Corazón enfermo (6 page)

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Authors: Chelsea Cain

Tags: #Policíaco, #Thriller

BOOK: Corazón enfermo
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CAPÍTULO 7

Háblame de Archie Sheridan —dijo Susan.

Era media tarde. Había examinado el contenido de la carpeta de materiales que Derek había extraído de la base de datos del
Herald
y que le había entregado junto con un dónut de manzana envuelto en papel de aluminio. ¿Estaba intentando hacerse el gracioso? En aquel momento estaba sentada en el borde del escritorio de Jefferson Parker, con una libreta de notas en la mano.

Parker era el periodista encargado de los asuntos policiales de la ciudad. Se estaba quedando calvo, era gordo y valoraba poco los títulos universitarios de Periodismo, y mucho menos los de Literatura. Era de la vieja escuela, siempre con un aire beligerante y condescendiente. Probablemente tenía un problema de alcoholismo, pero poseía una sutil inteligencia, y a Susan le gustaba.

Parker se reclinó en su silla, aferrando los brazos con sus rollizas manos, y sonrió.

—¿Por qué has tardado tanto?

—¿Ya veo que te has enterado de que estoy metida en una historia candidata al premio Pulitzer?

Parker gruñó.

—¿Y ya sabes que te han dado el reportaje por tu vagina?

Ella sonrió con dulzura.

—Mi vagina es mi defensora infatigable.

Parker se rió, mirándola con aprecio.

—¿Estás segura de que no eres mi hija?

—¿Tu hija llevaría el pelo rosa?

Sacudió la cabeza agitando sus mofletes.

—Sobre mi cadáver. —Deslizó la vista a su alrededor en donde todo el mundo se concentraba en la pantalla de su ordenador o en hablar por teléfono—. Mira este sitio —dijo frunciendo el ceño con tristeza ante aquel ambiente serio y silencioso—. Todo alfombras y cubículos. Es como trabajar en una puta oficina. Vamos —suspiró, esforzándose por ponerse de pie y despegarse de su silla—. Te invito a un asqueroso sándwich en la cafetería, donde podemos jugar a ser periodistas.

La cafetería estaba en el sótano del edificio. Bajo los mostradores transparentes, los recipientes estaban a rebosar de guisos inclasificables, ensaladas y patatas asadas arrugadas, con aspecto poco suculento. Apoyadas en la pared, unas antiguas máquinas de metal y cristal, que probablemente llevaban treinta años en el edificio, contenían manzanas del tamaño de mandarinas, sandwiches triangulares, porciones de tarta y plátanos ligeramente amoratados. Parker compró dos sándwiches de jamón y queso en una de las máquinas y le entregó uno a Susan.

Como la comida era mala, pocos empleados del periódico usaban la cafetería, y menos aún se sentaban a disfrutar del ambiente, así que Parker y Susan encontraron sin problemas una mesa libre de fórmica beige.

El olor a tabaco se pegaba a Parker como una aureola. Siempre olía como si acabara de fumar, aunque Susan nunca lo había visto abandonar su mesa. Dio un gran mordisco al sandwich y se limpió un poco de mayonesa de la barbilla con el dorso de la mano.

—Venga, dispara —dijo.

Susan abrió su libreta y sonrió con encanto.

—Susan Ward —ronroneó—. Del
Oregon Herald
. ¿Le importa que le haga un par de preguntas, señor?

—En absoluto. Un buen periódico, muy bueno.

—Detective Archie Sheridan. Estuvo en el equipo especial de la Belleza Asesina desde el principio, ¿verdad? ¿Él y su compañero investigaron la primera víctima?

Parker asintió, multiplicando su papada al hacerlo.

—En efecto. Había sido nombrado detective de homicidios hacía un par de semanas. Su compañero era Henry Sobol. Era el primer caso de Sheridan. ¿Te imaginas? El primer caso y le toca una asesina en serie. Claro que en ese momento no lo sabían. Se trataba sólo de una prostituta muerta. Un corredor la encontró en Forest Park. Desnuda. Torturada. Una mierda de asunto. Suave, comparado con lo que vendría después, pero lo suficientemente retorcido como para llamar un poco la atención. Tratándose de una prostituta… Eso fue allá por 1992. Mayo.

Susan comprobó sus notas.

—Después encontraron los otros cuerpos; ese mismo verano, ¿no? ¿En Idaho y en Washington?

—Exacto. Primero el chico de Boise. Un muchacho de diez años. Desapareció, después lo encontraron muerto en una zanja. A un viejo de Olympia lo encontraron muerto en su jardín. Y después una camarera en Salem. Alguien tiró su cuerpo desde un coche en movimiento, en la autopista. Provocó una colisión en cadena y causó retrasos en el tráfico durante horas. Los ciudadanos estaban molestos.

—Y Sheridan fue quien vio la firma, ¿no? ¿Marcas en el torso?

—Efectivamente. Así las llamamos en el periódico. Marcas en el torso. —Se inclinó hacia delante, golpeando su vientre prominente contra la mesa—. ¿Sabes lo que es un cúter? Como un lápiz con una hoja de afeitar en un extremo. —Susan asintió—. Todos habían sido cortados con uno de ésos. Cada una de las víctimas tenía heridas peculiares que habían sido hechas mientras esos desgraciados estaban vivos.

—¿Qué quieres decir con peculiares?

—Ella firmaba sus trabajos. Trazaba un corazón en cada uno de ellos. Como había más heridas en el pecho, los corazones eran difíciles de apreciar. Los árboles les impedían ver el bosque, más o menos. En algún momento alguien se habría dado cuenta. Pero Sherídan se dio cuenta antes que nadie. Era su primer caso. La prostituta muerta no era una prioridad para la policía, te lo puedo asegurar. Quiero decir que ni siquiera pudieron encontrar familiares que reclamaran el cuerpo. Ella se había escapado de un hogar de acogida. Pero él no iba a abandonar el caso. Y cuando sus superiores se dieron cuenta de que tenían a un asesino en serie entre manos que se dedicaba a torturar y asesinar a los contribuyentes al azar, decidieron organizar un equipo especial más rápido de lo que tardarías en decir: «Informativo de la noche». —Dio otro mordisco a su sandwich, masticó un par de veces y continuó hablando—: Tienes que entender que ella confundió por completo a los investigadores. Los asesinos en serie actúan según unas pautas, pero Gretchen Lowell no seguía ese patrón. El perfil de sus víctimas no existía. Era recurrente en lo que respecta a las heridas en el pecho; los cortaba, los apuñalaba, los grababa o los quemaba. Algunas veces, les hacía beber líquido corrosivo, otras • diseccionaba sus cuerpos, les extirpaba el bazo, les sacaba el apéndice, la lengua. Algunos fueron, básicamente, fileteados. Además tenía cómplices. Y era una mujer. —Tragó otro pedazo y dejó el sándwich sobre la mesa—. No estás comiendo.

Susan dejó de escribir y miró con escepticismo su sándwich envuelto en celofán. Sentía náuseas y lo dejó a un lado, como si fuera algo que hubiera muerto hacía tiempo. Miró a Parker. Éste alzó las cejas, expectante. Ella desenvolvió el sándwich y le dio un pequeño bocado en una esquina. Era de jamón, pero sabía a pescado. Él pareció satisfecho. Continuó con las preguntas:

—Háblame de sus cómplices. Eran todos hombres, ¿verdad?

—Pobres imbéciles. Suponen que reclutó a la mayoría a través de anuncios personales en los periódicos o, después, a través de Internet. Ella utilizaba documentación falsa para registrarse en los sitios y luego salía en busca de sus objetivos. Aparentemente, tenía la habilidad de elegir hombres a los que podía manipular. Los aislaba de sus amigos, encontraba sus puntos débiles, y los presionaba hasta que se rompían emocionalmente. —Sonrió amargo, y un pequeño globo de mayonesa asomó por la comisura de su boca—. En eso se parece mucho a mi esposa.

—Fui novia de uno que había conocido a su ex mujer a través de un anuncio en el periódico. Un buen día, ella le vació la cuenta bancaria y se largó a Canadá, cuando él estaba en el trabajo.

—Ajá —asintió Parker sonriendo y limpiándose la boca con una servilleta de papel—. No suele funcionar, ¿verdad?

—¿Qué piensas del grupo especial?, ¿de su funcionamiento? Escribiste muchos de aquellos artículos.

Parker hizo un gesto de rechazo con su mano.

—Aquello fue un montón de basura política. Había mucha presión por parte de los familiares, los medios y los políticos. No había visto tantas puñaladas I traición desde que mis hijas entraron en la adolescencia. El FBI envió a tres agentes especiales diferentes. Y tuvieron tres directores del equipo hasta que, finalmente, se lo entregaron a Sheridan. Los detectives terminaban quemados al poco tiempo; quiero decir, seguían pistas un día tras otro, sin obtener resultado alguno. Tenían una base de datos con unas diez mil pistas individuales. El perfil del asesino que hicieron los del FBI resultó ser completamente erróneo. En ciertos periodos, asignaban cuarenta y ocho policías para trabajar en el caso, y después transcurría un año entre un cadáver y el siguiente y la gente se enfurecía porque no obtenían resultados y se desperdiciaba el dinero de los contribuyentes por lo que al año siguiente el equipo quedaba reducido a tres detectives. Después aparecía otro cadáver y todo volvía a empezar. Sheridan fue el único policía que estuvo en el grupo durante los diez años. Fue el único que no solicitó el traslado.

Ella dejó de escribir en su libreta.

—¿Lo conoces?

—Claro.

—¿Es del tipo «déjame que te haga unas cuantas preguntas mientras huyes de mí por el pasillo» o «hablemos del asunto mientras tomamos unas copas»?

—Del primero. Tenía mujer y dos hijos, y estaba totalmente entregado a su familia. Su esposa había sido su novia desde el instituto. Me la presentaron una vez. Una buena chica. Por lo que sé, él tenía a la Belleza Asesina y a su familia, y nada más.

—¿Qué te pareció? —preguntó Susan.

—Un buen policía. Un tipo inteligente. Debe de haberse tragado mucha mierda con todo esto. Tiene un master en Criminología o alguna porquería por el estilo. Un universitario de pies a cabeza. Pero les caía bien a sus colegas. Y estaba un poco desconectado —añadió Parker sacudiendo su mano en el aire.

—¿Qué significa «desconectado»? —preguntó Susan, dejando el bolígrafo junto al sandwich.

Él se encogió de hombros.

—Digamos que era un tipo muy concentrado. Pero bueno, trabajó en el mismo caso durante diez años.

—¿Sabes dónde ha estado en los últimos dos años?

—Que yo sepa, aquí —respondió Parker—. De baja. Ella lo dejó hecho un asco. Se pasó un mes en el hospital. Y después la rehabilitación. Pero he oído que trabajó con la fiscalía en el acuerdo al que llegaron con ella, así que no desapareció del todo de la faz de la tierra.

—Gretchen Lowell se declaró culpable de cinco asesinatos en Oregón y seis en Washington e Idaho, y de secuestro e intento de homicidio, y después confesó otros veinte más, ¿verdad?

—A cambio de la perpetua, sí. Mucha gente pensó que tendrían que haberla ejecutado.

—¿Y tú qué opinas? —preguntó Susan.

—Hubiera preferido un juicio. Me encantan los buenos dramas judiciales, y hubiera pagado por ver testificar a Archie Sheridan.

Susan se mordió el labio.

—¿Por qué ella lo siguió? No tiene sentido.

—Él era el jefe del equipo especial. En esa época, su foto estaba en los periódicos permanentemente. Sintió la necesidad de presentarse ante él. Fue directamente hasta su oficina, ofreciéndole su supuesta experiencia seudopsiquiátrica para ayudar en el caso. Tal vez le pareciera un desafío. Y además está el detalle de que estaba chiflada. —Se metió el último pedazo de sándwich en la boca, como si hiciera un gesto de exclamación.

—¿Por qué la llamaron la Belleza Asesina? —interrogó Susan.

—Ese seudónimo se lo puse yo —exclamó con orgullo—. Le pedí al forense que examinó a la prostituta muerta que me definiera el estado del cadáver. Tenía heridas por todas partes. Lanzó un silbido y me dijo: «Una belleza», y añadió que era la autopsia más interesante que había hecho en todo el año. Su último trabajo había sido en Newport. Ahogados y suicidas. Estaba decididamente excitado. Además, coincidió que Gretchen Lowell era un bombón.

Había algo que carecía de sentido para Susan. Tenía una mujer con un fuerte instinto de supervivencia que había estado matando a gente durante diez años, por lo menos. Secuestrar al policía que la persigue no le reportaba ningún beneficio, precisamente.

—¿Qué opinas de la teoría de que ella quería que la detuvieran?

—Una mierda —descartó Parker—. Gretchen Lowell es una psicópata. No es como nosotros. No hace cosas por un motivo concreto. Simplemente disfruta matando. Y asilo dijo cuando ingresó en prisión. Secuestró a Archie Sheridan, lo drogó, lo torturó durante diez días y lo hubiera asesinado si él no la hubiera convencido de no hacerlo.

—Le habló hasta convencerla. Así por las buenas.

—Fue ella quien llamó a urgencias. Si no hubiera tenido experiencia médica, él estaría muerto. Uno de los médicos me contó que ella lo mantuvo con vida durante casi treinta minutos haciéndole un masaje cardíaco, antes de que ellos llegaran.

—Ella le salvó la vida.

—Exacto.

—Por Dios, eso tiene que dejarte tocado.

Los labios de Parker brillaron con la mayonesa.

—Supongo que sí.

CAPÍTULO 8

Aquella tarde, el alcalde de Portland, Bob Buddy Anderson, estaba dando a conocer el nuevo equipo especial en una rueda de prensa, en las nuevas oficinas, e Ian quería aprovechar la oportunidad para presentarle a Susan. Ella detestaba las ruedas de prensa. Eran artificiales y monotemáticas, y casi nunca daban a conocer nada que fuera mínimamente cierto como para poder escribir algo decente. La información presentada era correcta, pero nunca verdadera.

Ian insistió en llevar su coche. A Susan le pareció estupendo, ya que su maltrecho Saab siempre se desbordaba con los deshechos de su vida: revistas, botellas de agua vacías, chaquetas, libretas y sobre todo bolígrafos, docenas de bolígrafos. Se daba cuenta de que sus pasajeros, a veces, no comprendían su absoluta falte de interés por recoger las patatas fritas del suelo del coche, y mucho menos por limpiar el salpicadero. Parker, que cubría la rueda de prensa, y a quien no le gustaba Ian por el mero hecho de que se había licenciado en Periodismo en la universidad en 1982, fue en otro automóvil.

Todavía seguía lloviendo. El cielo estaba encapotado y las colinas que rodeaban la ciudad parecían dentadas sombras lechosas. Mientras se abrían camino por el puente, Susan apoyó su mano sobre la ventanilla y observó cómo las gotas de agua trazaban sus retorcidos senderos, deslizándose cristal abajo. Mucha gente se iba a vivir a Portland por la calidad de vida y por sus políticos progresistas. Se compraban una bicicleta y una vieja casa de madera, una cafetera para hacer café expreso, y después del primer invierno triste volvían a trasladarse a Los Ángeles. Pero a Susan le gustaba la suavidad de la lluvia, la forma en que distorsionaba la visión a través de cada ventanilla, de cada ventana, cómo volvía borrosas las luces de freno y brillaba sobre el asfalto, el monótono sonido de los limpiaparabrisas.

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