Corazón de Ulises (24 page)

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Authors: Javier Reverte

BOOK: Corazón de Ulises
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Patroclo suplica a su amigo Aquiles que salga de la tienda y combata junto a los suyos, pensando que, al verle, el ejército enemigo perderá su coraje. Aquiles no cede, pero permite que su compañero vista su armadura y acuda a la batalla como si fuera él mismo.

El truco resulta. Troyanos y aqueos creen que Aquiles ha vuelto a la lucha. Y los primeros huyen en desbandada hacia su ciudad. Patroclo, a la cabeza de los suyos, montando el carro de su amigo, mata numerosos adversarios. Pero al llegar a las puertas Esceas, Héctor se vuelve, se enfrenta a Patroclo y le atraviesa con su lanza, llevándose a la ciudad, como trofeo, la armadura del temible campeón aqueo.

La cólera de Aquiles estalla al tener noticia de la muerte de su amigo. Llorando, jura no enterrar a Patroclo hasta lograr matar a Héctor. Su madre, la ninfa Tetis, acude a consolarle durante la noche, viniendo desde el fondo de los océanos, donde reside. Y le promete que Hefaistos, el dios herrero, le forjará una nueva armadura para el siguiente día, más bella que la que ha perdido.

Por la mañana, Aquiles sale de su tienda, armado y dispuesto para la batalla. Se reconcilia con Agamenón y, juntos, encabezan el asalto contra sus enemigos. Homero describe así al colérico héroe que quiere vengar la muerte de su compañero: «Como un león que deseara aplastar a una multitud de hombres, a un país entero».

Los troyanos vuelven grupas y buscan refugio en su ciudad. Sólo Héctor permanece fuera de los muros, dispuesto a combatir. No obstante, cuando ya se acerca el temible Aquiles, emprende la huida. El aqueo le persigue y, por tres veces, rodean los muros de la ciudad. Al fin, Héctor se detiene y hace frente a su adversario. Luchan, se arrojan las lanzas, combaten con ferocidad. En el último instante, Héctor se echa blandiendo la espada sobre Aquiles; éste repele el ataque y, con un lanzazo preciso y vigoroso, atraviesa de parte a parte el pecho de su enemigo.

Aquiles recupera su antigua armadura y arrastra el cuerpo de Héctor, atado a su carro, alrededor de la ciudad. Luego, regresa al campamento aqueo y lo abandona, para que lo devoren los perros y las aves carroñeras. Esa noche celebra las exequias de su amigo Patroclo, con numerosos sacrificios de toros, carneros, cabras y cerdos. El cuerpo de Patroclo es incinerado en una pira, rodeado de sus perros y caballos favoritos, y sobre sus restos se erige un túmulo.

Los dioses sienten piedad de los padres de Héctor y envían a Tetis, madre de Aquiles, para que convenza a su hijo de que devuelva el cadáver del troyano a su familia. Príamo, padre del héroe muerto, se dirige a la tienda del aqueo, llevando un tesoro para pagar el rescate del cadáver. El anciano llora ante Aquiles y el héroe, conmovido e incluso sollozando a su vez, accede a devolverle los restos de su hijo, eximiéndole incluso del pago del rescate. Ese mismo día Héctor es incinerado dentro de la ciudad, entre los lamentos de todos sus compatriotas.

La
Ilíada
termina en ese punto. Otras narraciones posteriores, griegas y romanas, cuentan la muerte de Aquiles, a quien Paris alcanzó de un flechazo en el talón, el único punto vulnerable del cuerpo del héroe. Poco después, Paris moriría también, herido a su vez por una flecha envenenada.

El fin de la guerra de Troya, según esas narraciones posteriores y según se cuenta también en la
Odisea
, se produjo gracias a Ulises, que ideó un ingenioso ardid. Hizo creer a los troyanos que los aqueos abandonaban el combate y regresaban a sus barcos. Y dejó ante los muros de Troya un gran caballo de madera, en cuyo interior se escondieron él mismo y un grupo de guerreros fuertemente armados. A la noche, pensando los troyanos, merced también a un engaño de Ulises, que el caballo era un regalo de los dioses, lo metieron dentro de la ciudad. Cuando Troya dormía, después de celebrar con grandes festejos y vino a raudales el fin del cerco, Ulises y sus hombres salieron del caballo, abrieron las puertas de la ciudad y el ejército aqueo penetró en su recinto. Troya fue incendiada, sus hombres muertos, sus riquezas robadas y sus mujeres repartidas entre los vencedores. Habían transcurrido diez años de guerra. Menelao recuperó a Helena; a Ulises, entre otras mujeres, le tocó en el lote Hécuba, la madre de Héctor, y Agamenón se llevó a la princesa Casandra como concubina. Príamo pereció entre las llamas y tan sólo un príncipe troyano, Eneas, pudo escapar, ayudado por Afrodita, llevándose con él a su familia. Este héroe atravesaría luego el mar hasta alcanzar las costas del Tirreno, donde la leyenda dice que fundó la ciudad de Roma. Por esa razón, los romanos se sintieron siempre descendientes de los legendarios troyanos.

En cuanto a los aqueos, regresaron a sus ciudades con un espléndido botín de guerra. Sólo uno de ellos, Ulises, se perdió en la navegación de vuelta a su patria, la isla de Ítaca. Y durante diez años navegó sin rumbo por el Mediterráneo. El relato de las aventuras de este héroe vagabundo formaría el cuerpo de la segunda gran epopeya homérica: la
Odisea
.

Regresábamos a Çanakkale entre campos de algodón, que comenzaban ya a florecer, formando una manto verde y blanco sobre la llanura. Volví a ocupar mi asiento junto a Alí.

—¿Cuál es su héroe favorito de la
Ilíada
? —le pregunté.

—Héctor, desde luego. Era más noble y valiente que todos los otros, y defendía su patria. Además, su coraje era genuino, no como el de Aquiles. Ya sabe que el aqueo era invulnerable, desde que su madre le sumergió en las aguas milagrosas de la Estigia, la laguna del Infierno, y sólo podía ser herido en los talones, que es por donde Tetis le sujetó al sumergirle. Así, con esa suerte, cualquiera pelearía con valor. Y a pesar de eso, Héctor se enfrentó a él, sabedor de que sólo podía esperar la muerte. Debió ser un tipo de una pieza; y qué quiere que le diga, además de eso nació en suelo turco, en cierta forma era mi compatriota. ¿Y su favorito, cuál es?

—Me quedo con Ulises.

—¡Pero si era un truquista y un embustero…! —objetó Alí.

—Era el más humano, ponía la inteligencia por encima del coraje.

—Engañó a todo el mundo, en especial a los troyanos.

—Es el personaje mejor cuajado de la epopeya, el más real.

—Ya, una cuestión estética.

—Algo así. En todo caso, me parece más inteligente imaginar modos de salvar la vida y de pasarlo bien, como hacía Ulises, que pasar el tiempo dedicado a matar y sabiendo que vas a morir en un campo de batalla, como su Héctor.

Nos acercábamos a Çanakkale y el recio mar asomaba delante del autobús. El capitán Alí tomó el micrófono y se dirigió al grupo de turistas.

—Queridos amigos, ha sido un placer viajar a Troya con ustedes: son muy amables y simpáticos. Si recuerdan lo que les conté esta mañana, fui comandante de submarinos hasta mi retiro y, siempre que veo el mar, añoro mi barco. Me consuelo cantando
Yellow Submarine
. ¿La conocen?, ¿quieren acompañarme?

Y de tal guisa entramos en la ciudad: Alí muerto de risa y todos cantando a voz en grito el popular tema de los Beatles. Nunca imaginé que una jornada homérica pudiese terminar de tal forma. Más bien habría que haberlo considerado un día aristofánico.

We all live in a yellow submarine,
yellow submarine, yellow submarine…

Por la tarde me quedé un largo rato en el hotel, pasando mis notas a limpio, desde el pequeño cuaderno a uno más grande, y leyendo luego algunos pasajes de una edición de bolsillo de la
Ilíada
que llevaba conmigo.

Me detuve en algunos fragmentos. Aquél, por ejemplo, en el que el poeta describe a Héctor en una de las primeras batallas del libro: «De la misma forma que se enfurece Ares [dios de la guerra] blandiendo la lanza, o se embravece el fuego en el espesor del poblado bosque, así se enfurecía Héctor: su boca estaba cubierta de espuma, los ojos le centelleaban debajo de las torvas cejas y el casco se agitaba terriblemente en sus sienes mientras combatía. Y desde el cielo, Zeus protegía únicamente a Héctor entre tantos hombres, y le daba honor y gloria porque el héroe debía vivir poco, y ya Palas Atenea apresuraba el día fatal en que habría de morir a manos del Pélida [Aquiles]».

O este otro en el que el poeta describe la aflicción con que habla Aquiles, en plena cólera tras la muerte de Patroclo, cuando su madre le anuncia que, después de matar a Héctor, él también morirá: «Si he de tener igual muerte», dice Aquiles, «yaceré en la tumba cuando muera; pero ahora ganaré gloria y fama y haré que algunas de las matronas troyanas o dardanias, de profundo seno, den fuertes suspiros y con ambas manos se enjuguen las lágrimas de sus tiernas mejillas».

Estos párrafos indican un elemento esencial en la primera de las epopeyas homéricas: la fuerza del destino. José S. Lasso de la Vega lo explica con certeza en el estupendo libro colectivo
Introducción a Homero
: «Es la
moira
[el destino] de Aquiles vivir largo tiempo oscuramente o una corta vida famosa. Su vida no está premeditada en todos los detalles: le está permitido escoger; pero una vez realizada la elección, el curso de su vida es irrevocable. La vida está premeditada sólo en tanto que los acontecimientos son efecto de determinadas causas».

Esa idea, el gobierno del destino como guía de la existencia humana, es fundamental en Homero. Es una fatalidad que ni los dioses pueden cambiar, porque ellos mismos han decidido someterse a un orden que conforma sus propios actos. «El destino es el lote de cada hombre», sigue el profesor Lasso, «un orden ineluctable, y la muerte no puede ser evitada».

Lo mismo que a Aquiles, le sucede a su enemigo Héctor. Dice también Lasso: «Por intensa que sea la simpatía de la figura que Héctor despierte en el poeta o en el propio padre de los dioses, el troyano debe morir».

Los guerreros de la edad heroica que canta la epopeya son arrastrados por un destino que ellos eligen conscientemente, en cierto sentido son los causantes de su ruina, en su desmedido anhelo por ganar gloria en el combate y lograr la fama. Es la
areté
, la ética confundida con la estética de los ideales caballerescos. Porque los héroes son, por lo general, advertidos de cuanto, en forma inevitable, va a sucederles, si eligen ese camino de honor que haga inmortal su nombre entre las generaciones siguientes de los hombres.

Me parece importante destacar, en este punto, un aspecto de la obra homérica: en su concepción del destino, el poeta adelanta lo que conformará la médula de las grandes obras trágicas de Esquilo, Sófocles y Eurípides. No sólo les ofrecerá temas y personajes para sus dramas, sino que les entregará un pensamiento y un espíritu sobre el papel del hombre en la azarosa vida.

La
Ilíada
pudo ser compuesta a mediados del siglo VIII a.C, mientras que la
Odisea
quizá fue escrita a finales de la misma centuria. Si Homero fue un único poeta, cosa por la que se inclinan la mayoría de los estudiosos, la segunda epopeya sería obra de su vejez. Son interdependientes en su tema, aunque se presentan distintas en su concepción narrativa; tienen lenguajes semejantes y comparten algunos personajes, pero retratan dos mundos que ya no se parecen y puntos de vista diferentes sobre la naturaleza humana. La
Historia de la Literatura Griega
, de Cambridge, dice de las obras que «son dos poemas geniales, tan complementarios y al mismo tiempo tan diferentes».

El argumento de la
Ilíada
gira alrededor de una guerra y de un mundo de valores heroicos; la
Odisea
es la historia de un aventurero que alienta criterios ya casi opuestos a los de los caballeros que saquearon Troya. No es casualidad, creo yo, que el primer poema le deba su título a una ciudad, Ilión, como llamaban a Troya los griegos, y que la segunda epopeya lleve el nombre del protagonista, Odiseo, nuestro Ulises.

Homero era jonio, casi con seguridad, nacido en alguna de las islas del Egeo oriental o en el litoral de Asia Menor. Las historias que canta las llevaron allí los griegos que huyeron del Peloponeso cuando las invasiones dorias, a partir del año 1000 a.C. El dialecto de los poemas es predominantemente jonio y las descripciones de los lugares de Troya indican que el poeta conocía muy bien aquellos territorios, que había estado allí. También es muy posible que viajase bastante por Grecia, y la prueba está en la exactitud de su narración cuando habla de los paisajes de la isla de Ítaca. Sobre el hecho de que fuera ciego hay más que sobradas dudas, en especial si se tienen en cuenta expresiones de sus poemas tan exactas y visuales como «la aurora de rosados dedos», «el alba de azafranado velo» o «el vinoso ponto».

Ciego o vidente, jonio o tracio, viene a darnos lo mismo. Platón, que le criticó algunas veces, señaló que era opinión muy extendida en su tiempo que Homero había educado a toda Grecia. Y si educó a Grecia, educó al hoy llamado mundo occidental, ya que a los griegos les debemos, entre otras cosas, el inicio del pensamiento especulativo, la filosofía, la poesía en sus formas laicas, la comedia, la tragedia, la oratoria, la historia crítica, las narraciones de viajes, la biografía y los diálogos.

Werner Jaeger sólo sitúa a la altura del genio homérico a Dante, Shakespeare y Goethe, en el intento de universalizar «la concepción del hombre». Para este estudioso de la historia griega, «la
Ilíada
tiene un designio ético», en su formulación de «aquello que a todos nos une y a todos nos mueve».

Sigue Jaeger: «la
Ilíada
es un monumento inmortal para el conocimiento de la vida y del dolor humano. […] Homero no es naturalista ni moralista […] Comprende las pasiones humanas con mirada penetrante y objetiva. Conoce su fuerza elemental y demoníaca que, más fuerte que el hombre, lo arrastra. Toda acción tiene una vigorosa motivación psicológica».

Y es cierto que los personajes homéricos parecen hablar al lado nuestro cuando leemos los dos poemas. Son diferentes los unos a los otros: en sus biografías, en su físico, en sus habilidades, en su psicología, en su forma de hablar y de pensar, en sus pasiones, en su prudencia o en su carácter colérico, en su astucia o en su torpeza, en su avaricia o en su generosidad. ¿En qué podrían ser semejantes el ardoroso Aquiles y el ingenioso Ulises?

«La epopeya griega contiene ya el germen de la filosofía», afirma al fin Jaeger. «Y es necesario darle toda la razón, porque detrás de los versos de Homero hay una reflexión sobre el alma humana en relación con las tribulaciones del mundo y los problemas de la eternidad y de la muerte. No escapa a ella [la obra homérica] nada esencial de la vida».

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