Contra Natura (18 page)

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Authors: Álvaro Pombo

Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science

BOOK: Contra Natura
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¿Y qué pasaba con Araceli? Este asunto estaba muy confuso. Araceli por de pronto había perdido la locuacidad de otros tiempos: ahora pasaba con Chipri casi todas las tardes pero más bien contribuía a ensombrecer el ambiente. Al parecer el alemán había regresado a Alemania, pero tenía intención de poner en marcha el divorcio. «Reconoce que tampoco es grato —comentaba Chipri con Durán— regresar de viaje a tu piso de vacaciones y encontrarte a tu mujer con otro.» «¿Pero ella qué dice? ¿Qué dice Araceli?», quería saber Durán. El caso era que Araceli no acababa de resultar coherente del todo. Unas veces negaba que estuvieran metidos en la cama y acusaba a su marido de haberse comportado como una mala bestia que entró pegando patadas en la casa: otras veces, en cambio, reconocía que sí se hallaban en una situación comprometida, aunque los dos vestidos, Araceli y su acompañante. Así que la impresión para un recién llegado tenía a la fuerza que ser desagradable. «¡Y más si es el marido!», exclamaba Durán, no pudiendo evitar reírse. Por otro lado, la comunicación verbal entre el alemán y Araceli no era del todo fluida. Nunca lo había sido, pero también es verdad que nunca había hecho falta. La media lengua del amor, la lengua de trapo de los mimos y caricias, había bastado para el sobreentenderse de los dos. El lenguaje corporal de Araceli era suficientemente explícito y le había bastado hacerse entender corporalmente y con una media lengua para todo lo demás. Pero el lenguaje de las explicaciones que ahora tenía que dar no podía ser corporal y no podía ser de media lengua. Había que poner en claro muchas cosas que Araceli no podía poner en claro. Franchipán intervino en este punto haciendo ver a Araceli que había sufrido una agresión física totalmente desproporcionada. Esto podía ser denunciado a la policía, según Franchipán. Pero Chipri no acababa de estar de acuerdo. Araceli era consciente de haber faltado levemente —por ponerse uno en lo mejor— a la lealtad con su alemán y tenía que encontrar la manera, por lo menos mostrarse arrepentida y pedir perdón.

20

Durán de pronto se encontró comprometido en una situación ajena —era la situación de su madre— que le afectaba emocionalmente mucho pero que sólo era capaz de comprender a medias. Durán se daba cuenta de que para su madre él era todavía un guapo adolescente sin capacidad de acción, a quien quería mucho pero no podía tomar demasiado en serio. Durán se sentía, pues, desplazado y sin ningún papel concreto que jugar, salvo el de buen hijo que acompaña a su madre. Este papel era un poco humillante. Durán hubiera deseado entender las cosas mejor y que se le hiciera más caso. La cuestión era que quizá Chipri no entendía las cosas mejor que su hijo. Ambos se habían cerrado en un circuito de comunicación no comunicativa. Se querían y estaban en comunicación, pero lo que comunicaban era, en opinión de Durán, demasiado poco. Esta situación de irrelevancia que hacía sufrir a Durán fue la que le hizo lentamente convencerse de que debía regresar a Madrid: no tenía gran cosa que hacer en Madrid —de pronto Madrid se redujo a ser la casa de Salazar: un lugar sin salida, pero confortable, al menos al pensar en él desde Marbella—. Tenía además que volver para reclamar su sitio: sus dos sitios. Esto de la reclamación era una idea nueva, aún en fárfula, que dejaba a Durán entre curioso y perplejo. Su relación con Salazar y su relación con Juanjo eran dos relaciones distintas que, de alguna manera, por culpa de la pasividad de Durán, amenazaban con integrarse en una sola, en la cual Durán no tenía cabida.

Había hablado de nuevo con Salazar por teléfono. Salazar había estado encantador. Había repetido aquel Juanjo y yo te echamos de menos que —Durán decidió— era amenazador y no era reconfortante. ¿Qué estaba pasando en Madrid? De pronto, Durán era incapaz de darse cuenta de que nada esencial para su vida verdadera estaba sucediendo o dejando de suceder en Madrid en casa de Salazar. Y de la misma manera que, en la relación con su madre, no lograba Durán percibir ninguna posición relevante para sí mismo excepto la aburrida posición del buen hijo que acompaña a su madre, así tampoco era capaz de percibir que Madrid no era Salazar, sino un posible lugar —ni mejor ni peor que otro cualquiera— para su desarrollo personal. Que en Madrid Durán lograra sobrevivir trabajando en bares y discotecas hasta las tantas los fines de semana, no significaba nada. Lo significativo era, al revés, que a fuerza de sobrevivir había empezado a desvivirse, a desustanciarse. Sustancia es una palabra fea. Ni siquiera Aristóteles la embellece: pero designa una cualidad que todos reconocemos: designa la integración del sujeto individual humano. Es una cuestión muy sencilla: integración o desintegración. Si Durán no logra un grado suficiente de integridad propia, Durán desaparecerá como si no hubiera existido, como si nadie jamás le hubiera visto, como si no hubiese sido amado nunca por nadie. El concepto de sustancia que procede de Aristóteles y que fija genialmente, éticamente, Spinoza, es indispensable para comprender lo que aquí quiere decirse.

Durán, a partir de ahora, prepara su regreso a Madrid, que es también preparar a su madre para que acepte su marcha: entonces descubre que necesita hacer muy pocos preparativos, porque su madre es la que le anima a irse. Tanto le anima, que parece que le quiere echar de la casa. Y Durán toma esto muy a mal. Pero es imposible tomar a mal a su madre. Durán adora a su madre. Se siente adorado por ella. Luego, últimamente nada puede ser tomado a mal. Pero esta misma condición, este no poder enfrentarse los dos, porque se aman, contribuye en la práctica a una especie de ambivalencia, una oscilatoriedad que hace que Durán no sepa si tiene que irse o tiene que quedarse. Por fin decide irse, pero la decisión no resuelve el asunto, que queda pendiente: ¿está su madre en ese momento en peligro, en Marbella, subjetiva u objetivamente? ¿Necesitaría que, a pesar de todo, incluso como simple acompañante ineficaz, se quedara su hijo con ella? ¿Debería Durán, en la terminología sartreana, unirse a la Resistencia, irse a Madrid para continuar su vida, o quedarse a cuidar a su madre enferma?

El regreso a Madrid, que por un instante, en la medida en que es un proyecto de futuro, puede ser examinado con optimismo, no acaba —ni siquiera desde el optimismo momentáneo— de resultar tranquilizador: Durán vuelve a una situación que ya no es, probablemente, la que dejó cuando vino a Marbella a visitar a su madre: Salazar y Juanjo han tenido que intimar (Durán no puede sustraerse a esta idea) y ahora, con toda seguridad, presentarán un frente unificado contra él. ¿Pero por qué tiene esto que ser así? Quizá ha ocurrido lo contrario. Quizá Salazar y Juanjo no se han entendido. Quizá Juanjo añora el regreso de Durán, cansado ya del erotismo mental de Salazar. De hecho, es Durán quien desea otra vez a Juanjo, y le imagina desnudo entre las sábanas. Le imagina como siempre, como de joven, con toda la carga de pasión y de ternura que tuvo en un principio. Estas imaginaciones que le asedian ahora por las noches, van a determinar su regreso a Madrid. Su regreso a un lugar donde no tiene realmente ni oficio ni beneficio, salvo quedarse a vivir en casa de Salazar: no tiene ningún proyecto de estudios concreto, aparte de una vaga idea de aprender inglés. Lo normal es que acabe trabajando por horas los fines de semana y dependiendo de Salazar para vivir. Es característico del confuso estado mental de Ramón Durán el no ser capaz de percibir, a la hora de preparar su viaje de vuelta, que Madrid es un cepo para él. Y que sólo si vigorosamente se empeña en romper el circuito creado por Salazar, tendrá alguna posibilidad de sobrevivir como entidad independiente. ¿Pero quién desea en realidad ser independiente, ser libre? Durán ha deseado siempre, y también ahora, intensísimamente, ser amado. Ser amado es ser entregado. Ser amado es perder la libertad y querer perder la libertad. Durán desea amar y ser amado: desea hacer perder la libertad y, a cambio, perderla él mismo. Ni el amante ni el amado son libres, sólo son esclavos felices. El problema es que en ocasiones no son felices: son esclavos. Con todas estas cosas en el disparadero Ramón Durán apura los últimos días de conversaciones con su madre antes de volver a Madrid. ¿Pero qué es lo que Chipri está contando ahora? ¿Qué está pasando con Araceli y el amante de Araceli, y el marido alemán de Araceli? ¿Qué papel cumple Franchipán en todo esto? ¿Es también Franchipán un amante de Araceli? ¿Acabarán formando Araceli, su marido alemán y su amante un ménage-à-trois como sugiere, e incluso desea, Franchipán? ¿Y los miedos de Chipri, que la aíslan en su piso y la hacen cuchichear historias de atracos y de navajazos y de conocidos muertos, que cortocircuitan el aire de los sueños y las pesadillas hasta entrecruzarse con nosotros en el aire de la vida cotidiana?

21

El caso no era —pensó Durán, sin formularlo así— del todo equivalente al dilema sartreano: unirse a la Resistencia o cuidar a la madre enferma. Aquí no había un dilema tan acerado. Madrid no era un lugar heroico y peligroso, dotado de significación universal, como la Resistencia, ni Marbella era un lugar igualmente heroico de significación individual como cuidar a la madre enferma. En el dilema sartreano, los pesos ontológicos respectivos de ambos cuernos del dilema son equivalentes. ¿Y aquí? Que Durán perciba como equivalentes los dos lados del dilema es una falta moral: Durán comete una falta al elegir irse a Madrid, por eso el remordimiento de después. Por otra parte, y dado que Durán presiente que no está obrando del todo correctamente, hace un apaño, en el sentido de que dice que volverá en navidades. Y como de verdad piensa volver en navidades no es tanto apaño. Pero podría quedarse en Marbella y sería más útil a su madre y tendría más facilidades para conseguir empleo, por ejemplo como camarero o como agente inmobiliario que enseña los pisos en venta. Esto en cambio le interesa menos que Madrid. ¿Pero por qué le interesa Madrid? Porque le interesa Salazar, en parte por un deseo de chico de provincias que quiere una vida propia en la capital y en parte picado por el morbo.

Decide, a primeros de diciembre, irse a Madrid un par de semanas y volver para pasar las navidades con su madre. Chipri parece contenta con esto. La última tarde antes del viaje, Durán y su madre se reúnen con Araceli en una cafetería del paseo marítimo. Durán observa, asombrado, que Araceli no parece acordarse de nada de lo ocurrido: el alemán no ha regresado a Alemania, sigue en Marbella, viviendo en el piso conyugal e inconsecuentemente se lleva de maravilla ahora con el amante de Araceli, que se llama Raymond. Todo ello, no obstante sonar raro, tranquiliza a Durán. Se despiden hasta las navidades. La mañana siguiente, sin avisar en Madrid, Durán toma un tren desde Málaga hasta Sevilla y en Sevilla toma un AVE que le deja en Madrid a primeras horas de la tarde. A medida que se acerca a Madrid, con esa velocidad sostenida e insonorizada del AVE, Durán comienza a sentirse inquieto: ha transcurrido un mes desde que se fue. En ninguna de las dos o tres ocasiones que ha telefoneado a Madrid ha hablado con Juanjo. Juanjo, al parecer, se reúne con frecuencia ahora con Salazar. Durán supone que seguirá viviendo en su piso con los compañeros del cursillo. En la estación de Atocha toma un taxi. Da la dirección de Salazar, abre el portal con su llavín, sube en el ascensor hasta el piso, abre la puerta con su llave, pero la puerta tiene la cadena echada. Tiene que llamar al timbre. Puede entrever el recibidor iluminado y oír claramente abrirse la puerta de la sala. Juanjo se dispone a abrir la puerta. Juanjo lleva sólo puesta una camiseta de tirantes que resaltan sus hombros cuadrados y musculosos. La piel de Juanjo brilla un poco, como si se hubiera dado aceite.

—¡Hombre, tío! —exclama Juanjo—. ¡Cómo te presentas así!

—¿Cómo me presento?

—Así, sin avisar. No te esperábamos.

—¿No me esperabais?

—No. Francamente no.

—Bueno. Pues estoy aquí. ¿Qué más da que me esperarais o que no?

El plural de la frase de Juanjo sorprende —como por teléfono— a Durán. ¿Qué es eso de que no le esperaban? Los dos se han quedado mirándose frente a frente en el vestíbulo sin moverse. Se abre ahora la puerta de la sala y aparece Salazar vestido con una bata de seda gris. Jamás —que Durán recuerde— se ha paseado Salazar por la casa en bata a las cuatro de la tarde. Realmente se siente Durán extraño ahora, como si acabara de entrometerse en casa de unos conocidos sorprendiéndoles desagradablemente.

—¡Qué pintas tenéis los dos! —comenta Durán—. Voy a dejar mis cosas.

—¿Dónde vas a dejar tus cosas? —inquiere Salazar.

—En mi cuarto.

—Es que ahora tu cuarto es de los dos. Ahora vivo aquí también yo —declara Juanjo.

—¡Ah!... Muy bien —comenta Durán, estupefacto.

—Tendréis que compartir la cama de momento —comenta Salazar, que sonríe y observa la situación con la cabeza ladeada—. ¿No os molestará, supongo? No sería la primera vez, vamos, digo yo.

—No. A mí no me molesta pero no sabía nada. No sabía que te habías venido a vivir aquí.

—Pues ya ves —dice Juanjo.

Durán lleva a su cuarto la maleta. El cuarto ya no tiene el aspecto de cuando lo abandonó. La presencia de Juanjo es visible y es considerable el desorden: todo está un poco por los suelos, los jerseys, las zapatillas deportivas. La habitación tiene un aire de desaseo juvenil, un aire adolescente: hay un póster del Málaga fútbol club y dos pósters del futbolista holandés del Ajax, el de los calzoncillos marcando paquete, uno que se parece a Beckham. La cama está deshecha. Juanjo le ha seguido y se apoya ahora en el marco de la puerta.

—Joder, tío, podías haber recogido esto un poco.

—Es que no te esperábamos.

—Eso da igual, ¿a ti te gusta vivir así en esta pocilga?

—No seas borde, tío. Hace mucho que me conoces, ¿qué más te da que esté sin arreglar? ¿Es que ya no te gusto?

—¿Qué tiene que ver que me gustes o no?, ¿qué gilipollez es ésta?

Durán se siente irritado ahora, más irritado que nunca. ¿Qué es toda esta mierda? ¿Qué se le está dando a entender? ¿Ha sido sustituido por Juanjo, que ahora ocupa su lugar? ¿Qué tiene que decir Salazar? La habitual pulcritud de Salazar a la fuerza tendrá que darse de bruces contra esta incuria, este desaliño pseudojuvenil agresivo y rancio que Juanjo se permite.

22

Durán recordará después —meses más tarde, años más tarde— este regreso a la casa de Salazar: esta escena primitiva, dotada de una vivacidad análoga a la de los primeros contactos carnales con Juanjo. Entre la ternura y la deliciosa fogosidad de las duchas del colegio a los dieciséis años, dejándose masturbar y penetrar por Juanjo, su maravilloso monitor de futbito, y esta escena de esta tarde (con Juanjo en camiseta en presencia de Salazar, en el cuarto desordenado y rancio, en el corazón de esta juventud revenida que de pronto Juanjo representa y cuyo contagio siente Ramón Durán en la piel, como un eczema) hay una hilazón continuada, enervante. ¿Es que no hay otra habitación en la casa? Hay de hecho otra pequeña habitación en el piso de Salazar (aparte del dormitorio del propio Salazar), junto a la cocina, una habitación que se usa como trastero, donde está la lavadora, donde hubo, y está todavía, la cama de la criada que Salazar tuvo hace años fija. Ahí lleva Durán su desazón y su bolsa de viaje, y ahí se asoma a la ventana, que da a un patio interior, porque se ahoga y tiene que respirar aire fresco. Contempla los tendederos, con poca ropa ahora, sólo con una colcha en el tercer piso. La colcha se mece suavemente y le recuerda a Durán el mundo malagueño de su madre cuando era crío: se siente irritadísimo. Es incapaz, sin embargo, de poner nombre a lo que siente, es incapaz incluso de mencionar lo que siente. ¿Qué es lo que siente? Es un tapiz cuya figura total Ramón Durán vive sin poder desglosarla: él mismo es parte entretrenzada del tapiz, una figura del tapiz: la única sensación inconfundible para él mismo es que no puede parar quieto. Así que se quita de la ventana y cierra la ventana y se sienta al borde del camastro, atestado de cajas de cartón. De pronto piensa que es ridículo quedarse aquí, como una criada escondida en un cuartucho atestado de cajas de cartón, y va a la sala, donde Salazar se ha sentado a leer junto a la ventana de la terraza. Javier Salazar, sentado en su butaca de cretona amarilla, de perfil, recortándose su silueta contra la crecientemente ennegrecida ventana del otoño madrileño —ya es de noche a pesar no ser siquiera las seis de la tarde—, representa una admirable figura para un retratista romántico: Madrazo haría un espléndido retrato de este hombre casi anciano, pero joven aún, que lee su libro. Juanjo se ha retirado o quizá ha salido.

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