Contrato con Dios (41 page)

Read Contrato con Dios Online

Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Aventuras, Intriga

BOOK: Contrato con Dios
10.66Mb size Format: txt, pdf, ePub

Andrea, mientras tanto, retrocedió varios metros hasta el lugar donde había dejado caer los limpiaparabrisas y la camisa y enrolló ésta en aquellos. Describiendo un amplio círculo, llegó hasta el lugar donde se encontraba Fowler y prendió fuego a la camisa en varios puntos con ayuda del mechero. Cuando ésta comenzó a arder bien trazó un círculo de fuego en el suelo cerca del sacerdote. Las pocas hormigas que no habían acudido a atacar a Torres huyeron despavoridas.

Con ayuda de la barra de acero, Andrea hizo palanca en las esposas de Fowler y las presillas con las que estaba sujeto a la roca saltaron con facilidad.

—Gracias —dijo el sacerdote, al que le temblaban las piernas.

Se alejaron treinta metros del hormiguero, y cuando Fowler consideró que era suficiente distancia ambos se dejaron caer al suelo, derrengados. El sacerdote se arremangó los pantalones para comprobar el estado de sus piernas. Aparte de unas feas pero diminutas heridas rojizas y un dolor persistente pero débil, como el olor perenne de la basura al fondo del cubo, la veintena de picaduras no habían dejado muchas secuelas.

—Ahora que le he salvado la vida supongo que su deuda de vida para conmigo está pagada, ¿no? —dijo Andrea con ironía.

—¿Doc le contó eso?

—Eso y muchas cosas más que tengo que preguntarle.

—¿Dónde está ella? —dijo el sacerdote, conociendo de antemano la respuesta.

La joven meneó la cabeza y rompió a llorar. Fowler la abrazó con delicadeza.

—Lo siento muchísimo, señorita Otero.

—Yo la quería —dijo ella, enterrando el rostro en el pecho del sacerdote. En medio de los sollozos notó como Fowler se ponía tenso como un cable de acero y contenía el aliento.

—¿Qué ocurre?

Fowler señaló al horizonte por toda respuesta, y Andrea vio la mortal y ardiente pared de arena dirigiéndose hacia ellos, tan inevitable como el crepúsculo.

L
A
EXCAVACIÓN

Desierto de Al Mudawwara, Jordania

Jueves, 20 de julio de 2006. 13.48

Vosotros dos, no quitéis la vista de la entrada de la excavación. Voy para allá.

Esas fueron las palabras que causaron, si bien indirectamente, la ruina del resto del pelotón de Dekker. Porque cuando se produjo el ataque, los ojos de los dos únicos soldados que quedaban estaban mirando a todas partes menos al lugar por donde llegaba el peligro.

Tewi Waaka, el gigantón sudanés, sólo vio venir a los intrusos vestidos con ropas de color marrón con el rabillo del ojo cuando éstos ya habían rebasado el campamento. Eran seis, armados con fusiles Kalashnikov. Alertó a Jackson por la radio y los dos abrieron fuego. Uno cayó bajo la lluvia de balas, los otros se ocultaron tras las tiendas.

Waaka se asombró de que no respondiesen al fuego. En realidad ése fue su último pensamiento, porque instantes después los dos terroristas que habían escalado el risco para sorprenderlo por detrás lo tuvieron por fin a tiro. Dos ráfagas de Kalashnikov y Tewi Waaka se reunió con sus ancestros.

Al otro lado del cañón, Nido 2, es decir, María Jackson, vio a través de la mirilla de su M4 cómo acribillaban a Waaka y comprendió que a ella le aguardaba el mismo destino. María conocía muy bien las escarpadas revueltas que conducían a lo alto del risco en el que había pasado tantas horas sin nada que hacer más que mirar a su alrededor y acariciarse discretamente por encima del pantalón, mientras contaba las horas que faltaban para que Dekker viniese a buscarla para una misión de reconocimiento privada.

Por eso había imaginado en cien ocasiones por dónde subirían unos hipotéticos enemigos que quisieran rodearla. Cuando se asomó por el borde del risco, vio a dos nada hipotéticos enemigos a menos de medio metro de ella y les colocó catorce nada hipotéticas balas en el cuerpo a cada uno de ellos.

No hicieron ningún ruido al morir.

Aún quedaban cinco enemigos, al menos que ella supiera, pero poco podía hacer en aquella posición sin ninguna cobertura. La única opción que se le ocurría era seguir a Dekker hacia la excavación y desde allí trazar juntos un plan. Era una opción de mierda —perdía instantáneamente la ventaja de la altura y la visibilidad de la ruta de salida— pero se vio obligada a tomarla cuando resonaron en su walkie-talkie dos palabras:

—María… ayúdame…

—¿Dekker, dónde estás?

Sin hacer ninguna concesión a la prudencia, María se descolgó por la escala de cuerda dejando sus enemigos a la espalda y corrió hacia la excavación.

Estaba junto a la plataforma, tumbado en el suelo, con una herida feísima en el lado derecho del pecho y la pierna izquierda retorcida bajo el cuerpo. Debía habérsela roto al caer de lo alto del andamiaje. María analizó la herida. El sudafricano había conseguido taponar la herida pero el sonido de su respiración era

jodidamente silbante

muy preocupante. Tenía un pulmón perforado, y eso tendría mal arreglo si no acudían a un médico pronto.

—¿Qué te ha ocurrido?

—Fue Russell. Qué hijo de puta… me ha pillado por sorpresa justo cuando entraba.

—¡Russell! —dijo María, atónita. Luchó por reponerse de su sorpresa—. Te pondrás bien. Te sacaré de aquí, comandante. Por mis muertos.

—De eso nada. Tienes que irte, que a mí ya me han jodido. Ya lo dijo el maestro: La vida del hombre no es más que una lucha con la certidumbre de resultar vencido.

—¿Quieres dejar el puto Schopenhauer por una puta vez en tu vida, Dekker?

El comandante sonrió tristemente ante el arranque de su amante, y luego hizo un levísimo gesto con la cabeza.

—A tu espalda, soldado. Mira que te lo tengo dicho.

María se giró y vio a los cinco terroristas converger sobre ella en abanico, camuflándose tras cada pequeña roca y cada arbusto. Sólo podía protegerse tras los enormes montones de arpillera en los que venían envueltos los engranajes de la plataforma para evitar la corrosión.

—Estamos jodidos, comandante.

Colgándose el M4 al hombro intentó arrastrar a Dekker debajo del andamiaje, pero apenas pudo moverle unos centímetros. El peso muerto del sudafricano era excesivo incluso para una mujer tan fuerte como ella.

—María. Escúchame.

—¿Qué coño quieres? —dijo María, intentando pensar. Estaba acuclillada junto a los soportes de acero del andamiaje. No se decidía a abrir fuego hasta no tener un tiro claro, pero estaba segura de que ellos lo tendrían mucho antes que ella.

—Ríndete. No quiero que te maten —dijo Dekker, con la voz cada vez más débil.

La soldado iba a mandar a la mierda a su jefe cuando una súbita ojeada hacia la entrada del cañón le dijo que tal vez hubiese una posibilidad absurda de que rendirse fuera la manera de acabar con todos.

—¡Me rindo! ¿Me oís, majaderos? ¡Me rindo! ¡
USA go home!

Arrojó el fusil por delante de ella varios metros. Luego la pistola automática. Y finalmente se puso de pie, con las manos en alto.

Cuento con vosotros, cabrones. Es vuestra oportunidad de interrogar a una prisionera a fondo.
No
me disparéis, joder.

Lentamente los terroristas se fueron poniendo de pie, los cinco. Se acercaron con sus armas listas, apuntándole directamente a la cabeza. María podía sentir cada uno de los cañones de los Kalashnikov, calientes bajo el sol ardiente de la tarde, dispuestos a vomitar el plomo que acabaría con su preciosa vida.

—Me rindo —repitió, viendo cómo se acercaban a él lentamente formando un semicírculo. Con las rodillas flexionadas, el rostro cubierto por los pasamontañas negros, separados entre sí siete metros para no ofrecer blanco fácil.

Y una mierda me rindo, hijos de perra. Que disfrutéis vuestras 72 vírgenes.

—¡Me rindo! —gritó por última vez, esperando ahogar el ruido creciente del viento, un ruido que se convirtió en un fragor cuando la pared de arena rebasó la zona de tiendas, engulló al avión y se precipitó sobre los terroristas. Dos de ellos se volvieron, asombrados. Los otros tres nunca supieron qué pasó.

Los cinco murieron en el acto.

María se arrojó junto a Dekker. Tiró del borde de la tela de arpillera, que les cubrió a ella y a su amante como una improvisada y estrecha tienda de campaña.

Echarse al suelo. Taparse con algo.
No
ofrecer resistencia al calor y al viento o te convertirás en una uva pasa.

Ésas habían sido las palabras de Torres, siempre fanfarrón, cuando les habló del «mito» del simún entre mano y mano de póker. Y parecía que funcionaban. Se agarró fuerte a Dekker, y éste le devolvió el abrazo débilmente.

—Aguanta, comandante. En media hora estaremos lejos de aquí.

L
A
EXCAVACIÓN

Desierto de Al Mudawwara, Jordania

Jueves, 20 de julio de 2006. 13.52

La cavidad era poco más que una grieta revirada en la base del cañón, pero suficiente para que cupiesen dos personas algo encogidas. Consiguieron embutirse en ella justo antes de que el simún golpease el cañón, y un pequeño reborde los protegió del golpe de calor inicial, aunque para hablar tuvieron que hacerlo en voz bien alta.

—Relájese, señorita Otero. Estaremos aquí al menos veinte minutos. Este viento es mortífero pero por suerte sopla durante poco rato.

—Usted ya había estado antes aquí, ¿verdad, padre?

—Algunas veces. Pero nunca había visto el simún. Lo que aprendí sobre él lo descubrí en el Atlas Rand MacNally.

Andrea permaneció callada un rato, intentando recobrar el aliento. Por suerte la arena que revoloteaba enloquecida por el interior del cañón apenas penetraba en la grieta, aunque la temperatura se había elevado considerablemente. La periodista respiraba con dificultad.

—Hable, padre. Hable porque siento que voy a desmayarme.

Fowler intentó cambiar de posición para poder frotarse las doloridas piernas. Aquellas heridas necesitarían desinfectantes y antihistamínicos lo antes posible, aunque eso no era aún la prioridad. Sacar de allí a Andrea lo era.

—En cuanto amaine el viento nos acercaremos a los H3, haremos un puente y usted se largará pitando en dirección Aqaba antes de que alguien nos dispare. Sabe conducir, ¿verdad?

—En realidad ya estaría en Aqaba —mintió Andrea— si hubiese encontrado el maldito gato en el Hummer en el que íbamos Doc y yo. Pero creo que alguien lo había robado.

—Esos coches lo llevan debajo del hueco de la rueda de repuesto.

Que es por supuesto el único lugar donde no miré.

—No me cambie de tema. Lo ha dicho en singular. ¿Es que no viene conmigo?

—Yo tengo una misión que cumplir, Andrea.

—Usted vino aquí a buscarme, ¿verdad? Ahora puede volver conmigo.

El sacerdote se tomó unos segundos antes de responder. Finalmente decidió que la joven merecía conocer la verdad.

—No, Andrea. Me enviaron para recuperar el Arca a toda costa, pero ésa es una orden que nunca tuve intención de cumplir. Hay una razón para que viniese aquí con explosivos en el maletín. Y esa razón es lo que está dentro de esa cueva. Yo nunca creí del todo en su existencia, y por eso nunca hubiese aceptado la misión de no estar usted involucrada. Mi jefe nos la jugó a los dos.

—¿Por qué, padre?

—Andrea, realmente esto es muy complicado, pero intentaré resumírselo en unas pocas palabras. En el Vaticano han estudiado en múltiples ocasiones lo que ocurriría si el Arca de la Alianza vuelve a Jerusalén. La gente la vería como un símbolo. Un símbolo de que el templo de Salomón debe alzarse de nuevo, en su ubicación original.

—La Explanada de las Mezquitas.

—El fervor religioso se cuadruplicará en la región. Se empujará a los palestinos. Y finalmente se derribará la Mezquita de Al Aqsa. No es una especulación, Andrea. Es una premisa básica. Si alguien tiene el poder para aplastar a otro y una justificación, eventualmente lo hace.

Andrea recordó una de las primeras noticias en las que había trabajado en su carrera profesional, siete años atrás. Era septiembre del año 2000, y ella apenas llevaba un mes como asustadiza becaria en la sección de Internacional de un periódico. Entonces llegó la noticia de que Ariel Sharon simplemente se dio un paseo —rodeado de cientos de policías antidisturbios— por la Explanada de las Mezquitas. La frontera entre Israel y Palestina en el corazón de Jerusalén, los metros cuadrados más sagrados y disputados de la historia, hogar de la Mezquita de Al Aqsa, el tercer lugar más importante para el Islam.

Aquel simple paseo había dado lugar a la Segunda Intifada, la que aún no había terminado. A los miles de muertos, a los atentados suicidas, a la mayor escalada de un odio eterno que no auguraba reconciliación posible. Si el Arca significaba volver a levantar el Templo de Salomón en aquel lugar arrasando Al Aqsa, cada país de credo islámico se alzaría contra Israel, provocando un conflicto de consecuencias inimaginables. Con un Irán a punto de alcanzar su capacidad nuclear, el límite simplemente no existía.

—¿Ésa es la justificación? —dijo con voz quebrada—. ¿Los mandamientos del Dios del Amor?

—No, Andrea. El contrato de propiedad de la Tierra Prometida.

La periodista se revolvió en el hueco, incómoda.

—Ahora recuerdo cómo lo llamó Forrester… el contrato con Dios. Y lo que me dijo Kyra Larsen acerca del auténtico significado y poder del Arca. Pero lo que no entiendo es ¿qué tiene que ver Kayn en todo esto?

—El señor Kayn tiene una mente trastornada y a la vez profundamente religiosa. Al parecer su padre le dejó una carta en la que le instaba a cumplir el destino de su familia, eso es todo lo que sé —Andrea, que conocía la historia con más detalle tras su entrevista con Kayn, no lo interrumpió. Si Fowler quería el resto, que se comprase el libro que pensaba escribir en cuanto saliese de allí, pensó—. Y él tenía muy claro desde que nació su hijo que todos los recursos de su empresa se destinarían a conseguir el Arca y a que el chico…

—Isaac.

—… A que Isaac cumpliese el destino familiar.

—¿Restituir el Arca al Templo?

—No lo entiende, Andrea. Según una determinada interpretación de la Torah, aquel que restituya el Arca y reconstruya el Templo (algo muy al alcance de la megafortuna del señor Kayn) será el Anunciado. El Mesías.

—Oh, Dios —el rostro de Andrea se demudó a medida que la última de las piezas caía en su sitio y lo explicaba todo. Los delirios. El comportamiento obsesivo. El terrible trauma de su infancia encerrado en un estrecho zulo. La religión como hecho absoluto.

Other books

The Blood Dimmed Tide by Anthony Quinn
Do No Harm by Gregg Hurwitz
The Sleeping Sword by Brenda Jagger
The Marriage Spell by Mary Jo Putney