Corazón de Ulises (12 page)

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Authors: Javier Reverte

BOOK: Corazón de Ulises
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Durante las primeras décadas de vida de la orden, los de Auvernia, Provenza y Francia monopolizaron el cargo de gran maestre, pero en 1376 el capítulo eligió a un español, Juan Fernández de Heredia, que ocupó el puesto durante veinte años. Fue uno de los más capaces líderes de la orden, además de una de las más eruditas figuras de principios del Renacimiento. Estudió la obra de los autores clásicos y, por encargo suyo, se tradujeron a su lengua natal, el catalano-aragonés, las
Vidas paralelas
de Plutarco, así como obras de Tucídides y Eutropio. Él mismo escribió dos libros:
Grand Crònica d'España
y
Crònica de los Conqueridores
.

El número de caballeros que servían a la orden en Rodas varió a través de los siglos, pero nunca excedió la cifra de mil. Los grandes maestres no estaban obligados a residir en la isla de manera permanente. Fernández Heredia, por ejemplo, tan sólo vivió en Rodas durante un breve periodo de tres años.

La población local la constituían, en su mayoría, griegos ortodoxos, que controlaban los astilleros y la banca. También se asentaron en la isla grupos de españoles, franceses e italianos, que por lo general servían a los caballeros como soldados. Había un núcleo importante de población judía, dedicada al comercio y a la artesanía. Unos pocos armenios trabajaban las tierras circundantes de la ciudad. Y la isla era visitada a menudo por gitanos. Los musulmanes que habitaban en Rodas, turcos y egipcios casi todos ellos, eran esclavos, por lo que carecían de organización social y no contaban tampoco con mezquitas para celebrar sus ceremonias religiosas. La isla era, pues, en tiempos de la orden, una suerte de pequeña Babel donde entraban y salían las ideas tanto como las mercancías.

La vida en Rodas ofrecía las caras de toda sociedad opulenta: nobles que poseían grandes masiones ajardinadas y que dedicaban las tardes a pasear por las calles principales sobre altivos caballos, vestidos con las ropas y las joyas más caras, y que ocupaban sus fines de semana practicando la cetrería con los famosos halcones de Rodas; y en los muelles, una multitud de rameras, pederastas, chulos, jugadores y marineros ávidos de alcohol y sexo. Las cárceles rebosaban de ladrones y proxenetas y, una y otra vez, la orden debía dictar bandos en los que se conminaba a las prostitutas a vivir enclaustradas en un sector de la ciudad, lejos de las casas habitadas por mujeres virtuosas. Pero las mujeres virtuosas de Rodas no lo eran tanto. En 1483, durante un periodo de calma en las relaciones con los turcos tras el primer asedio otomano, un buen número de comerciantes musulmanes obtuvieron permiso para desembarcar en la isla y hacer tratos con sus habitantes. Muchos de ellos despertaron, al parecer, la curiosidad sexual de las virtuosas damas cristianas y el escándalo llegó a tal punto que la orden publicó un edicto por el que se prohibían las relaciones de mujeres cristianas con musulmanes y judíos, bajo pena de muerte.

No obstante, la bonanza de aquella sociedad feudal y rica, enclavada en el Egeo oriental, tenía los siglos contados. Duró dos. El Imperio otomano iniciaba su expansión, destruyendo piedra a piedra el bizantino, y Rodas quedó como lo que era: una isla, en este caso una isla rodeada de turcos por todas partes. Los caballeros la defenderían con uñas y dientes y no poco heroísmo durante dos asedios.

En el primero de ellos, en 1480, los de Rodas lograron resistir y el ejército y la armada otomanos se retiraron tres meses después del inicio del sitio. Durante el segundo, en 1522-1523, los turcos mantuvieron cercada la ciudad casi siete meses, antes de doblegar a los cristianos. El propio sultán Sulimán el Magnífico, uno de los reyes-guerreros más capaces de todos los tiempos, dirigió el asalto a los muros de Rodas.

Perdida la guerra, los caballeros firmaron la rendición con el sultán otomano y se largaron con la música a otra parte.

Recia, pues, y colosal, la historia de este lugar remoto del Egeo. Hoy, tantos siglos después de la conquista de la isla por los turcos, si uno camina al anochecer por la calle de los Caballeros cuando no hay turistas, rodeado por los antiguos edificios que con tanto rigor supieron recuperar del pasado los ingenieros del fascismo italiano, verá las calles vacías de una Rodas tan bien reconstruida que semeja ser un decorado de Hollywood. Con tal premiosidad y mimo ha sido la ciudad traída hasta el presente desde el pasado, que uno no se la cree. Y, sin embargo, si un caballero en armadura, roja cruz sobre el peto blanco y tizona al brazo, asomara en una esquina en la noche solitaria, bajo la luna llena, gritando aquello de «quién vive», a cualquiera podría sobrevenirle un súbito mareo. Rodas, por más que fuera pagana en los días antiguos, por más que la ocuparan los turcos durante siglos, por más que la invadan en verano las oleadas de turistas ávidos de sol y de
souvenirs
, les pertenece a los caballeros de San Juan, aquellos piratas sin patria y muchas lenguas que levantaron muros y cavaron fosos para detener el tiempo.

La historia de los asedios de Rodas, una isla tan estratégica, no terminó con su conquista por los turcos. Aún en este siglo, finalizando la II Guerra Mundial, una guarnición de los ejércitos del Eje fue cercada por las tropas aliadas. En los últimos días del sitio morían cada día varios cientos de soldados, por malnutrición o enfermos de disentería y malaria. Y no quedó un solo animal en la isla, incluidos perros y borricos: todos fueron a parar al estómago de la hambrienta tropa antes de la rendición. Concluida la guerra, la isla, como las otras que se integran en el archipiélago del Dodecaneso, dejó de pertenecer a Italia, de cuyos dominios formó parte durante treinta y seis años.

Mi barco salía a primera hora de la tarde, rumbo a Kastellorizon. Me despedí de la pensión y Nikos, mientras me estrechaba la mano, insistió: «Ya verá cómo le gusta la islita, es muy buena para escritores». Bajé con mi bolsa hacia el café Besara, a través de las callejuelas sombreadas de emparrados, dándole vueltas a esa murga sobre islas y escritores. A la mulata Eva, que se sentó conmigo mientras yo comía un bocadillo y daba cuenta de una frasca de vino blanco, las historias de caballeros le importaban un bledo. Seguía obsesionada con África.

—El problema es que yo soy griega por dentro y africana por fuera. ¿Cree que me recibirán bien en África?

—Los africanos reciben bien a todo el mundo, Eva. Y, además, con un alma griega se puede ir a todas partes. Es usted la combinación perfecta para viajar a África.

—Y dígame, ¿son tan grandes los elefantes como se les ve en los documentales?

—Algo más pequeños que su Coloso.

—Le diré una cosa, amigo español: yo no creo que el Coloso existiera nunca. Nadie lo dibujó, no ha quedado ninguna descripción clara de cómo era. Muchos rodios opinan lo que yo, aunque se callen sobre el asunto. Además, a los griegos nos gusta exagerar. Por eso me encanta ser griega, porque me divierte medio inventarme las cosas y porque mis amigos hacen lo mismo. Es un juego estupendo para ir viviendo.

Me quedaban un par de horas por delante y me acerqué al Museo Arqueológico, abierto en las dependencias del que fuera hospital de los Caballeros de San Juan. No cuenta con piezas demasiado interesantes desde un punto de vista artístico. Pero de nuevo estaba Afrodita…, ahora una pequeña estatua de terracota, una grácil muchacha arrodillada, otra vez desnuda, que peina sus cabellos y dirige a quien la mira su inmortal sonrisa.

A las seis menos cuarto, con casi una hora de retraso sobre el horario anunciado, me alejaba de Rodas a bordo del
Nissos Kálymnos
, un pequeño transbordador en el que viajábamos apenas una veintena de pasajeros. Rodas se dibujaba a popa como una balsa de piedra, insensible a los mordiscos del tiempo y, sin embargo, casi volátil sobre el mar, como un fantasma que flotara en el espacio luminoso. El Mediterráneo, «la nodriza de todos los navegantes», como lo llamaba Joseph Conrad, se mecía en un leve oleaje que acariciaba los costados del barco. Otra vez era una tarde sensual y empachada de luz. Tenía la sensación de que Afrodita navegaba de nuevo junto al transbordador, peinándose entre las ondas marinas y llevándonos hacia el más lejano rincón del Egeo, cautivos de su sonrisa. Cuando el ocaso se acercaba, el sol tomó la apariencia de una golosina, como un redondo caramelo. Y luego, el mar glotón se lo tragó, disolviéndolo en las ávidas gargantas de la noche.

Capítulo VI
Una isla para escritores

Repaso mis notas de aquel día y leo que, a las diez de la noche, tenía la sensación de llevar navegando una eternidad a bordo de aquel barco, en las honduras del Egeo. En todo largo periplo hay un momento en que percibes que el viaje ha comenzado de veras, y no suele suceder al principio, sino cuando sientes que tu alma ha escapado definitivamente a la rutina, que ha huido de los hábitos de la vida cotidiana, de tu patria, en suma. Da lo mismo entonces el rumbo de tu marcha y el puerto al que te diriges. Disfrutas la alegría de la intensidad del presente y todo te emociona: los rostros desconocidos de los otros viajeros, algunos de los cuales ya te van siendo familiares; la visión de paisajes no imaginados; el golpe del viento que te revuelve el cabello; el olor del mar. Y piensas entonces que la sensación de eternidad se halla más próxima del movimiento que de la inmovilidad, del viaje que del hogar, mientras la Tierra parece mecerte en su regazo amable.

Más allá de la banda de babor, bajo las furiosas estrellas y una bruñida media luna, se recortaban entre las sombras del cielo los lomos oscuros de las montañas turcas, y en sus faldas parpadeaban las apocadas luces de algunas aldeas. Eran las costas del Asia Menor, las costas donde nació la filosofía, las costas de Heráclito, aquel que vino a decirnos que todo fluye. Era cierto, pensé, porque yo mismo me sentía disuelto en el espacio, y al propio tiempo, más vivo que nunca marchando en los caminos de la nada. Lo eterno es dejar de ser en el ritmo vertiginoso del incesante cambio. Tenía la impresión de que mi viaje empezaba en esa noche.

Ahora el mar se agitaba y el barco se movía en un rítmico cabeceo. El aire era fresco. A mi lado, acodados como yo en la baranda y con las manos enlazadas, una joven pareja de novios contemplaba la costa. Bien, me dije, tenía razón Nikos: allá íbamos, hacia Kastellorizon, dos enamorados y un escritor.

Eran italianos, de Génova, y por descontado que viajaban en su luna de miel. Sólo tenían día y medio para permanecer en la isla, pero el chico estaba obsesionado con visitarla.

—En Kastellorizon se rodó
Mediterráneo
—me dijo—, una película maravillosa. Tenía que venir por fuerza, me moría por verla. ¿Y usted, por qué viene?

—Un motivo parecido al suyo: soy una especie de peregrino literario.

—Un romántico, vamos. Eso está bien. ¿Cuánto tiempo pasará en Kastellorizon?

—No tengo prisa, ando metido en un largo viaje.

—Es usted un hombre de suerte. No hay nada mejor que viajar decidiendo sobre la marcha. Será usted rico, supongo.

—No. Sólo me organizo bien.

—Lo único que me preocupa —siguió el joven— es llegar allí y decepcionarme. Esas cosas pasan: que sueñas con un lugar y después no se parece nada a lo que imaginabas.

—En todo caso —respondí—, aseguran que es una buena isla para enamorados.

—Eso me dijeron en la agencia de viajes. Y también para artistas, creo.

Me senté a tomar notas en uno de los largos bancos de madera que miraban hacia popa. Un rato después se acomodó a mi lado una mujer de alrededor de cincuenta años. Era gruesa, de aire desgarbado y poderosas caderas. La falda cubría sus rodillas, pero dejaba al aire las varices que trepaban por sus piernas desde los tobillos. Las greñas le caían en rizos negros y canosos sobre los hombros. Tenía un rostro redondo, con algunas profundas arrugas, y una buena nariz. Pero sus ojos, tocados de una leve luz de tristeza, eran muy hermosos: negros, grandes y vivos.

Me dijo que se llamaba Helena y que había nacido en Chipre. «Como la Helena de Troya», señalé. «Sí, pero nadie ha hecho una guerra por la Helena de Chipre», respondió sonriente. Estaba pasando unas cortas vacaciones en Rodas y quería conocer Kastellorizon. Era casada y tenía seis hijas, y una vez al año, durante quince días, se tomaba un descanso de sus tareas como ama de casa. Y se largaba adonde le apetecía.

—Antes viajaba con mi hermana, pero ahora prefiero ir sola. Es mejor, te relacionas con más gente. ¿Y usted, viaja con alguien?

—Solo.

—¿Y qué opina su mujer…?, porque supongo que es casado.

—A ella le parece bien. ¿Y qué opina su marido?

—Yo trabajo todo el día como una negra, siempre hay hermanos, primos, cuñados y amigos que vienen a comer o a cenar a casa. No paro. Y tengo que liberarme alguna vez. Mi marido está de acuerdo.

—Ya lo ve: somos libres.

—¿En qué trabaja? —preguntó Helena.

—Exportación e importación.

—¿Y qué es lo que exporta e importa?

—Cualquier cosa que pueda comprar barato y vender caro.

—Un buen trabajo. ¿Viaja a menudo?

—Constantemente.

—Perdone la pregunta —continuó—, pero cuando está de viaje, ¿es fiel a su mujer?

—Absolutamente fiel —contesté tajante.

—Es raro en un hombre.

—¿Y usted, es fiel a su marido cuando está fuera de casa?

—Lo intento con todas mis fuerzas.

Seguimos un rato más de cháchara. Helena hablaba un buen inglés, mejor que el mío, claro y rotundo, con una sólida pronunciación que parecía clavar las palabras en mis oídos. En su calidad de chipriota, tenía pasaporte británico. Había estudiado durante un año en Londres cuando era joven.

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