Authors: Javier Reverte
Así que, siguiendo sus pasos y dejando de lado las leyendas sobre la creación del mundo y sobre las famosas cinco edades del hombre, y sin detenernos para nada en las influencias semitas, egipcias, mesopotámicas o cualesquiera que se fundiesen con los mitos pelásgicos para alumbrar las creencias griegas, parece probable que el Caos surgiera de la Madre Tierra, y que ella diese a luz a su hijo Urano mientras dormía. Urano tuvo hijos Titanes y también Cíclopes, y estos últimos eran gigantes de un solo ojo a quienes luego Urano desterró al infierno del Tártaro. Enfadada la Madre Tierra con su hijo, alzó en armas a los Titanes y puso al frente de la tropa a Cronos, a quien dio una hoz de pedernal. Cronos sorprendió a Urano durmiendo y lo castró con la hoz. Los Titanes liberaron del Tártaro a los Cíclopes y Cronos ocupó el trono, casándose con su hermana Rea. Ya observamos, pues, desde los orígenes, la naturalidad con que los antiguos dioses practicaban el parricidio y el incesto.
Cronos enfadó de nuevo a la Madre Tierra al enviar otra vez al Tártaro a los Cíclopes, y ella profetizó que Cronos sería derrocado por uno de sus hijos. Para proteger su trono, Cronos se dedicó a devorar a los numerosos vástagos que Rea le daba. Entre otros, fagocitó a Deméter, Hera, Hades y Poseidón.
Rea, desesperada ante los banquetes de su marido, tuvo un tercer hijo varón, al que llamó Zeus, que nació en Arcadia, y antes de que su padre se lo zampara lo entregó a la Madre Tierra, quien lo ocultó en una cueva del monte Ida, en la lejana Creta, donde lo criaron tres ninfas. Para burlar a Cronos, Rea escondió entre pañales una piedra del tamaño de un recién nacido y Cronos se lo tragó sin más contemplaciones, creyendo devorar al niño Zeus. Está claro que aquel dios era cualquier cosa menos un buen
gourmet
.
Cuando Zeus creció, regresó a Arcadia y pidió a Rea que lo nombrara copero de Cronos. Así lo hizo su madre, que incluso preparó una pócima mágica para mezclarla con el vino favorito de Cronos. El dios tomó el brebaje y enfermó vomitando cuanto llevaba en el estómago: primero la piedra y luego a los hermanos mayores de Zeus. Y todos los descendientes de Cronos se aliaron para combatir contra su padre, a quien sostenía el ejército de los Titanes. Zeus liberó a los Cíclopes del Tártaro y los unió a sus tropas, y estos gigantes le entregaron el poder del rayo.
Tras diez años de guerra, un día, los tres hermanos que dirigían el ejército rebelde, Hades, Poseidón y Zeus, entraron en el palacio del supremo de los dioses. Mientras Hades le desarmaba y Poseidón le distraía, Zeus le clavó el rayo y lo mató.
Lograda la victoria, hubo un sorteo entre los tres hermanos, para decidir cuál sería el primero de los dioses. La suerte favoreció a Zeus, que quedó como soberano de los cielos; a Poseidón le correspondió el reino de los mares, y en manos de Hades quedaron la oscuridad y los infiernos.
Zeus se casó con Hera. Y convertido en un nuevo tirano, con poder incluso sobre los reinos de sus hermanos Poseidón y Hades, se dedicó a matar a quien se le oponía y a fornicar a destajo con quien le venía en gana. Violó a su madre Rea, hizo el amor con sus hijas, yació con incontables ninfas y musas, y también con abundantes mujeres mortales. Era tan promiscuo como carnicero. Pero ya no había enfrente nadie que pudiera oponerse a su poder, pues poseía el rayo. Escogió el Olimpo, en tierras de Macedonia, como su residencia y la de las otras divinidades. Engendró también a Hermes, Artemisa, Atenea y Apolo. Y el último de todos los olímpicos, a Dioniso.
Este dios maléfico y caprichoso, cuyo carácter recuerda antes al de un niño cruel y despiadado que el de un anciano tiránico, no podía, en buena lógica, tener hijos y ayudantes mucho mejores que él. De modo que su corte olímpica la componían un hatajo de seres depravados que hacían la vida imposible a los mortales. La afición al parricidio, al incesto, al robo y al asesinato se contaban entre sus principales virtudes morales.
Así eran los dioses de los griegos: injustos, lujuriosos, vengativos, caprichosos, temibles y malignos. Los pobres hombres griegos, que no amaban a sus dioses, sino que los temían, debieron construir una moral propia al margen de la divinidad, inventarse un mundo habitable y civilizado a la medida humana. No eran los hijos de los dioses, sino sus víctimas. Y quizá por eso no intentaron subir a los cielos y sentarse al lado de Dios para gozar la eternidad en el reino de los inmortales. Mejor estar lejos del Olimpo que en sus cercanías, pensarían con buen criterio. En sus creencias, además, no existía el paraíso redentor, sino tan sólo esa oscuridad del fondo de la tierra, el Hades, donde las almas quedaban condenadas a vagar en la nada por los siglos de los siglos. Buenos o malos, todos iban, al fin, a parar al mismo sitio.
Sin esperar un lugar en el Edén como premio a su buen comportamiento, sin tener que responder ante un dios benigno por ninguna clase de pecado original, los griegos debieron de contentarse con comprender el mundo y explicárselo, con intentar ganar su lugar en la tierra y entregar su buen nombre, como un ejemplo estético, a los hombres de los siglos venideros. Era una rebelión del espíritu que construyeron, en esencia, echando mano de la poesía y de la filosofía. Sin el peso de un mundo ideal diseñado por los dioses, ya que el Olimpo era cualquier cosa menos ejemplar, y sin necesidad de ganar la vida eterna, no estaban obligados a decir amén a nada. Y tenían las manos libres para poner cualquier cosa en cuestión e inventarlo todo. ¿No es ése el punto de partida de los poetas de todos los tiempos cuando caen los dioses, no reside en ese tipo de valentía el arranque de las grandes literaturas?
Unas horas después de haber salido de Heraklion, al cruzar un ancho paraje que coronaba al fondo la cumbre del monte Ida, casi temblé al pensar en el pavoroso dios que allí se había criado, rodeado de dulces ninfas y cándidos pastores. Menos mal, convine, que ya no estaba allí: quién sabe si, por un súbito capricho o un malhumor repentino, el viejo Zeus habría sido capaz de fulminarnos con el rayo. Y un autobús moderno no tiene todavía la chapa bastante fuerte como para protegerse de la cólera de un dios carente de moral e infinitamente maligno.
Agios Nikolaos, en el extremo oriental de la isla, era una ciudad alegre y bonita, como Canea, y mucho más hermosa que Heraklion. Sus restaurantes están especializados, de todos modos, como sucede en cualquier lugar de la costa de Creta, en robar al turista. Pero qué le vamos a hacer: en todos los viajes, y por muy experimentado trotamundos que te consideres, hay que hacer un presupuesto aparte para cubrir los timos y los engaños, en especial cuando los lugares que visitas figuran en las guías de turismo. Compré el billete para el transbordador que, al día siguiente, habría de llevarme a Rodas, cerca ya de las costas turcas del Egeo. No alentaba un particular interés por la isla, pero era el camino más corto para cruzar a Turquía y entrar en las tierras del Asia Menor, un territorio esencial para comprender la historia del alma griega. Si hubiera tenido más tiempo, habría navegado hacia las Cicladas, al norte, para poner los pies en otras islas, como Naxos y Delos, suelos hollados por los pies de dioses como Dioniso y Apolo… ¡Pero el tiempo es limitado incluso en los largos viajes! Tendríamos que contar con una eternidad por delante para verlo todo, aunque luego no escribiésemos una sola línea sobre ello.
Antes de dejar atrás Creta, creo que sería injusto no recordar su carácter de isla sufriente, guerrera y orgullosa. Su espíritu rebelde e irreductible, en suma. En Creta ha corrido la sangre a raudales, mucha sangre libre. Los cretenses siempre se consideraron a sí mismos como griegos, desde los tiempos minoicos, aunque una y otra vez fueron forzados por los imperios de la región a vivir bajo el yugo extranjero. Romanos, árabes, venecianos, turcos y finalmente nazis dominaron sucesivamente la isla desde que el imperio de Alejandro Magno se desmoronó. Pero la dura Creta, la recia Creta de las montañas calizas y los barrancos resecos, se levantó una y otra vez contra la opresión. La lista y el relato de sus rebeliones formaría un libro de varios miles de páginas.
Creta nunca aceptó rendirse ante nadie y su orgullo insurgente se manifestó, sobre todo, cuando llegaron los turcos. A finales del siglo XVI, y tras la caída de Chipre ante el empuje otomano, la isla del Minotauro era el último bastión cristiano en el levante mediterráneo. Los turcos atacaron y la guerra de Creta, como se llamó al conflicto, duró veinticuatro años. Cuando Canea, el último reducto de resistencia, cayó tras un largo asedio, en 1669, la población cretense sufrió un verdadero holocausto: sus principales dirigentes fueron asesinados, los niños enviados a Turquía para ser entrenados como futuros jenízaros y las mujeres pasaron a nutrir los serrallos de los nuevos señores. Todo aquel que quería salvar la vida debía abrazar la fe musulmana. Creta quedó islamizada a golpe de alfanje.
Pero eso sucedía tan sólo en las grandes ciudad de la costa. En el interior de la ruda Creta, la religión ortodoxa, la lengua y el corazón griego de los habitantes de la isla continuaban vivos. Y una nueva serie de levantamientos se encadenaron en los siglos siguientes, rebeliones que conducirían al autogobierno de la isla en 1898. De hecho, desde 1821 hasta 1898, más que hablar de alzamientos hay que fechar una larga guerra de liberación con pequeñas interrupciones. Las atrocidades cometidas por los turcos para reducir a los rebeldes fueron incontables y a cada cual más cruel: matanzas planificadas de civiles, incluyendo niños y ancianos; quema de aldeas, violaciones masivas de mujeres, asesinatos entre el clero ortodoxo…; la «carnicería de Arkadi», en 1866, donde los turcos pasaron por las armas a trescientos rebeldes, matando también a los seiscientos niños y mujeres que les acompañaban, quedó en la historia del sufrimiento cretense como una fecha imborrable. Por su parte, en los últimos años de la contienda, los cretenses no ahorraron atrocidades en su acoso final contra los turcos. La historia de esta guerra está escrita desde el horror.
El 2 de noviembre de 1898, el último soldado turco dejaba la isla. Creta debió resignarse a atrasar hasta 1908 su sueño de integrarse a Grecia, que había logrado su independencia en 1829. Las potencias europeas concedieron a la isla un estatuto de autonomía bajo el ala protectora de Gran Bretaña, y el 9 de diciembre de 1898, el príncipe Jorge de Grecia entraba en Heraklion para ocupar el cargo de alto comisario. Diez años después, Creta pasaba a formar parte del joven Estado griego.
Ahí no acabó, sin embargo, el dolor de Creta. A finales de mayo de 1941, Hitler ordenó la invasión de la isla. En una acción combinada de bombardeo naval y una lluvia masiva de las divisiones nazis de paracaidistas, la isla fue ocupada en diez días y el pequeño contingente de tropas británicas, neozelandesas y australianas cayó derrotado y huyó a Egipto. Los campesinos griegos, hombres y mujeres, armados con viejas escopetas de caza e, incluso, con aventadores de heno, lucharon contra los paracaidistas alemanes. La represión nazi, durante los meses y años siguientes, fue implacable. Hubo fusilamientos masivos en aldeas y ciudades, en tanto que a los judíos de la isla, la mayoría de origen sefardí, los nazis los enviaron a los campos de exterminio. La resistencia, cómo no, se organizó en las montañas del interior, auténtica punta de lanza en la lucha de liberación de los últimos años de la guerra.
Creta la dura, la irreductible, ardiendo aún sobre las llamas de su pasado y mirándose una y otra vez en el espejo sangriento de su historia. Hoy nos parece, en sus playas serenas repletas de turistas rojos como cangrejos bajo el sol estival, que ha llegado al fin el tiempo del olvido.
Alexis Zorba, ese hijo poético de Nikos Kazantzakis, tan parecido en su carácter a los héroes homéricos, preguntaba a su jefe en la novela del autor cretense:
«Ocurre aquí una cosa milagrosa, patrón. Tú que has hojeado muchos libros quizá lo sepas… Es un curioso milagro lo que me desconcierta. Porque todo eso, las canalladas, atrocidades y matanzas que cometimos nosotros los rebeldes acabaron por traer al príncipe Jorge a Creta, es decir, ¡la libertad…! ¡Ése es el misterio, un hondo misterio! Porque, para que haya libertad en el mundo, ¿es necesario que se cometan tantos asesinatos, tantas atrocidades? Si me diera ahora, patrón, por contarte todos los crímenes y atrocidades que hemos cometido se te pondrían los pelos de punta. Y, sin embargo, el resultado de aquello, ¿cuál fue? ¡Pues la libertad! En lugar de consumirnos con un rayo lanzado desde el cielo, Dios nos concede la libertad. ¡Yo no lo entiendo! […]. ¿Quién sembró esa semilla en nuestras sucias entrañas? ¿Y por qué la semilla no germina y da flores en un campo de honradez? ¿Por qué requiere sangre e inmundicias?»
Son, las de Zorba, preguntas que muchas veces se han hecho los grandes escritores, como por ejemplo Shakespeare. Y para las que los hombres todavía no tenemos respuesta.
En el amanecer de Agios Nikolaos, bajo la penumbra rosácea, todo cuanto se movía iba camino del muelle, el único lugar que parecía dotado de vida aquella madrugada. Un poco más tarde, allá lejos, en el mar, y entre dos picachos azulados, asomó la sombra blanca y grandona del viejo transbordador que llegaba desde el Píreo ateniense. Sonó la sirena y los empleados del embarcadero comenzaron a disponerse para la maniobra del amarre, mientras los pasajeros formábamos grupos a los lados de los gruesos noráis de acero.
Después, la barriga del enorme leviatán se abrió por popa y entramos todos, automóviles, camiones, autobuses y un par de centenares de pasajeros de a pie. La panza de aquel transbordador parecía capaz de tragarse la ciudad entera de Agios Nikolaos.
Eran las ocho y cuarto cuando zarpamos rumbo a Rodas, a medio día de viaje hacia el oriente. Pegaba ya duro el sol del estío sobre las cubiertas. La costa recia de la isla viajaba a estribor, como si quisiera despedirnos caminando todavía unos kilómetros a nuestro lado. Adiós, Creta, la de las civilizaciones perdidas en el tiempo, los dioses huidos y Zorbas de corazón ardiente y torturado. La de los campos exactos como la prosa de Kazantzakis y montañas semejantes a blancos toros de piedra. La Creta de los antiguos príncipes que bailaban aireando sus coronas de lirios. La de los héroes y los monstruos mitológicos. La Creta de las guerras sin cuento, el cielo de Henry Miller, los amaneceres de Homero y los perfiles siderales de Kazantzakis.
Quedó atrás la costa y la luz cegadora lo devoró todo, incluso el azul del mar. Doce horas después, próximo ya el atardecer, la línea negra del litoral de Rodas asomaba a proa. Entretanto, a popa, un humilde sol naranja se escondía tras la estela blanquecina que pintaba el barco sobre un mar esmaltado.