Aplicando fuerza al cepillo de dientes, me enfrenté a ella. Poco a poco fui rascando la suciedad, mientras el fuerte olor del disolvente ascendía hacia mi nariz.
—Marea un poco, ¿no? —dije.
—¿Te lo pasas bien? —se rió ella.
—Un poco, sí, tal vez.
El disolvente, al evaporarse, parecía como el movimiento de las fases de la noche. La cálida luz de la linterna con la que me iluminaba daba a mis manos un color anaranjado.
Barbilla, Branquia, Derecha del Casco. Una a una, iba colocando las piezas limpias en el balcón.
—¿Quieres que nos turnemos? —dijo ella al cabo de un rato.
Intercambiamos el cepillo de dientes y la linterna.
Ella empezó a lavar entonces el Shuriken. Iluminé sus manos y la sombra se amplió hacia abajo. Observé cómo sus delgados dedos se movían como si fueran sombras chinescas.
La luz del vecino de al lado cambiaba de color de vez en cuando. Quizá la tele estuviera cerca de la ventana. Más allá de la verja se veía la lavandería donde había ido el día anterior. Seguí con la mirada la calle por donde empujé la moto. Recto hacia el oeste y luego un giro a la derecha. La gasolinera, junto a la carretera nacional, se intuía en forma de una luz difuminada. ¿Estaría el maestro trabajando esa noche también?...
—Ja, ja, ja —se rió ella—. Es verdad, estoy un poco mareada.
—¿Cambiamos?
—Aún puedo aguantar. Cambiemos dentro de un rato.
De nuevo, bajé la mirada hacia las sombras chinescas. La mancha oscura cambiaba de forma y creaba una nueva imagen. Cambié el ángulo de la linterna y la silueta se amplió, como si se alargara. A lo lejos se oía el ruido de una persiana que bajaba. O el ruido de una persiana que subía.
—¿Nos casamos? —dije yo de repente.
En la mano derecha ella tenía el cepillo de dientes, y en la izquierda, una válvula en forma de barril.
Cambié de nuevo el ángulo de la linterna. Esta vez la silueta se encogió como si huyera de la luz. Llevé mi mano libre hacia la linterna y busqué un ángulo que tornara el negro más oscuro aún. Por un momento me pareció que éste adoptaba la forma de un zorro.
—Vale —dijo ella—. Casémonos.
La luz de al lado cambió de color un par de veces. De nuevo se oyó, a lo lejos, el ruido de una persiana que subía.
Decir «Gracias» habría sonado un poco raro, y decir que, entonces, nos casaríamos al año siguiente no sería de buen gusto. Así que al final silbé. Quería que sonara bonito, «fiuuu», pero se me escapó el aire y me salió un sonido raro.
—Pero ¿por qué? —dijo ella volviéndose con una sonrisa—. ¿Por qué me lo has dicho ahora?
—Es por el efecto del alcohol isopropílico.
—Ja, ja, ja —río ella.
—¿Qué día es hoy? —preguntó a continuación.
—11 de junio —respondí.
—Acuérdate de esa fecha, ¿vale?
—Bueno, yo me acuerdo de junio y tú acuérdate del día 11.
—Sí, vale.
—Cambiemos.
De nuevo intercambiamos la linterna y el cepillo de dientes. Yo cogí con una mano la Válvula Puntiaguda y ella sostuvo la linterna.
—Si te dicen «¿Nos casamos?», no puedes negarte, ¿verdad? —dijo ella mientras iluminaba mis manos.
—De eso, nada.
—No, no puedes. Normalmente no puedes rechazar la propuesta.
Cuando quería poner énfasis en algún sentido, mi novia a menudo utilizaba la palabra «normalmente».
—Ah... pero... —continuó— si te lo dicen de noche en un restaurante con unas bonitas vistas y te dan el anillo de una forma romántica, a lo mejor entonces sí puedes rechazar la petición.
—Sí, en ese caso, normalmente se puede rechazar.
Haciendo fuerza con el cepillo de dientes, limpié la Válvula Puntiaguda.
Varios acontecimientos nos marcaban unos puntos. De ellos, nosotros teníamos que escoger algunos y trazar una línea. Así es como se teje la historia de dos personas.
Book
, el maestro y el disolvente orgánico eran los puntos de la línea, y lo que yo hice fue añadir la propuesta de matrimonio.
—Junio —dije yo mientras limpiaba el Bulto Dorado.
—Día 11 —dijo ella mientras sostenía la linterna.
La noche, de cinco metros de diámetro, era engullida por otra de diez metros, y avanzaba despacio. Y la engullía una noche de quinientos metros que era incluida en una de cinco kilómetros.
Limpiábamos las piezas hasta los rincones más recónditos. Como si con ello les insufláramos una alma nueva. Como si celebráramos nuestro porvenir. Como si lo arregláramos todo desde el principio.
Terminamos de limpiar el carburador y regresamos a la habitación. Nos metimos en la cama y nos dormimos cogidos de la mano.
Siete
«Mañana del 12 de junio. Despejado. Viento del este»
.
El locutor de radio informó del estado del tiempo y el patrocinador del programa anunció que eran las nueve de la mañana. Nosotros lo escuchábamos desde la cocina: ella, haciendo huevos con beicon; yo, preparando las tostadas y el café.
Ella puso los huevos con beicon en unos platos marrones con reborde. Yo añadí las tostadas y los llevamos a la mesa.
Era el desayuno del día después de la propuesta de matrimonio. Un desayuno de tostadas de color trigo que nos supo delicioso.
Pensé que las tostadas eran una comida que dependía de las circunstancias. Entre unas tostadas deliciosas y otras que no lo sean no hay una gran diferencia. Depende de la temperatura del momento, el grado de humedad, el horario y la música que suene de fondo. Como la persona con la que estás, la película que viste ayer, una preciosa vista o un presentimiento; según sus matices, pueden ser maravillosos o no.
Recogimos los platos vacíos y nos cepillamos los dientes el uno junto al otro. Desde el espejo, ella me observaba, y yo la observaba a ella. De este modo, mirando nuestros reflejos, nos lavamos los dientes.
Si ella se cepillaba arriba a la derecha, yo también me cepillaba ahí. Si era abajo a la izquierda, abajo a la izquierda. Hasta que ella se dio cuenta y se rió. Yo también me reí. Su cepillo se desplazó entonces abajo a la izquierda y yo la seguí. Ella me clavó la mirada y puso cara de decir «¿Sigues así?». Yo también le clavé la mirada.
En el instante en que ella agachó la cabeza para enjuagarse, yo hice lo mismo, y gimiendo —«uh, uh, uh»— nos disputamos el vaso. Escupimos lo que teníamos en la boca y explotamos de la risa. ¡Menuda pareja de tontos!
«Esto podría ser la cima», pensé, y me pareció que ya bajaba.
Luego ya no había que subir, sólo seguir recto. Estábamos en el centro de una esfera. Su diámetro se expandía y se encogía: podía medir un metro o extenderse hasta ser como el diámetro de la Tierra. Si se trataba con cuidado podía estar fija, rebotar, calentarse o cambiar de color. Corrimos la cortina, colocamos la manta y nos dispusimos a hacer lo que nos correspondía. Estirándonos de vez en cuando hacia arriba, mirando siempre que fuera posible a lo lejos, luego mirando de nuevo a los pies. Llevándonos bien, con buena educación, una pareja ejemplar para el mundo entero.
—Bueno... —dije yo.
En medio de la sala, extendí un papel de periódico, y coloqué encima las piezas del carburador, tan limpias que no parecían las mismas. Ella, a mi lado, abrió el bloc de dibujo.
—Empecemos.
Y nos dispusimos a montar el corazón de acero.
Mirando de reojo el bloc de dibujo, cogí con la mano el Bulto Dorado. Puse la Arandela en el Bulto y lo ensamblé en la Boca de Pulpo. Ella miró mi mano como si estuviera muy interesada en lo que hacía.
—¿Eso es el Flotador?
—Así es.
—¡Eeeh! —ella sonrió contenta, mirando alternativamente el bloc de dibujo y la pieza—. Sobre todo, ten cuidado de no desgarrar el Telón Negro.
—¡Vale, vale...!
—Ahora hay que ensamblar la Barbilla con la Trompeta y poner la aguja en la Válvula Puntiaguda.
—¿Cuál era la Barbilla?—dije yo.
—¿Cuál será? —Ella comenzó a comparar las piezas con los dibujos—. ¿Será ésta?
—Ésa es la Válvula en Forma de Barril.
—¿Y ésta?
—Ésa es la Válvula Puntiaguda, ¿no?
—Pues... ¿será ésta? —dijo cogiéndome de la barbilla.
—Eso es una barbilla, pero no es «la Barbilla».
—Vale —repuso ella—. Ya lo sé.
Y apartó la mano. Nos dimos un beso.
En la radio sonaba una melodía celeste, un sonido agradable y ligero que resonaba por toda la habitación.
—La Barbilla es esto, ¿ves?
Al alumbrar un poco, se veía una pieza de fundición en forma de U junto al Flotador. Cogí un tornillo y la coloqué desde el costado.
Ella empezó a dibujar en un borde del bloc de dibujo. Parecía que estaba retratando a
Book
. Para ser un dibujo hecho con la imaginación, se parecía bastante.
—El pelo lo tiene un poco más largo —dije yo—. Los ojos, un poco más bajos. Así. Y lleva una campanilla al cuello. No, tan grande no.
Gracias a las notas que habíamos tomado, pudimos completar el montaje sin problemas dignos de mención, así como el dibujo de la perra.
Nos besamos de nuevo.
Llevábamos tres años saliendo. Le había pedido que se casara conmigo. Entre nosotros no había diferencia de edad. Pensé que pasar por encima de un carburador para darse un beso era algo de lo que, por mucho que buscaras, no había constancia en la historia de la humanidad.
Ocho
Empujé la moto fuera del parking.
Ensamblé el resucitado carburador en la parte baja, conecté varios tubos y así di por terminada la reparación. Monté en la motocicleta y dije:
—Bueno, pues allá voy.
—Vale —asintió ella con la cabeza.
Confiaba en que arrancaría.
Book
→ El maestro → El disolvente orgánico → La propuesta de matrimonio → La moto reparada. Todavía alargaríamos más la línea. Uní plegaria y esperanza y pateé el pedal de arranque. «Gararararararararara.» El motor giró con vigor y luego se paró. Se paró... pero en el ruido del mismo sin duda había mezclado algo parecido a una corazonada. Era diferente de hacía dos días, el primer movimiento, y entonces la corazonada de reparación. Acompasé la respiración y apoyé de nuevo el pie sobre el pedal.
«Gararararararararara.»
Repetí la patada varias veces. «¡Levántate!» «Garararararaga.» «¡Ven aquí!» «Gararara.» Como una docena de luchadores de lucha libre tratando de insuflar vida a patadas.
Pero de la moto sólo salía la voz lastimera de un esfuerzo que se perdía en el aire.
«En fin...», pensé después de inspirar profundamente.
—Monta tú en mi lugar —dije. Y bajé de la moto.
—¿Sabes cómo se arranca empujando?
Ella negó con la cabeza.
—Yo empujaré desde atrás y, cuando cojas velocidad, metes una marcha con cuidado —le expliqué—. Entonces, el motor girará, así que tienes que soltar el embrague. Si ves que va bien, das gas.
Ella acercó la mano al manguito.
—¿Así? —Apretó el embrague, lo soltó y volvió a apretarlo. Entonces, yo puse la mano.
—Sí, así, con cuidado, haces eso. Sí, así.
Repetimos muchas veces la operación del embrague, el gas y el freno. El viento de principio de verano nos acarició y pasó de largo. Tal como había anunciado la previsión del tiempo, soplaba del este.
—Vale —susurró ella—. Lo intentaré.
Yo acerqué el pie y puse segunda; se oyó un «karan». Rodeé la moto por detrás y apoyé la mano sobre el portabultos.
—Vale, voy a empujar.
Ella agarró el manillar y miró hacia adelante con cara seria. Yo comencé a hacer fuerza. La rueda giró y avanzamos. Como un padre que le enseña a su hija a montar en bicicleta.
—Todavía no.
Poco a poco, la velocidad iba aumentando mientras yo seguía empujando. Me incliné hacia adelante, aceleré y el paisaje comenzó a cambiar. Corríamos en línea recta, cortando el viento y dejando atrás el ruido de los pasos. Casi a la máxima velocidad posible.
—Oh, oh, oh —exclamó ella.
—¡Embraga! —dije gritando.
Ella seguía mirando hacia adelante con la espalda erguida. Por abajo se oyó «pusu, pusu, pusu», y luego el motor que empezaba a arrancar: «Papapapapa.»
Al engranar la marcha, la resistencia aumentó. Yo me enfrenté a ella y empujé la motocicleta con todas mis fuerzas. El gemido del motor se hizo más fuerte y el tubo de escape expulsó un humo blanco.
—Desembraga.
Exprimí mis últimas fuerzas y empujé la moto hacia adelante. Como una balsa a la deriva, ella y la moto avanzaban haciendo eses.
—¡Da gas!
Justo en el momento en que lancé el grito, resonó un fuerte ruido —«papapapán»— y el tubo de escape expulsó un humo blanco. Era la primera vez en cuatro años que la moto emitía ese sonido.
—¡Bien!
Me acerqué corriendo a mi novia y a la moto. La sostuve y puse punto muerto.
—¡Sensacional! —dijo ella, muy excitada.
«Brom, brom, brom, brom, brom...»
Era como si la moto nos estuviera felicitando. Del tubo de escape salía alegre una columna de humo de color blanco. La persona a la que le había propuesto matrimonio y yo nos quedamos en silencio observando la motocicleta.
—¡Sensacional! —dijo ella de nuevo.
La moto siguió felicitando al mundo. El viento del este imprimía un ángulo suave en el humo blanco.
Monté en la moto.
—Voy a circular un poco para rodarla.
De pie junto a mí, ella se quitó el reloj de pulsera. Era un reloj con la correa de piel marrón. Lo abrochó en la barra central del manillar.
—Te lo regalo.
Acomodó la posición del reloj para que yo pudiera verlo con facilidad.
—No, me sabe mal.
—Que sí, llévalo ahí —insistió, y golpeó la parte de atrás de la moto: «pum, pum»—. Quiero que lo tengas tú —esto último lo dijo imitando a un boxeador completamente chiflado.
—Vale, gracias.
—Bien, te espero en el apartamento.
—Volveré dentro de veinte o treinta minutos.
Me puse el casco y le devolví el saludo a ella, que me saludaba a lo militar, con dos dedos en la sien. Metí primera y desembragué. La moto avanzó despacio. Cambié a segunda y el motor fue subiendo de revoluciones. La vi a ella reflejada en el espejo retrovisor, levanté ligeramente la mano derecha y la agité para saludarla.
En el espejo, se iba haciendo cada vez más pequeña. El fuerte ruido de la moto que había despertado del sueño y la sensación de velocidad que envolvía todo mi cuerpo me hicieron sentir nostalgia.