Corazón de Ulises (13 page)

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Authors: Javier Reverte

BOOK: Corazón de Ulises
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—Yo quería tener una carrera y trabajar, pero ya ve, me casé y ahí me he quedado. ¿Conoce Chipre?

—No.

—Es muy bonita, deberá ir alguna vez. La pena es que es una isla dividida, ya sabe, a un lado los turcos y al otro lado los griegos. Yo no puedo pasar al lado turco, ni puedo viajar a Turquía.

—He oído decir que se odian entre ustedes.

—Hay mucho odio. Pero yo no odio, no tengo un corazón con malos sentimientos. Cuando vivía en Londres, mi mejor amiga era una turca, una chica de Esmirna. No he vuelto a saber de ella. Si uno vive fuera de su país un tiempo se da cuenta que los odios entre los pueblos son una tontería. A la gente le une mucho vivir lejos de la patria.

Helena me dejó poco después y se tumbó en el banco de enfrente, apoyando la cabeza sobre su bolsa de viaje. Al rato, roncaba con estruendo. Me sentí liberado de aquella mujer que, al principio, en la noche del barco, me resultó agobiadora. Pero durante los días siguientes, en Kastellorizon, nos convertimos en buenos amigos. Hay que dar una segunda oportunidad a la gente: ella me la dio con generosidad y yo se la devolví encantado. Helena hizo posible que Kastellorizon me pareciera, al fin, una buena isla para escritores.

Nadaba como un pez viejo y hablaba con cualquiera que se le pusiese a tiro. Se entusiasmaba por cuanto la rodeaba, ya fuese una capilla ortodoxa o unos pescados asados en la noche del malecón. Hacía amigos por doquier y me protegía como a un pobre niño tonto. En apenas un día, todo Kastellorizon sabía quién era Helena. Y Helena conocía ya cien historias de las gentes de Kastellorizon. No sé si la isla fue capaz de despertar la inspiración en mi alma de escritor. Pero aquella chipriota desgarbada provocaba nuevas situaciones a cada minuto, confesiones de aquellos a quienes abordaba para charlar. Y además, como había decidido cuidar de mí, regateaba y me conseguía precios más baratos allá donde íbamos juntos.

Sus tristes y enormes ojos bellos, y sus palabras, que sonaban en inglés como piedras milenarias lanzadas contra mis orejas mortales, me hacían olvidar su cuerpo deforme, maltratado por el tiempo y destruido por una existencia injusta. A los veinte años debió ser una de las muchachas más hermosas del Egeo.

Kastellorizon asomó a estribor como una bronca chepa alzada sobre el mar. Mi reloj acercaba sus manecillas a la una de la madrugada. Navegábamos junto a la costa norte de la isla y no se veía ninguna luz en aquel montañón de geografía deforme. El barco iba arrimándose lentamente a tierra, girando hacia estribor. Yo estaba de nuevo en la baranda y un hombre joven, alto, moreno, de poblado bigote, se acercó a mí. Hablaba también un estupendo inglés, que había aprendido en Birmingham. Acababa de concluir sus estudios de ingeniería y venía a Kastellorizon a cumplir el servicio militar.

—Dos años de encierro —dijo con tristeza—, en una de las islas más pequeñas de Grecia.

—Dedíquese a leer y a pescar. También puede casarse con una chica del lugar.

—No bromee, me esperan veinticuatro horribles meses. Ahí mismo, a un tiro de piedra, está Turquía, y no podré visitarla. A los soldados nos está prohibido. Sólo podría conocer Turquía si estalla una guerra y la conquistamos. Y a mí las guerras no me van, ni siquiera contra los sucios turcos.

El barco dobló un último peñón y asomó a proa el hondo puerto de Kastellorizon, cerrado en una airosa bahía donde brillaban alegres las luces de las casas. Era tarde, pero varias decenas de personas se apretaban en el muelle del lado oriental. Pensé que la llegada del barco era un acontecimiento, pues sólo había dos a la semana que comunicasen con Rodas y en ellos venían todos los suministros que precisaba la isla. Kastellorizon no tiene otra industria que la pesca y algunos olivares que producen una corta cosecha de aceite cada año. Sus habitantes dependen de Rodas como un recién nacido del cordón umbilical.

—Ya hemos llegado.

Era Helena, que golpeaba en mi espalda con su mano.

—¿Tiene alojamiento? —preguntó.

—Alguno encontraré, supongo —respondí mientras me apartaba a recoger mi bolsa.

Pero ella me seguía.

—Podemos buscar uno juntos.

—Yo necesito un sitio tranquilo —dije.

—Imagino que aquí todo es tranquilo —concluyó.

Al descender a tierra, me escabullí entre los pasajeros que llegábamos y la gente que esperaba. Un tipo me ofreció habitación en una casa privada por veinte dólares la noche y acepté de inmediato. Helena, unos metros más allá, y al frente de un grupo de jóvenes pasajeros cargados de mochilas y rubios como vikingos, negociaba alojamiento para todos con otro isleño. Con delicadeza, no miró hacia mí mientras yo me largaba detrás de mi hostelero, aliviado de perderla de vista.

Kastellorizon es un duro peñasco, escarpado y seco, cuyas barrancadas descienden broncas hacia un mar transparente, sembradas de matorrales, algunos viñedos y grupos de olivos. Le debe su nombre a una fortaleza construida por los caballeros de Rodas, a la que llamaron Castillo Rojo. La única localidad de la isla se extiende a lo largo de los muelles, en forma de anfiteatro, dibujando un bello semicírculo arrimado al mar, con casas de dos plantas construidas en estilo neoclásico y puertas y ventanas pintadas de colores cálidos. Su número de habitantes no excede a los trescientos y una buena parte de sus ancianos han sido emigrantes en Australia. ¿De dónde les vendrá a los griegos isleños, cuando deben partir para ganarse la vida, la manía de irse lo más lejos posible?

Durante el día, Kastellorizon sestea bajo el sol, mientras sus hombres pescan y las mujeres se esconden del calor en los rincones de sus hogares. Al atardecer, con la fresca, todo el mundo sale al aire libre, a pasear de una punta a otra del malecón o a sentarse en las terrazas de las tabernas, junto a los muelles, para cenar pescado o pulpo asado y trasegar
retzina
. En verano, la población aumenta un poco en número, nunca en exceso, con algunos turistas que llegan en veleros de lujo y que permanecen en la isla una o dos noches, y por los emigrantes que aún viven en Australia y que vienen a pasar las vacaciones en la isla desde su lejano exilio. Estos emigrados se llaman a sí mismos
kassies
, un juego de palabras que incorpora la K de Kastellorizon al apelativo con que se conoce a los australianos en el mundo anglosajón,
aussies
.

Las noches son animadas en la isla: la gente se acuesta tarde y hay música en las tabernas. La brisa sopla dulce bajo el cielo luminoso. Enfrente, casi al alcance de la mano, titilan las luces del continente turco. Es un lugar plácido, no conquistado aún por la oleada de turismo masivo que asola casi todas las costas e islas del Mediterráneo. Quien busque paz y soledad, tiene en Kastellorizon cuanto quiera. Se trata, sin duda, de un buen lugar para enamorados, pues uno puede aislarse todo el tiempo que desee para disfrutar del amor y, al tiempo, tiene a la mano tantas tabernas como guste para que el amor no se convierta en un asunto agobiante.

En el periodo de entreguerras, Kastellorizon llegó a tener casi quince mil habitantes. Había dinero y una flota de casi trescientos barcos. En el pequeño museo de la isla puede verse una foto en la que las aguas de la bahía aparecen repletas de hidroaviones. Eran tiempos de prosperidad y de turismo refinado, con vuelos diarios desde París que transportaban a la flor y nata de la
belle époque
a este apartado rincón del Meditarráneo. Ese esplendor se vino abajo durante la II Guerra Mundial, en la que la isla sufrió un bombardeo alemán que destruyó la tercera parte de sus bellas construcciones.

No es un lugar para ir a ver nada, sino sencillamente para estar. Se puede nadar, bucear y visitar las famosas grutas de su litoral, según sugiere Lawrence Durrell, de cuyo libro sobre las islas griegas tomé los datos del pasado de Kastellorizon. Lo arriesgado de viajar solo hasta allí, sin novia y sin inspiración poética, es la tentación de la
retsina
, un vino adusto en los primeros tragos y que despierta luego una cierta afición. La
retzina
sabe a ciprés, viñedo y pinar. Por supuesto que es un caldo muy inferior en calidad a los vinos españoles, italianos o franceses. Pero ese regusto a bosque griego y a secarral acunado por el canto de las cigarras le da un indudable valor literario.

Había llegado de madrugada a la isla, me sentía cansado y aquella noche dormí a pierna suelta entre un clamor de grillos. Me desperté poco antes del mediodía, bajé al malecón y busqué una taberna del lado del puerto donde daba la sombra. En el Poseidón, un par de jubilados echaban su partida de
tabli
. Un pescador, arrimada la barca al muelle, distribuía en cajas sus capturas del día, manoseando peces que aún coleaban. Fuera de aquellos hombres y del tabernero que me atendía no parecía haber ningún otro ser humano en la isla. No era capaz de imaginar dónde se habrían metido. Soplaba un brisa calentona y podía escucharse el rumor de las olas que venían a morir con suavidad en el embarcadero.

El dueño del Poseidón era un hombre joven, alto y fuerte, de cabellos prematuramente canos. Hablaba un inglés cadencioso y más que correcto, aprendido, según me dijo, durante un año de estancia en Dublín, donde trabajó como cocinero. «Me gustan los irlandeses», decía, «mucho más que los ingleses. Los irlandeses son mediterráneos, aunque ellos no se lo crean. Son vitales, les vuelve locos cantar, quizá beben en exceso…, pero, claro, el frío es insufrible por allí arriba, algo tienen que hacer.» En cuanto a los ingleses, opinaba que eran demasiado blandos. «Tienen leche en las venas en lugar de sangre».

Se interesó por mí y me bombardeó a preguntas. Le dije que era biólogo, especializado en insectos, y él me miró con cierto estupor. «¿Qué puede tener de interesante un insecto?», dijo. «Son criaturas mucho más complejas de lo que parecen», respondí. «Yo siempre que veo un insecto en el suelo lo piso; y a los mosquitos los mato a zapatillazos por las noches», añadió. «Hace usted mal», dije, «los insectos son esenciales en el equilibrio de la naturaleza». Movió la cabeza: «No veo qué puede tener de esencial una mosca». «Sin moscas», contesté, «no habría casi alimento para los pájaros, y sin pájaros el cielo sería un lugar muy triste». Rió el hombre: «Es usted un bromista, amigo español».

A un griego, si le das cancha, se le olvida el tiempo mientras pregunta sin descanso. El tabernero quería saber ahora adónde pensaba dirigirme desde Kastellorizon. «Quiero cruzar a Turquía; ¿sabe si hay barco?» «Hay un par de embarcaciones que cruzan los viernes. Estamos al lado, ahí enfrente tiene a los
bloody
turcos. ¿Pero qué puede interesarle de Turquía? La gente es allí muy sucia». Le dije que era un turista curioso. Meneó otra vez la cabeza, con gesto preocupado. «Allí puede tener problemas, ellos no son europeos. Los griegos y los españoles somos parecidos; pero los turcos son diferentes. Mejor es que siga dando vueltas por Grecia, hágame caso». Insistí en que iría y le pedí datos sobre las dos embarcaciones de los viernes. «Cuesta diez dólares cruzar, es una travesía de veinte minutos. Si finalmente va, pregunte por el capitán Niko: su barco es mejor que el otro. Y tenga cuidado cuando esté allí». Le pregunté si alguna vez había estado en Turquía. «Nunca», dijo, «ni pienso hacerlo, sé muy bien cómo nos miran ellos a los griegos: nos odian».

No sabía muy bien qué hacer y me preguntaba qué demonios pintaba yo en aquel lugar. Apuré mi café y caminé hasta el extremo oriental de la bahía. El pueblo terminaba allí y, un poco más lejos, una pequeña playa de rubia arena se abría al mar verdoso. No había nadie alrededor, de modo que me quité la ropa y me eché desnudo a nadar. La sensualidad de las tibias aguas me hacía sentir, de nuevo, que el tiempo no corría y que mi vida podría ser alguna vez eterna.

Por la tarde, la luz se escurría a la espalda del montañón que domina el pueblo y que ciega el esplendor de los ocasos egeos. Me senté otra vez en el Poseidón y pedí una frasca de
retzina
al tabernero, que me saludó como a un viejo amigo. Las gentes de Kastellorizon y los escasos turistas iban saliendo de sus madrigueras conforme se retiraba la luz: las mesas de las terrazas se llenaban de clientes y grupos de hombres y mujeres paseaban perezosos de un lado a otro del malecón. Junto a mi mesa cruzaron los jóvenes enamorados genoveses, con las manos enlazadas. Él me sonrió, hizo un gesto con el brazo señalando a su alrededor y dijo: «Hermoso, no me ha decepcionado en absoluto».

Poco más tarde, un grupo de personas se sentaron en la mesa de al lado de la mía. Oí un saludo y volví el rostro. Era Helena, que se acomodaba junto al velador con un matrimonio de edad madura y una muchacha joven. «¿Todo bien?», me preguntó. «Todo estupendo», dije, «¿y usted?». Helena movía la cabeza, asintiendo mientras me respondía: «He visitado el museo y he subido a la capilla que hay allá arriba, en lo alto. ¿No ha ido usted?». Negué. «Pues no se la pierda, es muy bonita».

La chipriota se enredó a hablar con sus compañeros de mesa. Abrí el oído. Los otros eran venecianos, padre, madre e hija, y habían llegado en barco a Kastellorizon aquella misma mañana. Dedicaban siempre sus vacaciones a navegar y ahora recorrían el archipiélago del Dodecaneso con su velero; al siguiente día zarparían hacia la isla de Kos. Como era previsible, Helena tenía un buen puñado de preguntas que hacer. Y así, supe que él era médico, que su mujer trabajaba como arquitecto en un proyecto de la Unesco para contener las aguas de Venecia y evitar que la ciudad fuese engullida por el mar, y que la niña, de quince años de edad, estudiaba sus últimos años de bachillerato y quería ser médica especializada en puericultura. No tenía novio.

A Helena le llegó el turno de contar su vida. Añadió unos cuantos datos a los que yo conocía: cumplía ahora veintiséis años de matrimonio, su padre había luchado en la guerra contra los alemanes, le gustaba nadar y pescar, era una buena cocinera y su mayor pasión eran los viajes. «Antes viajaba con mi cuñada, o con alguna amiga. Pero ahora voy sola, porque así hago lo que me apetece y no lo que le apetece al otro», afirmó rotunda. Era cristiana ortodoxa, pero en absoluto beata, y sólo asistía a las ceremonias religiosas en los momentos extraordinarios, como las bodas, los bautizos y los funerales. De joven le encantaba bailar, e incluso no cantaba demasiado mal. A ella le hubiese gustado tener una profesión artística: la danza o el teatro, quién sabe. Siempre había estado muy enamorada de su marido, pero con el paso de los años la pasión iba apagándose. Así es la vida.

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