El tumor del peritoneo se había hecho más grande y habían encontrado metástasis en el hígado y en los intestinos. Con respecto al tratamiento, ya no había medicamentos anticancerígenos que probar. Si seguían los mismos que habían empleado hasta ahora, tampoco se podía esperar que mejorara, y lo único que se conseguiría sería debilitar más su cuerpo. Era imposible volver a operar, y su pronóstico era que le quedaban tres meses de vida.
Junto a su madre, que se deshacía en lágrimas, su padre insistía, de forma desesperada, en las posibilidades de aplicar otros tratamientos. «En estos momentos no existe ninguno más», decían los médicos. Puesto que, en comparación, el primer tratamiento había funcionado, se podía intentar aplicarlo en pequeñas dosis. Sin embargo, como creían que las células cancerígenas se habían mostrado resistentes, no se podía saber hasta qué punto podría prolongarle la vida. Aparte de eso, lo único que se podía hacer era administrarle calmantes para aliviar el dolor.
Su padre me lo explicó todo con voz temblorosa. Yo únicamente pude decir: «Entiendo.»
Dentro de mi cabeza sólo brillaba, con luz opaca, la cifra de tres meses.
¿Qué podía hacer para aceptar esa cifra?, pensaba. Obviamente no podía aceptarla. Hiciera lo que hiciese, no podía aceptarla.
La habitación del apartamento estaba como entonces. El bloc de dibujo y los dos cojines estaban tal cual. En la taza del lavabo había dos cepillos de dientes. Si ella regresara mañana mismo, podríamos volver, de inmediato, a hacer nuestra vida anterior.
¿Cuántos años viviría yo? ¿Por qué no podía darle a ella la mitad? Habíamos llegado hasta allí compartiendo alegrías, penas y risas. ¿Por qué no podíamos compartir la enfermedad y la muerte...?
De repente me di cuenta de que había abierto el grifo de la cocina. El agua caía en el fregadero con estruendo.
Puse un vaso debajo del chorro. ¿Por qué estaba haciendo eso?...
Me llevé el agua a la boca pero noté que no sabía a nada. El agua volvía a caer en el fregadero haciendo ruido. Apreté el grifo y el ruido se detuvo. Bajé la mirada y vi mi mano derecha sosteniendo el vaso.
«¿Qué es esta fuerza que me permite sostenerlo? —pensé—. ¿Para qué sirve esta fuerza? ¿Por qué estoy sosteniendo el vaso? Que no se cumplan los deseos o que uno no pueda aceptar algo son cosas tan enormes que no entiendo cómo he podido vivir hasta ahora.»
Si pedir lo que no se cumplía y aceptar lo que no se podía aceptar era vivir, no sabía cómo me las iba a arreglar a partir de entonces.
Tres meses. No era más que una cifra. A partir de ahí, no había nada a lo que aferrarse. Lo que podía hacer por ella. Lo que fuera por ella. Las únicas palabras que tenía para rezar eran una simple cifra. Un simple símbolo sin significado.
Veintiocho
Y fueron, en verdad, tres meses.
Pensándolo ahora, fueron tres meses muy tranquilos. Quedaba con ella, cantábamos, nos reíamos, nos enfadábamos; aquellos tres meses fueron más tranquilos que cualquier otro tiempo.
Diariamente salía puntual del trabajo y me dirigía al hospital.
Cada vez le costaba más hablar. Si yo le decía algo, me respondía de una manera muy simple.
«¿Quieres una manzana?», le decía, y ella torcía un poco el cuello. Yo le frotaba el pie y, con una voz muy débil, ella me decía «Gracias». Por mucho que se los frotara, la hinchazón no le bajaba. Tenía las cejas despobladas casi por completo, y los brazos tan delgados que daba la impresión de que se le fueran a romper. Su voluntad se había debilitado tanto que parecía transparente y, a veces, sonreía con tan poca fuerza que daba lástima.
Yo me sentaba a su lado, en la cama, y le hablaba todo el tiempo. Cuando mencionaba al señor Ishiyama, del taller, ella ponía cara de estar divirtiéndose, así que le hablaba de él todos los días.
Le contaba que al fondo del módulo prefabricado se encontraba el taller, donde estaba, como si fuera el amo, Ishiyama. Que durante el descanso del mediodía jugaba a
shogi
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con el jefe de la sección de Administración. Que decía que, en total, habrían jugado, como mínimo, unas tres mil partidas. Que habían sido buenos compañeros de estudios pero, en la actualidad, su posición dentro de la empresa era muy distinta.
Que, en el taller, había todo tipo de herramientas y se podía hacer casi de todo. Que lo que uno no podía hacer por sí mismo lo hacía Ishiyama si se lo pedías. «¿Podría ayudarme?», le decías, y él te respondía: «Sí, por supuesto.»
Que Ishiyama era infalible en el trabajo. Que usaba herramientas antiguas y fabricaba piezas con una precisión que nosotros no podíamos alcanzar. Que era increíble hasta el punto de resultar gracioso.
Que nosotros decíamos «¡Ese tipo es genial!», y reverenciábamos al rey del taller. Que nos referíamos a él con el apodo de el Mañoso.
Mientras le frotaba los pies, le seguía hablando del señor Ishiyama.
Que cuando no tenía piezas para fabricar, a Ishiyama le encargaban desde Administración que hiciera zapateros y cosas así. Que arreglaba el palo roto de una fregona o reparaba la instalación eléctrica. Que, cuando se abría la puerta del taller, sonaba una campanilla: «Tintintintín...» Que, entre nosotros, a eso le llamábamos «la trampa Ishiyama».
Que, en el centro del taller, había una gran losa de granito. Que era un bloque tan gigantesco y pesado que nos preguntábamos cómo lo habrían metido allí. Que se rumoreaba que lo habían puesto primero y luego habían construido, encima, el módulo prefabricado.
Que el taller era como un lugar independiente, adonde no llegaban las estrategias de los jefes de sección, la fuerza política de los jefes de departamento ni, quizá, el prestigio del director de la empresa. Que allí simplemente había un espacio llamado «taller» donde el amo era el señor Ishiyama.
Que, por desgracia, el mañoso señor Ishiyama no tenía ningún discípulo. Que creíamos que debería haber alguien que quisiera ser su discípulo, pero que nadie levantaba la voz. Y que, si la levantaba, no llegaba a ninguna parte.
Que, cuando Ishiyama se jubilara del trabajo, quizá terminaría la larga historia del taller. Que, tal vez, cuando el rey se retirara, quedaría sólo aquel lugar vacío. Que quedaría para siempre aquel espacio donde no daba el sol llamado «taller» y aquella gigantesca losa de granito.
Apreté su mano y ella cerró los ojos. Todos los días sostenía su mano hasta que se dormía.
11 de octubre, domingo.
Abrió los ojos y dijo que quería tomar leche.
Leche. Algo sorprendido, fui al quiosco y compré un cartón de leche. Ella se incorporó sin ayuda y comenzó a sorber con una pajita.
Después de mucho tiempo, mostraba una sonrisa. Sin duda había vuelto la vitalidad a sus ojos. Saqué una de las manzanas que su hermano había mandado desde Sendai y le pregunté: «¿Quieres?» «Sí», respondió ella. Se la pelé poco a poco.
Ella olisqueó la manzana, me miró y tocó mi cara. Lo hacía todo como si estuviera descubriendo el mundo.
Nos besamos. Sus labios blandos tenían un ligero sabor a manzana.
Entonces nos pusimos a hablar. Lo hicimos como si quisiéramos recuperar todo nuestro pasado.
Su memoria parecía estar algo confundida. Lo que había pasado un mes antes se superponía con lo de hacía medio año, y lo de anteayer era como si hubiera pasado hacía mucho tiempo. Pero nosotros hablamos. De cuando nos vimos por primera vez y de la primera vez que nos besamos. De cuando le pedí que se casara conmigo y de cuando reflexionamos sobre nuestra relación. Sobre esa época, su memoria parecía ser buena.
Poco después dijo que estaba cansada y cerró los ojos. Yo me quedé mirando y, al poco, ella respiraba profundamente dormida.
Me quedé observando cómo dormía. Como un viejo delfín, que salía a la superficie para respirar y volvía a zambullirse. Eso era lo que parecía.
Fuera había empezado a nevar.
¡Nieve!
Se lo dije mientras dormía pero ella no respondió. Volví a mirar por la ventana y me quedé contemplando la nieve al caer. Blanca y pesada, caía sin interrupción.
Volví a mirar hacia la cama y vi que ella me estaba mirando. Le clavé la mirada y dije:
—¡Nieve!
No respondió, sino que se quedó mirándome fijamente. Sonreí, pero su expresión no cambió. Le cogí la mano.
—Quiero ponerme buena —dijo en voz baja. Lo dijo en un tono tan bajo que apenas la oí.
Una hilera de lágrimas comenzó a derramarse de su ojo y fue deslizándose por su cara como en una película con los fotogramas muy espaciados.
—Todo irá bien —dije yo—. Todo irá bien. Seguro que irá bien. Todo irá bien —repetí como un tonto—. Seguro que todo irá bien.
Al cabo de un rato, cerró los ojos.
Fuera, seguía nevando.
Al día siguiente ya no abrió los ojos.
De vez en cuando abría la boca como si quisiera decir algo, pero en seguida la cerraba. Yo le cogía la mano, pero casi no obtenía respuesta.
La trasladaron a otra habitación y la conectaron a un respirador.
Yo no hacía nada más que estar allí. Ni siquiera sabía qué quería decirle. Tampoco sabía lo que esperaba. Ni lo que pensaba, ni lo que rogaba. No hacía nada más que seguir allí, cogiéndole la mano.
Pasaron tres días.
Y murió en silencio, mientras sus padres y yo la mirábamos.
CUARTA PARTE
El contenido de la caja
Veintinueve
«Tintintintín...», sonó la campanilla.
En el centro del taller vacío se asentaba, majestuosa, la gigantesca losa. Como asediándola, en fila, se encontraban el torno, el taladro, la muela y otras herramientas de trabajo.
Me senté frente a ella. Era una losa fría. Más que pesadez, la enorme pieza de granito me hizo sentir algo parecido a la fuerza de la gravedad.
Cogí una plancha de metal de tres milímetros de grosor y tracé una línea en ella. Puse en marcha la perfiladora que había al fondo y me dispuse a cortar la plancha siguiendo la línea. El ruido de la sierra circular resonaba con fuerza en el taller, que olía a aceite industrial.
Con un torno de banco, sostuve el trozo cortado en forma de ele y fui doblándolo con la ayuda de un martillo.
El señor Ishiyama, que había regresado de no sé dónde, estaba mirando mi trabajo. Le mostré las dos piezas que había terminado.
—Ahora quiero soldarlas. ¿Podría ayudarme?
—¿Soldarlas?
Puse las dos piezas juntas.
—Quiero soldarlas de este modo.
Reseguí el contorno del volumen. Ishiyama cogió las piezas, cambió su ángulo y las observó.
—Quiero hacer una caja que no se pueda abrir —dije.
—¿Una caja que no se pueda abrir?
Ishiyama puso una cara extraña y se me quedó mirando.
—Habrá que soldar aquí, ¿no?
—Sí.
—¿Todo esto?
—Sí. Suéldelo con cuidado, por favor.
—Vale, ahora mismo lo hago.
Ishiyama se levantó primero y, juntos, fuimos a la habitación contigua. Dejó las piezas en el suelo de cemento y las fijó con unos ladrillos. El rey del taller se puso la careta y cogió una barra de soldadura.
—Sepárate un poco.
Yo miraba con atención el trabajo del hombre.
En la punta de su mano centelleaba una luz blanquiazul.
Al tiempo que se oía un fuerte «biiin», sus hábiles manos cerraban la caja.
Había pasado ya media primavera. Ya cien días desde su muerte.
Por fin había terminado la caja que ella me había pedido. Quizá debería haberme dado prisa en hacerla para entregársela. Creo que eso es lo que debería haber hecho. Pero ahora ya no tenía importancia. Porque ella ya no estaba.
Dejé la caja sobre la mesa y me serví un vaso de aguardiente.
La habitación seguía como entonces. Allí estaban los cojines, y también el bloc de dibujo. Y las zapatillas, los cedes, y la taza con los dos cepillos de dientes. Lo único que faltaba era ella.
Había sido una mujer querida por todos. A su funeral asistieron muchos parientes, compañeros de clase y también de la empresa. Todos derramaban lágrimas, acongojados por su prematura muerte. Su madre no dejaba de llorar, y su padre y su hermano hacían esfuerzos por contenerse.
Yo decliné la invitación a estar delante y me quedé de pie en la parte de atrás. Estaba allí, de pie, con la intención de grabar en mi corazón a todas aquellas personas que la amaban y que habían ido a despedirla.
Pensé que un funeral era algo maravilloso. Los rezos del monje y el «toe, toe» sobre el tambor de madera. Aparte de eso, sólo los sollozos se infiltraban en mi corazón. Cerré los ojos para pensar en ella, pero únicamente me salía rezar para que descansara en paz. No podía ser algo tan simple, pensé, pero era lo único que me salía.
Al final, habló su padre. Del respeto y el amor hacia ella. De cómo su vida había estado repleta de luz, de la esperanza que eso había transmitido a su alrededor. Encallándose con las palabras, su padre habló: «Viviremos llevando en nuestro corazón el tiempo que pasamos junto a ti.» Al final, sin poder contenerse ya, rompió a sollozar.
Llegó el momento de la salida del ataúd. Ella ya había muerto y ahora yo la despedía por segunda vez. Ahora la incinerarían. La quemarían hasta convertirla en ceniza, blanca como la nieve.
Regresé al apartamento y guardé la ropa de luto.
«¿Y si me fuera de viaje? —pensé—. Pero eso no cambiaría su muerte. ¿Y si dejara la empresa? Eso no cambiaría su muerte.»
Al final no hice otra cosa más que beber. Durante cien días, todas las noches, no hacía más que llorar y beber hasta emborracharme.
Se vació el vaso y volví a llenarlo de aguardiente. Bebí tres vasos seguidos.
El recuerdo recorría siempre el mismo lugar, sólo recordaba aquel día. El momento en que ella dijo «Bueno, pues...», y entró en el apartamento. «No sé si merezco su confianza, pero...» Nuestro firme apretón de manos. Cogí el bloc de dibujo y lo abrí.
En la salud y en la enfermedad.
En la alegría y en la tristeza.
En la riqueza y en la pobreza.
Amaros y respetaros. Consolaros y ayudaros.
¿Prometéis vivir juntos hasta que la muerte os separe?
Habíamos cerrado el cuaderno después de escribir la fecha. Pero ahora, a su lado, con letra pequeña, estaba escrito «Lo prometo». Lo había añadido ella en algún momento.