Corazón de Ulises (16 page)

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Authors: Javier Reverte

BOOK: Corazón de Ulises
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Tras aquella oleada de hombres que huían, alrededor del siglo X a.C, vino otra segunda: la de los buscadores de fortuna. Las nuevas gentes que, en los siglos IX, VIII y VII a.C, viajaban a los asentamientos de Asia Menor y de la Magna Grecia, no escapaban de los invasores dorios, sino que se sentían atraídos por la vida más próspera que surgía en las colonias de ultramar.

De manera que, en cuatro siglos, con sangre renovada y nuevas aportaciones técnicas y culturales, los griegos escapados de la madre patria se transformaron en colonizadores y, de pobres exiliados, mudaron a señores.

La riqueza produce ocio y de la panza sale la danza. Algunos estudiosos de aquel periodo sostienen que, sin riqueza en las arcas y sin una clase acomodada de señoritos hijos de comerciantes prósperos, no habría filosofía. Puede que, en parte, eso sea cierto. En todo caso, entre el siglo IX a.C. y el IV de la misma era, aquellos «jonios», como la historia posterior los ha llamado, aquellos emigrantes que se sentían los legítimos herederos de la cultura aquea, dieron un imponente impulso a la navegación, al comercio, a las artes y a la ciencia. Reinventaron el alfabeto, aprendieron de los lidios la acuñación de monedas y llevaron la técnica al continente. Es incluso probable que crearan la literatura épica, suponiendo que Homero, como aseguran algunos, naciera en el Asia Menor o en alguna de sus cercanas islas.

En Sicilia y en las costas del sur de Italia, en el litoral del Asia Menor, en Egipto y en las riberas meridionales del mar Negro, Grecia renació sobre las cenizas dejadas a su paso por los dorios de los «siglos oscuros». Aquellos jonios que huían se sentían herederos de las dinastías griegas anteriores a los dorios. Así, los monarcas de andróclidas de Éfeso y los nélidas de Mileto, los dos focos principales de organización política griega en el Asia Menor entre los siglos IX y VI a.C, se proclamaban descendientes directos de los reyes de Atenas, los hijos exiliados del héroe Teseo. En el otro lado, los griegos de la madre patria, asombrados por las conquistas comerciales y culturales de sus hijos emigrados, alardearon de su parentesco con ellos: y sobre todo los atenienses, que siempre se consideraron jonios.

Entre todas las colonias, Mileto se alzó desde el principio como un universo deslumbrante, por encima de Éfeso, su gran rival. No sólo era la más rica de las ciudades del Mediterráneo oriental, hasta el punto de que llegó a fundar casi cien nuevos asentamientos urbanos en el Mediterráneo, Egipto y el mar Negro, sino que se convirtió también en la primera capital cultural del mundo jonio. Aquí sí que están de acuerdo todos los estudiosos, dejando a un lado sus hipótesis y sus simpatías: en Mileto nació la filosofía.

Brillaba el sol de la mañana sobre el valle del río Meandro, ahora ya canalizado y sin los recovecos de otro tiempo, sin los meandros de antaño. La abundancia de agua hacía brotar en la larga llanura verdes sembrados de cereal. En las tierras de secano crecían bosques de eucaliptos y filas de olivares. El cielo era limpio y hondo, teñido de un terso azul celeste, un cielo que ni inventado para los estudiosos de la cosmogonía. Viajaba en un taxi que había alquilado en Söke y, sentado junto al chófer, intentaba comprender con esfuerzo la extraña jerga mezclada de alemán e inglés en que me hablaba. Se llamaba Mustafá y, según pude colegir, había vivido emigrado durante unos años en Berlín. Lucía un imponente bigote, como cualquier turco que se precie de macho, y fumaba sin cesar cigarrillos que llenaban el coche con aroma a pastos de hinojo. La carretera era recta y estrecha y el tráfico muy escaso. Siempre había dos o tres pescadores asomados al pretil de cada puente que cruzábamos sobre los canales del meandro.

Entrábamos en un campo yermo y, al fondo de la carretera, tras una arboleda, asomó en la altura la silueta parda de una fortaleza turca, un tosco castillo, feo como una boñiga. Nos asomamos a la entrada del recinto de Mileto. Era un ancho descampado sobre el que volaban bandos de palomas y cuyo suelo alfombraban las piedras de otras edades. Desde allí contemplé durante un rato la ciudad destruida por los siglos, mirando lo que un día pudieron ser plazas y calles, imaginando lo que aquello pudo ser antes de convertirse en el inmóvil resto del gran desastre. En Mileto apenas queda nada en pie, salvo el monumental teatro que podía dar asiento a más de veinte mil espectadores. Y de lo poco que queda, salvado a duras penas en el torbellino del tiempo, nada es ya jonio, nada es griego.

Mustafá señaló, orgulloso, hacia la bandera turca que ondeaba en el torreón de la fortaleza, alzada sobre un otero que dominaba la llanura. El castillo turco de Mileto, construido sobre los cimientos de la antigua ciudad griega y aupado sobre la recia loma, parecía crecer en esa hora sobre los campos achicharrados bajo el sol del estío.


Greeks, kaputt…
—dijo Mustafá, apuntando ahora con el pulgar hacia abajo—.
Sons of a bitch
.
Guten turkish
.

Asentí y le indiqué que me esperase tomando un café en la terracilla sombreada de la entrada de Mileto.

Es probable que Mileto se fundase entre el 1400 y el 1200 antes de Cristo, por griegos venidos desde Creta. Cuando comenzó la emigración jonia, alrededor del año 1000, la leyenda afirma que los nuevos invasores de la ciudad eran una tropa de soldados que venían sin mujeres y niños. Conquistaron Mileto, mataron a todos los hombres y se casaron con las viudas, en verdad una manera muy expeditiva de colonizar.

Mileto se hizo rica durante los cuatro siglos que siguieron, y al arrimo del dinero, floreció una vida cortesana que impulsó las artes y la ciencia. En el siglo VI a.C, Mileto era un pequeño París. En la segunda mitad del siglo, sin embargo, los persas, en su avance desde Oriente hacia Grecia, destruyeron la ciudad. Y aunque volvió a ser reconstruida, ya no recuperó nunca su antiguo poderío. En los siglos siguientes formó parte del imperio de Alejandro y, al fin, de Roma. San Pablo predicó entre sus habitantes durante su viaje evangelizador por el Mediterráneo. Y fue abandonada para siempre en los primeros siglos de la era cristiana, cuando su puerto, alejado unos kilómetros de la ciudadela, dejó de ser practicable.

De aquel Mileto del siglo VI a.C. apenas quedan el polvo, las piedras desparramadas, galerías de subterráneos primitivos y algunos de los asientos del teatro antiguo, reconstruido después por los romanos. Pero su cielo es el mismo de siempre, se supone, ese cielo transparente que hace sentir que uno puede ver muy hondo en el espacio, el cielo que contemplaron Tales, Anaximandro y Anaxímenes, los tres grandes nombres de la «escuela milesia»: un cielo del que los tres corrieron las cortinas para intentar explicarse de qué está hecha la materia, dando la espalda a los pavorosos dioses irracionales.

La filosofía nació en Mileto como un intento de explicación del universo y la pregunta esencial de aquellos hombres que fundaron la «escuela milesia» era: «¿De qué materias está hecho el universo?». No se preguntaron sobre el hombre, eso vendría más tarde, sino por el cosmos. Y a través de sus hipótesis, abrieron el camino de otras ciencias, como la matemática y la geografía. Es cierto que, en Egipto y Babilonia, existían ya explicaciones más o menos científicas sobre la formación del universo y una ciencia de la astronomía bastante avanzada para su tiempo. También es cierto que Hesiodo, en sus obras sobre los dioses y la agricultura, había ofrecido una visión teocosmogónica del mundo. Pero egipcios y babilonios recurrieron siempre, en los puntos esenciales de sus investigaciones, a una explicación mágica o milagrosa, con un trasfondo de dioses. Y lo mismo hizo Hesiodo.

En Mileto no fue así. En Mileto, frente a lo fantástico, lo mágico, lo inexplicable y lo informe, los primeros sabios opusieron la voluntad de entender, el gusto por lo concreto, la pasión por lo mesurable y el anhelo de unidad. La idea esencial era ésta: existe una unidad profunda en el origen de la realidad que puede ser comprendida y explicada. Desde entonces hasta ahora, la ciencia no ha hecho más que seguir ese camino: intentar alumbrar la verdad partiendo ora de la hipótesis, ora de la experiencia. Incluso la reciente teoría del caos, tan de moda, que parte de la negación de los principios de la física clásica, intenta comprender si existen leyes caóticas que determinen la razón de ser del caos. O rizando el rizo: si hay normas unitarias dentro de la negación caótica de la unidad.

Como escribe W. K. C. Guthrie, «la filosofía comenzó en la creencia de que, detrás del caos, existen una permanencia oculta y una unidad, discernibles por la mente, ya que no por los sentidos».

Así, en Mileto, se abrió el camino al pensamiento escapado de las ligaduras de los dioses. Y su nacimiento fue, en palabras de Werner Jaeger, «la hazaña histórica de Grecia».

El primero de los grandes milesios se llamaba Tales y su prestigio fue tal en la Antigüedad que se le nominó como el primero de los Siete Sabios de Grecia. Probablemente no escribió nada, y si lo hizo, todo se perdió, antes incluso de que Aristóteles escribiera sobre su filosofía. Sus ideas nos han llegado transmitidas por los filósofos posteriores. Se le atribuyen algunas máximas probablemente espurias, como el famoso «Conócete a ti mismo», norma que figuró durante siglos labrada en el frontispicio del templo de Apolo, en la sagrada ciudad de Delfos.

Nació en Mileto hacia el 624 a.C, hijo de una rica familia emigrada de Beocia y emparentada con el legendario Cadmo, héroe nacional de los tebanos. Su padre, dicen otras fuentes, pudo ser cario. Según cuenta Hermippus, un historiador de poco fuste, Tales solía decir que daba las gracias a la Fortuna por tres razones: la primera, por haber nacido ser humano y no animal; la segunda, por ser hombre y no mujer; y la tercera, por ser griego y no bárbaro.

Tales aprovechó que Mileto era una potencia comercial y viajó por Egipto y Persia. Se cuenta que midió la altura de las pirámides, haciendo el cálculo sobre la sombra que proyectaban en el suelo, y que trabajó con ingenieros egipcios para establecer el nivel de las crecidas del Nilo. Pero la gran hazaña que dejó pasmado al mundo antiguo fue su predicción de un eclipse de sol, exactamente el 28 de mayo del 585 antes de Cristo. Era la primera vez que un hombre adivinaba la fecha de un fenómeno que, hasta entonces, parecía cosa de los dioses. Tales lo realizó a partir de sus estudios sobre las órbitas de la luna y el sol, señalando que, cuando ambas coincidían verticalmente, se producía un eclipse.

Preguntándose a sí mismo de qué estaba hecho el universo, Tales concluyó que de humedad, y que esta humedad adquiría tres formas: la líquida, el agua; la gaseosa, el vapor; y la sólida, el hielo. Creía, como sus compañeros de la escuela milesia, que la materia era un ser viviente y que, precisamente en ella, residía la divinidad del mundo. Señalaba también que, tras el cambio de los fenómenos, del nacer y del morir, del florecer y marchitarse, hay un principio común que es invariable en su esencia, que hace brotar de sí mismo las cosas y de nuevo las recibe, y que a su vez origina procesos cósmicos fuera del tiempo. «Por eso», escribía Aristóteles al hablar de los filósofos de Mileto, «nada nace ni nada perece para ellos».

Tales fue el primer sabio de la Historia que buscó un razonamiento para combatir el asombro y el temor que producía la Naturaleza en el corazón de los hombres. Buscó un nexo de unidad a lo gratuito, intentó domeñar el caos sin ayudarse de la magia y del milagro inexplicable. Por ello merece, con toda justicia, el título de primer filósofo.

El segundo gran milesio se llamaba Anaximandro, considerado por los estudiosos como el más audaz e innovador de aquella primera escuela de filosofía. Originario también de Mileto, pudo nacer alrededor del 611 a.C, en el seno de una noble familia griega. Según la leyenda, participó en una expedición colonizadora al mar Negro. Fue el primer griego que publicó una obra en prosa, en lugar de hacerlo en verso. Por desgracia, sólo nos quedan algunos fragmentos de su libro, que, sin embargo, pudo leer Aristóteles. Fue el primero en trazar un mapa del mundo conocido, separando las tierras de los mares. Diseñó el primer globo celeste, una media esfera hueca en cuyo interior se dibujaban las constelaciones conocidas entonces. También fue el primer sabio que aplicó la palabra «Cosmos» para denominar el universo.

Para Anaximandro, el mundo está hecho de cuatro elementos en constante guerra entre ellos: la tierra, el fuego, el agua y el vapor. Pero entre todos esos elementos en lucha permanente hay un equilibrio, en el que ninguno domina sobre otro y que llamó «la igualdad de potencia»; de ese equilibrio nacen los contrarios, surgiendo de la materia neutra y primigenia: lo oscuro y lo luminoso, lo frío y lo caliente, lo seco y lo húmedo. Al fin, de la guerra incesante entre contrarios brotan los seres vivos.

El cosmos es una masa en constante movimiento y los primeros animales, en forma de peces, tienen para Anaximandro espinas y escamas. De ellos vienen los animales terrestres. Y el hombre, en consecuencia, no es más que una especie mejorada de pez, un ser que ha evolucionado desde una forma de vida inferior. ¿No anduvo Darwin por los mismos derroteros un buen montón de siglos después?

Anaximandro dio un grandioso salto en la historia del pensamiento al considerar que hay una ley natural que lo gobierna todo y a la que no podemos resistirnos las criaturas de la Tierra. Buscó una ley original para la materia, con sus normas y sus ritmos, oculta detrás de la apariencia, lo que suponía abrir el camino a la abstracción y a lo conceptual.

El único fragmento completo que conservamos de su libro dice así: «Donde lo que es tuvo su origen, allí es preciso que vuelva en su caída, de acuerdo con lo que determina el destino. Las cosas deben pagar unas a otras castigo y pena, de acuerdo con la sentencia del tiempo». Ese pensamiento seguirá presente en toda la filosofía posterior, desde Heráclito de Éfeso hasta los atenienses Aristóteles y Platón. Y será una idea que influirá en el nacimiento de la tragedia y en el florecimiento de las artes del mundo griego.

La aportación suprema de Anaximandro a la historia del pensamiento humano es el principio de armonía, que expresa la relación de las partes con el todo. Werner Jaeger lo explica así: «Es incalculable la influencia de la idea de armonía en todos los aspectos de la vida griega en los tiempos posteriores. Abraza la arquitectura, la poesía y la retórica, la religión y la ética. En todas partes aparece la conciencia de que existe, en la acción práctica del hombre, una norma de lo proporcionado que, como la del derecho, no puede ser transgredido con impunidad».

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