansaría en paz.

—No, me envía la Tribu. Los maestros creen que el señor Shigeru guardaba documentos relativos a la organización y quieren conseguirlos.

Ichiro sonrió con amargura.

—Él guardaba documentos sobre multitud de asuntos. Los repaso todas las noches. Los señores de los Otori afirman que tu adopción fue ilegal y que, de todas formas, lo más probable es que estés muerto, por lo que a su parecer Shigeru carece de herederos y sus tierras deben pasar a formar parte de las del castillo. He estado buscando pruebas para que puedas conservar lo que te pertenece -su voz se hizo más fuerte y adquirió un tono de urgencia-. Tienes que regresar, Takeo. La mitad del clan te apoyará por lo que hiciste en Inuyama. Muchos sospechan que los tíos de Shigeru planearon su muerte y están indignados por ello. ¡Regresa y completa tu venganza!

La presencia de Shigeru nos envolvía. Yo estaba seguro de que en cualquier momento entraría en la habitación con su paso enérgico, su sonrisa franca y los ojos oscuros que parecían sinceros y sin embargo ocultaban tantas cosas.

—Creo que es mi obligación -dije con lentitud-. No encontraré la paz hasta consumar la venganza. Pero la Tribu intentará matarme si me fugo; no sólo lo intentará, sino que no descansará hasta haberlo conseguido.

Ichiro suspiró profundamente.

—Creo que no te he juzgado mal -afirmó-. Si no me confundo, viniste aquí dispuesto a matarme. Soy viejo, estoy preparado para abandonar este mundo; pero desearía ver acabado el trabajo de Shigeru. Es cierto, él guardaba documentos sobre la Tribu. Consideraba que nadie podría traer la paz al País Medio mientras la Tribu conservase su poder, por lo que se dedicó a averiguar todo lo que pudo sobre sus actividades. Luego transcribía toda esa información. Se cercioró de que nadie conociera el contenido de sus escritos, ni siquiera yo. Era extremadamente reservado, mucho más de lo que nadie pudiera creer. No le quedaba más remedio, pues durante 10 años sus tíos e Iida habían estado intentando librarse de él.

—¿Me darás los documentos?

—No se los entregaré a la Tribu -aseguró. La llama de la lámpara titiló, y de repente apareció en su rostro una expresión astuta que yo nunca antes había visto.- Debo conseguir más aceite o nos quedaremos a oscuras. Déjame que despierte a Chiyo.

—Mejor no -repliqué, aunque me habría encantado ver a la anciana que dirigía la casa y me había tratado como a un hijo-. No puedo quedarme.

—¿Has venido solo?

Negué con la cabeza.

—Kikuta Akio me espera fuera.

—¿Es peligroso?

—Casi con toda seguridad intentará matarme; sobre todo si regreso con las manos vacías.

Me preguntaba qué hora sería, qué estaría haciendo Akio. La melodía de invierno de la casa me rodeaba. No quería abandonarla. Mis opciones eran cada vez más escasas. Ichiro nunca entregaría los documentos a la Tribu y yo nunca sería capaz de matarle para obtenerlos. Saqué mi cuchillo de la funda y noté su peso en la mano.

—Ahora debería quitarme la vida.

—Ésa sería una respuesta -dijo Ichiro con un suspiro-, pero no la más satisfactoria. Ya serían dos los fantasmas inquietos que me visitarían por las noches. Y los asesinos de Shigeru quedarían sin castigo.

La llama de la lámpara crepitó e Ichiro se puso en pie.

—Iré a buscar aceite -susurró.

Oí cómo caminaba por la casa arrastrando los pies y me acordé de Shigeru. ¡Cuántas noches se había sentado en aquella misma habitación! A mi alrededor se apilaban cajas llenas de pergaminos. Mientras las contemplaba, de improviso me vino a la mente con absoluta nitidez el arcón de madera que yo había transportado colina arriba como regalo para el abad el día en que visitamos el templo para contemplar las pinturas de Sesshu. Creí poder ver a Shigeru, que sonreía. Una vez que Ichiro regresó y encendió la lámpara, comentó:

—De todas formas, no están aquí.

—Lo sé -repliqué yo-. Están en Terayama.

Ichiro sonrió.

—Si aceptas mi consejo, aunque en el pasado nunca me prestaste atención alguna, ve allí. Vete ahora, esta misma noche. Te daré dinero para el viaje. Los monjes te esconderán durante el invierno, y en el templo tendrás ocasión de planear tu venganza contra los señores de los Otori. Ésa era la voluntad de Shigeru.

—También es mi voluntad, pero hice un pacto con el maestro Kikuta. He dado mi palabra a la Tribu...

—Recuerda que primero juraste lealtad a los Otori -repuso Ichiro-. ¿No te salvó la vida Shigeru antes de que la Tribu hubiera oído hablar de t¡ siquiera?

Asentí con la cabeza.

—¿Acaso Akio no tiene intención de matarte? Ellos ya han roto el pacto que hicisteis. ¿Puedes esquivarle? ¿Dónde está?

—Le dejé en la carretera, frente a la casa. Pero ahora podría estar en cualquier sitio.

—Pero podrás oírle, ¿no es cierto? ¿Qué ha sido de esos trucos con los que solías engañarme? Siempre te encontrabas en otra parte cuando yo creía que estabas estudiando.

—Profesor... -empecé a decir. Iba a disculparme, pero él me hizo callar con un gesto.

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