Authors: Javier Reverte
—Cómo besaba mi marido, cómo me gustaban sus besos y sentir sus fuertes mostachos sobre mis labios… —suspiró Helena—. La verdad es que no he conocido más hombre que él. Pero no pienso morirme sin haber besado a un hombre que no tenga bigotes.
No estoy seguro de si echó sobre mí una mirada furtiva. Yo alcé mi copa de vino hasta los labios y la dejé un rato allí, cerrada sobre la nariz, simulando beber.
En Kastellorizon había una pequeña lonja de pescado que no vi usar a ningún pescador durante los días que permanecí en la isla. Los peces se vendían directamente desde la barca a los clientes. En cuanto a las frutas, un carrito repleto de ellas se detenía por las tardes en un lugar del malecón y allá acudían las mujeres a hacer la compra, formando cola ante el frutero que, minucioso y exacto, pesaba con su romana las naranjas, los melocotones y las primeras uvas de septiembre.
Sólo había una tienda en el pueblo, en el mismo malecón, y allí podía encontrarse de casi todo, desde sellos a tarjetas de teléfono, cuchillas de afeitar, aceite, aspirinas, tabaco, camisas y refrescos. El tendero nunca estaba en su sitio, sino en la taberna de al lado, jugando al
tabli
y bebiendo
ouzo
con agua y hielo. Cuando entrabas, una mujer anciana, sentada al lado del mostrador, te indicaba por señas que esperases. Y el hombre aparecía al punto, un tipo con bigotes negros de guías alzadas hasta los pómulos y largas patillas acuchilladas que alcanzaban casi su barbilla.
Era cortés, aunque nunca sonreía. La segunda vez que entré en su comercio para comprar tabaco pegó hebra. Después de informarse de quién era yo, de dónde venía y a qué lugar me dirigía, me contó que había nacido en Suráfrica, adonde había emigrado su padre tras la guerra civil, en la que había luchado en el bando perdedor. Pero unos años después, el padre enfermó de «fiebre española» y murió en Durban. Y la madre y los hijos hubieron de regresar a Kastellorizon. No le iba mal. Pero tal vez le hubiera ido mejor en Suráfrica. «Los países nuevos ofrecen más oportunidades; la vieja Europa da para una tienda y poco más. ¿Usted conoce Suráfrica?» Asentí. «Dígame, ¿cómo es?, yo era muy pequeño cuando me vine.» Le dije que Suráfrica no me gustaba: «Es un bello país, pero es un país fragmentado, hay un odio hondo entre las razas, y mucha delincuencia. Es un estado policial». Se encogió de hombros: «La policía es un mal necesario en muchos lugares. A mí me hubiera gustado ser buscador de oro en Suráfrica. ¿Cree que allí queda oro todavía?». «Supongo que sí», respondí, «pero el oro, como los diamantes, los monopoliza una compañía de capital multinacional, la De Beers». Suspiró: «En la Tierra ya no hay espacio para la aventura». Me cobró el tabaco y se fue a seguir su partida de
backgammon
.
En mis largos paseos del atardecer, entre frasca y frasca de
retzina
y haciendo tiempo para la hora de cenar, me cruzaba a menudo con un foráneo cargado de cámaras de fotos y con chaqueta verde de pescador. Es probable que fuera un fotógrafo de prensa. Siempre me saludaba con un gesto de complicidad y yo me preguntaba si había adivinado, por alguna seña en mi indumentaria ignorada para mí, que yo era periodista. Los rostros de los turistas y los habitantes de la isla se me iban haciendo más y más familiares hora tras hora: el grupo de muchachos mochileros con aire de vikingos; tres o cuatro parejas de recién casados venidos en luna de miel de otros lugares de Grecia; un viejo que pescaba mújoles cada tarde en el muelle, con un sedal a cuyo extremo ataba un migón de pan duro rodeado de anzuelos; un pescador a quien intenté fotografiar sin permiso y me despachó con cajas destempladas, gritándome en griego todo un catálogo de insultos, y que cada vez que se cruzaba conmigo en el malecón me enviaba miradas asesinas; el dueño de mi pensión, con quien no logré más que intercambiar las palabras justas; los clientes del Poseidón, viejos en su mayoría y antiguos emigrantes casi todos, que me saludaban solemnes cuando me sentaba a tomar vino y que miraban al mar con ojos de nostalgia mientras jugaban con el
komboloi
entre los dedos…, y Helena, que una vez tras otra y a toda hora de cada tarde asomaba en los lugares que yo menos esperaba y me dirigía cálidos saludos, a los que yo respondía con urgencia antes de llevarme la mano a la boca para ocultar mi ausencia de bigote.
Un par de días después de mi llegada caminaba al atardecer en dirección al extremo oriental del puerto. Helena estaba en una taberna del muelle, sentada al aire libre junto a otra mujer y una niña de once o doce años.
—Venga, venga aquí, siéntese con nosotras —me invitó.
Acepté y me acomodé a su lado.
—Va usted siempre solo y por fuerza tiene que aburrirse.
—No le digo que no.
Me presentó a sus compañeras de mesa. Venían de la isla de Kálymnos y pasaban unos días de vacaciones en Kastellorizon. La madre era todavía joven, menuda, rubia, de aire tímido y mirada dulce. La niña era feúcha, morena, y lucía una fina pelusilla oscura sobre el labio superior.
—Este señor es español y se dedica a la exportación y la importación, sin duda un buen trabajo —dijo Helena.
—Un trabajo como otro cualquiera —señalé.
—Tiene usted aspecto de irle muy bien —añadió la chipriota—, se le ve rollizo y sano.
La otra mujer se llamaba Andrea y medio se hacía entender en inglés. Su marido había venido con ella y su hija, pero le gustaba estar solo y únicamente le veían cuando a él le daba la gana de acompañarlas. Así que aquí estaban cenando, sin el hombre y tan contentas.
—No todos los días se puede venir a Kastellorizon —dijo Helena con satisfacción.
—¿Y qué ve de especial en Kastellorizon? —pregunté.
—No me diga que no lo nota. Es un lugar donde la gente es feliz. Y eso, en estos días, es casi un milagro.
—¿Está segura de que todo el mundo es feliz aquí? He visto algunos tipos malhumorados.
—Ésos son los que no quieren que vengan extranjeros. Pero sonríen cuando no les miramos. ¿Es feliz la gente de su país?
—Unos sí y otros no.
—Como en Chipre. Yo me pregunto por qué la gente no aprende a ser feliz. Es muy fácil. Si tu ciudad no te gusta, te vas a otra. Si tu empleo te aburre, te buscas uno que te divierta. Si una comida la aborreces, pues no vuelves a probarla. Y si no estás enamorada de tu marido, le dejas y todo arreglado. Fácil, ya lo ve.
—¿Usted es feliz, Helena?
—Trato de serlo. Pero tengo seis hijas y eso supone que tengo que hacer de vez en cuando algunas concesiones al aburrimiento. Mi marido, por ejemplo, me cansa de vez en cuando. Pero es el padre de mis hijas, ¿comprende? De todas formas, me tomo unas vacaciones cada año y me relajo un poco del matrimonio. ¿Está usted enamorado de su mujer?
—Desde luego.
—Yo a mi marido le quiero mucho, aunque ya no es lo mismo que antes. Va demasiado a las tabernas…, para mi gusto. Pero tiene unos bigotes preciosos. Yo siempre he pensado que…
Interrumpí su discurso preguntando a la otra mujer algo sobre su isla. Andrea comenzó a hablarme de Kálymnos, buscando con esfuerzo las palabras apropiadas en inglés. Al poco, Helena ya había tomado el relevo y me hablaba de la belleza de las islas griegas.
—Yo he viajado por Inglaterra, Italia y Francia, y creo que habrá pocos lugares en el mundo tan bonitos como nuestras islas. Además, son islas hospitalarias, la gente se abre a los extranjeros y les ofrece sus casas, aunque claro está que siempre hay algunos malhumorados. Lo mejor de la humanidad es la hospitalidad, si todos fuésemos comprensivos con los extranjeros se acabarían las guerras. Todos tenemos, alguna vez en nuestra vida, necesidad de que alguien nos acoja y nos proteja. ¿Nunca se ha sentido solo y con necesidad de que le ayuden?
—Algunas veces.
—Así son las islas, y así es Chipre. Cuando visite mi isla, mi casa será suya. Pero procure ir con su mujer y dígale a mi marido que, cuando nos conocimos, su mujer viajaba con usted. Es muy celoso. ¿Es celosa su esposa?
—Creo que no.
—Claro, las mujeres no lo somos. ¿Y sabe por qué? Pues porque no nos gusta preocuparnos sobre lo que no sabemos. ¿Para qué sufrir en vano?
Acepté la invitación de Helena para navegar al día siguiente hacia una de las grutas que se abren en el escarpado litoral del lado sur de Kastellorizon. La chipriota ya había apalabrado su plaza en un barco que salía a las nueve de la mañana.
—Creo que es un lugar estupendo para nadar —dijo.
Y así, la mañana después, a bordo de una lancha de madera de unos diez metros de eslora, con dos filas de bancos extendidos en el puente de popa y un toldo que nos protegía del sol, zarpamos del puerto de Kastellorizon el heterogéneo grupo que formábamos Helena, Andrea, su hija, un joven matrimonio griego de Alexandrópolis en luna de miel, una pareja de ingleses de Liverpool, también en viaje de novios, y un comerciante español dedicado a la exportación y la importación. El patrón se llamaba Niko, tendría unos sesenta años y era delgado, musculoso y ágil. Bizqueaba levemente y hablaba poco, o mejor: nada. Lucían serenas las aguas en la bocana del puerto, bajo el recio sol, y la brisa traía olor de algas y de pinos.
Bordeamos la isla hacia el lado sur. El mar se rizaba y alzaba espumarajos al golpearse contra la dentadura del rocoso litoral. Helena, sentada frente a mí, se cubría con un holgado vestido oscuro, sujetaba su bolso aferrado a la cadera y sostenía entre los pies una bolsa de plástico con una botella de agua. Repartía conversación con todos, alternando el inglés y el griego, mientras la brisa revolvía sus greñas. A veces, reía con vigor, echando la cabeza hacia atrás y dejándome ver los empastes de oro de todos sus molares. Señalando la costa turca, a poco de zarpar, me dijo: «Me gustaría conocer Turquía, pero ya le dije que no me está permitida la entrada. Es absurdo, yo no odio a los turcos, en Chipre hay turcos que son mejores que los griegos. La bondad o la maldad de la gente está en el corazón, no en el pasaporte».
Media hora después de zarpar, el barco redujo marcha y Niko lo arrimó a la costa, a una decena de metros de una hendidura abierta en el murallón rocoso. Apenas tendría un metro y medio de altura por tres de ancho y resultaba algo inquietante la idea de entrar nadando por aquel hueco. Pero Helena, más decidida que nadie, se levantó, tiró del vestido y quedó en bañador, una pudorosa prenda de una pieza. Luego me dio el bolso: «Guárdelo en su morral y ciérrelo bien, va todo mi dinero ahí», dijo en voz baja cerca de mi oído. Bueno, me dije, ya tenía pareja en la isla de los enamorados.
Niko mantenía el motor en marcha y maniobraba para evitar que el barco chocase con las rocas. El joven matrimonio griego decidió permanecer a bordo: el chico era gordo y grande, y tal vez dudaba que su corpachón pudiera caber por la angosta entrada de la gruta. «¡Allá vamos!», gritó jubilosa Helena. Y se lanzó al agua de cabeza. Cayó de panza, como un saco de piedras tirado al mar, levantando un turbión de espuma. Cuando salió a flote, los cabellos cubrían por completo su rostro. Podía parecer una foca. Los arregló echándolos hacia atrás y comenzó a nadar a braza, en dirección a la gruta, resoplando y pateando entre el leve oleaje.
Andrea y su hija descendieron al agua por la escalerilla y siguieron a Helena. Los chicos de Liverpool saltaron desde la borda. Yo no iba a ser menos, me dije, así que me quité la camisa y me lancé de cabeza al agua.
Crucé el último la estrecha entrada. Soy algo claustrófobo y la situación no me gustaba demasiado. Pero al pasar bajo las rocas y entrar en la cueva, todos mis temores se esfumaron. Una inmensa bóveda se abría sobre mi cabeza y, bajo mi cuerpo, el agua mansa era profundamente azul, de un azul irreal, casi blanco, de un hondo azul sin fondo, sin sombra alguna, lo más parecido que he visto a lo que puede ser la nada. El azul iluminaba con luz difusa la bóveda de la gruta y del techo colgaban algunas estalactitas. Calculé que la altura de aquella campana rocosa podría tener más de treinta metros, en tanto que la longitud de la cueva rondaría los ciento cincuenta y su anchura cerca de cien. Allí dentro reinaba el silencio, el mar había enmudecido, quizá por respeto a tan bello dibujo de la Naturaleza. Silencio y azul en el rincón soberano de la Nada en el Egeo.
Los otros comenzaron a gritar jubilosos y el eco de sus voces rebotaba sonoro y límpido entre las paredes de la gruta. «It's amazing!», berreaba el muchacho inglés. Y Helena proclamaba en griego su desbordada alegría.
Nadé con lentitud en el mar sin fondo. Hundía la cabeza en el agua y veía el paisaje soberbio del vacío absoluto. Pensé que los antiguos griegos, si entraron alguna vez en la gruta, debieron pensar que era la morada de un dios invisible y pacífico, amigo de los hombres.
Al regreso, me senté en la proa, de cara al viento. Un rato después, Helena se aproximó hacia mí. Caminaba con pasos torpes, agarrándose donde podía y arrastrando con dificultad el peso de su cuerpo. Las mojadas greñas caían desfallecidas sobre sus hombros y las varices de sus piernas brillaban empapadas de agua. Le costaba llegar a proa, sacudida por el balanceo del barco; pero qué diablos, aquella mujer, cuando decidía hacer algo, lo hacía sin dilación. Se sentó a mi lado y me habló con voz muy baja:
—Cuando lleguemos, bajaremos los últimos. He negociado con el capitán Niko que usted y yo paguemos la mitad que los otros.
Sonrió y me guiñó el ojo. Luego, se arregló el pelo, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos dejando que el aire le acariciase el rostro.
—Es muy hermoso viajar y ver cosas bonitas —dijo después, mirándome de nuevo—. Usted y yo hacemos una buena pareja de viajeros, ¿no le parece?
—Estoy de acuerdo, Helena.
—Me iría a dar la vuelta al mundo con usted… pero, ya sabe, tengo seis hijas. ¿Vendría conmigo?
—Sin dudarlo un minuto.
Por la noche, en la taberna Little Paris, cené con Helena
souvlaki,
una especie de pincho moruno de cordero, y una jarra de
retzina
. Grupos de niños corrían alborotando entre las mesas y nadie les regañaba. Los gatos maullaban bajo los veladores suplicando pedazos de comida y Helena les arrojaba, de cuando en cuando, migas de pan. «Me gustan los animales», decía. «En mi casa de Limassol tengo pájaros cantores, cuatro gatos y dos perros. Hay un jardín grande detrás de la casa. También he plantado árboles frutales y tomates».
Sentí gritos a la izquierda. Un hombre menudo y viejo, que ocupaba una silla arrimada al portal de una casa, chillaba a grandes voces, en griego, a los paseantes. Se cubría la cabeza con una gorra marinera de color blanco. Ahora se levantaba de la silla, dando traspiés y sosteniendo en la mano una botella de cerveza, y lanzaba improperios a todos cuantos pasaban ante él. La gente se reía, componía gestos de temor y huía simulando espanto.