Authors: Javier Reverte
Los libros nacen no sólo como un propósito diseñado antes de sentarse frente al ordenador, sino también en el camino de la escritura. Más aún si los libros cuentan un viaje, como ahora es el caso. Uno no sabe bien cuál va a ser su libro hasta que no ha avanzado un buen puñado de páginas. Y ahora, en estas notas de comienzo que anoto a bolígrafo en mi cuaderno, bajo el sol de la mañana resplandeciente de Ítaca, tiran de mí con fuerza dos de los personajes cuyo espíritu he buscado en mi viaje griego: Ulises, que vagó por estos mares perdido durante diez años, perdiéndolo todo pero encontrándose a sí mismo, y Alejandro, el joven emperador cuyo empeño por ir cada vez más lejos le transformó en un hombre nuevo y le arrojó, con poco más de treinta años, en brazos de una muerte inesperada. Ulises regresó al fin a su patria, y Alejandro nunca, tal vez porque no deseaba hacerlo.
He llegado a Ítaca hace unos días y en breve prepararé mis bártulos de nuevo para llegarme hasta Alejandría, el último destino de mi periplo antes de regresar a España. El camino que he dejado atrás se me hace hoy muy largo en el tiempo. He recorrido el Peloponeso, las aguas del Egeo, la costa oriental de Turquía y las orillas del mar Negro. Regresé luego a Grecia por el norte y descendí para detenerme unos días en Atenas. De allí, viajé hasta el extremo occidental del canal de Corinto y navegué hacia la isla de Ítaca, en la que ahora me encuentro. Queda la escala final del viaje: la ciudad egipcia de Alejandría, donde se cerró aquella esplendorosa civilización que fue la griega.
Ha sido un viaje literario, pues me han acompañado las historias antiguas de los héroes cantadas por Homero, y los versos de Safo y de los trágicos. También he escuchado las palabras de lord Byron, no muy lejos de aquí, en Missolonghi, la ciudad en que el poeta encontró la muerte luchando por la independencia griega.
El viaje literario tiene algo de viaje hacia la eternidad, una búsqueda incansable del tiempo detenido. Por eso, aunque en Alejandría ponga, dentro de unos días, fin a este vagabundeo, guardo la sensación de que mi viaje seguirá, y de que lo hará a lomos de la palabra escrita.
Cuando viajas literariamente recorres tres veces, al menos, el camino: al idearlo, al pisarlo y al escribir de regreso. Sin duda es la forma más rentable de viajar. Y la más honda, porque escuchas y ves con oídos y ojos más atentos. Recuerdo aquello que decía Don Quijote: «¿Acaso es tiempo mal gastado el que se emplea en vagar por el mundo?».
Ítaca es una isla pequeña, ruda y de forma desgarbada, que alza su perfil montañoso en el mar Jónico. Cubre una superficie de noventa y dos kilómetros cuadrados, casi toda ella ocupada por serranías ariscas y muy escasos valles que dedicar a la agricultura y el ganado. «Es mala para los caballos y buena para las cabras», decía Telémaco, el hijo de Ulises, al rey Menelao de Esparta. Y Homero, que la describió con detalle en varios pasajes de la
Odisea
, siempre la considera un lugar pobre.
Su capital se llama Vathy, ciudad que se abre al fondo de una honda bocana de la parte sur de la isla. Hay otras pequeñas localidades, como Stavros, Frikes, Kioni o Perachori, unas sobre las montañas y otras junto al mar. Si sus tierras son malas, sus puertos naturales son excelentes, ideales para refugio de piratas en los siglos pasados. El mismo Ulises, visto desde el ángulo más áspero de su personalidad, era un rey pirata, como Homero nos deja ver al relatar sus primeras hazañas tras la caída de Troya.
No es demasiado fácil llegar a Ítaca. Apenas la separan unas veinte millas del continente, pero hay pocos transbordadores que vayan a la isla y su adusto terreno no permite la construcción de un aeropuerto. Arrimada por el oeste a la vecina Cefalonia, una isla mucho más grande y rica, parece que le diera la espalda. No debe ser gratuito que sus principales establecimientos humanos, como Kioni o Frikes o el mismo Vathy, se orienten hacia el lado contrario. Uno piensa que hay algo de orgulloso en ese desdén. El orgullo de Ulises, tal vez.
La población de la isla ronda las tres mil almas, pero hay varias decenas de miles de itacenses desperdigados por el ancho mundo: en Estados Unidos, Suráfrica, Canadá y, sobre todo, en Australia. Es un pueblo de marinos y emigrantes, como corresponde a la patria de Ulises, el primer gran marino y vagabundo de la literatura. Y como sucedía con Ulises, la mayoría de estos itacenses exiliados tratan, en su vejez, de regresar a la isla donde nacieron. No todos lo consiguen, desde luego.
Los hijos de Ítaca aman profundamente su isla y se sienten orgullosos de su tierra. «Ítaca es pobre», decía Ulises, «y aun así, yo no encuentro nada tan dulce como mi patria».
Estando aquí, viendo sus pobres tierras, contemplando sus hoscos montañones y sus ásperas costas, no acierta uno a entender por qué un hombre desea regresar a la isla, qué es lo que hay de «dulce» en Ítaca. Cierto es que sus cielos son hondos, su mar cristalino; que cuando pega el sol huele a pinos en los campos y, cuando cae la noche, el aroma de los jazmines inunda sus pueblos; que las águilas libres gustan de sobrevolar sus montes y que, en verano, el monótono guitarreo de las cigarras te hace pensar que vagas a lomos de una eternidad somnolienta… Bueno, tal vez haya dado con unas cuantas razones que justifican el regreso. ¿Pero son suficientes? La letra de una canción del folclore de la isla dice así: «Mi pobre Ítaca, me alejo de ti llevándome tan sólo el cuerpo, porque mis pensamientos se quedan detrás». Es un canto que hubiese coreado el propio Ulises.
Cuando se llega en el transbordador a Vathy, en mi caso tras una navegación de cuatro horas viniendo desde Patras y con escala en Cefalonia, se tiene la impresión, al entrar en la bocana, de que Ítaca te engulliese, tal es la longitud de esta garganta de mar cercada de hoscas alturas. El pueblo de Vathy se extiende en el arco que dibuja la honda bahía, un semicírculo casi perfecto de unos seis o siete kilómetros. He buscado alojamiento en el lugar más retirado, en el extremo oriental de la bocana. La última edificación, pegada al embarcadero y al lado de un bosque de pinos, es el restaurante-pensión Tsiribis. Tengo una habitación en un segundo piso, que mira al sur, y desde aquí veo las aguas tranquilas del puerto y el monte Aetos. Es una habitación limpia, barata y tranquila. Debajo, entre un par de olivos, una higuera y un eucalipto, están las mesas de la terraza del restaurante, que en estos días de finales de septiembre sólo se abre al público por las noches. Me levanto temprano, me preparo un café en mi cuarto y bajo a la terraza a leer y tomar notas.
Lo mejor del lugar es Dimitris, su dueño. Es el tipo de griego que todo viajero literario quisiera encontrar. Dimitris tiene unos cuarenta y cinco años, es bajo de estatura, sólido y posee una notable panza. En cierto modo, su figura recuerda la estructura de un olivo. Su pelo es rizado, algo rojizo y entreverado de canas. Gasta una barba descuidada y viste siempre ropa muy vieja. Sus ojos son de un azul clarísimo y profundo. Habla un excelente inglés, pero tan rápido que cuesta trabajo entenderle. Fuma sin cesar y bebe a toda hora chupitos de whisky. Tiene tres hijos de tres mujeres distintas, la última Bettina, una simpática alemana con quien vive ahora. Dimitris ha recorrido mundo, pero ha regresado a Ítaca para ocuparse del restaurante que abrió su padre casi cuarenta años atrás, el primero que hubo en la isla. Y no piensa moverse de aquí hasta que muera.
Dimitris ama la ópera y la poesía. Muchos días le pido que me recite el comienzo de la
Odisea
en griego clásico, que sabe de memoria. Me gusta oírle poner el acento, rotundamente, en la palabra
polimorfos
, el adjetivo con que mejor definió Homero al héroe Odiseo, a Ulises, aquel hombre de «multiforme» ingenio. Entre sus poetas favoritos, Dimitris siempre cita al alejandrino Cavafis.
En los viajes, en la vida, uno de los milagros que suceden de cuando en cuando es encontrar gentes con quienes, de inmediato, casi de golpe, se entabla amistad. Y eso nos sucedió a Dimitris y a mí. Una mirada, una palabra, una sonrisa…, quién sabe.
Dimitris tiene una barca vieja que hace agua en la sentina y que marcha renqueante, empujada por un motor necesitado de jubilación inmediata. No había pasado un día desde que ocupé la habitación y ya me invitó a ir de pesca con él. Y así, yo al timón y él preparando los sedales y la carnada, e interrumpiendo la tarea cada diez o quince minutos para achicar agua con la bomba, hemos bordeado la costa oriental cercana a Vathy, en las soledades del mar, pescando lo que buenamente podíamos en las esquilmadas aguas del Jónico. A mediodía, Dimitris me ha dirigido hacia una cala de aguas quietas y verdes, entre pinares olorosos, y hemos bajado de la barca para guisar un caldero con patatas y nuestras exiguas capturas. No había otro ruido que el del viento entre los árboles y el canto de las cigarras. Bebimos vino rosado para acompañar la comida y, a los postres, unos tragos de whisky. Luego, fumamos junto a los rescoldos de la hoguera. No hablábamos apenas. Y en algún momento que yo inicié una charla, por decir algo más que por otra razón, él me miró sonriente. «Déjelo», interrumpió, «Cavafis escribió que, cuando no hay nada que decir, hay que dejar que nos hable el silencio».
Y es cierto que el silencio habla en la isla de Ulises. Habla por encima del rumor de las hojas de los pinos y la salmodia de las cigarras. Quiero creer que habla de esa Grecia eterna cuya alma he perseguido en este viaje, esa alma viva y luminosa que aún palpita en los corazones y en las mentes de muchos de nosotros.
Ha sido éste un viaje en busca de esa alma griega. Por decirlo de alguna manera, un viaje casi espiritual. O como señala Carlos García Gual cuando se refiere a la lectura de los clásicos, «el viaje sobre el tiempo». Italo Calvino —lo recojo también de García Gual— escribía que «un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir»; es la «literatura permanente», en palabras de Schopenhauer. Con altibajos determinados por los vaivenes frívolos del gusto, diezmados por la brutalidad de la Historia y del fundamentalismo de la ciega fe, fuese islámica o cristiana, los textos griegos han sobrevivido frescos, jóvenes y lúcidos más de dos mil años. Los cantos de Homero, las máximas fragmentadas de Heráclito, los restos del naufragio de la poesía de Safo, el verbo encendido de Esquilo, los versos elegiacos de Píndaro y las sentencias de Platón y de Aristóteles han trascendido la prueba del tiempo, han viajado incólumes por los caminos del espíritu. Aunque muchos lo ignoren, creo en lo que afirmaba el poeta Shelley: «Todos somos griegos».
Una y otra vez olvidada, una y otra vez recuperada, la literatura clásica es algo más que literatura. Quienes consideran los libros sólo como una fuente de placer, sencillamente una forma de entretenimiento o de evasión frente a la realidad de la perra vida, nunca entenderán cabalmente a los griegos, nunca entenderán del todo a los clásicos. La literatura, la filosofía y la ciencia fueron para los griegos un vínculo espiritual que determinó su manera de ser y que diseñó su forma de vivir y de organizarse, en rebelión permanente contra lo incomprensible. Esquivaron la cólera de los dioses y sobrevivieron a la fuerza ciega de la Naturaleza. Y por eso nos hablan hoy todavía, porque siempre que los hombres se rebelan en nombre del espíritu deben remitirse a Grecia.
Mientras abro de nuevo los antiguos libros y otra vez escucho la voz eterna de los clásicos, pienso que Europa, más de dos mil años después de aquel esplendor griego, es un continente de alma seca y espíritu dormido. Por eso me parece necesario, una vez más, volver a Grecia.
Hace casi treinta años hice mi primer viaje a Grecia, cargado de lecturas y con los oídos ahogados por los cantos de Homero. Fue un periplo luminoso y emotivo, siguiendo las huellas de lo que pudo ser la geografía que describe la
Odisea
. Y al regreso publiqué un libro que titulé
La aventura de Ulises
. Hoy lo encuentro pretencioso en ocasiones y con frecuencia algo infantil.
Pero Grecia ha seguido tirando de mí en los años transcurridos desde aquel primer viaje, y al releer mi antiguo libro pensé que debía decir lo que no supe decir entonces.
Y así, en un día caluroso de verano, compré un billete de ida con destino a Atenas y, una semana después, descendía en el aeropuerto de la capital griega. Horas más tarde, cercano ya el crepúsculo, navegaba a bordo de un transbordador, en aguas del golfo de Salamina, rumbo a Nauplia. El aire era tibio bajo el cielo que se anaranjaba, sobre un mar «vinoso», como siempre ha sido el mar griego, el mar de Homero.
Extiendo sobre la mesa un mapa de Grecia. Y veo el retrato de una víscera humana despedazada. La parte continental del país es semejante a un corazón que ha estallado, y las islas, casi dos mil, parecen pedazos de su carne diseminados en el ancho azul del mar. Con su descuartizada geografía, Grecia se retrata a sí misma. La Antigüedad nos ha dejado los nombres de unos ciento cincuenta autores griegos, pero de la mayoría de sus obras apenas nos quedan fragmentos, o referencias de escritores posteriores, o citas de las antologías. El desastre es inmenso e irremediable. De las ochenta y tres tragedias de Esquilo sólo quedan siete; otras siete de Sófocles, que dejó escritas ciento veintitrés, y sólo sobrevivieron diecinueve de las noventa y dos debidas a Eurípides. Que conservemos la
Ilíada
y la
Odisea
es un maravilloso milagro que la Humanidad tiene siempre que agradecer a quienes lograron salvarlas. ¡Pero qué magníficas obras no habría entre todo lo que se ha perdido!
Ese corazón griego que ha estallado, ese penoso «Big Bang» en el que tantas hermosas creaciones han desaparecido para siempre, nos ha impregnado a todos, sin embargo, con su sangre derramada. Lo mejor de nuestras mentes piensa todavía en griego.
Grecia es blanca y azul, como los colores de su bandera. Alegra el alma su potente luminosidad, el milagro de la inmensidad de su cielo, que se torna en tenebrosa oscuridad durante las noches sin luna. Aquella primera jornada de mi viaje, ya en el mar y rumbo a Nauplia, acodado en la baranda de babor del barco, sin luz alguna en el ancho espacio al que daba frente, y con la sensación de transitar en la nada, el tiempo parecía no existir. Nunca existe, en verdad, cuando el mar nos traga en la negra noche. Más aún si hay calma y el navío se desliza con suavidad sobre las aguas. ¿Morir, soñar?, se preguntaría Hamlet. Quizá nacer, porque viajar supone una forma de nacimiento, aunque camines a través del vacío y escapado del tiempo.