Read Conversación en La Catedral Online
Authors: Mario Vargas Llosa
—Me agarraste tan de sorpresa que no tuve tiempo de calentarme —dijo Santiago.
—El viejo está escondido —dijo el Chispas, poniéndose serio —. El papá de Popeye se lo ha llevado a su hacienda. Vine a avisarte.
—¿Escondido? —dijo Santiago —. ¿Por los líos de Arequipa?
—Hace un mes que el perro de Bermúdez nos tiene rodeada la casa —dijo el Chispas —. Los soplones lo siguen al viejo día y noche. Popeye lo tuvo que sacar a ocultas, en su auto. En fin; supongo que no se les ocurrirá ir a buscarlo a la hacienda de Arévalo. Quería que supieras eso, por si pasaba algo.
—El tío Clodomiro me había contado que el viejo entró a la Coalición, que se había peleado con Bermúdez —dijo Santiago —. Pero no sabía que las cosas estaban tan mal.
—Ya has visto lo que pasa en Arequipa —dijo el Chispas —. Los arequipeños están firmes. Huelga general hasta que renuncie Bermúdez. Y lo van a sacar, carajo. Figúrate que el viejo iba a ir al mitin ése, Arévalo lo desanimó a última hora.
—Pero, no entiendo —dijo Santiago —. ¿El papá de Popeye se peleó con Odría, también? ¿Acaso no sigue siendo el líder odriísta en el senado?
—Oficialmente; sí —dijo el Chispas —. Pero por lo bajo está harto de estas mierdas, también. Se ha portado muy bien con el viejo. Mejor que tú, supersabio. Ni por todo lo mal que lo ha estado pasando el viejo este tiempo has ido a verlo.
—¿Ha estado enfermo? —dijo Santiago —. El tío Clodomiro no me…
—Enfermo no, pero con la soga al cuello —dijo el Chispas —. ¿Acaso no sabes que después de la bromita que le hiciste escapándote le cayó encima algo peor? El hijo de puta de Bermúdez creyó que estuvo metido en la conspiración de Espina y se dedicó a joderlo.
—Ah, bueno, sí —dijo Santiago —. El tío Clodomiro me contó que le habían quitado al laboratorio la concesión que tenía con los bazares de los Institutos Armados.
—Eso no es nada, lo peor es lo de la Constructora —dijo el Chispas —. No han vuelto a darnos un medio, pararon todos los libramientos, y nosotros tenemos que seguir pagando las letras. Y nos exigen que las obras avancen al mismo ritmo y nos amenazan con demandarnos por incumplimiento de contrato. Una guerra a muerte contra el viejo, para hundirlo. Pero el viejo es de pelea y no se deja, eso es lo formidable de él: Se metió a la Coalición y…
—Me alegro que el viejo se haya peleado con el gobierno —dijo Santiago —. Me alegro que tú ya no seas odriísta, tampoco.
—O sea que te alegras de que nos vayamos a pique —sonrió el Chispas.
—Cuéntame de la mamá, de la Teté —dijo Santiago —. El tío Clodomiro dice que está con Popeye, ¿es cierto?
—El que anda feliz con tu fuga es el tío Clodomiro —se rió el Chispas —. Con el pretexto de dar noticias tuyas, se enchufa tres veces por semana a la casa. Sí, está con el pecoso, ya no la tienen tan amarrada, incluso la dejan salir a comer con él, los sábados. Acabarán casándose, me imagino.
—La mamá debe estar feliz —dijo Santiago —. Viene tramando ese matrimonio desde que nació la Teté.
—Bueno, y ahora contéstame tú —dijo el Chispas, queriendo aparecer jovial, pero enrojeciendo —. Cuándo vas a dejarte de cojudeces, cuándo vas a regresar a vivir a tu casa.
—Nunca más voy a vivir en la casa, Chispas —dijo Santiago —. Cambiemos de tema, mejor.
—¿Y por qué no vas a volver a vivir a la casa? —haciéndose el asombrado, Zavalita, tratando de hacerte creer que no te creía —. ¿Qué te han hecho los viejos para que no quieras vivir con ellos? Deja de hacerte el loco, hombre.
—No nos pongamos a pelear —dijo Santiago — Hazme un favor, más bien. Llévame a Chorrillos, tengo que recoger a un compañero de trabajo, vamos a hacer un reportaje juntos.
—No he venido a pelear, pero a ti no hay quien te entienda —dijo el Chispas —. Te mandas mudar de la noche a la mañana sin que nadie te haya hecho nada, no vuelves a dar la cara, te peleas con toda la familia por las puras, por loco. Cómo quieres te entienda, carajo.
—No me entiendas y llévame a Chorrillos, que se me ha hecho tarde —dijo Santiago —. Tienes tiempo ¿no?
—Está bien —dijo el Chispas —. Está bien, supersabio, te llevo.
Encendió el auto y la radio: estaban dando noticias de la huelga de Arequipa.
—Perdón, no quería molestar pero tengo que sacar mi ropa, me voy ahora mismo de viaje —y la cara y la voz de Ludovico eran tan amargas como si el viaje fuera a la tumba —. Hola, Amalia.
Sin mirarla, como si ella fuera una cosa que Ludovico había visto toda su vida en el cuarto, Amalia sentía una vergüenza atroz. Ludovico se había arrodillado junto a la cama y arrastraba una maleta. Comenzó a meter en ella la ropa colgada en los ganchos de la pared. Ni le llamó la atención verte, bruta, sabía que estabas aquí, Ambrosio se habría prestado el cuarto para, era mentira que tenían que verse, Ludovico ha llegado de casualidad. Ambrosio parecía incómodo. Se había sentado en la cama y fumando miraba a Ludovico acomodar camisas y medias en la maleta.
—Te llevan, te traen, te mandan —requintaba Ludovico, solo —. A ver díganme qué vida es ésta.
—¿Y adónde te vas de viaje? —dijo Ambrosio.
—A Arequipa —murmuró Ludovico —. Los de la Coalición van a hacer allá una manifestación contra el gobierno y parece que va a haber líos. Con esos serranos nunca se sabe, las cosas comienzan en manifestación y terminan en revolución.
Estrelló una camiseta contra la maleta y suspiró, abrumado. Ambrosio miró a Amalia y le guiñó un ojo pero ella le quitó la vista.
—Tú te ríes, negro, porque estás en palco —dijo Ludovico —. Ya pasaste por aquí y no quieres ni acordarte de los que seguimos en el cuerpo. Ya quisiera verte en mi pellejo, Ambrosio.
—No lo tomes así, hermano —dijo Ambrosio.
—Que en tu día franco te llamen, el avión sale a las cinco —se volvió a mirar a Ambrosio y a Amalia con angustia —. Ni se sabe por cuánto tiempo, ni se sabe lo que pasará allá.
—No pasará nada y conocerás Arequipa —dijo Ambrosio —. Tómalo como un paseíto, Ludovico. ¿Vas con Hipólito?
—Sí —dijo Ludovico, cerrando la maleta —. Ah, negro, qué buena vida cuando trabajábamos con don Cayo, hasta que me muera me pesará que me cambiaran.
—Pero si fue tu culpa —se rió Ambrosio —. ¿No te quejabas tanto de que no tenías tiempo para nada? ¿Acaso Hipólito y tú no pidieron el traslado?
—Bueno, están en su casa —dijo Ludovico y Amalia no supo dónde mirar —. Quédate con la llavecita, negro, al irte déjasela a doña Carmen, ahí a la entrada.
Les hizo un apenado adiós desde la puerta y salió. Amalia sintió que la cólera subía por todo su cuerpo, y Ambrosio, que se había puesto de pie y se acercaba, quedó inmóvil, al ver la cara que ella ponía.
—Sabía que yo estaba aquí, no se asombró de verme —lo amenazaban sus ojos, sus manos — mentira que lo estabas esperando, te prestaste el cuarto para…
—No se asombró porque le he dicho que eres mi mujer —dijo Ambrosio. ¿No puedo venir aquí con mi mujer cuando me parezca?
—No soy, no he sido ni soy —gritaba Amalia —. Me has hecho quedar cómo con tu amigo, te prestaste el…
—Ludovico es como mi hermano, ésta es como mi casa —dijo Ambrosio —. No seas tonta, aquí yo hago lo que quiero.
—Debe creerse que soy una sinvergüenza, ni me dio la mano siquiera, ni me miró. Debe creerse que…
—No te la daría porque sabe que soy celoso —dijo Ambrosio —. No te miraría para que yo no me enoje. No seas tonta, Amalia.
Apareció un mozo con un vaso de agua y él tuvo que callar, unos segundos. Bebió un trago, tosió: el gobierno les estaba reconocido a todos los cájamarquinos, muy en especial a los señores del Comité de Recepción, por su empeño en que la visita constituyera un acontecimiento, y alcanzó a decidir y ver bajo los tules una cadena de súbitas sustituciones: pero todo esto demandaría gastos y no sería lógico que, además de la pérdida dé tiempo, de las preocupaciones, el viaje del Presidente les ocasionara también desembolsos. El silencio se acentuó y él podía oír la suspendida respiración de los oyentes, entrever la curiosidad, la malicia de sus pupilas, fijas en él: ella y Hortensia, ella y Maclovia, ella y Carmincha, ella y la China. Tosió de nuevo, arrugó apenas la cara: de modo que tenía instrucciones del Ministerio para poner a disposición del Comité una suma destinada a aliviarlos y la figura de don Remigio Saldívar dominó bruscamente la sala, ella y Hortensia:. alto ahí, señor Bermúdez. Pieles que se confundían entre ellas y con las sábanas y tules, pelos tan negros que sé enredaban y desenredaban y sintió en la boca una masa de saliva tibia y espesa como semen. Ya cuando se instaló el Comité el Prefecto había indicado que gestionaría una ayuda para los gastos de recepción; y don Remigio Saldívar hizo un ademán majestuoso y soberbio; y ya entonces rechazamos la oferta categóricamente. Murmullos aprobatorios, un orgullo provinciano y desafiante en las caras y él abrió la boca y arrugó los ojos: pero movilizar a la gente del campo iba a costarles dinero, señor Saldívar, muy bien que costearan el banquete, las recepciones, pero no los otros gastos y oyó rumores ofendidos, movimientos recriminatorios y don Remigio Saldívar había abierto los brazos con arrogancia: no aceptaban un centavo, no faltaba más. Iban a agasajar al Presidente de su propio bolsillo, lo habían decidido por unanimidad, con el fondo reunido alcanzaría de sobra, Cajamarca no necesitaba ayuda para homenajear a Odría, alto ahí. Él se paró, asintiendo y las siluetas se desvanecieron como hechas de humo: no insistía, no quería ofenderlos, en nombre del Presidente agradecía esa caballerosidad, esa generosidad. Pero aún no pudo salir porque los mozos se habían precipitado al salón con bocaditos y bebidas. Se mezcló con la gente, bebió una naranjada, festejó bromas arrugando la cara. Para que conozca a los cajamarquinos, señor Bermúdez, y don Remigio Saldívar lo enfrentó a un hombre canoso de nariz enorme: el doctor Lanusa, había mandado hacer quince mil banderines de su propio bolsillo, además de cotizar igual que los otros para el fondo del Comité, señor Bermúdez. Y no crea que tuvo ese gesto porque consiguió que la carretera pase justo delante de su hacienda, se rió el diputado Azpilcueta. Lo celebraron, hasta el doctor Lanusa se rió, ah esas lenguas cajamarquinas. No cabe duda que ustedes hacen las cosas en grande, se oía decir él. Y usted vaya preparando el hígado, señor Bermúdez, entrevió los ojos titilantes del diputado Mendieta detrás de un vaso de cerveza, verá cómo lo atenderán. Miró su reloj, ¿tan tarde ya?, lo sentía pero debía irse. Caras, manos, hasta pronto, tanto gusto. El senador Heredia y el diputado Mendieta lo acompañaron hasta la escalera, ahí aguardaba un morenito chaposo de ojos respetuosos. El ingeniero Lama, don Cayo, y él pensó ¿un puesto, una recomendación, un negocio?: miembro del Comité de Recepción y el primer agrónomo del departamento, señor Bermúdez. Encantado, en qué podía servirlo. Un sobrinito, perdonaría que en estos momentos, la madre estaba como una loca y había insistido tanto que. Lo alentó sonriendo, sacó una libreta del bolsillo, ¿qué había hecho el joven? Lo habían mandado a la universidad de Trujillo con mucho sacrificio, señor, allá lo aconsejarían mal, las malas juntas, antes nunca se había metido en política. Muy bien, ingeniero, se ocuparía personalmente, ¿cómo se llamaba el joven, estaba detenido en Trujillo o en Lima? Bajó las escaleras y las luces del paseo Colón ya estaban encendidas. Ambrosio y Ludovico conversaban fumando junto a la puerta. Arrojaron los cigarrillos al verlo: a San Miguel.
—Dobla por la primera a la derecha —dijo Santiago, señalando —. Esa casa amarilla, la vieja. Si, aquí.
Tocó el timbre, metió la cabeza y vio en lo alto de la escalera a Carlitos, en pantalón de pijama, con una toalla al hombro: bajaba volando, Zavalita. Regresó al automóvil.
—Si estás apurado, déjame aquí Chispas. Iremos hasta el Callao en un taxi.
La Crónica
nos paga la movilidad.
—Yo los llevo —dijo el Chispas —. Supongo que ahora nos veremos seguido ¿no? La Teté quiere verte también. Supongo que puedo traerla, ¿o estás enojado con la Teté también?
—Claro que no —dijo. Santiago —. No estoy enojado con nadie, ni con los viejos. Pronto voy a ir a verlos. Sólo quiero que se acostumbren a la idea de que seguiré viviendo solo.
—No se van a acostumbrar nunca y lo sabes muy bien —dijo el Chispas —. Les estás amargando la vida. No sigas en ese plan tan absurdo, supersabio.
Pero se calló porque ahí estaba Carlitos, mirando desconcertado el auto, la cara del Chispas. Santiago le abrió la puerta: pasa, pasa, te presento a mi hermano, nos va a llevar. Adelante, dijo el Chispas, aquí cabían los tres de sobra. Arrancó, siguiendo la línea del tranvía, y durante un buen rato no hablaron. El Chispas ofreció cigarrillos y Carlitos nos miraba de reojo, piensa, y exploraba el tablero niquelado, el flamante tapiz, y la elegancia del Chispas.
—Ni siquiera te diste cuenta que el carro es nuevo —dijo él Chispas.
—De veras —dijo Santiago —. ¿El viejo vendió el Buick?
—No, éste es mío —el Chispas se sopló las uñas —. Lo estoy pagando a plazos. No tiene ni un mes. ¿Y qué van a hacer al Callao?
—Entrevistar al Director de Aduana —dijo Santiago —. Carlitos y yo estamos haciendo unas crónicas sobre el contrabando.
—Ah, qué interesante —dijo el Chispas; y después de un momento —. ¿Sabes que desde que entraste a trabajar, compramos
La Crónica
todos los días en la casa? Pero nunca sabemos qué escribes. ¿Por qué no firmas tus artículos? Así te irías haciendo conocido.
Ahí estaban los ojos burlones y estupefactos de Carlitos, Zavalita, ahí el malestar que sentías. El Chispas cruzó Barranco, Miraflores, dobló por la avenida Pardo y tomó la Costanera. Hablaban con largas pausas incómodas, sólo Santiago y el Chispas, Carlitos los observaba de reojo, con una expresión intrigada e irónica.
—Debe ser interesantísimo ser periodista —dijo el Chispas —. Yo no podría, soy negado hasta para escribir cartas. Pero ahí tú estás en tu elemento, Santiago.
Periquito estaba esperándolos en la puerta de la Aduana con las cámaras al hombro, y un poco más adelante, la camioneta del diario.
—Te busco un día de éstos a la misma hora —dijo el Chispas —. Con la Teté ¿de acuerdo?
—Bueno —dijo Santiago —. Gracias por traernos, Chispas.
El Chispas estuvo un momento indeciso, la boca entreabierta, pero no dijo nada, se limitó a hacer adiós con la mano. Vieron alejarse el auto por los adoquines encharcados.