Authors: Álvaro Pombo
Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science
Salazar le da la espalda ahora y empina el codo. La botella de Glenfiddich está al final. Allende le agarra por el hombro y le hace volverse. Le arrebata la botella de las manos y la tira al suelo. Salazar se tambalea por un momento.
—¡Por Dios! ¡Date una ducha fría, yo me largo! —grita Allende. Esta es la máxima violencia que Allende logra producir.
—¡Ah! ¡Te largarás, sí, te largarás, hijo de puta, no sin antes oírme. Ahora te quedarás a oírme fascinado por el color puro de la mierda, la pestilencia pura, heces inalcanzables, fruto bendito de mi vientre: eso te interesa a ti más que a mí incluso y vas a oírlo! ¿O qué creías? ¿Creías que esto eran los encoñamientos tuyos? ¡No. Lo mío es contra Dios, un contradiós y vas a oírlo! ¡De mí vas a saber esto lo último! —Salazar ahora, botella en mano, circula alrededor de su sala de estar. Se le ocurre a Allende, sin que la coincidencia sea precisa, que hay algo años cincuenta o sesenta, cinematográfico, en esta escena, anglosajón, Osborne, Pinter, Albee, blanco y negro, desorden y alcohol y habitaciones cerradas, desesperación, no hay ninguna salida. Pero el alcohol suelta la lengua, ésa es la gran ventaja del alcohol, el don de la ebriedad es ése, la lengua de trapo. En cualquier caso, Allende ha amenazado en vano, porque es cierto que la situación le está atrapando otra vez y no puede irse: quiere saber lo que Salazar tiene que decirle y también quiere esperar al final de la noche: ¿qué va a pasar al final de la noche?—. Hemos vivido tiempos falsos, brutales, tú y yo, Allende —prosigue Salazar—. Hijos de don nadies provincianos, no debiéndolo ser, no siendo justo que fuéramos don nadies nosotros mismos, a causa de nuestra inteligente naturaleza y viva sensibilidad. Y también y sobre todo, nuestra gran belleza física y masculina. También tú eras bello entonces. ¿Y quién no con dieciséis? ¿Ves adónde voy a parar, eh?
—No. No veo dónde vas a parar. Lo que veo es que hablar te viene bien, como si respiraras amoniaco. Hablar te despeja la cabeza...
—De mí no sabes tú gran cosa, ¿sabes? Crees que todo fue muy fácil, siempre me envidiaste. A la vez que me amabas, me envidiabas. Así se aman entre sí las parejas en los matrimonios: se aman y se envidian y se espían mutuamente en la cotidiana batalla por ver quién queda arriba y quién abajo. Así me has envidiado y me has amado tú.
—Quizá sí, quizá te amé así, envidiándote y amándote, pero Carlos Mansilla te amaba de otro modo, era un chaval con un corazón puro, generoso.
—Este reproche, ahora... acepto este reproche. A condición de que reconozcas tú que me envidiabas. A condición de que reconozcas tú que en lo de Carlos, por mucha culpa que yo tenga, más culpa tiene lo que nos decían, lo que se pensaba de un amor así. ¿Te acuerdas de eso?
—Lo recuerdo muy bien. Tú te comportaste como cualquier muchacho asustadizo que había internalizado la moralidad común de la época. Esto es comprensible, pero te faltó compasión.
—A mí me violaron, ¿sabes eso?
—¿Es eso lo que me vas a contar ahora? ¿Que te violaron? Ahora me resulta inverosímil. Siento una intensa sensación de falsedad aquí contigo. Tengo la impresión de que juegas conmigo, o peor aún: contigo juegas. ¿Adonde vas a parar? Creo que hablas por hablar.
—Tú has sido más promiscuo que yo, mucho más. Me consta que te lo montaste mejor desde un principio. No he tenido historias nunca que duraran más de dos días o tres, y siempre pagando, y muy pocas. Hace veinte años, al final del franquismo, cuando teníamos casi cuarenta tú y yo, se follaba en Madrid a calzón quitao. Ya había bares, había solares por todas partes en aquel entonces.
—Lo sé. Disfruté aquello mucho.
—Te contaré que una vez, abriremos otro de estos maltas, ¿por qué no? —abre Salazar otra botella de Glenfiddich—, una cierta vez, rica y gustosa, suave como este trago —se echa un trago directamente de la botella— de este malta de dieciocho años, ¡qué bonita edad!, sweet eighteen, esto te contaré, mi hermoso Allende, Paco por mal nombre, llamarte Paco me ha parecido siempre un mote en memoria del Bahamonde, los Pacos eran los nacionales, que se tiroteaban con los rojos por Madrid según cuentan. ¡Qué suerte que tuvimos tú y yo, nacidos posguerras! Pues bien... —Otro trago. Allende piensa que Salazar se está deliberadamente colocando más allá de todo acceso racional mediante estos tragos: dado que no es un alcohólico, este beber a bulto es parte de una maniobra de enceguecimiento, incluso de una táctica para provocar compasión, o quizá, al contrario, rechazo. Este carácter circular entre contrarios, lo mismo girando y girando entre contrarios, ¿no es parte del gran baile simulatorio, disimulatorio, exculpatorio, que Salazar baila y que Allende, incluso a su pesar, también baila, mentalmente al menos?—. Pues bien, has de saber que en tiempos tuve yo en la editorial un caso que llegué a tambalearme yo. Y estaba entonces en la flor de acero del ser yo. ¿Lo aprecias, chico? El envite fue tan fuerte y seductor, tan puro, que hasta a tambalearme llegué yo. ¿Aprecias este yo, situado aquí al final de esta sentencia o frase? No sé si tú entiendes de prosodias, no lo sé. En todo caso fue un mero almacenista el chico, un pobre chico con un cuerpo divino, divino le cocino. Tu seriedad es tanta, Allende, ahora, que me siento muy satisfactoriamente atendido y entendido. Pues este chico, que tenía estos cuerpos nuevos que ahora tienen, los danones nuevos, los profundos horteras de hoy en día, eso? culos atléticos, depilados, Dios, qué locura de piernas depiladas y las pollas asimismo depiladas, rasuradas para que no prosperen las ladillas... Estoy un poco, ¿no?, descomarcándome...
—Estás bebido. No sé si te descomarcas o no te descomarcas. Estás borracho, es lo que estás, pesado, pelma —dice Allende. Pero no se mueve de su sitio, está ahora capturado por esta narrativa que, como una producción inconsciente del yo, da lugar irrealmente a una imagen de una existencia concreta, un aquí y un ahora que, para Allende al menos, aún sigue siendo fascinante, un opiáceo. Aún Salazar conserva para Allende el mismo o parecido grado de fascinación que de joven.
—Las piernas depiladas. Repite conmigo: depiladas, rasuradas: esa plegaria maricona y buena que rezaremos un día todos los maricas en el templo de Dios y de su santa madre la Virgen del Rocío: piernas depiladas, musculadas, depiladas, rasuradas, musculadas, depiladas...
—Déjate ya de mierdas, tío, estás hablando sólo mierdas.
—Pues bien, este chico almacenista, un modelazo, me hizo muy feliz mirándome a hurtadillas. Entre tanda y tanda empaquetada de la colección universitaria de ensayistas españoles, ¡lo que ocupan los libros, Dios del cielo, todo el papelote que suponen! Y ahí iba él empujando, musculadamente, depiladamente, la honrada carretilla, que viene a ser como un trencito, un transportadorcito hoteliático que empujan los botones de otros tiempos en los textos de Thomas Mann y Proust. Con este chico almacenista lo que pasó fue muy intenso, muy almaceniástico a la vez, con Ricky, o sea Ricardo, que le llamaban Ricky: ¡Ricky, que ya han traído el albarán, a don Javier llévaselo, que lo lleva ya pidiendo ya tres veces! Muy almaceniástico, eso fue. Los vaqueros los llevaba muy ceñidos. Un estilo a los cojones de Mike Jagger, sólo que en hispánico, y más cachas, no tan escrufuloso como el otro. Así estuvimos viéndonos un mes, no llegó a un mes. Luego él contó lo que pasó conmigo. Hubo que echarle. Yo lo negué, ¡hijo de puta! Venir a mí a chantajearme por un puto par de huevos y una polla boba. Era en cualquier caso un temporero. Se le echó y a otra cosa mariposa. Pero tengo que reconocer que sí, que me encoñé, eso sí, como con Juanjo ahora, aunque no tanto.
La mención de Juanjo corta el curso de la melopea: Allende advierte que la asociación de Juanjo con el Ricky ensombrece a Salazar, que en su relato casi había logrado resultar cómico: de paso, la mención de Juanjo resta importancia a la vileza del tratamiento del caso del almacenista, el cínico abuso de poder de Salazar en esa ocasión: un temporero acosado por un alto ejecutivo de la editorial: ¿quién aceptaría la versión del temporero aunque todos supiesen, como sabían, que era más o menos verdadera? Ahora, en cambio, la cosa ha variado mucho: Salazar es incapaz de echar de casa al Juanjo como echó al Ricky, sin sentirlo apenas.
—¡Ea, chico!, tengo yo una pena grande, un comecome tengo cuya metástasis se me ha últimamente reagarrado por culpa de las nuevas facilidades y grandes libertades de la raza gay, la nuestra, la nuestra madrepatria maricona. He aquí un ejemplo, Paco: tú y yo, pero más yo que tú, ejemplifico el caso, véase: he llegado tarde a la liberación homosexual. Tú, en cambio, aquejado de mucha menos dignidad y sentido de tu propio yo y tu puesto en el cosmos, te entregaste a la carnalidad tabernaria, barriobajera, perdulariamente, desde siempre, y lo gozaste. ¡Tú gozaste lo tuyo, Paco Allende, no lo niegues! Y yo no. Lo que te he contado de este chico, el Ricky, fue la excepción y no la regla en mí. ¡Tenía tan buen culo, que me lo puso Dios a huevo! Pero muy pronto yo le aborrecí, incluido el culo: no por depilado y musculado menos lerdo. Nada hay eterno en el hombre. Max Scheler, que era por cierto un pelma, no llegó tampoco a hacerlo ver. Lo más eterno de los hombres son sus culos, y son pura contingencia, ya ves tú. ¡Le aborrecí! Y cuando el Ricky lo contó, con idea tal vez de hacerse un sitio, hallarse un sitio en el cosmos del inmundo mundo editorial, yo lo negué. Pues bien, entonces descubrí o, mejor dicho, redescubrí entonces lo que había descubierto ya en el seminario: que yo no era como los demás, que no necesitaba ni comer, ni beber, ni follar, ni amar, ni ser amado. Sólo ser adorado y venerado, como una puta imagen de Dios mismo. Con los años, y especialmente ahora, con la eclosión esta zerolesca de lo gay, he descubierto en mí mi homofobia profunda. En recuerdo de cómo los judíos, a cuya raza pertenezco, odiaban ser judíos ingleses, judíos alemanes, judíos franceses y no sólo ingleses, alemanes o franceses, como todo el mundo... ¿No sientes la necesidad de preguntarme nada, Allende? No volverás a tener nunca una oportunidad tan rica y profunda como esta de enterarte de todo bien del todo. Contesta, ¿no quieres preguntarme nada?
—Verás, reconozco que has capturado mi atención. El alcohol te está sentando ahora bien: te ha humanizado un poco, pero en conjunto estás muy pelma. No veo adonde vas, ¿qué te propones? ¿Qué estás tratando de decir? ¿Es todo lo anterior una manera de decirme que lamentas haber sido homófobo o haberte portado mal con el Ricky o con Carlitos o con quien sea? ¿Qué es lo que quieres? He perdido el hilo un poco, y tengo sueño, eso también.
—Verás... Te interesará saber quizá, mi viejo Allende, que en mi conciencia, como en la de Jean Genet o en la de Sartre, la homosexualidad, su teoría y sobre todo su práctica, conecta ontológicamente con la marginación y con la soledad y con la muerte y con las cárceles. Ontológicamente significa ab ovo: significa antes y después de toda aceptación jurídica o política o social. Nadie nos librará de nuestra esencial conexión con la marginación, con el fracaso y con la muerte. La mayor parte de la gracia que aún tenemos los maricas, antes que la trivialidad y la normalidad nos conviertan en simples consumidores pancistas españoles, mariquitas per cápita que contribuyen con normalidad e incluso con un muy buen balance anual a los gastos de la hacienda pública, antes y después de toda esa babosa voluntad de normalización e identidad con los comemierdas que siempre hemos envidiado y odiado, nuestra conexión más pura es con el fracaso, con la marginación y con la muerte. Hasta tal punto que yo me vi obligado de muy joven, aún en el seminario, a rechazarlo en bloque todo ello, porque lo que yo quería ser y me había propuesto ser era justo lo contrario: no quise ser ni un solitario ni un marginado sino un hombre del centro, integrado, perfectamente identificable como personaje influyente de mi comunidad, y lo fui. Y, entonces, ¿qué fue lo que pasó? Lo que pasó fue que me jubilé y estaba en paz y a través de tu Durán se me metió la peste en casa. Lo que nunca había creído que yo desearía: la pareja, la familiaridad gay perpetua, lo gay normalizado se me metió en casa con tu Durán, tu comemierda. Pero lo más grave fue que a través de tu Durán, tu mosca muerta, me encontré con el Juanjo más divino, el más divino, el único capaz de hacerme ser el que nunca había yo, el que nunca me atreví yo a ser: el darme la vida y torturarme. La primera vez que me tragué todo su semen, dije: Éste es mi Dios, mi contradiós, de aquí no quiero ya salir cueste lo que cueste. Con Juanjo, por primera vez en mi vida sentí que era posible ese concepto tan contradictorio, del Villena, el Luis Antonio de Villena: la perversión vivible. Había yo considerado impracticable, no con tu Durán, mosquita muerta de la hostia, sino con Juanjo, el duro y cruel...
—¡Ojo con la crueldad, Javier Salazar, mucho ojo con la crueldad y los crueles!: que en la crueldad el tránsito de la esencia ideal a la existencia es factible, es automáticamente real... Hay un argumento ontológico que, no siendo válido para probar la existencia de Dios a partir de la idea de Dios, funciona sin embargo para probar la existencia del mal absoluto a partir de la idea del mal absoluto.
Al decir esto con gran vehemencia, Allende se da cuenta, él mismo, de que no sabe bien lo que quiere decir: tiene la impresión de que ha dicho más de lo que sería lógicamente adecuado, aceptable en un sistema filosófico positivo, empírico. Y, sin embargo, la asociación entre la prueba ontológica anselmiana y la prueba ontológica de la existencia real del mal a partir de la idea del mal, le ha parecido esta noche evidente, sentimentalmente evidente. Como, por cierto, le pareció al propio San Anselmo inmediatamente evidente, cálidamente evidente, la idea de Dios. Javier Salazar, que sigue de pie en medio de la sala, agarrando su botella de Glenfiddich por el cuello, con la mano izquierda, contempla a Allende con una mueca —casi boquiabierto— que Allende no sabe cómo interpretar: podría ser sorpresa ante un concepto nuevo o simplemente —y esto es lo más probable— ese rebrillo del estupor alcohólico que nada significa.
En esto, ruido al otro lado de la puerta que da al hall: Salazar, que acaba de beber un trago de su whisky, se abalanza hacia la puerta y se da casi de bruces con Juanjo, que, resplandeciente, en opinión de Allende, con dos juegos de llaves, las de la moto y las del piso, entra engallado en la sala de estar. Allende dice:
—Bueno, chicos, yo me largo.
—Quédate un poco más, amigo. Quédate, hombre, a ver qué Juanjo tiene que contarnos, mi buen Juanjo —masculla Salazar, quien ahora, de pronto, es otra vez el del principio de esta noche: sucio, balbuciente, borracho, anulado y, de momento al menos, feliz.