Corazón de Ulises (8 page)

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Authors: Javier Reverte

BOOK: Corazón de Ulises
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Es muy bello, sin embargo, el relieve que representa al llamado Príncipe de los Lirios, que decora el muro de una sala. Se trata de un joven de rasgos delicados y postura femenina. ¿Un príncipe
gay
? Se ven en su figura influencias egipcias, pero está más vivo, dotado de mayor humanidad y escapado del hieratismo que domina en el arte egipcio. Pero el enigma persiste: ¿era así cuando fue diseñado por el primitivo creador, se parece al original el reconstruido por Evans?

Los trabajos de lord Minos de Creta, con todo su enorme valor científico, nos abren nuevas dudas: ¿es que los hombres disfrutamos inventando la realidad?, ¿no somos capaces de someter nuestras desbocadas pasiones poéticas al rigor de la ciencia? En la historia griega, desde luego, no fueron muchos los que intentaron embridar a la poesía ni consideraron la ciencia una materia fría. Quizá Evans y Schliemann, cavando agujeros, se contagiaron de la locura de los antiguos griegos.

Allí, ante el relieve del Príncipe de los Lirios, me pareció probable que se pueda alumbrar algún día un teorema matemático de la Verdad partiendo de la geometría pura. No existe audacia o locura que no haya acometido un griego antiguo. En Creta se desdibuja la línea entre la realidad y el ensueño, como bien señalaba Kazantzakis.

Lo que sí sabemos, gracias a arqueólogos más humildes y con menos afán de protagonismo que Evans, es que Creta tomó del continente asiático y de Egipto, para diseñar su arte, lo mejor que habían dado de sí aquellas culturas. También sabemos, ahora sí gracias a Evans, que Creta alumbró una cultura refinada que alcanzó su mejor momento en el último periodo del minoico medio, entre los años 1750 y 1580 a.C. Tenemos noticia, además, de que los terremotos destruyeron los antiguos palacios y que, una vez que fueron reconstruidos, los reyes aqueos invadieron la isla y quemaron los nuevos. A Evans le debemos, de nuevo, saber que en Creta se estableció la primera civilización avanzada del Egeo, que fue el país «donde por primera vez surgió una civilización marcada con el sello del genio helénico», como escribe Curtius. «Allí fue», sigue el historiador, «donde el espíritu griego mostró por primera vez ser lo bastante poderoso como para apropiarse inventos de los semitas; como para transformar, a su modo, todos estos elementos, y dar formas a su vida religiosa y política que acomodasen, fielmente, los principales rasgos de su carácter».

La Grecia antigua nació, fundiendo los saberes de otras culturas, en Creta, aunque ese nacimiento se limitase a una concepción del orden social y político, y a un arte decorativo, más que al alumbramiento de la poesía o de los valores que distinguieron el alma griega.

No obstante, Grecia también le debe a Creta su Dios principal, el poderoso y temible Zeus. Y no es una herencia baladí, pues su relación con los dioses, lo mismo que su concepción del papel esencial de la poesía, fue pilar sustancial en la idea griega del mundo. Un dios, en la Antigüedad clásica, nunca era un protector ni un amigo, ni alguien a quien debiera imitarse, ya que casi todos ellos carecían por completo de ética y nobles aspiraciones. El dios griego era un depravado ser todopoderoso al que los hombres temían y trataban de calmar con costosos sacrificios y levantando en su honor ricos templos. Los hombres griegos vivían solos, abandonados a su propia suerte, sin esperanza en ningún paraíso que los acogiera tras la muerte. Tuvieron que inventarse un universo de valores meramente humanos para explicarse el mundo y hacerlo más habitable. La más grande, quizá, de todas las culturas alumbradas por los hombres era una cultura de escéptica supervivencia. Ésa es la hazaña griega, una hazaña en la que, una y otra vez, la humanidad no tiene más remedio que mirarse cuando se enfrenta a un presente atroz y lleno de perplejidades.

Zeus, la suprema deidad griega, se crió en el monte Ida, en suelo cretense, y su biografía, bien mirada, parece la de un demonio. Marcó las normas de comportamiento de los otros dioses, basadas en la crueldad, el egoísmo y el capricho. Su figura, sin embargo, nos enseña a entender la relación del griego con la divinidad: puesto que los dioses griegos carecían de una moral que podamos asumir, no hay otro remedio que llegar a la conclusión de que la ética griega se construyó al margen de los dioses, que fue puramente humana, un esfuerzo del hombre por alzar valores que le ayudasen a sobrevivir bajo el terror y el caos.

Desde luego, hay algo claro: es de prudentes guardar la debida distancia con Dios y sus secuaces. Cuanto menos, era lo oportuno en la Grecia antigua.

Para viajar de Cnosos a Festos, en el sur, hay que atravesar la panza de Creta. Allí, en el interior de las recias cordilleras y los valles fecundos, se percibe la vocación continental de esta isla, que es como un gran navío encallado en medio del mar, que mira a África y Asia con nostalgia mientras se piensa europea con orgullo.

Corría hacia el sur por viejas carreteras sinuosas, en un constante sube y baja, entre los murallones que formaban las duras montañas blanquecinas y a través de pueblos polvorientos. No muy lejos de mi destino, al coronar un cerro y comenzar un nuevo descenso, se abrió ante mi vista un enorme valle que era como un océano de olivos. Aquí y allá, entre las ondas verdes y plateadas del infinito olivar, surgía de improviso la enhiesta galanura de un ciprés, alzado sobre el bosque chaparro, como un oscuro mástil apuntando al cielo blanquecino. Detuve el automóvil, apagué el motor y salí a contemplar aquel bello pedazo del corazón cretense.

Pegaba el sol y el viento era caliente. Las cigarras rasgaban el silencio con su clamor de serruchos incansables. Más allá del valle, el corpachón de una cordillera caliza parecía un mastodóntico animal que echara la siesta. ¿Había regresado el toro blanco de Poseidón? No se veía el mar y el aire seco traía el olor de un puñado de pinos crecidos a los pies de una colina cercana. Un águila planeaba en la altura y sus gritos ocasionales hendían el aire. Quizá era el águila de Zeus.

Era un paisaje esencial y preciso. Nada parecía sobrar ni tampoco faltar. Refiriéndose a Grecia, mientras estaba en Creta, escribía Henry Miller: «Todo está delineado, esculpido, grabado. Incluso las tierras baldías tienen un aire de eternidad». Yo pensaba ahora en la buena prosa, sobria y exacta, de que hablaba Kazantzakis al comparar su escritura con los campos cretenses.

Por la cuesta, asomaba un hombre montado en un burro. Era ya un anciano, de cuerpo largo y flaco. Al verme, guió hacia mí su asno, lo arrimó al coche y desmontó. El rostro del viejo parecía el mapa en relieve de una áspera geografía.

Por señas, me pidió un cigarrillo. Yo se lo di, él lo cogió y, a renglón seguido, tomó con su manaza un puñado de higos de un saco que amarraba a las albardas y me los ofreció. Negué sonriendo. Él, entonces, me devolvió el cigarrillo. Así que acepté las frutas y le di fuego.

Le acompañé fumando. «
Beautiful, beautiful
», repetí señalando el paisaje. El anciano asintió con gesto indiferente. Luego, añadí, apuntando mi brazo hacia la lejanía: «Festos, Festos». Y él perdió la mirada en el horizonte, echó una bocana de humo al aire y dijo: «
Good
».

Consumimos nuestros cigarrillos. Me toqué el pecho y dije: «Spain, España». El hombre sonrió por vez primera. Y respondió: «
Espagna
…, ¡olé!». Le ofrecí un nuevo pitillo de mi paquete, lo tomó, volvió al saco y me regaló otro puñado de frutos. Y cada cual siguió viaje para su lado, él cuesta arriba, fumando a lomos del pollino, y yo carretera abajo, derecho a zambullirme en un mar de olivos y el interior del coche oliendo a higueras de verano.

En Festos, sobre una loma que domina el feraz valle de Messara, se desperdigan los restos del antiguo palacio minoico y huele a eucaliptos. Decía Lawrence Durrell, en su libro sobre las islas griegas, que Festos «marca», y el lugar también cautivó a su amigo Henry Miller, según cuenta éste en
El coloso de Marusi
. La verdad es que a mí me impresionó poco, tal vez porque, en los últimos días, me había empachado algo de piedras. Nunca se me ha dado bien, además, entender entre un montón de pedruscos, de techos derruidos y muros derrumbados, cómo fue la estructura de una construcción que ya ha mordido el polvo. Muchos de los lugares que guardan ruinas de la Antigüedad logran emocionarnos, sobre todo, a causa de lo que hemos leído sobre ellos, por el espíritu que los ha situado como marco de una potente historia o, incluso, un asombroso poema. En Festos, un lugar sobre el que, por lo general, sólo han escrito los arqueólogos, Durrell y Miller se sintieron conmovidos. Creo, no obstante, que hoy resulta difícil compartir su exaltación.

Así pues, me largué pronto de allí, comí en un chiringuito de la cercana playa de Matalá, rodeado de turistas alemanes abrasados por el sol, y regresé a los campos del interior, camino nuevamente de Heraklion, por una carretera distinta a la que me había llevado a Festos.

Era ese campo de Creta el que me atraía, esa tierra que ahora, avanzando la tarde, acogía una luz menos cegadora, que dejaba singularizarse a cada ser, a cada árbol; a ese viejo olivo desterrado del grupo, de tronco recio y agobiado, que inclinaba la cabellera de espesas ramas para que brillaran al sol las puntas plateadas de sus hojas, como canas pulidas por el tiempo; a ese pueblo que parecía sestear en lo alto de una loma, entre viñedos, y sobre el que se alzaba la modesta cúpula de una capilla ortodoxa; a la recta carretera gris que corría entre amarillos campos yermos, directa a estrellarse contra el paredón de una serranía blanca. Se movía trémula bajo el aire la línea de cipreses negros, siguiendo el curso de un riachuelo seco, y veía con precisión el perfil de un cazador cuya escopeta despedía reflejos en la llanura recién arada. Me parecía aquélla una tierra sustancial, de sed ascética, en la que sabía que nacieron dioses y se criaron los primeros hombres de una civilización que habría de asombrarnos a los hombres posteriores.

Me detuve en Pirgos, una aldea del camino, a tomar un refresco en un cafetín. A la puerta, sobre la acera, sentados en sillas de madera arrimadas a pequeños veladores, varios hombres viejos, sin duda jubilados y quizá algún que otro emigrante regresado de América o Australia, bebían
tsikudi
, licor de anís, y jugaban con sus
komboloi
entre los dedos, mientras contemplaban pasar camiones y automóviles en la pequeña carretera, tan cerca que casi rozaban sus narices. En Grecia tienes la impresión, vayas donde vayas, de que los ancianos de los pueblos se pasan la vida sentados en los cafés y mirando el mundo como si mirasen el mar, como si contemplasen el paso de una vida monótona y siempre igual a sí misma, sin fe y sin fatalismos.

Uno de ellos se levantó, vino hasta mí y me ofreció un platillo con rodajas de pepino. No era lo mejor para acompañar un zumo dulce de naranja; pero acepté, como es norma de cortesía en todo viajero que llega a un lugar hospitalario. «Nunca rechaces un rasgo de generosidad de la gente», decía con guasa mi padre. Y es buena norma para cualquier vagamundos.

Al día siguiente, en Heraklion de nuevo, fui a visitar el Museo Arqueológico. Es lo mejor de la ciudad, y la verdad es que uno piensa que, si todos los objetos que allí se exponen se exhibieran en Cnosos y en Festos, que es donde la mayoría fueron encontrados, las ruinas de ambos palacios cobrarían nueva vida e impresionarían en mayor medida al visitante. Esas salas de frescos incompletos y sin «mejorar» por Evans; y la pequeña estatua de la diosecilla que juega delicadamente con las serpientes mientras sus pechos desnudos apuntan hacia adelante; la cabeza broncínea del toro de astas de oro, tan semejante a un fiero toro español de lidia; las amenazadoras hachas broncíneas de doble hoja; la cabeza del león de alabastro de un vaso votivo; la gorda mujer preñada, modelada en terracota, que muestra con exactitud y detalle la geografía de su sexo; y sobre todo, el disco de Festos. Esta bellísima pieza, datada en el 1600 a.C, de unos veinte centímetros de diámetro, reproduce en ambas caras una especie de jeroglífico circular dividido en casilleros. El jeroglífico trae de cabeza a los arqueólogos y nadie ha sabido descifrarlo hasta el momento. ¿Qué oculta, una crónica de la historia minoica?, ¿es una representación simbólica del laberinto?, ¿o reproduce un tratado de astrología de origen mesopotámico?

Lo contemplé un rato, rodeando la vitrina que lo encierra y estudiando sus dos caras. Y me acordé de pronto de un juego infantil español, un pasatiempo de dados que llamamos La Oca. ¿Y si el disco de Festos, para pasmo de arqueólogos, fuera tan sólo un juego ideado para los pequeños príncipes minoicos?

Tomé un autobús hacia Agios Nikolaos y escapé de Heraklion poco antes del mediodía. Pensaba que, por más fechas y acontecimientos que enumeren las guías turísticas y los libros de los estudiosos, Heraklion carece de historia. Pues no hay historia allí donde las ciudades no están hechas a la medida humana, por más que cuenten con una dilatada cronología y estén llenas de iglesias, palacios y museos.

Tenía todo el día por delante, así es que elegí una ruta más larga, por una carretera que cruzaba no muy lejos del monte Ida, en cuyas alturas se crió un terrible niño al que llamaron Zeus.

La mitología griega, su cosmogonía, los hechos de sus dioses y sus héroes, constituyen un galimatías en el que uno siempre se pierde. Por más que Hesíodo, casi contemporáneo de Homero y bastante peor escritor que el autor de la
Odisea
, intentase poner orden entre los residentes del Olimpo y toda su descendencia de dioses menores, y de ninfas, faunos, musas, centauros, parcas, semidioses, héroes, animales sagrados y el resto de la populosa tropa, no hay forma de aclararse. Si, como dicen las leyendas griegas más antiguas, en el principio fue el Caos, lo que vino después no es mucho mejor cuando se trata de entenderlo.

Más vale fiarse de Robert Graves, poeta, novelista y uno de los más lúcidos apasionados de la civilización griega. Este inglés, residente en Mallorca la mayor parte de su vida, se acercó al mundo clásico desde dos ángulos: la ciencia y la fantasía, que es quizá la mejor forma de aproximarse a aquel universo dominado por el impulso poético. Escribió espléndidas novelas de tema clásico, como
El Vellocino de Oro
o
La hija de Homero
, y nos dejó ese monumental estudio de
Los mitos griegos
, que es obligada fuente de consulta para cualquiera que intente escribir sobre el asunto. Como Kazantzakis y Miller, Graves creía que, ante todo, hay que buscar las verdades griegas a lomos de la poesía. De otra manera, no se llega a ninguna parte y el lector se queda frío.

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