Authors: Álvaro Pombo
Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science
Pero Allende resultó ser un chico tranquilo. Sí, hubo en su vida ese momento primaveral de la facultad, del bar de la facultad, de Alberto en Silos, que prolongó con perfecta naturalidad las revelaciones homoeróticas del seminario: amplió aquellas revelaciones, confirmando una tendencia cada vez más innegable. Aquel verano, Allende decidió no prolongar por más tiempo su relación con Julia Martínez. Pero no deseaba engañarla: hubiera sido engañarla —por ejemplo— seguir viéndose durante todo el verano, hacer el papel de novio, confiando en que la contención moralizante de la época en materia erótica le libraría del compromiso amoroso. Esto, sin embargo, le parecía indigno. Por eso planeó aparecer al principio del verano y desilusionar, de una vez por todas, a Julia: desengañarla. Una vez desengañada, irse, con una beca, por modesta que fuese, al extranjero: a Francia, a cualquier parte. Pero, de alguna manera, Allende presintió que no debía llevar semejante desengaño al extremo: deshacer el engaño respecto de sus intenciones con Julia, deshacerlo con firmeza y de una vez por todas, tenía que no implicar la ruptura completa de la relación. Esta última decisión había de tener mucha importancia en el futuro: iba a ser un hilo conductor que le permitiera sortear tanto la hipocresía como una sinceridad descarnada. De esta suerte, se encontró Allende aquel verano inmerso en un extraño cálculo moral: tenía que calcular por un lado qué podía decir a Julia para no engañarla, para desengañarla, y también para continuar siendo su amigo, pero por otra parte tenía que calcular cuánto de sí mismo deseaba o debía revelar para poder continuar manteniendo cierto engaño, cierta cobertura de apariencias que le permitiera seguir siendo homosexual cómodamente, cosa que en aquellos años en España era imposible si uno deseaba ser perfectamente transparente.
Las cosas habían, en la provincia agraria de Allende, cambiado mucho durante todo el curso aquel. Por de pronto, nada más llegar (y, antes de verse, por teléfono), descubrió Allende que Julia Martínez no estaba ahora, como estuvo entonces, nueve meses atrás, en aquel octubre, enamorada o a punto de enamorarse de Paco Allende. El curso de secretariado, con sus prácticas, sus dimes y diretes, su emoción del primer empleo y los primeros sueldos, fue un poderoso astringente sentimental. Julia estaba encantada de verle, pero no pudo verle aquella misma tarde —la tarde de la llamada telefónica de Allende— porque había quedado con gente de la oficina para celebrar, a la salida, un cumpleaños en el Salón Ideal, una conocida cafetería de la calle Mayor de aquella capital. «¡Pásate tú si quieres un rato, que allí estamos!» Allende aseguró que se daría una vuelta por el Salón Ideal al final de la tarde, porque pensó que ésta era la mejor manera de no verse obligado a dar explicaciones, pero no apareció. A la mañana siguiente le llamó Julia desde su oficina para preguntar por qué no había ido: «Te estuvimos esperando. ¡No veas lo bien que lo pasamos!» Quedaron en verse aquel fin de semana, el sábado, después de comer. Pero el hecho obvio era que la calidez y emotividad de la relación había desaparecido. Allende sintió dos sentimientos opuestos: un sentimiento de alivio porque el evidente enfriamiento de Julia facilitaba y hacía menos visible su propio enfriamiento. El otro sentimiento, que acompañaba al primero, le hacía sentirse ridículo: se sintió despechado. Le pareció que Julia, en lugar de guardarle buenas ausencias, se había entregado de lleno a su vida en la oficina y ahora, sin querer, le hacía de menos. Se sintió, por un momento, muy triste. Lo salvó de esta ridícula tristeza un incipiente sentido del humor, que Paco Allende descubre esos años y va a durarle todo lo que le queda de vida.
Fue un verano particularmente plácido, soso, provinciano, también útil para sus trabajos del curso siguiente; Allende aprovechó para leer mucho. Solía unirse a los amigos de la facultad los fines de semana. Paseaba con Julia a la salida de la oficina de ésta o iban al cine. Una sensación de paz invadió a Allende: Llegará un día —pensaba— en que encontraré a alguien para siempre. Porque Allende había decidido que buscaría un compañero y trataría de vivir con él el resto de la vida. Una situación de camaradería análoga a la de los matrimonios heterosexuales empezó a parecerle en aquellos días un ideal alcanzable.
Por primera vez aquel verano, Allende se preguntó acerca de sí mismo. O, al menos, Allende pensó que aquel verano, por primera vez, llevaba a cabo una auténtica exploración socrática de sí mismo: hasta entonces la curiosidad por sí mismo, la atención a sus emociones, a sus movimientos corporales, a su erotismo —de todo lo cual había sido siempre intensamente consciente— había tenido un carácter de acompañamiento: en el sentido de que el oído oye que oye, o el ojo ve que ve, un sentido pre-predicativo, no judicativo: ahora, sin embargo, se sintió fascinado e inmerso activamente en una averiguación que le tenía a él mismo por objeto. Dentro de dos años acabaría la facultad. Ingresaría en la Escuela de Psicología: ése sería su proyecto para los años venideros, su destino (por destino, entendía Allende en aquel entonces no tanto lo impuesto por su carácter o por sus circunstancias, como lo elegido al hilo de su carácter y sus circunstancias): decidió que su destino era, en lo afectivo, el amor homosexual, y en lo profesional el consejo. ¿Qué quiero decir —se preguntó Allende— con esto del consejo? El don del consejo. Había aquí cierta petulancia clerical, una confianza en su capacidad de entender a los demás, de orientarles. Había también una indudable voluntad de ayudar a los demás, de salvarles. Tan confusas eran estas cosas, que Allende llegó a pensar —incluso ahora que había dejado el seminario para siempre— que debía volver al seminario para poder ocuparse profesionalmente de todos los demás, sin hacer acepción de personas. Tan vago era este deseo, este proyecto, que Allende pensó que no era un verdadero proyecto sino sólo una ensoñación, como si el destino le llamara a cargar con el difícil fardo de ese infierno cotidiano que Sartre denominó los otros. Por otra parte, ya aquel mismo verano, se encontró Allende con que, liberado de Julia, con quien seguía manteniendo una relación de buena amistad, algunas otras personas, especialmente chicas de su edad, le rodeaban con un propósito en parte amoroso, pero en gran parte confesional. Chicas de su edad, antiguas amigas, que ahora reaparecían, o las nuevas amigas de Julia se disputaban su compañía para contarle su caso. Cada una era un caso. Y descubrió Allende que, a diferencia de los chicos, que físicamente le atraían pero que no tenían nada individual que contar, nada propio, las chicas, que físicamente no le atraían, aparecían repletas de relatos y de turbulencias, de intenciones y de contraintenciones, de subjetividad incandescente que pugnaba por formularse y proferirse y que, al parecer, sólo en conversación con Allende alcanzaban un estado de reposo. Se sintió como un cómico trasunto del Sagrado Corazón de Jesús: venite at me omnes qui ambulatis et oneratis estis et ego refician vos et invenietis requiem in animabus vostris: venid a mí todas las que camináis y andáis sobrecargadas y yo os aliviaré y encontraréis descanso en vuestros corazones. Esto era ridículo, este caladero del amor, esta bahía de los sentimientos perdidos, este sumidero de los femeninos afectos y pulsiones en que Paco Allende sentía que iba camino de convertirse. Y pensaba Allende: No puedo librarme del espectro de haber querido ser sacerdote. He colgado la sotana, he abandonado el seminario, pero sigo siendo una especie de director espiritual por libre, sigo siendo un confesor del alma femenina. No sabía si sentirse orgulloso de esta condición o avergonzado. ¿Vienen a mí —se preguntaba— porque soy un mariquita y, como no quiero follarlas, las escucho, o vienen a mí porque las escucho a pesar de ser un mariquita?
Aquel verano transcurrió a gran velocidad. Visto y no visto. En la capital de su provincia el fuerte cielo castellano, el éter inclemente que no parpadea, presidía sus exaltaciones y sus depresiones con la ociosidad constante de un dios. Tenía Allende veintitantos años. El seminario le había vuelto reflexivo. A diferencia de todos sus amigos nuevos y viejos, a diferencia de todas las novietas y confesandas que le rodeaban, Paco Allende era un retirado, un separado, un seleccionado, una excepción. En aquellos años de la juventud, tan comunes, ser como era Allende no era del todo una bendición. Era incluso un inconveniente, pero, por otra parte, era un timbre de gloria. Sentirse distinto, le hacía sentirse más viejo y también llamado a llevar a cabo grandes cosas. Qué cosas fueran éstas no hubiera podido decirlo Allende de ninguna manera. Algo tenía que ver con, quizá, llegar a ser un gran escritor, un ensayista famoso. Quizá un poeta. Quizá un novelista: todo eso junto, quizá. Pero, a la vez, Allende se percibía a sí mismo —curiosamente, cómicamente— como un simple listillo, un chico listo que ha leído con gran provecho unas cuantas cosas, ni siquiera muchos libros enteros, sino sólo como antologías, compendios. Al fin y al cabo, la idea de compendio era muy del seminario. Ahora se asomaba a los grandes autores prohibidos, incluso a La voluntad de poder, de Nietzsche, ¿por qué no? Las reflexiones de Nietzsche sobre la embriaguez: he aquí un pasaje que le fascinó mucho entonces, el n.° 814: Los artistas no son los hombres de las grandes pasiones, cuenten lo que cuenten, a nosotros y a sí mismos. No se acaba con la propia pasión representándola: más bien, ya se ha acabado cuando se la representa. Este fragmento le parecía a Paco Allende decisivo. Pero ¿decisivo para qué? ¿Era él mismo un gran artista, un gran escritor? ¿Era él capaz de representar una gran pasión? ¿Era él capaz de vivir una gran pasión? Entendía Allende que en el texto de Nietzsche vivir una gran pasión y representarla eran posibilidades opuestas. Por otra parte, pensarse a sí mismo como un chico listo era un pensamiento doloroso: o, quizá, no tanto doloroso como enojoso, irritante. En la medida en que Paco Allende se pensaba a sí mismo como un hombre listo, se negaba a sí mismo la posibilidad de verse como un gran artista que representa la pasión que no vive, o, al revés, se negaba la posibilidad de ser un gran apasionado que vive la pasión que es incapaz de representar. En ambos casos, la listeza cerraba el paso a la grandeza. Nunca —se dijo Allende— seré grande. Siempre cataré con inmaturo espíritu mil cosas altas. Esta odiosa línea de Píndaro se le venía una y otra vez a la cabeza. Lo más parecido a una gran pasión era su pasión homosexual. Lo malo era que en aquel momento la pasión homosexual de Paco Allende carecía de objeto: no había ningún chico adorable en su provincia. Todos los chicos que conocía (y a lo largo de aquel verano, tan veloz, topó con algunos por los cuales creyó sentir, por un instante, la gran pasión que Nietzsche menciona) le sirvieron sólo para descubrir, al cabo de un par de semanas, o al cabo de un par de días en algunos casos, que, pobrecillos, todo lo que tenían de buen polvo lo tenían de insignificante objeto de amor. Llegaba con esto el joven Allende a una conclusión, en cierto modo rancia y chusca, que establecía un dilema —entre platónico y risible—, a saber: o un gran polvo o una gran pasión. Ni siquiera soy un gran artista capaz de representar la gran pasión, ni siquiera soy un gran apasionado capaz de vivir la gran pasión: soy sólo el hombre medio sensual, goloso, vulgar, que desea, mientras puede, disfrutar del inmensamente deleitable erotismo homosexual. Había en aquel tiempo, además, varios impedimentos (que llamaremos franquistas, pero que no eran exclusivos del franquismo, que recorrían todo el Occidente en los años cincuenta y sesenta) que ayudaban en parte a exaltar y en parte a emborronar los amoríos homosexuales de Paco Allende. Para empezar, todas aquellas relaciones estaban prohibidas. Eran contra natura. Podían costar casi a cualquiera la cárcel. Causaban la expulsión de los empleos o incluso del país. La prohibición exaltaba, sin duda, el apetito amoroso. Pero era una exaltación sobrevenida que no procedía de la esencia del impulso amoroso, sino de sus circunstancias sociales. La sangre de los mártires gays de aquel entonces era la semilla rosa —que hubiese dicho Tertuliano— de los gays venideros de finales del siglo XX. En aquel momento, sin embargo, todo ello se vivía muy localmente a la vez como impedimento y como delicia. Y esto daba lugar a un emborronamiento del asunto. Todos los homosexuales que en aquel tiempo se sentían hombres libres estaban dispuestos a dar rienda suelta a sus pasiones fuesen cuales fuesen los impedimentos. Pero a escondidas. Allende participó de los encantos de los parques, los urinarios, los cines de sesión continua, los desmontes de aquel Madrid tecnócrata del Estado de Obras. La peligrosidad daba gracia a los encuentros y justificaba su brevedad. Sin duda, se establecerían parejas duraderas esos años, pero la tónica era la precipitación y esa clase de relación que los moralistas de la época denominaban promiscua. Con todo lo cual, Allende volvió a la facultad, y terminó la facultad y se matriculó en la Escuela de Psicología, y se colocó como psicólogo industrial, una profesión nueva en aquel entonces. Eran los tiempos del análisis factorial de Mariano Yela Granizo, la Introducción a la psicología de José Luis Pinillos, los tests de inteligencia, en una palabra: la introducción de la psicología experimental y científica en España. Con veintitantos años, Paco Allende podía considerarse bien instalado en la sociedad madrileña y relativamente confortable consigo mismo. Había decidido que lo suyo era el tono menor, la aurea mediocritas. Este ideal de la descansada vida, que huye del mundanal ruido, far from the madding crowd, que era más o menos el proyecto que cada vez se dibujaba con más nitidez en la vida de Allende, chocaba, sin embargo, con la naturaleza misma del impulso homosexual que, tanto en aquellos tiempos como después o incluso hoy día en el siglo XXI, tiene un componente de transgresión y de desafío al común de la sociedad: por integrado que el homosexual esté o llega a estar, por mucho que felizmente se case y viva en paz con su pareja, no acaba de ser verosímil una integración plena. No se trata tanto de que la sociedad le rechace como del rechazo que el propio homosexual, emparejado o sin emparejar, hace de su sociedad.
Hacia finales de los sesenta, sin haber entrado aún Europa en los célebres sesenta y ocho, Allende se volvió a encontrar con Salazar en Madrid. Fue, literalmente, un encuentro casual, con ocasión de un ciclo de conferencias del Seminario de Xavier Zubiri. Allende se había sentado en las primeras filas, y cuando el acto terminó, sintió una presencia encima y una mano firme sobre su hombro: era Javier Salazar. Estaba muy guapo. Allende sintió un placer intensísimo al verle. Salieron juntos a tomar unas copas.