Corazón de Ulises (7 page)

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Authors: Javier Reverte

BOOK: Corazón de Ulises
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Una buena manera de no sentirse turista, aunque todos lo seamos de alguna forma, es no utilizar en exceso las guías de viaje ni cumplir a rajatabla el plan trazado. Informarse antes de partir es oportuno, pero luego, si se puede y hay tiempo bastante, hay que dejarse ir en función del capricho y del aliento libertario. Es mejor llevar libros de escritores viajeros que cargar en la mochila con un exceso de guías turísticas. Se ve más hondamente lo que visitas si lees un libro de un buen escritor que guiándote por un catálogo de datos que, por lo general, están bastante mal redactados. Para visitar Grecia, por ejemplo, yo llevaba en mi bolsa
El coloso de Marusi
de Henry Miller, la narración de su viaje por el país antes de la II Guerra Mundial. Es un libro subjetivo, gratuito, repleto de exageraciones y lagunas, y que tiene más de medio siglo encima. ¡Pero cómo arrastra su enorme fuerza poética hasta el fondo del alma griega!

Cualquiera tiene derecho a caminar por tierra o por mar como le venga en gana, solo o en manada, vestido de explorador o ataviado de furiosos naranjas. De lo que al fin se trata es de viajar, de abrirse al mundo, salir de tu madriguera y conocer a nuestros hermanos de las lejanas tierras y a nuestros iguales que se expresan en ignoradas lenguas, sea cual fuere el color de su piel. En todo caso, «el asunto es moverse», que dijo Shakespeare.

El comedor de mi hostal parecía un gallinero la mañana de mi partida de Canea, lleno de turistas franceses que se acercaban a la mesa del bufé en anarquía, con ansia de bollos, panecillos, mantequillas y mermeladas, sin cesar de cacarear todos a la vez y nombrando a voz en grito los alimentos. Viajando aprendes, por ejemplo, que muchos franceses, tan modosos y disciplinados en su vida cotidiana, se disparatan cuando ven comida delante, como nerviosas aves de corral a la vista del grano. Los ingleses, por su parte, suelen a menudo burlar al camarero a la hora de desayunar y se echan bocadillos a los bolsillos para que les salga gratis el almuerzo. Los españoles suelen, con frecuencia, tener a toda hora nostalgia de chorizo y tortilla de patatas, y un japonés no es feliz si no lo fotografía todo. El turismo nos iguala, sí; pero todavía quedan diferencias que te mueven al menos a la risa.

El autobús de Canea a Heraklion, la capital de la isla, partió a las nueve y media. Viajábamos por la vieja carretera, con la costa a nuestra izquierda y ciclópeas montañas de piedra caliza al lado derecho. A veces, perdíamos de vista el mar y todo se transformaba. Matas de rosadas adelfas, olorosas higueras silvestres y humildes pinos escuálidos se agarraban a la rugosa tierra. De súbito, un valle de cándida feracidad verdosa asomaba entre los montes colosales. Recogiendo y soltando viajeros, el autocar corría entre feos pueblos alzados en casas de hormigón prefabricado. No era la Creta de las postales turísticas, la de las casas blancas con ventanas azules mirando al Mediterráneo. Pero las recias serranías impasibles comunicaban en todo momento una sensación de vigor, de alma ruda e irreductible.

A Creta la cruzan tres cordilleras, como tres espinazos, que acaban por dividir la isla en cuatro pedazos, como si cada uno de ellos fuese un país distinto. Cuenta con cuatro ciudades principales, todas ellas en la costa del norte: Canea, Heraklion, Retimno y Agios Nikolaos. El sur es menos urbano y la isla parece suavizarse en sus costas, como si se abriera melosa al mar de Libia y a la proximidad de la potente África.

Creta, cuando viajas por su interior, alejado de la costa, te hace olvidar que es una isla. Crees pisar un continente de piedras labradas por titanes en tiempos anteriores a la Historia. «Este paisaje cretense se asemejaba», escribe Kazantzakis en su
Zorba
, «a la buena prosa: bien cincelada, sobria de superfluas riquezas, potente y contenida; expresaba lo esencial con los más sencillos medios; decía cuanto debía decir con viril austeridad».

Los duros riscos, las calvas sierras y el cielo laminar delinean el paisaje de un mundo que parece haber traspasado los siglos sin cambiar su rostro. A veces, en el suelo cretense, uno siente que es extraño encontrarse un anuncio de Coca-Cola y que lo más normal sería toparse con un desnudo minotauro rugiendo entre las rocas y sediento de sangre humana. Gritarías convocando al bravo Teseo.

Porque en Creta tienes muchas veces la sensación de que los dioses, los héroes y los monstruos están a la vuelta de cualquier recodo de la carretera, pecando, luchando o asesinando a destajo, mientras los mitos cuelgan rojos del cielo, como un cortinaje imperecedero.

Capítulo IV
La isla de Alexis Zorba

Paramos media hora en Retimno, a mitad de camino entre Canea y Heraklion. Cuando continuamos viaje, se había sentado en el asiento de mi lado un hombre de cabellos muy negros, embadurnados de brillantina, y poblado bigote de altivas guías. Me extrañó ver que gastaba chaqueta y corbata en un día ciertamente caluroso. Pero en su rostro pulido no había una sola gota de sudor.

Me habló en griego y yo, excusándome, le respondí en inglés. En Grecia, como en muchos otros países europeos y árabes, la gente me toma a menudo por nacional, lo cual no deja de halagar a alguien que, como es mi caso, elegiría ser un mil leches si le dieran a escoger su raza perruna. Mi vecino me preguntó la nacionalidad.

—Ah, español; claro, mediterráneo, por eso me pareció griego. Mi nombre es Constantinos M., soy profesor de matemáticas.

Me tendió la mano y yo la estreché.

—Me llamo Martín —dije.

—¿Y a qué se dedica? —inquirió.

En ocasiones, cuando viajo, me invento oficios a bote pronto si me preguntan por lo que hago. A veces, en algunos países del Tercer Mundo donde imperan dictaduras, es necesario hacerlo por simple cautela o por la sencilla razón de que, si te presentas como escritor o como periodista, pues no te dejan entrar. Por otra parte, me sigue pareciendo pretencioso definirme como escritor. Y además de eso, resulta divertido inventarte tu propia vida y tener luego que afinar la imaginación para salir del paso si te piden detalles.

Pero esta vez respondí sin pensar:

—Escritor.

—¿Escritor de qué?

—De libros.

—¿Libros de qué?

—Viajes, novelas…

—Yo también soy escritor.

—¿Escritor de qué?

—He publicado algunas poesías en revistas universitarias. Y algún ensayo de filosofía. ¿Le gusta la filosofía?

—Claro, es muy instructiva. Y además suministra ideas para los argumentos de las novelas.

—¿Y qué opina sobre la Verdad?

—Me desconcierta esa palabra, lo siento.

—Yo tengo una fórmula matemática para llegar a la verdad. Ya sabe usted que los griegos inventamos la filosofía, y muchos de nosotros seguimos practicándola. En Grecia, la filosofía es como un deporte.

—Qué interesante. ¿Y cuál es su fórmula?

Se retorció una guía del bigote y sonrió con aire malicioso.

—Lo siento, señor Martín. Precisamente en estos días estoy terminando de escribir un artículo donde explico el asunto. No se publicará hasta dentro de unos meses, en el próximo curso. Y comprenderá que no es oportuno contarle a un colega una idea. Ya conoce cómo es esto de la escritura…

—Se refiere usted al plagio.

—Eso mismo. Pero no me lo tome a mal. No es que desconfíe de usted, es que no le conozco.

—Yo haría lo mismo en su caso. ¿Me dirá al menos cómo titulará el artículo?

—«Teorema de la Verdad». Y le adelantaré otra cosa: la verdad no es sólo matemática, es también pura geometría. Más no puedo decirle, lo siento.

Satisfecho, Constantinos M. giró la vista hacia la ventana y disfrutó del panorama de las anchas llanuras de Creta, echando su verdad imponente a volar sobre los campos del mundo. Creo que, en cierto modo, despertó en mi ánimo una cierta envidia. No por sus geniales teorías, sino porque viajaba al lado de la ventanilla mientras a mí me tocaba sentarme en el lado del caluroso pasillo.

Inhóspita, caótica, dando la espalda al mar, más aún: odiando el mar; irreal, llena de gatos tiñosos, con cuestas que te aburren de tanto subir y bajar, explanadas sin gracia, cielo adormilado, pretenciosa, aburrida, hosca e incomprensible, Heraklion, la capital cretense, resulta ser, además de todo eso, tan fea como un pollo mojado después de un chaparrón. Ni siquiera es hercúlea, como su nombre parece indicar. Hay plazas que te recuerdan lo peor del realismo socialista, y el puerto marítimo, por más que se empeñaran los ingenieros venecianos que lo diseñaron, carece de galanura, dispersado en galpones de horrenda traza y con barcos que fondean allí porque tal vez no tienen otro lugar en las cercanas costas donde poder cobijarse. Pero, claro, hay que ir, porque el antiguo palacio de Cnosos queda a un tiro de piedra y porque, además, alberga un espléndido museo arqueológico.

Fastidia tener que quedarse un cierto tiempo en una ciudad que te resulta antipática nada más entrar en ella. Son tan insufribles esas urbes como los tipos que se empeñan en ser tus amigos a toda costa, mientras tú no deseas otra cosa que perderlos de vista cuanto antes y olvidar sus nombres. Las ciudades y la amistad tienen algo de amor a primera vista.

La historia de los descubrimientos arqueológicos del pasado siglo en Grecia está llena de deslumbrantes éxitos. Y la protagonizan dos tipos tan chiflados como geniales: el alemán Heinrich Schliemann y el inglés sir Arthur Evans. Del primero hablaré más adelante en este viaje. Es casi, antes que un arqueólogo, un personaje novelesco. Al segundo le cabe el mérito de haber desenterrado las ruinas de los principales palacios de la civilización que él mismo bautizó como minoica, por lo que le debemos todo cuanto se sabe sobre ella. Sus logros científicos le valieron ganar el rango de caballero y, más adelante, el de lord. Fue ennoblecido con el título de lord Minos de Creta.

Schliemann había desenterrado las ruinas de Troya en 1871, y en 1876 se apuntó su segundo gran éxito científico con el descubrimiento de los restos del palacio de Micenas. En definitiva, había abierto la cortina que cubría de misterio la edad del bronce griega y puesto a la luz el escenario real de los grandes poemas homéricos. Entre sus trabajos en Troya y Micenas había intentado excavar también en Creta, pero las autoridades de la isla no le dieron permiso y el arqueólogo alemán acabó por desistir. Si Schliemann hubiera logrado el permiso, Evans no habría alcanzado el título de lord.

Los hallazgos de Troya y Micenas, con ser imponentes, habían abierto nuevos enigmas a los científicos. ¿Cuáles eran los modelos que inspiraron el estilo de determinados objetos micénicos, como los vasos de oro y las esculturas de marfil, como las armas de bronce y las joyas de depurada orfebrería halladas en las tumbas micénicas?; ¿en contacto con qué culturas habían estado los aqueos durante sus siglos de esplendor? Otras civilizaciones de la época micénica tenían un grado menor de desarrollo artístico, lo que hacía pensar que, en algún otro punto del Mediterráneo, habían encontrado una civilización más sofisticada que les sirvió de modelo. ¿Egipto, Mesopotamia? No, no parecía ser así. ¿Quiénes fueron entonces sus maestros?

Si Schliemann era un romántico iluminado, Evans no lo era menos, aunque no llegase al grado de histrionismo del primero. El alemán se había creído a pies juntillas la realidad de las historias de Homero, cuando leyó sus poemas siendo un niño, y había logrado demostrar en Troya y en Micenas que tenía razón. ¡Qué suerte para un hombre cumplir su sueño infantil! Evans buscó también en la leyenda la base de la realidad, apoyándose en algunos escritos del historiador Tucídides. Y decidió que había que excavar en Creta, donde situaba la leyenda del Minotauro. Más paciente que Schliemann, negoció con los administradores de la isla, compró propiedades allí donde creía que debía centrar su búsqueda y, cuando ya era dueño de todo el lugar en que suponía se encontraba enterrada la mítica civilización cretense, clavó el pico. El suyo fue un éxito tan sonado como los de Schliemann, y sus hallazgos le permitieron datar la primitiva historia europea, llevándola, como dice Lawrence Durrell, «hasta las ancianas fronteras de la prehistoria». Evans fechó los once periodos de la historia cretense que transcurren entre el año 4000 a.C. y el 1000 a.C, desde el neolítico (4000 a 3000 a.C.) al periodo subminoico (1200 a 1000 a.C). Entre ambos, dividió las edades cretenses en tres: minoica anterior, minoica media y minoica posterior, cada una de ellas clasificada a su vez en otros tres periodos.

Para no ser menos que otros lugares cretenses, las ruinas de Cnosos, a media docena de kilómetros de Heraklion, eran conquistadas aquella mañana por oleadas de turistas agrupados según sus nacionalidades: italianos, franceses, alemanes, japoneses, españoles…, ibas de patria en patria en escasos metros y saltando de un idioma a otro en las sonoras explicaciones de los guías. Yo caminaba como una hormiga perdida de la fila y desorientada, intentando hacerme una idea sobre el famoso palacio del rey Minos y su laberinto. Y la verdad es que no es sencillo, a pesar de los enormes esfuerzos de restauración emprendidos por Evans.

Evans no sólo excavó y dejó al aire las viejas estructuras del palacio, sino que además restauró. A algunos arqueólogos de mérito, a quienes debemos mucho sobre el conocimiento del mundo antiguo, les acomete en ocasiones el furor artístico. Y deciden, de pronto, ser a su vez creadores, no sólo descubridores. En consecuencia, reinventan el pasado, dejándose arrastrar por la pasión de dejar su propia huella en la Historia. Ese furor asaltó también a Evans, al igual que años antes le había sucedido a Schliemann en Troya y en Micenas. Las restauraciones de la cultura minoica fueron un poco más lejos de lo que el rigor científico aconsejaba, y de ese modo, ayudándose por artistas europeos de la época, Evans convirtió Cnosos, especialmente sus frescos, en una ciudad de estilo modernista, «insípida y de escaso gusto», como señala con justeza el novelista Lawrence Durrell.

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