Authors: Javier Reverte
Esmirna pasó a formar parte del Imperio persa cuando, a mediados del siglo VI a.C, los ejércitos de Ciro el Grande derrotaron al rey lidio Creso y ocuparon todos los establecimientos griegos del Asia Menor, unificándolos bajo su gobierno. Dos siglos más tarde, Alejandro Magno, en su larga expedición a la conquista de Asia, recuperó la soberanía griega de Asia Menor y alzó en Esmirna un altivo castillo, destruido y reconstruido una vez tras otra a lo largo de los siglos siguientes. Todavía sigue en pie, y sus basamentos son los mismos sobre los que se levantó en aquellos lejanos días. En el 190 a.C, el monarca Antíoco III, uno de los herederos del inmenso reino de Alejandro, fue derrotado por las falanges de Roma en la batalla de Magnesia y el Asia Menor se integró como provincia en el vasto Imperio romano.
Los viejos asentamientos de los felices jonios continuaron cambiando de manos a lo largo del tiempo: bizantinos, árabes, caballeros de Rodas, mongoles de Tamerlán, turcos otomanos, de nuevo los griegos, ya en nuestro siglo, y al fin, otra vez los turcos, conquistaron sucesivamente las ciudades y las tierras del Asia Menor. No obstante los avatares de su sangrienta historia, siempre permanecieron en este litoral decenas de miles de ciudadanos griegos que conservaron su lengua y sus tradiciones, orgullosos de su pasado, y que consideraron estos territorios como parte inseparable de la patria helena.
En el siglo XIX, Esmirna era una urbe cosmopolita y muy próspera, con comunidades de comerciantes italianos, judíos sefardíes llegados de España en el siglo XV, armenios, ingleses, franceses y, por supuesto, griegos. El fin de aquel periodo de convivencia multicultural y multirreligiosa lo marcó la I Guerra Mundial. El sultán del Imperio otomano se alió con Alemania y, al concluir la contienda, en 1919, un ejército griego, apoyado por las potencias vencedoras, ocupó la ciudad y una ancha franja costera del Asia Menor, proclamando la soberanía de Grecia sobre aquellos territorios donde había florecido una buena parte de su antigua cultura. Los turcos, sin embargo, bajo el mando de Mustafá Kemal Atatürk, plantaron batalla a los griegos, y en 1922 lograron derrotarlos y expulsarlos de Asia Menor. Atatürk proclamó la república, abolió el sultanato y envió al exilio a Mehmet VI, el último monarca de la dinastía otomana. Esmirna fue rebautizada como Izmir.
La ocupación de la ciudad, el 9 de septiembre de 1922, fue una jornada digna de figurar en el libro Guinness del horror y el desastre. Muchos ciudadanos griegos cayeron asesinados en las calles, mientras que los más afortunados escapaban al mar en todo tipo de embarcaciones. Además, al poco de la entrada en la urbe de las tropas turcas, se desató un pavoroso incendio, que la arrasó casi por completo: volaron los polvorines y los depósitos de petróleo, ardieron centenares de casas en la ciudad construida en su mayoría con edificios de madera, y miles de personas murieron bajo el fuego y las explosiones. Fue el apocalíptico final de la presencia griega en Asia Menor, que había durado casi tres milenios. La paz sellada entre griegos y turcos, bajo el auspicio de las potencias occidentales, supuso un nuevo movimiento migratorio de grandes proporciones: Turquía expulsó de sus tierras a miles de griegos, y miles de turcos que vivían en los territorios de Grecia, sobre todo en el Peloponeso, hubieron de hacer el petate y regresar a la madre patria.
Todos estos años de luchas y de muerte, sumados a los siglos de ocupación otomana de las islas y el continente de lo que es hoy Grecia, dejaron un poso de odio que aún sigue ardiendo. Los griegos detestan a los turcos y los turcos a los griegos, cualquier viajero que se acerque a aquellos pagos lo comprobará al minuto. En Grecia nadie pronuncia la palabra Izmir, sino Esmirna, y lo mismo sucede cuando se refieren a Estambul, que en el corazón heleno sigue llamándose Constantinopla.
Tanto griegos como turcos son gentes simpáticas, gentiles y hospitalarias, que comparten gran número de costumbres y tradiciones, y que, sin embargo, si los dejaran solos y frente a frente, se lanzarían unos contra otros, a balazos, a cuchillo y, llegado el caso, incluso a mordiscos.
Permanecí tres días en la ciudad, un lugar donde las normas de tráfico, si es que existen, han sido escritas para ser burladas. Al menos, así deben sentirlo sus habitantes. Las calles olían a gasolina bajo el atronador berreo de las bocinas. ¡Ah, el ruido en Izmir!: aullidos de frenazos milagrosos que salvaban en el instante último la vida de un inconsciente peatón; taxis que competían por ser el primero en saltar del semáforo al intuir el guiño de la luz ambarina, con un chirrido feroz de neumáticos; tableteo de taladradoras en las decenas de obras que, alzando puentes sobre las avenidas, intentan convertir Izmir en una especie de Caracas de Asia; y la murga de los almuédanos convocando a la oración desde los altavoces de los minaretes… El fragor, la tremolina, el guirigay, la traca y el delirio: era la primera diferencia que percibía entre las plácidas islas griegas que había dejado atrás y aquella urbe bullanguera y ruda.
Las grandes ciudades de Turquía resultan paradójicas: mientras el cisco de sonidos, en todo lugar y casi a toda hora, te pone la cabeza como un bombo, sus gentes son silenciosas. Los griegos gritan y gesticulan al hablar, son expansivos en sus actitudes y en sus voces, pareciendo querer explicarte el mundo con las manos. Los turcos, sin embargo, hablan quedo, accionan poco para acompañar sus palabras. Pero miran muy hondo mientras charlan contigo, no apartan sus ojos de los tuyos cuando tú los posas en los suyos. Parece que quisieran leer en ti todo aquello que no deseas mostrar.
El Gran Bazar, en la ciudad vieja de Izmir, se convertía desde primeras horas de la mañana en el centro social de la ciudad. Ignoro por qué, en las grandes urbes musulmanas, hay tal multitud de personas en los mercados los días laborables. Puede que sea un efecto del desempleo o quizá es que la superpoblación cría tanta gente como para llenarlo todo a cualquier hora, sea un oficina, una carnicería o un autobús. El bazar de Izmir no es particularmente bonito, no tiene la belleza de las galerías del zoco de Estambul. Pero, mientras este último se ha convertido casi en un mercado de venta de
souvenirs
turísticos, en una especie de
mall
americano en versión turca, el de Izmir huele a humanidad de siglos, a sudor de edades, a carne de tiempo. Hay montañas de joyas de oro, de alfombras y de chaquetones de cuero para ofrecer por toneladas a los turistas ávidos de comprar, aunque no son muchos lo que se llegan hasta Izmir. Pero, a pocos metros del comercio donde se venden orfebrería o tapices, impregna el aire el olor de las especias, asoman en las vitrinas los hígados de los corderos y la casquería de vaca, hay cabezas cortadas de cabrito y riñones de buey, y en las pescaderías se amontonan los peces y mariscos frescos, llegados en la madrugada del cercano Egeo, despertando el apetito de cualquier buen amante del pescado.
La anciana y decrépita Izmir tiene su corazón en el bazar: allí se ocultan, en la selva de calles estrechas, las principales mezquitas; suena música turca tradicional en las radiocasetes de los comercios; se pesa con balanzas romanas y huele a cuero y a hierbabuena, a canela y a fruta podrida; los motocarros se abren paso entre los compradores, los tullidos y los mendigos; la bandera nacional adorna los balconcillos en las festividades patrióticas, y en las tiendas de ropa masculina se exhiben colgados de las puertas trajes de color crema que disuelven el gusto de cualquiera, azules de patada en los ojos y marrones de puñalada en el cerebro. Izmir, en su bazar, no parece mediterránea, sino una ciudad de Arabia o de la costa africana del Indico. Tiene ese aire viejo de mercado islámico donde sientes que, antes que un lugar para comprar y vender, te encuentras en un ámbito que es como un hogar común. Se nace, se vive, se comercia, se come, se bebe, se ríe, se llora, se ama y, quizá, incluso se muere en el bazar. En el laberinto de callejuelas que tejen la fisonomía de esta especie de ciudadela independiente aparecen de súbito plazuelas con una pequeña fuente donde uno puede descansar un rato, al arrimo de un árbol frondoso, y tomar un té de menta mientras fuma en narguilé.
Durante los atardeceres, las calles del centro de Izmir eran una batahola de gentes, que iban y venían de un lado a otro como un oleaje. En los cafetines, llenos a rebosar de clientela masculina, los viejos fumaban pipas de agua mientras jugaban su partida de
backgammon
, rodeados de mirones que opinaban sobre cada jugada. Giraban los
kebabs
de cordero al arrimo del fuego y el olor de especias y grasa de borrego henchía el aire. Los loteros se acercaban casi en manada a ofrecerte tiras de cupones, y en las esquinas, los limpiabotas pregonaban sus servicios, sentados junto a sus cajas que, rematadas de adornos de cobre, parecen miniaturas de un castillo moro. Algunos mercachifles vendían mejillones rellenos de arroz hervido y otros, golosinas y cigarrillos por unidades. Los mendigos se acercaban a cada paso en demanda de limosna. El recio golpe del viento marino alborotaba la cabellera de los árboles y el aroma de los sargazos se mezclaba con los olores de la gasolina quemada y del cordero braseado.
Por aquellas fechas, todas las noches se abría al público la Feria Internacional de Izmir. Tan pomposo nombre no era otra cosa que un gran bazar de venta de baratillo, instalado en los inmensos jardines del parque de la Cultura. En el mismo recinto, cerca de los tenderetes, giraban los tiovivos, silbaban los trenes de la muerte, se despeñaban las montañas rusas y rugían los coches que chocan. Riadas de familias atestaban aquel gigantesco espacio en el que abundaban quioscos de empalagosos dulces y bocadillos de dura carne de cabrito. En medio de la feria, una amplia caseta se anunciaba como librería. Y libros había, desde luego, pero todos ellos dedicados, sin excepción, a la vida y la obra del héroe nacional, Mustafá Kemal Atatürk, el constructor de la moderna Turquía y el último gran general vencedor de los odiados griegos.
Hay en Izmir unas cuantas estatuas erigidas en honor de Atatürk. La más imponente, en la que el héroe en bronce monta un brioso caballo, se levanta en Cumhuriyet Meydani, una amplia plaza arrimada al puerto. Atatürk alza su brazo derecho y señala al frente. Señala hacia el mar griego, hacia las islas y el continente donde ondea la bandera helena. Parece indicar que la guerra no ha terminado.
Su rostro está en todos los billetes de banco, en algunos más sonriente que en otros; y sus retratos presiden todos los despachos oficiales, los comercios, las oficinas bancarias, las estaciones de trenes y autobuses y una buena mayoría de los hogares de Turquía. Tiene una mirada dura y decidida, de ojos claros, y espesas cejas que apuntan hacia sus sienes, lo que le da un cierto aire demoníaco. Es el padre de la patria, el
Gazi
(veterano de guerra), el que echó abajo el poder tiránico y secular de los sultanes otomanos y, mejor todavía, el que propinó la última gran paliza a los enemigos griegos. Desde que alcanzó el poder y se proclamó presidente, en 1923, hasta su muerte, en 1938, Atatürk gobernó el país con mano de hierro. En muchos aspectos fue un dictador, apoyando su poder omnímodo sobre un poderoso ejército, y se hace difícil entender cómo un déspota puede ser tan amado por un pueblo. Pero terminó con el califato otomano, fundó la república, creó la moderna Turquía, latinizó el alfabeto, secularizó el sistema legislativo, reformó la educación, acabó con el fez masculino y el velo femenino, dio el voto a las mujeres, creó, en suma, el primer Estado musulmán de carácter laico y todo ello, imagino, es muy de agradecer en un país que vivió hundido en el medievo hasta 1923. Su apariencia de pérfido Lucifer se compensa, en algunas fotos, con una sonrisa de irónica ternura. Supongo que los turcos sienten, por tradición o por sumisión, que un padre debe ser hombre severo. Porque Atatürk no era su nombre al nacer, sino el apelativo con el que su pueblo le honró, ya que Atatürk significa en su lengua «padre de los turcos».
El único espacio solitario de Izmir, durante las horas diurnas, era la vieja ágora romana, levantada sobre la primitiva urbe griega. Es un recinto arqueológico de aproximadamente una hectárea de extensión, enclavado en el centro de la ciudad. El sol del verano agobiador pegaba de plano sobre los templos derruidos, y quizá por esa razón nadie asomaba por allí en esas horas. Incluso los guardianes del lugar se habían refugiado en un cafetín de enfrente de la entrada y no costaba nada echarse al bolsillo un pedazo de ánfora de comienzos del primer milenio.
En las galerías subterráneas del ágora cantan las fuentes de las antiguas termas, un agua clara y fresca que apetece beber cuando escuchas su juvenil murmullo. En su sencilla serenidad, sin alardes de capiteles, de escalinatas o de arcos, esos pasadizos interiores del ágora son uno de los lugares más hermosos de Izmir. Fluye en el arroyo el agua eterna de los días que se han ido, el tiempo escapa en los hilos de plata que se escurren entre tus dedos. No podemos sujetar el agua con los dedos, como no podemos agarrar el aire ni retener la luz ni sostener el fuego. Una realidad tan obvia despertó, sin embargo, siglos atrás, la curiosidad intelectual de los hombres. Por eso, y no por otra razón, los antiguos lugares del mundo clásico tienen algo de sagrado para los hombres de hoy. Yo lo sentí así mientras bebía en el manantial el agua bendita de los pensamientos inmortales.
El último día en Izmir, un sábado, se celebraba la fiesta del Sumnet Dugunu, la festividad de la circuncisión. Es una celebración familiar, algo así como la Primera Comunión en el orbe católico. Padres, abuelos, tíos, primos, parientes más lejanos e incluso los buenos amigos, comen y cenan juntos la víspera de la operación, todos alrededor del niño que será circuncidado, que es el centro de tan señalado acontecimiento. Antes del almuerzo y después de la comilona, hasta que llega la hora de cenar, las familias se echan a la calle, en lujosos automóviles alquilados para la ocasión, por lo general grandes descapotables americanos, y marchan en comitiva, con orquestinas a bordo, cantando y dando palmas entre aporreo de tambores y silbos de flauta, recorriendo las calles y las plazas de la ciudad en alegre algarabía. Los niños que esperan la circuncisión para el siguiente día visten trajes de raso, de color crema o azul, con charreteras y bordados áureos, tocados con una especie de gorro militar emplumado y espadín al cinto. Parecen felices de protagonizar un día único en su vida, aunque tal vez, si uno se fija en sus miradas, puede percibir una sombra de temor infantil: no es para menos, sabiendo que en unas pocas horas te van a mutilar el pito.