Authors: Álvaro Pombo
Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science
Visto desde el interior, Javier Salazar daba la impresión de ser un joven reviejo. Visto desde el exterior, daba la impresión de ir a convertirse en un joven muy guapo: era un chico alto ya a los dieciséis, buen corredor, con un rostro oscuro muy interesante y pelo negro ondulado. Era tranquilo, y parecía capaz de aprenderlo todo casi sin esfuerzo, con sólo leer las lecciones una vez, ya las retenía. Casi sólo con atender en clase hacía exámenes brillantes. Cuando terminó el bachillerato y se disponía a pasar, con diecisiete, al curso siguiente, se hizo amigo de Allende y de otro chaval, Carlos Mansilla, muy delicado y muy devoto. Esto de la devoción de los tres amigos seminaristas era muy curioso: Salazar vivía su vocación en el seminario sin expresividad alguna, sin devoción, que hubieran dicho sus directores espirituales, de no haberles sorbido el seso Salazar previamente. Ningún director espiritual puso nunca en duda la seriedad de su vocación. Allende no era particularmente devoto, aunque seguía la rutina, pero tenía mucho más interés en las cuestiones pastorales que en las teológicas. Carlos Mansilla vivía envuelto en una religiosidad anticuada, sentimental, con profusión de preces y de oraciones y de lágrimas. Todos los seminaristas querían a Carlos Mansilla y todos los profesores. Era un chaval bienhumorado, deseoso de agradar y hacer favores, que corría de un lado para otro haciendo recados, que vivía fervorosamente su incipiente vocación sacerdotal, y que se enamoró de Salazar aquel primer trimestre del curso. Enamorarse es una expresión equívoca. No había manifestaciones visibles, excepción hecha de una atención constante a las idas y venidas del amado. A Allende le sacaba de quicio oír a Mansilla recitar: Mi Amado, las montañas, los valles solitarios nemorosos, las ínsulas extrañas, los ríos sonorosos, el silbo de los aires amorosos... Oh cristalina fuente, si en esos tus semblantes plateados formases de repente los ojos deseados, que tengo en mis entrañas dibujados...
Aquellos años, en el seminario, en los colegios de curas también, los sentimientos amorosos que los adolescentes sentían unos por otros carecían de concepto: existían y eran vehementes estos sentimientos en algunos casos, pero la conceptualización efectuada en términos de pecado impedía un reconocimiento inmediato: dificultaba la elucidación. Era pecado masturbarse, era pecado desear meter la mano por la pernera de los pantalones del compañero, era pecado mentir, era pecado no ir a misa, era pecado no honrar padre y madre... El concepto de pecado, que intranquilizaba la conciencia de estudiantes como Carlos Mansilla e incluso de Paco Allende, no era un concepto clarificador: podía ser cometido y después confesado y perdonado: eran ofensas que se le hacían a Dios mismo, a Jesucristo, que había derramado su sangre en la Cruz por los pecadores. Pero ¿y los sentimientos tiernos, los dulces amores pequeños de un estudiantito por otro? Eso carecía de concepto. Mientras no pasara de ahí, no llegaba casi a pecado. Haber pecado de pensamiento, de palabra y de obra. ¿Pero cómo iban a ser malos sentimientos —pensaba Mansilla y hasta lo comentaba con Paco Allende— sentir los mismos sentimientos que un San Juan de la Cruz? Paco Allende fue el confidente natural de Mansilla. A Allende no le gustaba San Juan de la Cruz. No sabía por qué. Amar a Dios no le parecía a Paco Allende un proyecto realizable. Por eso siempre le recordaba a Mansilla el resumen del catecismo del padre Astete: «Estos diez mandamientos se reducen a dos: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo.» Sobre esta reducción de los mandamientos a dos tenía mucho que decir Allende. Le parecía una inteligente medida en primer lugar: en vez de tanta minuciosa prohibición como los mandamientos enumerados uno por uno contenían, le parecía brillante la ocurrencia del amar a Dios sobre todas las cosas. Le parecía a Paco Allende obvio que alguien que se empeñara en amar a Dios sobre todas las cosas no robaría, no mentiría, no levantaría falso testimonio, no codiciaría los bienes ajenos, honraría padre y madre... Y era mucho mejor expresarlo así: amar a Dios sobre todas las cosas, que de modo negativo, indicando todas las cosas que no deberías hacer. Ahora bien, decía Paco Allende al pasar a la exégesis de la segunda parte del resumen: amar al prójimo como a ti mismo era una estupenda idea, sobre todo porque Paco se preguntaba siempre cómo iba a amar él a un Dios al que no veía, si no amaba primero al prójimo, a quien veía. Y lo de amarlo tanto como a uno mismo le parecía a Paco Allende una ocurrencia sumamente sensata, aunque un poco vulgar: Paco admiraba esa sensata manera de indicar el modo en que había que amar al prójimo: tanto por lo menos como a uno mismo: cualquier persona sensata estaría en condiciones de entender este mandamiento resumido. Este mandato, esta comparación (amar al prójimo tanto como a uno mismo) debió de ocurrírsele al legislador divino en un momento de intensa sensatez intrahumana: esto complacía inmensamente a Paco: esto sí que de verdad era la encarnación del Verbo. Como leyó años más tarde, en el Viaje de los Reyes Magos de Eliot, le pareció que este resumen de los mandamientos presentaba clara la encarnación de Dios: It was, you may say, satisfactory. En vista de todo esto, el mundo de los deliquios dejaba a Paco Allende insatisfecho: todo este lenguaje del amante y del Amado y de la noche oscura le parecían gansadas poéticas. Naturalmente, nunca llegó a decírselo a Carlos Mansilla, que podía pasarse tardes enteras recitando a San Juan de la Cruz. Salían los tres de paseo, iban siempre de tres en tres en los paseos: en medio Salazar, a un lado Mansilla y al otro Allende, y Carlos Mansilla recitaba a San Juan de la Cruz. Allende miraba fijamente al suelo y daba patadas a las piedras, y Salazar miraba al cielo y condescendía en ocasiones a hacer comentarios acerca de la naturaleza de la fe en comparación con la naturaleza del conocimiento humano. Allende recordaría muchos años después, sobre todo teniendo en cuenta lo que luego pasó entre los tres, una de las parrafadas de Salazar, que era ésta: No puede decirse, al menos yo no puedo decirlo, que sea capaz de amar algo que no conozco bien. Uno puede empeñarse en buscar algo, por ejemplo a Dios, que no ha encontrado todavía y por lo tanto no conoce bien: uno no lo ama. Uno lo busca por curiosidad o por rabia o por aburrimiento o por narices. La voluntad es muy autónoma y muy ciega. Pero amar, es imposible amar lo que no se conoce bien. Porque, al no conocerlo bien, cabe la posibilidad de que uno ame lo que no es, en vez de lo que es. Y eso es lo que ocurre con la fe, mi querido Carlos: la fe es por definición conocimiento imperfecto, porque si fuera perfecto no sería fe, sería sabiduría. Es imposible amar a Dios, a quien no vemos por muy buena voluntad que tengamos, y también, por lo demás, es muy difícil amar al prójimo, a quien vemos pero al que no conocemos tampoco. Porque bien pudiera suceder que, creyendo que amamos a Dios mismo, amáramos otra cosa, cualquier otra cosa, incluso lo más opuesto a Dios, el mismo Satanás, el mal absoluto.
Pero Carlos Mansilla escuchaba estas reflexiones absorto, arrobado, enamorado. Sin darse cuenta él mismo de lo muy enamorado que estaba, lo muy perdido que estaba, a los pies de un amado totalmente incapaz de corresponderle, en opinión de Paco Allende.
Aquellos paseos de los tres, aquel primer curso del seminario, no obstante la petulancia de Salazar y las insensateces poéticas de Mansilla, fueron inolvidables para Paco Allende. Las discusiones tenían gracia, los paseos a paso vivo, con el aire húmedo y frío en la cara y el viento arrebatándoles las sotanas, le parecieron a Allende una expresión casi perfecta de juventud, de energía espiritual, de gracia. Los tres juntos discutiendo y paseando rápido tenían gracia. Y aquel primer curso transcurrió velozmente, brillantemente, mágicamente. Todo se complicó, sin embargo, en el segundo curso, al volver de las vacaciones del verano. Salazar estaba más guapo que nunca. Allende le observaba fascinado y a la vez preocupado. Carlos Mansilla le pareció a Allende más extraño y más conmovedor que nunca: la criatura más conmovedora y frágil que había visto. Durante aquel verano, había Carlos Mansilla leído muy atentamente, en su edición de la Biblioteca de Autores Cristianos, las aclaraciones de las canciones catorce y quince de San Juan de la Cruz, que tratan del deslumbrante descubrimiento del Amado. Y el pobre Carlos le decía, ardiente y pálido a Allende: «Estas montañas del primer verso —Mi Amado, las montañas— es mi amado para mí. Estos valles solitarios son mi amado para mí.» Y se detenía el pobre chico especialmente en el verso que dice las ínsulas extrañas. Y había copiado el texto en prosa de San Juan de la Cruz y lo llevaba escrito en un cuaderno y se lo leía a Paco Allende: Las ínsulas extrañas están ceñidas con la mar y allende los mares. Muy apartadas y ajenas de la comunicación de los hombres. Y así, en ellas, se crían y nacen cosas muy diferentes de las de por acá, de muy extrañas maneras y virtudes nunca vistas de los hombres, que hacen grande novedad y admiración a quien las ve. Tú dime, Paco, ¿a que nosotros tres somos los tres juntos esas ínsulas extrañas, sin menospreciar a nadie, a ninguno de nuestros compañeros? Pero, de verdad, ¿a que nos representan a nosotros tres, esas ínsulas? Estamos separados, como sacerdotes que vamos a ser, de la comunicación de los hombres. No porque no amemos a los hombres sino precisamente para mejor amarlos. Y aquí, Paco, empieza la extrañeza, y en nosotros tres se crían y nacen, no me digas que no, cosas muy diferentes de las que sienten y viven nuestros compañeros de curso. ¡Cuando estamos los tres juntos, nos comportamos con extrañas maneras y virtudes nunca vistas de los hombres!
A su pesar, Allende, aquel mes de octubre, se entregaba a la elocuencia sonámbula de Carlitos Mansilla. Se dejaba Allende arrastrar por aquel río de la elocuencia amorosa, puesto que —leía conmovido Mansilla—: tienen los ríos tres propiedades: la primera, que todo lo que encuentran lo embisten y anegan, la segunda que hinchen todos los bajos y vacíos que encuentran delante, la tercera que tienen tal sonido que todos los otros sonidos ocupan: los ríos sonorosos. Allende pensaba: ¿Y por qué no? ¿Dónde en todo esto está el mal? O bien —rumiaba Allende—, o bien no hay mal que por bien no venga: o bien no hay mal alguno en todo esto, en todo este sonoroso amor de Carlitos por el guapo Salazar, quien hace, en la conciencia ingenua de Carlos Mansilla, las veces de Dios mismo. ¿Y por qué no? ¿Qué le importa a Dios, que es infinito, ser sustituido en ocasiones, inocentes y puras como ésta, por un pobre mortal, un ente finito como Javier Salazar, en el corazón de un crío bondadoso que no conoce el pecado, que no ha pecado nunca y que, como la Virgen, sine labe originale concepta ha sido concebido y vive entre nosotros sin pecado original. Y se daba cuenta claramente Paco de que perdía el oremus, enamorado él mismo del amor —¡tan unilateral, por desgracia!— de Carlitos Mansilla. Y Allende echaba cuentas y decía entre sí: No puede esto acabar mal: ha de acabar bien porque los dos son buenos, inocentes y jóvenes los dos, Carlitos y Javier. No puede acabar mal porque, aunque Javier Salazar sea mucho más distante y frío, acabará también él enamorándose de este pobre niño, y como ambos desean lo mejor para el otro, acabarán dejándolo o, Dios me perdone, perfeccionándose en el amor que sienten el uno por el otro. Sin embargo, Paco Allende se daba claramente cuenta de que ni siquiera en la irrealidad de sus ensoñaciones, ni siquiera en broma, cabía referirse al enamoramiento aquel como algo mutuo. La presencia de una corriente fría en el sonoroso río del amor de Carlitos Mansilla era innegable. No sólo —descubrió Allende— Javier Salazar no amaba a su amante, sino que, desde el comienzo de este segundo curso, a ojos vistas se veía que empezaba a detestarlo. Era obvio que aquellos recitativos místicos —el entrevero aquel de cristalinas fuentes, semblantes plateados, ojos deseados, ríos sonorosos, gocémonos amados, y todo lo demás— irritaba a Javier Salazar muchísimo más de lo que —y por razones muy distintas y extrañas— jamás irritaron a Paco Allende los recitales de poesía mística en los paseos del año anterior. Allende observó que Salazar palidecía de ira o de quién sabe qué quemante emoción, mezcla de desdén y tedio, cada vez que oía decir al pobre Carlos (que algo barruntaba, algo, si se me permite así expresarlo, se maliciaba): Todas estas cosas del amor no las hacen los hombres sino Dios, que sabe lo que nos conviene y las ordena para nuestro bien. Todo lo ordena Dios, ¿verdad, Paco? ¿Verdad, Javier, que todo lo ordena Dios? Y donde no hay amor, pon amor y sacarás amor. En una ocasión —recordaba Allende— declaró Salazar: «¿Cómo puedes, Mansilla, ser tan memo, tan obtuso y tan memo, que eres incapaz de entender ni lo más obvio de los textos de un clásico castellano sin convertirlos en expresión de tus propios memos sentimientos? Francamente deplorable, Carlos.» Pero Carlos no registraba el tono frío y cortante de la voz de Salazar. Sólo registraba los ojos deseados que tenía, en las entrañas, dibujados. Y que, en la opinión empírica y escéptica de Paco Allende, hubieran podido ser los ojos de cualquiera, lo mismo daba Javier Salazar que un chapero entrevisto al cruzar una calle en Madrid.
¡Todo aquel cortejo, tan verdadero, tan poco realista, tan falso: menos falso, sin embargo, de lo que parecía! Allende decidió que aquello no podía acabar bien (eso es lo que le inspiraba su innato pesimismo), pero, a la vez, decidió que tenía que acabar bien y que él haría todo lo posible por que acabara bien, siguiendo en esto los dictados de su innato optimismo católico —o como quiera designarse—. Podía acabar bien —Allende pensaba— si los contrayentes, los contagiados, se declaraban su mutuo amor sin más complicaciones. Pero era imposible que semejante declaración partiera de los labios de Javier Salazar, de la misma manera que era imposible que una propuesta amorosa racional —o incluso irracional pero aceptable— procediera de Carlos Mansilla. Tan embriagado estaba este pobre Carlos de los sentimientos que sentía, que no podía formular nada que no fuese gestual: porque tan pronto como entraba en el paraíso docto de la falta de inspiración amorosa que caracterizaba la vida del noviciado, y en especial la vida de Salazar, tan pronto como prolongaba la vida de Allende más allá del hoy y del mañana, se encontraba con que no había en Salazar amor alguno por Carlitos ni por nadie. No era un defecto, pensaba Allende, era una disposición del carácter —el carácter es el destino del hombre— y en el caso de Salazar ni él sentía amor por nadie, ni podía admitir que alguien sintiera amor por él sin sentir vergüenza ajena. Pero esto daba lugar a barreras insalvables para el amante, fuese quien fuese. Cuando llegó la primavera (april is the cruelest month), Carlos Mansilla perdió un buen día pie: aquella tarde de sábado habían salido Carlos y Salazar a dar una vuelta por los acantilados (un paseo común que los novicios solían dar entre cuatro y seis de la tarde). Desde el paseo se podía bajar a las playas rocosas sin gran dificultad. En estas playas había un buen número de cuevas. Aquel día bajaron los dos, Carlitos y Salazar, a la playa por una senda de quebrantas embarradas, que se resbalaban. Las margaritas lucían su rostro amarillo, enmarcadas en su diminuto alzacuellos blanco. Y las amarillas flores de grillos y las moradas florecillas sin nombre, y el amor sin nombre, y la dulce luz sin nombre, y el aire sin nombre, circundaban a Carlitos Mansilla como púas, como anzuelos, como garras, como zarzas, como cepos, como incisivos dientes del rosal de la Virgen María. Aquella tarde no había bajado con ellos al paseo Paco Allende porque se había quedado a repasar su traducción de La guerra de las Galias para la clase de latín del siguiente lunes, así que, por desgracia, bajaron los dos juntos, solos, Carlitos y Salazar. Era una tarde de marea baja, y el mar, que estaba lejos, había dejado húmeda la arena y tranquilas las cuevas verdeoscuras que en el aire de abril resplandecían, interiores, tras haber sido submarinas, aéreas, atravesadas por el aire fresco del mar con gritos de gaviotas, tras haber sido súcubas, bajo el peso del agua semoviente como un animal extensísimo, sin alma y sin forma, que cancela todos los circuitos del mundo inteligible, hasta volvernos a todos ondulantes, mutantes, como el cielo oleaginoso de los deseos al atardecer, del amor al atardecer, el inmanente amor sin salida: pero ahora, que eran transitables, eran húmedos lugares exaltados, oscuras cavernas del sentido, analogías rutilantes y confusas de los versos de San Juan de la Cruz y sobre todo del alma exaltada y acongojada de Carlitos Mansilla.