Contra Natura (48 page)

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Authors: Álvaro Pombo

Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science

BOOK: Contra Natura
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Y Juanjo vio cómo —a tenor de este mentirijeo— se esponjaba Sonia algo primero y mucho luego, lo suficiente para pensar entre los dos un plan, que consistía en que Sonia iba a quedarse entre Madrid y Málaga por lo pronto, luego ya verían, y Juanjo iba a quedarse con el Salazar, la mamandurria, no echándola tampoco en saco roto: no viene nunca mal parar gratis en casa de alguien rico y más si hasta le gusta que un tío guapo le chulee. Esto fue lo que hablaron durante al menos la primera parte de la noche Juanjo y Sonia, luego Sonia quiso saber más: quiso saber qué hacía Juanjo hasta las tantas por la calle, y luego Sonia quiso echar un polvo con el Juanjo y Juanjo no quiso ni tocarle un pelo. Y entonces fue cuando Sonia gritó muy destemplada ¡Hijoputa maricón!, que Salazar lo oyó desde su cuarto y que le sirvió después al día siguiente a Juanjo de base para lo de los portazos y los gritos. Aquella misma noche, al despedirse en el portal de Sonia, Juanjo desconectó el móvil y, a la mañana siguiente, durante el desayuno, le pidió a Salazar que no contestara a ninguna llamada telefónica ese día, cosa que Salazar, que detestaba los teléfonos, hizo encantado.

Ésta ha sido —aún está siendo— una deliciosa tarde de amor entre los dos. No, no se han rozado siquiera, pero ambos han procedido a clausurar simbólicamente el espacio de su convivencia, desconectando los móviles y no descolgando los teléfonos, que, por lo demás, no han sonado en toda la tarde. A lo largo de todo el relato de Juanjo, que ha circulado por las bajas vías melodramáticas ya apuntadas al principio, ha sentido en varias ocasiones, Javier Salazar, ternura. Acerca de esta ternura canalla, tan visible en la literatura gay que precedió a este irritante momento posmatrimonial que padeceremos de ahora en adelante, tiene Salazar mucho que decir: no tiene, en cambio, apenas nada nuevo que leer o releer. Íntimamente se precia de vivirla: de ahora en adelante irá viviéndola en su salvaje paladeo, sus humillaciones y sus gozos. Juanjo en esto hará su master con Javier Salazar. Y sabe Salazar que será todo ello un poco bobo, un poco las orgías con condón descritas en Zero o el sadomaso «dentro de lo que cabe» descrito en esa misma publicación. Salazar, empero, irá a más y pasará a mayores. Tiene una intensa intención de resbalar y atragantarse empollado por Juanjo. Todo lo que dé de sí la polla viva de Juanjo Garnacho, eso piensa tragar gaznate abajo, culo adentro, como las pollas de avutarda tragan gusanas alevines que les traen las santas madres. Ahora bien: dentro de lo terrible y de lo fuerte, el fuerte pimentón de la vera de Plasencia y la más recia pimienta negra más molida, de la mamada y la tomada por el culo bien adentro recto arriba, todo lo que dé la rectitud del recto lubrificado por la dulce mierda disoluta, con sabor a mantequilla rancia, aún no ha, Salazar, alcanzado mentalmente el nivel que alcanzará más adelante: el nivel del no reírse ya ni sonreírse, el nivel puro, continuo y cruel, que asocia vida y muerte en una sola emisión seminal: a esto llegaremos, pero no aún. De momento, Salazar va a detenerse en la pasada noche de Juanjo y Sonia, porque aún tiene Salazar, en este dúo, el ritmo a mano, el látigo en su poder. Por eso Salazar ahora puede aún recrearse en este ambiente clausurado de su casa, con Juanjo refiriéndole los incidentes de la pasada noche, trazando entre los dos, en este simulacro de inocencia, un proyecto amoroso consistente en que se darán mutua compañía por los siglos de los siglos y no se dejarán, ninguno de los dos, ni distraer ni controlar a la hora del principio del placer. «¿Y cuándo va a venir Fermín, por fin?», pregunta ahora Salazar.

40

—Siento un sentimiento de culpabilidad todo el tiempo, Emilia. Por lo de mi madre. Y no lo puedo ni arreglar ni quitar, porque se ha muerto. Y también porque la misma noche que la mataron yo estaba aquí en Madrid, en casa de este Salazar que Paco te habrá hablado, con un amigo mío del colegio, los tres estábamos follando. Y luego también, cuando vine aquí a Madrid, no quise hacer nada ni estudiar nada. Sólo quería, no sé, ligar, vivir la vida, estar guapo, estar cómodo. Así me encontré con Salazar y me fui a vivir con él. Y estaba contento, más o menos, y luego me encontré con Juanjo y me dejé camelar otra vez, porque Juanjo me gustaba mucho otra vez. Ahora mismo Paco es el único que ha hecho algo por mí. Y aquí estoy en tu casa ahora, contándote esto. Os lo cuento a los dos... Si me llama Juanjo esta tarde, igual me voy con él. Si no hoy, mañana. ¿Entonces qué? ¿Para qué os estoy contando esto, Emilia?

—Me lo estás contando para desahogarte y para entenderte y para identificarte a ti mismo como un hombre libre —dice Emilia—, ¿sabes, Ramón? Hablas conmigo y estás hablando con Paco y conmigo y contigo mismo. Estás despejando tu oscuridad y tu ignorancia. Y nosotros también. No somos tus maestros. Estamos moviéndonos en una comunidad muy pequeña de personas que quieren ser libres y que, para serlo, se apoyan unos en otros. ¿Sabes por qué me gusta que hables así conmigo esta tarde y con Paco? Porque te he visto melancólico. Y la melancolía es siempre mala. No hay melancolía libre, inteligente, sana. Toda melancolía es mala. Hay que obrar bien y estar alegres. Y merendar también, como ahora estamos merendando...

—Y también jugar al ping-pong. Obrar bien, estar alegres, merendar opíparamente y jugar al ping-pong: he aquí mi programa de filosofía moral —ha intercalado Allende mientras moja una rosquilla del santo con sabor a limón en su café, una rosquilla lista.

Es a principios de junio. Estos días ha cedido el calor y hay un ambiente fresco, casi norteño, en la sala de estar de Emilia. La conversación ha salido sola. Emilia tiene razón —piensa Allende—, él también ha observado una creciente melancolía en Durán que hasta la fecha no se ha manifestado más que en un recogimiento murriático. Apenas ha salido de casa, apenas ha tomado parte en las conversaciones de la familia. Esto resulta particularmente sombrío estos días en opinión de Allende, porque Emilia pasa casi todo el día en el instituto debido a la cercanía de los exámenes y Allende tiene que estar más horas en las tutorías. La única que se queda en casa es Paula, la hija de Emilia, que tiene que estudiar, y que ha contado, no como un secreto, sino como quien expone una situación de hecho y además delante del interesado, que Ramón apenas ha salido de casa. Este sábado Allende ha ido a comer a casa de Emilia. Paula ha salido con unas amigas y se han quedado los tres de sobremesa y al final merendando. De alguna manera, entre los dos han conseguido hacer hablar a Ramón Durán. Al final ha declarado todo lo anterior. Mientras le oían, Allende pensó que había acertado al poner a Durán en conexión con Emilia y al alejarle de la concupiscencia de sus propios ojos. Es consciente, por supuesto, de que este proceso reeducativo, si es que así puede denominarse, no ha hecho más que empezar. Allende sabe que Durán volverá a añorar la compañía de Juanjo. Volverá a sentir el deseo de tomar parte en las reuniones hedonistas, erotizadas, y viciadas aunque sólo sea por el insuficiente amor de Salazar, su senescente erotismo, su pereza mental, la compulsión de sus sofocados recuerdos. La súbita confesión de Durán hace un rato, en presencia de los dos, pero dirigiéndose especialmente a Emilia, le ha conmovido mucho y también le ha alegrado darse cuenta de la perspicacia con que Durán percibe su propia situación, pero —y precisamente en virtud de esa perspicacia— Allende tiene que reconocer que Juanjo y Salazar, bien juntos o cada cual por su lado, representan una causa externa de agitación y que Ramón Durán —desacostumbrado a planificar su vida en términos de esfuerzo y laboriosidad— tendrá ocasiones de sobra a lo largo de todo el verano que se avecina para reanudar esas amistades. Pero Allende sabe que él mismo debe reducir sus intervenciones pedagógicas al mínimo. Si se acostara con Durán, Ramón Durán acabaría siendo incapaz de distinguir a Salazar de Allende. En este caso el problema no procede tanto de la conveniencia o inconveniencia de entregarse a los placeres particulares de la genitalidad y del homoerotismo (que Allende, en sí mismos, no censura) como de incluir a Ramón Durán en concreto en una situación clausurante que, más pronto o más tarde, acabe convirtiéndole en objeto placentero. Allende sabe esta tarde de junio que Durán, con su aire retraído, tristón incluso, es tal vez su último gran amor. Se siente contento de estar ahí, con Durán y con Emilia, y prolongaría la situación todo lo posible. Pero la situación durará lo que dure esta apacible tarde de sábado norteño en Madrid. Allende volverá solo a su piso y no se consentirá a sí mismo llamar esa misma noche o a la mañana siguiente para preguntar si Durán ha dormido en casa de Emilia, o si ha salido a los bares en busca de Juanjo o de cualquier otro. Allende sabe que para liberar a Ramón Durán del propio Ramón Durán tiene primero que liberarle del propio Paco Allende.

Definitivamente Allende ha aprendido con los años a dirigir su atención por su propia voluntad. Ya no es su atención retenida o arrastrada por los objetos como en su juventud, sino que, cada vez más, su atención enfoca o desenfoca hábilmente sus propios objetos. Esta tarde, Allende se alegra de poder trasladar deliberadamente su atención desde su adorado —cada vez, cada minuto que pasa más codiciable y remoto— Durán a la presencia clara, un tanto oronda, de Emilia, que anda por los cincuenta y tres, a quien conoció de profesora de filosofía dando clases particulares en sus horas libres además del instituto, para sacar adelante a Paula, su única hija, con una obstinación de madre soltera y valiente, que jamás —y Allende es un observador severo— dio muestras de resentimiento o de amargura. Emilia se atenía ya en aquellos años difíciles a una severa y alegre ética intramundana que recordaba el mundo de Spinoza —el filósofo preferido de Emilia junto con Bergson y con Sartre— por su estricto atenimiento a lo que hay, a lo que es. Emilia no era aficionada a contar su vida. Teniendo en cuenta que, en los primeros años de su relación, Allende sí era aficionado a internarse en diversas variaciones autobiográficas, que Emilia apenas hablara de su pasado, o —puestos a decir— de su futuro, como si el futuro fuese una tierra firme, siempre a mano, predecible en términos de un día o dos, de una hora o dos, de una clase o, dos, de un par de buenos amigos y siempre de Paula, la maravillosa Paula que por aquel entonces ya formaba parte del equipo de voleibol de su colegio y participaba en los torneos organizados por el ayuntamiento de Madrid, fue, para Paco Allende, una iluminación inesperada. Emilia no dudó nunca que Paco Allende fuera homosexual. Ni tampoco dudó nunca, a la hora de tratar la homosexualidad, del amor homosexual como una variante legítima del amor, humano. Allende aprendió con Emilia el lema spinoziano: bene agere ac laetari. Obrar bien y alegrarse: esta máxima incluía un severo control de los exámenes de conciencia y de los posibles sentimientos de culpabilidad: ambas cosas estaban desterradas por principio de una vida alegre y rectamente preocupada por hacer las cosas bien. Tenemos que pensar de antemano lo que vamos a hacer y luego hacerlo, pero no hay que darle vueltas, repetía con frecuencia. Dado que nadie puede tener en cuenta todas las circunstancias de una acción, todos los pros y los contras, todos los imprevistos con que la realidad impregna nuestra acción real, Emilia daba por supuesto que, con frecuencia, erramos. Éste fue uno de los asuntos que más fascinaron a Allende desde un principio: esta aceptación pragmática de los errores unida a una consistente voluntad de evitarlos. Paco Allende bebió de esta praxis con gusto y entusiasmo crecientes durante los primeros años de la amistad con Emilia. Emilia, a su vez, suavizó, gracias a Allende, una cierta indiferencia —que en ocasiones rozaba lo inhumano— respecto de los detalles, respecto de lo que, sirviéndose de una frase de Karl Rahner, denominaba siempre Emilia la basura biográfica. Ahora atardece. Han pasado muchos años y Allende contempla a Emilia y a su amado Ramón Durán —que se ha relajado mucho según pasaba la tarde— y siente un agradecimiento poético, religioso, humano, tal vez demasiado humano, pero tranquilo y firme por la existencia de Emilia: Nicht wie die Welt ist, sondern das sie ist, das ist das Mystische (No como sea el mundo, sino que sea, eso es lo místico). A Allende esta tarde le hace sonreír la paráfrasis que hace del texto de Wittgenstein: no como sea Emilia, sino que exista Emilia, eso es lo místico. El amor —recuerda ahora Allende una de las célebres definiciones de los afectos que propone Spinoza— es una alegría acompañada por la idea de una causa exterior. Hubo un tiempo en que Allende creyó que amaba a Emilia sin reserva alguna. Creyó que toda su voluntad, su deseo, su querer, se encaminaba a Emilia porque, al verla y al charlar con ella, se sentía contento y alegre. Emilia misma, sin embargo, le recordaba, guasona (Emilia siempre le tomó el pelo a Allende por su «mermada» —ésa es la expresión que Emilia usaba— querencia de Emilia que él sentía), que es verdad que el contento que la presencia de la cosa amada produce en el amante, contento que fortifica, o al menos mantiene, la alegría del amante, es, para Spinoza, la esencia del amor: (y no la voluntad que tiene el amante de unirse a la cosa amada, voluntad que según Spinoza debe hacernos sospechar que no hablamos del amor mismo sino de una propiedad del amor o incluso de una propiedad degustativa o devorativa del amor, canibalística en suma, indigna de crédito). Todas estas cosas ahora, esta tarde cálida, fresca todavía de este principio norteño de junio en Madrid, las recuerda vivamente ahora Paco Allende mientras contempla a su amado Durán y, por qué no, a su también amada, bienamada Emilia, correctora de su entendimiento allá en los años iniciales de su relación.

Paco Allende tardó largo tiempo en conocer a Emilia. Y esto le sorprendía porque todo el exterior de Emilia, todo su comportamiento social, tanto en público como en privado, estaba pensado para facilitar el acceso: Emilia era una persona accesible. Era simpática, era una excelente compañera de trabajo. Era alegre sin ser ruidosa o excesiva. Amaba su profesión, amaba estudiar filosofía y enseñar filosofía a los chavales del instituto. Paco Allende observó que todo el inmediato y fácil acceso a sí misma que Emilia proporcionaba casi a cualquiera y por supuesto a sus alumnos, y por supuesto al propio Paco Allende, presentaba, sin embargo, fronteras muy definidas, más allá de las cuales Allende no lograba penetrar. Al principio pensó que se trataba de timidez, una timidez muy femenina, muy bien controlada, muy llena de encanto (nada le parecía más detestable al Allende cuarentón que una mujer fácil, como suele decirse, una mujer sin secretos o sin reservas). Él mismo estaba lleno de reservas. Aunque en su caso, siendo hombre, estas reservas o secretos podían ser declarados con facilidad en una tarde de copas: así fue como al cabo de unos cuantos meses, hacia la primavera del primer año de relacionarse con Emilia, Allende abrió su corazón (sólo para descubrir, por cierto, que no había nada en su corazón que Emilia no hubiese descubierto ya por sí sola). Esta actitud, la apertura masculina de Allende, no tuvo contrapartida en Emilia. A cambio de la intimidad de Allende, Emilia no ofrecía intimidad, su propia intimidad, sino sólo simpatía e inteligente comprensión. Más que de sobra, por supuesto. Pero para cualquier observador serio —y Allende no era un observador serio sino también muy fino y minucioso— era evidente que Emilia permanecía en plena apertura perfectamente clausurada.

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