Authors: Álvaro Pombo
Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science
—Si me compras la moto, te llevo de paquete y me puedes meter mano mientras circulamos a toda leche entre los coches de aquí a Galapagar.
—¿Qué hora es? Mañana vamos si quieres. Mañana te doy lo que sea y te compro la moto.
—De eso nada —dice Juanjo—. Tú dame la pasta y voy yo solo.
—Vale. Cuenta con ello.
Todavía Juanjo no ha perfeccionado su crueldad. Aún no ha refinado su mala uva. Aún es un principiante en esto de hacer sufrir. Aún teme que Salazar se alce sobre sí mismo y le eche de casa. Por absurdo que parezca, en este momento de esta tarde Juanjo teme haber llegado demasiado lejos, haber hecho demasiado daño a su protector y haberse expuesto a que Salazar huya de casa por la noche, llame a la policía, le eche de casa. Sobre todo teme esto último: ¿y si Salazar de pronto se recuperara? ¿Y si Salazar, contra toda lógica, de pronto le manda a la mierda? Por eso, se desnuda ahora lentamente y se acaricia la verga y se exhibe delante de este delicado sesentón arrobado, abolido, que ha adelgazado, quizá, diez kilos en estos últimos meses, y que ahora, una vez más, se arrodilla delante de Juanjo como un animal pequeño. Le contempla y le lame los muslos y le acaricia el culo y le babosea los huevos y trata de masturbarle y ahí se queda, al nivel de la polla fuerte, vibrante, de Juanjo Garnacho en esta tarde mortal. Es el principio del fin.
En casa de Emilia se está bien. Incluso, en las habitaciones sin refrigerar, que son todas menos la sala, corre el aire claro, cálido, de Madrid a mediados de julio. Ramón Durán está contento aquí. En resumidas cuentas, el sablazo de Juanjo —todavía no consumado puesto que Durán no tiene el dinero en efectivo— ha sido astringente. Han pasado muchos años, una década entera, desde el colegio y las duchas y el Juanjo noble, monitor de futbito, y Ramón Durán ya no es el que era. Siente no ser el que era. Estos días en casa de Emilia, con Paula agobiada por los exámenes, con saludos que Allende manda por teléfono, se ha dilatado el corazón de Durán hacia atrás y hacia delante. Hacia atrás siente nostalgia de sus dieciséis años y de aquel Juanjo. Hacia delante siente simpatía por Emilia y su hija y se siente a gusto en esta casa. Esta frase es como un latido del corazón: se está bien aquí. Y este bienestar es inocente. Se compone de alguna que otra tertulia después de cenar, de unas cuantas películas de Digital plus. Es la primera vez en muchos años que puede intercalar Durán en su vida presente los recuerdos de su juventud y de su niñez y de su madre, y dotarlos, en la memoria, de una ternura imaginaria que es inocencia. El deseo es difuso ahora y la figura de Juanjo —curiosamente— es áspera y canalla. No puede Ramón Durán negar que esa aura canalla del nuevo Juanjo le excita. Pero le excita casi tanto en el modo del deseo como en el modo del rechazo. Ya sabemos que en la angustia de la posibilidad hasta el evitar es un apetecer. Pero evitar es contenerse en lugar de entregarse. Y aunque en ambas acciones hay erotismo, en el evitar hay un erotismo imaginario, benévolo. Hay una ensoñación de amor, que, en el apetito desatado, en el deseo que busca satisfacerse, no existe. Durán se encuentra en una situación ambivalente. Las circunstancias que le rodean son tranquilizadoras y energéticas (las dos mujeres de la casa van y vienen con determinación, entran y salen, discuten las películas o la política nacional, comparan a Zapatero con Rajoy, a Tony Blair con Aznar, hablan de todo, se pelean incluso, se ríen, bene agere ac laetari), no hay malicia en ninguna de las dos. Y hay un tercer elemento, ausente, Paco Allende, que contribuye a la activa sedación de Durán. En estos días, mientras, veía la televisión o charlaba con Emilia, Durán, sin mencionar nada a Paco Allende, ha llegado a la conclusión de que Allende le ama. Y esto le regocija. Es un sentimiento dulzón, parecido al que se tiene después de beber un par de copas de vino o mientras se disfruta de una comida agradable. Es una sensación de expectación y de relativa plenitud. Sentirse amado es algo que es muy agradable, descubre Durán. A diferencia de sentirse codiciado —como se ha sentido muchas veces en estos años—, Durán se siente entendido, apoyado, respetado. Y libre. El aire cálido que libremente circula por todas las habitaciones de la casa de Emilia y de Paula, expresa esta libertad circulatoria que, por el momento, se reduce a dilatar la conciencia de Ramón Durán. En esta dilatación, como en un campo de juego, el evitar a Juanjo —no obstante apetecerle— es más fácil: hay una elemental batalla librándose entre el mundo encanallado de Salazar y Juanjo y los dos chicos y el mundo vigoroso e inteligente de Emilia y Paula, presidido por la ausencia de Allende. En esta batalla Ramón Durán es a ratos el objeto a conquistar, a ratos un espectador interesado, a ratos un chico muy joven aún, que tiene toda la vida por delante, y que, cada vez que piensa en el descarado sablazo de su antiguo amante, se retrae. En conjunto, Durán desea prolongar esta situación: para prologarla es indispensable no ponerse en contacto telefónico o físico con Juanjo. Así ha pasado unos días. Durante estos días, ha ido acrecentándose en Durán la sensación de que —¿por qué no?— tal vez Allende sea un compañero posible. Durán recuerda cómo se ofreció a Allende allá en Marbella, con la precipitación de quien vende lo primero que tiene a mano, su belleza corporal, porque teme quedarse sin recursos. Pero ahora ha visto, gracias a la generosidad de Allende, que no necesita venderse para ser respetado y amado. Esta es una idea nueva para Ramón Durán: una idea más poderosa de lo que parece a simple vista: más atractiva de lo que Durán —mientras deambulaba por Madrid perdiendo el tiempo— imaginó que podría ser la imagen de alguien que diera algo por nada. Al fin y al cabo, Allende se expone a amar a alguien que puede no corresponderle. No se siente obligado Durán a corresponder a Allende. Se siente inclinado a estimarle, a respetarle, a cambio del respeto que Allende le profesa. Esto es, de alguna manera, una consecuencia benéfica, liberadora, de la voluntad pedagógica de Paco Allende o, si se prefiere, de su arriesgado modo de entender el amor como liberación y no como devoración del objeto amado. Por un instante, en casa de Emilia, en la conciencia tranquilizada de Durán, el tiempo se detiene: ¿Y si fuera posible empezar de nuevo? ¿Y si fuera posible cambiar de vida? ¿Y si fuera posible regresar al seno materno y, como un niño, recomenzar de nuevo sin la debilidad, los errores, las interferencias, el gasto inútil de energía y de afecto que ha presidido toda la vida de Ramón Durán hasta la fecha? Todas estas reflexiones, funcionando a la vez en circuito cerrado, acaban por convencer a Durán de que debe hablar de todo ello con Allende. Gracias a Allende ha tenido a Emilia, a Paula, la levedad firme de esta casa, la agilidad mental, el corazón dilatado. ¿Quién mejor que Allende para dar el paso siguiente? Así que le llama por teléfono. Quedan en verse en casa de Emilia esa tarde. Durán ha telefoneado a Allende después de comer, Emilia no vendrá hasta tarde. Allende vendrá pasadas las cinco. Durán se tumba en su cama y se duerme. Le despierta el timbre de la puerta de entrada. Se instalan en la sala.
Es un encuentro delicioso. Allende está muy emocionado. Ha sido Durán quien ha querido el encuentro. No ha habido, por parte de Allende, ninguna estrategia y no va a haber en toda esta tarde tampoco celos (que, sin embargo, Allende ha sentido horriblemente punzantes durante estos días en que no ha visto a su amigo). La emoción de Allende se le contagia a Durán, que sonríe. Los dos sonríen, se sientan frente a frente, en parte parapetados por la camilla de Emilia. Para disimular su emoción, y también porque le parece de sentido común empezar así, Allende comienza por recordar a Durán que tiene que organizar la testamentaría de su madre. Esto sorprende muchísimo a Durán, que, de alguna manera, había pensado que automáticamente podía disponer de la herencia de su madre. Allende le explica el procedimiento a seguir: se trata de proveerse de un certificado de defunción de Chipri, ir al Registro General de Ultimas Voluntades para saber si existe algún testamento. Durán cree que no, pero ése es un trámite que hay que cumplir. Suponiendo que no haya ningún testamento, Durán tiene que demostrar mediante el libro de familia que es el único heredero de Chipri. Tiene entonces que ir a un notario y decir que quiere hacer la testamentaría de su madre, y el notario procederá a hacer un listado de los bienes de la difunta, hecho el cual, se declarará único heredero a Durán y puede procederse a vender, caso de que sea ésa su intención, el piso de Marbella. Tendrá, como es natural, que pagar unos derechos reales por la herencia. Estas explicaciones, en su esquemática y prosaica claridad, tranquilizan a los dos amantes. Lo primero que se le ocurre decir a Durán es:
—No tenía idea de que tuviese que hacer todo eso. Eso quiere decir que va a llevar tiempo.
—Puede llevar entre tres y seis meses. Mientras se soluciona todo el asunto puedes quedarte en casa de Emilia y yo puedo adelantarte el dinero de tus gastos. No te lo regalo, te lo presto. Y te viene bien este tiempo de espera para decidir lo que vas a hacer a partir de octubre. Esto es lo más importante, mucho más que el dinero que vas a recibir de tu madre, el proyecto que quieras llevar a cabo.
Allende sabe que tiene que forzar a Durán a pensar en términos concretos, en matrículas, horarios, días laborables y días festivos. Y Allende sabe que esto requiere una considerable disciplina y que, ningún ejemplo exterior por bueno que sea, es motivación suficiente. Una vez más, Allende repasa velozmente todos los elementos de la vida de Durán que pueden, con toda probabilidad, interferir en sus proyectos por sinceros que sean.
—Te veo muy callado. ¿Qué te pasa ahora? —pregunta Durán.
—Estoy contento contigo, ya lo sabes tú. Tú me has llamado y yo he venido a verte y esto me ha gustado mucho.
—¿O sea, que te ha gustado que yo te llamara? —Durán no puede remediar imprimir a esta pregunta un tono pícaro, un tono juguetón, de coqueteo.
—Claro, me ha gustado mucho. Pero...
—¡Pero qué! —interrumpe Durán con brusquedad—. ¿Te ha gustado o no te ha gustado?
—Me ha gustado, sí, que me llamaras y me gusta mucho estar contigo y me gusta mucho verte, ya lo sabes tú.
—O sea, que te gusto —resume Durán, imprimiendo esta vez a su frase una coquetería mezclada con ansiedad. Es como si Durán no pudiera desprenderse del elemental lenguaje de seducción al que se ha acostumbrado durante todos estos años. Allende se da cuenta de lo que le está ocurriendo al chico. Y siente ternura muy intensa y también compasión. Pero sabe que si cede a ese juego acabarán tonteando. ¿Cómo decirle que desea estar con él y que le ama y que le gusta, sin que, al decírselo, toda la conversación y todo el encuentro se convierta en una vulgar escena de seducción? Escena que, no por diferida, dejará de ser, en última instancia, común y vulgar. A Allende se le ocurre entonces una estrategia de cartas boca arriba combinada con reglas de comportamiento para el futuro. Se le ocurre en un abrir y cerrar de ojos y, no teniendo ningún otro recurso a mano, se decide a ponerla en práctica:
—Mira, Ramón, no preguntes cosas cuya contestación ya sabes. Claro que me gustas y, si quieres, apurando la frase, por supuesto que te amo. Pero, ¿de aquí qué se sigue? Si todo lo que hemos conseguido con este acercamiento es meternos en la cama dentro de un rato, no valía la pena. Entre otras cosas porque, aunque yo te quiera a ti, más quizá de lo que tú imaginas, tú no me quieres a mí de la misma manera. Tan sólo te sientes inclinado a coquetear conmigo un rato porque ésa es la costumbre que tienes. Estás acostumbrado a coquetear. Lo haces bien. Coquetear te hace sentirte guapo, más guapo aún de lo que ya eres. Al coquetear y ver que me seduces, y es bien fácil verlo, te sientes como Dios. Y, naturalmente, ese sentirte bien es adictivo, realmente es como una droga dura para un chico como tú...
—¿Qué quieres que haga entonces? —inquiere Durán enfurruñado—. ¿Qué coño quieres que haga?
—Quiero pedirte que no coquetees conmigo, porqué no te hace falta. A mí ya me tienes, ya me tienes. Pero yo te ruego que no me devores, para que no te devores tú a ti mismo al devorarme.
—Eso es retorcido de cojones —comenta Durán entre dientes, aún enfurruñado.
—Si te fijas, no es retorcido. Pero tampoco es poético. Esto es importante: al pedirte que no coquetees conmigo, que te amo y que te deseo, lo único que te pido es que situemos nuestra relación en un terreno racional, inteligente, que los dos podamos manejar, no sólo ahora esta tarde, sino también a lo largo de todo este verano y el próximo otoño y el próximo invierno. Este esfuerzo de racionalidad no es vacío, no es un capricho masoca por mi parte. Es indispensable para que tú seas libre: si has de quererme, también para que me quieras libremente. Pero también, esta puesta entre paréntesis de preguntas como si me gustas o me quieres y las demás, tiene por objeto hacerte ver que las dimensiones en las que vas a empezar a moverte ahora, si de verdad quieres estudiar y trabajar seriamente, son dimensiones mucho menos emotivas de las que tú has vivido hasta aquí...
—Tengo la sensación de que me dices esto pero como si estuvieras inseguro, como si no te gustara decírmelo. Creo que te entiendo, pero a la vez tengo la impresión de que no acabas tú mismo de estar convencido. ¿De verdad estás convencido de lo que dices? A ratos balbuceas…
—Seguro que tienes razón. Contra lo que suele suponerse, la voz del sentido común, la voz de la intención recta, suena con frecuencia más insegura que la voz de la pasión y del deseo. Suena más débil porque se ejerce en condiciones difíciles, en contra de uno mismo en ocasiones. Lo fácil es dejarse ir. Pero ni tú ni yo queremos hacer lo fácil ahora...
Ahora, Allende, que durante las últimas frases de su pequeño discurso ha mirado fijamente al suelo, alza la vista y ve cómo Ramón Durán se levanta del sillón y se acerca a él y le levanta del sillón y le abraza calurosamente. Allende abraza al chico a su vez. Es una escena llena de dignidad y luminosidad. Abrazados les encuentra Emilia que acaba de entrar en la sala.
—¡Bravo! —exclama Emilia. Y los tres juntos se ríen a carcajadas. Bene agere ac laetari.
¿No hubiera sido mejor que Allende se hubiese dejado guiar por sus instintos más triviales y hubiera —a partir de la pasada tarde— mantenido una agradable relación carnal con su amado Durán? Hubiera sido todo más vulgar, pero ¿no hubiera sido en medio de todo más fácil todo, no sólo para Allende sino para el propio Durán? Tanta distancia, tanto respeto, tanto amar y dejar libertad al amado, ¿es de verdad algo que Ramón Durán entiende? Es de temer que lo entienda sólo a medias y aún hay algo peor: ¿no cabe sospechar una leve falsía, una pizca de tramposa mala fe en el ascetismo amoroso de Paco Allende? Es satisfactoria, desde luego, la idea de que amar es dejar en libertad al amado: tener la gran paciencia de que el amado regrese finalmente al amante: correr el riesgo de la libertad: ésta es una noción satisfactoria, pero considérese con detalle —también con cierta sobrevenida malicia y desde la perspectiva tardígrada de la sospecha—, repárese en que Allende ha sido siempre muy consciente de su decadencia física: bien es cierto que muchos hombres de su edad están aún peor: la decadencia física de Allende se inclina más hacia lo ridículo que hacia lo trágico: está gordito, rellenito, está calvo, tiene un aire bonachón. En cierto modo las palabras que profiere contrastan, por lo acerado, con su apariencia mullida. Estos pensamientos son injustos y crueles. Expresan, sin embargo, inquietudes reales de Allende respecto de su propia corporeidad. Es difícil entender con claridad a Paco Allende ahora. Todo lo fácil que resulta ahora entender a Javier Salazar encoñado con Juanjo, debilitado físicamente, al borde de experiencias eróticas sin retorno que provocan la crueldad y la requieren, y que al final sólo cuentan con la muerte. Todo esto, con ser terrible, es más accesible y más comprensible que la conciencia de Paco Allende en este punto: el presupuesto del lector de este relato y de su narrador es que Allende —con ayuda de Emilia y con el paso de los años, unido a su dedicación a la psicología educativa— ha alcanzado un noble nivel de control y de racionalidad. Y esto no tiene por qué negarse. Pero debe matizarse: ¿qué hay de malo en aceptar con sencillez la oferta amorosa que, con suficiente claridad, lleva haciéndole Durán desde hace tiempo? Y hay algunas otras señales equívocas: Allende, por ejemplo, ha pasado las últimas semanas, antes de la llamada de Durán, padeciendo celos: los celos designan considerable impureza amorosa por parte de Allende. Pero cabe argumentar que justo la impureza es preferible aquí a la pureza: cierto compromiso con el caso concreto es preferible aquí a una austera afirmación del ideal de libertad amorosa. La pasada tarde ha logrado Paco Allende una victoria en toda regla: al levantarse de su sillón y abrazarle, Ramón Durán ha manifestado un entusiasmo discipular. Mientras se abrazaban, y más tarde tras la llegada de Emilia, mientras cenaban todos de buen humor una ensalada de endibias y unos filetes de pollo, Allende ha saboreado su victoria. Y Durán se ha sentido amado, respetado, liberado, lanzado ágilmente hacia el futuro como de un punterazo certero se incrusta en la portería un balón de reglamento. Si todo pudiera quedarse aquí, si no hubiera sombra o hueco alguno, distancia alguna entre lo pensado y lo que ha de realizarse, si nuestra existencia humana fuera instantánea y nos sostuviéramos en la existencia por actos continuados de creación ex-nihilo... Pero ése no es el caso y mucho menos el caso de Durán. Durán se va a la cama tranquilo y a la mañana siguiente todo son dificultades. Pasa todo el día siguiente hasta el atardecer sin hacer nada, sin llamar a Juanjo —cosa que desea hacer— y también sin desear ponerse en contacto con Allende: al fin y al cabo, a ojos de Durán, Allende desea hacer de él un héroe moral. Por este nobilísimo motivo tampoco desea acostarse con él. Durante todo el día siguiente, Durán no puede reconstruir el entusiasmo de la noche anterior, y al final de la tarde se arregla y decide llegarse a Chueca, recorrer los bares que conoce, despejarse un poco. Allí se encuentra con Tomás, un tipo físicamente casi idéntico a Paco Allende.