Authors: Álvaro Pombo
Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science
—¿Qué hostias es esto, todo esto? —inquiere Ramón Durán con una voz tan áspera e irritada que él mismo se sorprende.
—¿Qué es todo esto? ¿Que qué es todo esto? ¿Qué te pasa, a qué te refieres?
Salazar se siente bien ahora, continúa en bata. Durán observa que debajo de la bata sólo lleva unos pantalones de pijama, un pijama de seda. La calefacción del piso ya funciona, una temperatura agradable. La sala de estar, de pronto, resplandece toda a la vez con sus libros, sus cuadros, su tranquilidad estudiosa, su paz civilizada, sus alfombras persas, su magia burguesa, su encanto de retiro y madurez, un encanto anglosajón, todo lo que Durán amó desde un principio en Salazar y en su casa y que ahora, de pronto, resplandece huidizo, como una promesa incumplida.
—¿Qué hace aquí Juanjo? ¿Qué hacéis en pelotas los dos?, ¿qué hostias?, ¿qué es todo esto?
—Todo esto es, que yo sepa, bien poca cosa, sólo que Juanjo se ha quedado aquí a vivir. ¿No podéis aquí vivir los dos? Seguro que cabéis los dos aquí. Tú mismo me contaste que le amabas. Tú mismo me has contado, ¿sí o no?, que todavía te gusta follar con él muchísimo a diario. ¿Eso no me lo has contado, o sí me lo has contado? Quizá me lo ha contado Juanjo, y yo, bobamente, creo que me lo has contado tú. Ha debido de ser Juanjo, sí. No te importa, ¿verdad? Juanjo dice que a ti te gusta mucho, Juanjo. Esto, lo reconozco, es ridículo. Que Juanjo diga que a ti te gusta mucho Juanjo es una pendejada, una mamonada, y Juanjo hay que reconocer que ese punto pendejo sí lo tiene, a diferencia tuya, que ese punto pendejo no lo tienes. Siéntate, no estés ahí de pie. Tú sabes que Juanjo en realidad es muy vulgar, por eso es más, digamos, mejor partenaire que tú, mutatis mutandis, claro está. ¿Por qué pones esa cara, qué te pasa?
Durán se sienta, por fin, frente a Salazar, en una butaca donde se ha sentado muchas otras veces, donde solía sentarse al principio, cuando era tan excitante dejarse querer por Salazar. ¿Dejarse querer? ¿Es eso lo que hacían al principio? ¿Se dejaba, al principio, Durán querer y Salazar le quería? De pronto, esta tarde, Durán no podría asegurar que eso fue lo que pasó. Ahora mismo su sentimiento más claro es de perplejidad. ¿Qué le está pasando? Durán es un chico sencillo, que no se lo tiene creído, pero que sabe —como es natural— que resulta muy atractivo. Es inverosímil que un hombre como Salazar le rechace, es inverosímil que Salazar quiera sustituirle por Juanjo. Durán es consciente de esta inverosimilitud, plenamente consciente ahora. Pero que sea inverosímil ya no es consolador: quizá después de todo no es tan inverosímil que Salazar le sustituya por un hombre joven, Juanjo, a quien el propio Durán considera bellísimo y atractivo. Luego no es tan inverosímil. Esta recién desvelada verosimilitud de segundo orden adopta la figura infantil del desconsuelo. Todas estas interrogaciones, tan empobrecedoras y humildes como son, no tienen respuesta ahora mismo. Ahora no sabe Durán qué preguntarle a Salazar. Se oye ruido al otro lado de la puerta de la sala. Entra Juanjo. Anuncia que se va a ver a uno y que volverá antes de las diez. No espera Juanjo la contestación. Sencillamente gira en redondo y se va del piso. Esta es la ocasión que Durán tiene. Ahora podrá preguntarlo todo con calma. Ahora podrá preguntar... ¿qué? Al no poder contestar a esto, retorna la irritación inicial, y Durán se encara con Salazar y le pregunta:
—¿No quieres saber qué ha pasado en Marbella? ¿No quieres saber nada de mi madre? Por teléfono me dices que me echas de menos y llego aquí y me largas no sé qué mierdas de follar con Juanjo. Dices que no entiendes qué me pasa. ¡Si no entiendes eso, es que eres gilipollas!
—Ahora que lo dices..., ¿qué tal tu madre?, sí, ¿qué tal está?
Durán inclina la cabeza, no puede ahora contar nada de su madre. Tendría que largarme —piensa—. Ese tono frío, toda la actitud que ha mostrado Salazar desde que entré, indican la misma cosa: aquí no pinto nada yo. Tengo que largarme. ¿Pero por qué? Que se largue Juanjo. Es evidente que no puede pensar con claridad. Salazar se le ha metido demasiado dentro de su vida y a la vez se ha quedado demasiado lejos. No tiene Durán, además, adonde ir. ¿A dónde va a ir? Puede ir a Marbella, quedarse con su madre. ¿Por qué esta idea no cobra ahora ningún relieve en su conciencia? Podría decirse que la situación le ha sorprendido mucho y que por eso tarda en reaccionar. Que no se imaginaba que iba a ser traicionado con esta vulgaridad y no sólo por Salazar, sino también por un amigo de toda la vida como es Juanjo. ¿Por qué no se va? ¿Por qué Durán no puede recurrir a su sentido de sí mismo, a cierta dignidad ofendida? No hace falta ni siquiera ser muy inteligente o muy sensible para eso. Casi cualquiera estaría en condiciones de decirle a Durán lo que debe hacer en este caso. ¿Qué le está pasando? Ramón Durán no está en condiciones, ahora mismo, de enfrentarse con ninguno de sus dos amigos, tampoco puede soportar la tensión de quedarse ahí en la sala o en la casa y debatir si tiene derecho él a ocupar el cuarto de Juanjo o viceversa. Así que, sin decir una palabra más, se levanta, sale de la habitación cerrando cuidadosamente la puerta detrás de sí, procurando no dar un portazo. Salazar sonríe sin levantar la cabeza.
El pensamiento se hace en la boca. Salazar sonríe y musita para sí mismo: El pensamiento se hace en la boca. Y posiblemente en ningún otro sitio. Como yo no hablo, apenas pienso. Como leo, apenas escribo, apenas hablo. No es verdad que Salazar, esta tarde, tras la inesperada aparición de Durán, se haya sentado a leer tranquilamente (así es como le ha visto Durán y también Juanjo, que entró un momento en la sala antes de que por segunda vez entrara Durán, mientras Durán estaba asomado por la ventana del cuarto de la criada). Salazar se ha instalado como un buen lector, sentado en su sillón de costumbre bajo su lámpara, en esta habitación confortable, rodeado de este sentido del confort tan anglosajón (tan distinto de la austeridad de su casa paterna). Se ha sentado ahí con su libro, pero en realidad no ha leído ni una línea. No sólo los dos chicos están inquietos, cada cual a su manera, sino que también Salazar, a su manera, está inquieto. Esta inquietud se profiere a sí misma de pronto. Hasta hace un instante, Salazar, mudo, vivía su inquietud informulada. Ahora, hormigueante, una locuacidad de debate escolástico, como una empalidecida memoria, se le viene a los labios, le llena la boca de amargura zumbona: fascinado por sí mismo, Salazar se yergue en su asiento: A esto has llegado —se dice a sí mismo. Ahora Salazar sonríe de nuevo, se siente juvenil, seminarista de nuevo, acerado de nuevo, elocuente—: ¿Es esto lo que querías? A esto has llegado. De pronto, la verbalización de su inquietud se vuelve jubilosa, callada y fluida como una ocurrencia leída en algún sitio, como un recitativo oído entre líneas, pensado de refilón, pronunciado en voz baja: A qué crees tú que he llegado, he llegado a esto y esto me designa inequívocamente a mí, Javier Salazar, a los sesenta y cinco, con el pelo entrecano, aún de buen ver, jubilado, respetado en los círculos editoriales de Madrid: una figura de segundo orden o de tercero. No. No tengo una opinión muy elevada de mí mismo. La gracia amarga de mi conciencia al reflejarme procede de que tengo la valentía de verme en términos de segundos o terceros lugares. Puedo incluso concederme cierta humildad estoica, cierta aceptación estoica de mi lugar en el cosmos, que tiende a rebajarme un poco, siempre un poco más abajo, por comparación al menos con los verdaderamente grandes, los Kant, los Hume, los Henry James, un Lorca, un Rilke, el viejo Freud, tan poco leído y tan vigente aún, siquiera sea como narrador, como sumo sacerdote laico. Y tú, Salazar, al ponerte a ti mismo en ese tercer lugar, añades un palmo, sin embargo, a tu estatura. Así es, sitúate en el lugar de los hombres hábiles, cultos, lectores, entre los que saben por dónde van los tiros, entre los que saben de qué va todo ello, entre los avisados, entre los desengañados, los decepcionados en primer lugar por sí mismos. ¡Cuánto valor hay en esa profunda decepción! Has practicado contigo mismo una teología negativa de la individualidad humana. Puedes decir de ti mismo, como el don Quijote de Cervantes: Yo sé quién soy. Y también estás, estabas, empezando a sentirte tranquilo del todo, porque ya no deseabas los deseos. Pero ¿y ahora?, ¿qué te está pasando de repente ahora? Si no nos conociéramos... Estás salido, estás que lo tiras. Pero no lo tiras, el semen, porque casi no lo tienes ya: la eyaculación es como nerviosa ahora, ¿no es así? Sin esa placentera explosión de otro tiempo, lechosa, grumosa, del semen fresco, que lo notabas entre los dedos, subiendo por el cañón enhiesto de la polla, por tu propia polla y las pollas ajenas. ¡Oh, esta manera tan vulgar de mencionar lo más vulgar! Esto es nuevo, ¿no? Esto te está divirtiendo ahora. Desde su interior exteriorizado ahora, Salazar sonríe, mientras entrecierra los ojos, se asoma al brocal de sí mismo y sonríe. Ahora parece saberlo todo, se le ocurre que esta relación repentina, tan verbalizada, consigo mismo no es del todo natural, es contraria a la dirección centrífuga de la conciencia que se aferra al mundo. Pero toda la vida de Salazar hasta la fecha ha sido un progresivo desligarse del mundo para poder controlarlo, para poder desactivar las penosas caídas, el dolor, la ansiedad, el amor. Salazar no cree, nunca ha creído, que el amor o el dolor desbrocen la selva de los sentimientos confusos o alcen el corazón más allá de sí mismo. Por eso ahora, al sentirse inquieto, se interpela a sí mismo, asustado casi por ese contradiós centrifugante de sus nuevas relaciones con Durán y con Juanjo. La objetividad entera de este contradiós es la capacidad que Javier Salazar tiene de referirse a sí mismo como si fuera otro, proporcionando así a sus pensamientos antagónicos una objetividad puramente mental, retórica, salvadora. Y se pregunta Salazar a sí mismo: ¿Qué me está pasando ahora? A ratos cree saber la respuesta, a ratos no. No soy, se dice Salazar esta tarde, omnisciente. No se conoce del todo a sí mismo aunque sabe quién es con claridad suficiente para entretenerse hurgando en el yo tornasolado. Es una conciencia en parte inconsciente de sí misma y en parte consciente de ser inconsciente, y, por consiguiente, la conciencia de sí no le abandona. En la medida en que es inconsciente no sabe todas las repuestas, en la medida en que es consciente hace todas las preguntas. Y, entre estas preguntas, algunas sobresalen ahora como corchos invencibles que flotan en la memoria instantánea: ¿Por qué metiste a Juanjo en casa? Salazar sentía curiosidad. Esto es razonable. Si, a título tentativo, pretende Salazar desglosar esa curiosidad, se encuentra con una cantidad de aspectos que o no casan entre sí, o representan lo mismo con distintos disfraces: ¿sentía curiosidad por ver cómo follaban los dos chicos? ¿O sentía curiosidad por ver cómo reaccionaría él mismo ante alguien como Juanjo? ¿Deseaba quizá experimentar en primera persona este gozo hortera que la carnalidad de Juanjo le inspira? ¿O sentía curiosidad por ver hasta dónde era capaz de llegar haciendo daño a Durán? ¿Metió a Juanjo en casa para herir a Durán, para hacerle sentir celos? El caso es que en el curso de aproximadamente un mes, Juanjo y Salazar han intimado mucho más de lo que él mismo se atrevería a reconocer en público o en privado. Salazar hace memoria: ¿qué es lo primero que recuerda? Recuerda que Juanjo le dio por el culo hace unos días. Esto le excitó mucho, le gustó mucho. Esto le llevó muy atrás hacia la memoria de los mecánicos del Caterpillar. Juanjo es el primero que le ha dado por el culo desde entonces acá. La verdad es que, por un momento, mientras se sentía vigorosamente perforado recto arriba, pensó en el sida vagamente. Pero no mucho tiempo. Le agradeció a Juanjo que no se pusiera un condón. Igual que entonces. Juanjo idéntico a los mecánicos de entonces. El escozor que ha sentido tras la penetración le ha vuelto niño de nuevo, joven de nuevo. ¿Está enamorado? No, no está enamorado, sólo muy excitado. ¡Qué agradable contradiós que te escueza el culo a los sesenta! ¿Qué va a pasar esta noche? Igual ha perdido a los dos chicos a la vez, ¿y si no vuelven? ¿Qué siente Salazar ahora? Está ahí sentado, en su sillón de siempre, fingiendo leer y no leyendo, porque no hay nada, ningún texto en este mundo, que le interese tanto como lo que esta noche ocurrirá. Ahora Salazar se siente un poco cansado. Se levanta y da un paseíto por su sala de estar. Esto le despeja. ¿Y si no vuelven los chicos? No puede Salazar no reconocer que su inquietud se está volviendo, a medida que pasa el tiempo, excitación erótica. Es como un fuerte adobo. Ya no puede persuadirse a sí mismo —no a estas alturas de la tarde— de que el interés que siente por lo que pase esta noche es sólo anecdótico, accidental, como mucho mental, porque no cree que vaya a suceder nada importante y porque no cree que esté envuelto en ello. El interés que siente es carnal y le impregna por todas partes. ¿Pero no temes —se pregunta Salazar ahora— que sea carnal en el peor de todos los sentidos posibles, es decir: carnal sin deleite? Hay una carnalidad fría en los cuadros de El Bosco, en los retratos de Lucien Freud, que es carnalidad sin deleite. Esto es quizá lo que más inquieta a Salazar a estas alturas de la tarde. ¿Y si dejara de sentir el trallazo impetuoso de la polla de Juanjo ano arriba? ¿No sería terrible? Esto es lo que teme: teme que, no obstante haber segregado sus grandes jugos gástricos y anímicos en preparación de lo que sucederá, no sienta apetito: oirá la campana como el buen perro de Pavlov, segregará los correspondientes jugos gástricos, sentirá hambre, deseo, Lust, lascivia, concupiscencia de los ojos, pero no sentirá el menor apetito y no podrá probar bocado. Su sed no se apagará y se sentirá vivo y se sentirá sediento y no sentirá aplacarse la sed, y no se sentirá vivo... Javier Salazar se da cuenta de que se está impacientando esta tarde, ha mirado el reloj ya varias veces: ¿dónde ha podido meterse Juanjo?, ¿por qué no vuelve?, éste es el resumen de todo ahora: ¿por qué no vuelve Juanjo? Ésta es la estructura de la maldición, que no pueda no desear sentir y a la vez que no pueda sentir nada. Sin saber por qué, se acuerda ahora de una ocurrencia de Nägärjuna, se entretiene con esta ocurrencia tratando de librarse de su maldición mediante la lógica: el deseo —según lo que de Nägärjuna recuerda Salazar— no puede considerarse ni como simultáneo ni como no-simultáneo con el que desea. En este sentido no habría contradicción ni posibilidad alguna de sufrir la maldición de quien desea sentir sin sentir, porque ningún deseo es en realidad simultáneo con el que desea, de la misma manera que —según Nägärjuna— ninguna cosa puede considerarse ni simultánea ni no simultánea con otra. Ahora realmente Javier Salazar se siente muy cansado, incapaz de reflexionar sobre la posibilidad o imposibilidad lógicas de la simultaneidad. Se abre ahora de par en par la puerta de doble hoja de la sala: entra Juanjo Garnacho, pasado de copas.