cosas por las que llorar cien veces (7 page)

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Authors: Kou Nakamura

Tags: #Novela

BOOK: cosas por las que llorar cien veces
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Debía de haber pasado una hora más o menos cuando Moose le preguntó qué clase de chicos le gustaban. Ella, divertida, respondió que cualquiera que pareciera agradable «como Fujii», y nos dejó a los tres atónitos.

—¿Agradable en qué sentido? —pregunté yo.

—Me gustan sus ojos y su forma de reír —dijo ella como cantando—. Parece inteligente, y es bastante guapo.

—¿Cómooo? —yo estaba sorprendido y admirado. Le gustaban cuatro cosas de mí—. ¿Algo más?

—Seguramente, sí —ella fijó sus ojos en mí.

—¿Ah, sí?...

Me bebí el agua que tenía en la mano. Con su perfil agudo y voluntarioso, ella sonreía de forma temeraria. Pero su sonrisa transmitía buen humor y creaba un ambiente agradable.

«Perdón por estar en Babia», pensé. Todo había empezado con el «Mucho gusto» de las presentaciones. «Perdón por comer el arroz con bechamel en Babia.» Levanté la cara y la miré fijamente.

—Pues, entonces, sal conmigo, por favor.

—Vale —dijo ella.

Los dos alargamos la mano y las encajamos; «¡No puede ser!», dijo Moose.

Sacamos nuestras agendas y comenzamos a hablar de nuestra primera cita. Moose, que estaba a mi lado, y Bach, que estaba enfrente, en diagonal, ya no me importaban nada.

«¿Por qué se reía ella ese día?», pensaba yo mientras bebía cerveza solo en el apartamento. En un rincón estaban las bolsas de papel que ella había ido trayendo. Entonces caí en la cuenta: lo nuestro había empezado antes del día en que nos conocimos, mucho antes.

Lo que habíamos pensado antes, nuestras corazonadas... Nuestras circunstancias, nuestras casualidades. El tiempo que habíamos acumulado hasta entonces. «Sí, eso es», pensé. Lo nuestro había comenzado mucho antes de eso. Pensar así era lo que más nos pegaba.

Quedaba una semana para el 7 de julio. Resultaba tan gracioso esperar ese día que en el fondo no quería que llegase. Sentado con las piernas cruzadas en medio de aquel apartamento de dos habitaciones que había conseguido ordenar considerablemente, seguí bebiendo cerveza a sorbitos.

Doce

Y llegó el 7 de julio.

Como estaba previsto, ella se presentó en el apartamento justo a las tres. Su puntualidad era tan extrema que incluso superaba las expectativas.

—Bueno, pues... —dijo—. Vengo a desposarme.

Llevaba una mochila a la espalda y un sombrero tulipán. Me tendió la mano derecha.

—No sé si merezco su confianza, pero le ruego que me acepte.

—No diga eso. Soy yo quien no la merece y le ruego que me acepte.

Mantuvimos nuestras manos enlazadas con fuerza largo tiempo.

Ese era nuestro rito de matrimonio. Tal como habíamos acordado, salimos al balcón. Nos acercamos a la baranda y lanzamos granos de arroz. Describían líneas que apuntaban hacia el suelo, se diseminaban, se deshacían en el aire y dejaban de verse.

—Esto es un poco distinto de una lluvia de arroz, ¿no?

—¿Y qué tal esto?

Entonces eché granos de arroz sobre su cabeza, que cayeron sobre su cabello negro, luego por todo su cuerpo y, finalmente, impactaron como gotas en el piso del balcón. Ella pestañeó repetidamente con cara de felicidad.

—Vale. Eso ya se acerca más.

Sobre mi cabeza dejó caer los granos de arroz que le quedaban. Satisfechos con la simulación, regresamos adentro.

Sacamos un pastel que habíamos comprado en la pastelería Antenor y unos tenedores plateados. Eché agua caliente en la tetera y preparé té inglés con sumo cuidado.

Ella sacó de su mochila una taza con un dibujo del gato Félix. Era una taza bastante grande y, según dijo, formaba parte del ajuar. Así que le serví ahí el té, hasta colmar la taza.

Encendí el equipo de música con el mando a distancia. Una magnífica melodía recorrió el apartamento: «En todas las canciones del mundo, oigo tu voz...»

—Vamos a comer —propuse.

Ella cogió un tenedor y yo cogí su mano como si la envolviera.

Cortamos el pastel desde arriba, lentamente. Era nuestro primer trabajo juntos.

Comimos el pastel y bebimos el té. Y repetimos, una y otra vez, que estaban deliciosos.

El primer día del ensayo había terminado y llegaba la noche.

Ella sacó el bloc de dibujo y comenzó a escribir letras con un lápiz 4B.

Formaban palabras bonitas.

Eran compromisos de bella factura poética, elaborados y pulidos durante largo tiempo.

En la salud y en la enfermedad.

En la alegría y en la tristeza.

En la riqueza y en la pobreza.

Amaros y respetaros.

Consolaros y ayudaros.

¿Prometéis vivir juntos hasta que la muerte os separe?

—¡Sensacional! —gritó.

Esas palabras habían bendecido el principio para mucha gente, habían purificado su arranque para empezar a pensar desde cero. Admirados, contemplamos aquellas hileras de letras como si de
poemas
se tratara.

—Léelo otra vez —pidió ella.

Yo lo leí en voz alta. Sin entonación, sólo con un poco de calidez. Leí en un tono pausado, con una voz de tono medio que hacía retumbar en el pecho.

—Sí —dijo ella con semblante serio—. Lo prometo.

—Lo prometo —dije yo a mi vez.

De nuevo, contemplamos las hileras de letras. Eran bellas y calaban como el aire de la montaña.

—Bien —dijo ella entonces—. Estupendamente bien. Esto tienes que leerlo una vez al año, ¿vale?

—Pues la próxima vez será el 7 de julio del año que viene. La noche de Tanabata.

—Para entonces, ya no será ningún ensayo, será de verdad.

—Sí, de verdad—Nos apoyamos en la pared, uno al lado del otro, y pensamos en el año siguiente. ¿Cómo recordaríamos ese día el año próximo?

Sin duda ahora nos estaba sucediendo algo, pero como penetraba de forma natural en nuestra piel, no teníamos la impresión de que nos ocurriera nada.

Sin embargo...

Al final de la promesa, ella escribió la fecha. Con cuidado, como si estuviera lacrando algo, cerró el bloc de dibujo.

Trece

«¿Adónde queremos ir? ¿Qué queremos comprar?»

Comenzamos a vivir a juntos.

Nos encantaba hacer planes. Cuando a uno se le ocurría una idea, en seguida asomaba la cabeza y, con una media sonrisa, la soltaba. A medio planear, se nos ocurría un proyecto nuevo, nos tragábamos cancelaciones y fracasos, y pasábamos a otra cosa. Creíamos que el hecho de proyectar algo albergaba a Dios. Aunque quizá lo mismo valía para el diablo.

Yo me sentía satisfecho por el mero hecho de trazar un plan, pero ella ardía asimismo de pasión persistiendo en su realización. Cuando algo no funcionaba, tenía tendencia a obsesionarse, y entonces mi optimismo resultaba útil. Nos parecía una magnífica combinación.

Nuestra vida marchaba, más o menos, según lo previsto. La forma en que vivíamos los días festivos no había sufrido grandes alteraciones; lo que más había cambiado era la forma en que vivíamos los días de diario.

La mañana.

No le dábamos mucha importancia al desayuno. No comíamos casi nada. Yo tomaba café y ella leche.

Me sorprendió que hubiera gente que tomara leche por la mañana. Para mí, era nuevo incluso el hecho de que la leche se guardara en la nevera. De igual modo, al parecer, el aroma del café por la mañana era algo nuevo para ella.

Pronto, de forma natural, se convirtió en café con leche. Lo probamos y nos dimos cuenta de que era mucho mejor que el café o la leche por separado. Y las mañanas pasaron a ser, sin discusión, de café con leche.

«Esta bebida tiene unos orígenes similares a los nuestros», nos decíamos. Hace mucho, mucho tiempo, en algún lugar, vivían el rey del país del café y la princesa del país de la leche. Ambos se enamoraron y se casaron. La cultura del rey y la de la reina se mezclaron y nació el café con leche. Así fue como sucedió.

Terminados los preparativos de la mañana, salíamos juntos de casa. De camino a la estación, hablábamos de nuestros planes: «¿Cuándo compraremos las almohadas? ¿Cuántas zapatillas necesitamos? ¿Qué haremos el fin de semana? ¿A qué hora regresaremos hoy? ¿Qué comeremos? ¿No necesitamos cojines?»

Los planes de los que teníamos que hablar eran interminables. Montábamos en el mismo tren, bajábamos la voz y seguíamos hablando de ellos: «¿A qué ciudad nos mudaremos? ¿Cuántas habitaciones tendrá el piso? ¿A quién invitaremos? ¿Qué cantaremos? ¿De qué color será?»

Dos estaciones más allá, nos separábamos en el andén. Desde allí, yo iba andando hasta la fábrica, que se hallaba a quince minutos. Y ella seguía cuatro estaciones más e iba al estudio de diseño, que estaba cercano a la estación.

Formábamos un equipo que trabajaba en un mismo proyecto. Entre los dos teníamos una sola vida secreta que acudía a lugares de empleo distintos. Visto así, hasta los trabajos aburridos parecían tener a veces un sentido nuevo.

La noche.

Los lunes, martes y miércoles, ella hacía la cena.

Los jueves y viernes, la hacía yo. Mi repertorio a escaso. Los jueves preparaba curry y los viernes terminábamos. Y así, una vez tras otra, pidiendo disculpas: «Qué aburrido es comer siempre lo mismo, ¿no?» «Bueno, es sólo un ensayo», decía ella. Por supuesto, no quería que la cosa quedara así para siempre, y poco a poco fui ampliando la cantidad de platos que sabía hacer:
mabodofu
[16]
(jueves) y pollo con tomate (viernes).

Terminada la cena, nos jugábamos a «piedra, papel, tijeras» quién lavaba los platos.

La verdad es que a mí no me gustaba fregar. Con cara de no tener ninguna gana, ponía todo mi empeño en ganar, y lo lograba dos de cada tres veces. Entonces, ella ladeaba la cabeza, como diciendo «Qué raro».

Yo argumentaba que se trataba sólo de una casualidad, aunque era mentira. Si se piensa que «piedra, papel, tijera» es un juego de probabilidad, no se puede ganar. Lo siento, pero la habilidad de los chicos y las chicas para jugar es distinta.

Un día había un dado sobre la mesa. «A partir de hoy lo decidiremos con un dado», dijo ella, y desde entonces tuve que fregar los platos una vez cada dos días (o quizá con más frecuencia incluso).

A veces, yo regresaba a casa exageradamente tarde. Ella ya había cenado y estaba dibujando algo en su cuaderno. En ocasiones dibujaba una vaca, otras un caballo o un animal imaginario (en un rincón escribía «¿
Namaneko
?»); otras veces era el plano de una casa o un castillo. Sus dibujos eran muy buenos, no en vano se ganaba la vida diseñando.

Formábamos la unidad de proyectos más pequeña posible. El nombre de nuestro proyecto era
Happiness
. Apoyados en la pared, contemplábamos el bloc de dibujo. Unas veces nos reíamos, otras guardábamos silencio o nos besábamos, o echábamos un pulso.

Catorce

Un día, por la mañana, noté que en uno de mis sueños se había producido un cambio.

La persona gramatical que aparecía dentro del sueño era «nosotros». Intenté recordar cómo había sido el sueño del día anterior, pero no lo logré. Al día siguiente, la persona gramatical del sueño era «nosotros».

Lo que sucedía en el sueño no me sucedía a mí, sino a nosotros. No pensaba «¿Qué voy a hacer?», sino «¿Qué vamos a hacer?». No era un sueño en el que ella apareciera, sino uno en el que no aparecía pero, sin embargo, la persona gramatical era «nosotros».

En el sueño, yo tenía la impresión de que antes del «yo» estaba el «nosotros». Era una sensación extraña pero, al mismo tiempo, parecía tener un lugar natural en mi interior.

—¿Qué quieres decir? —me preguntó ella, intrigada.

Intenté explicarme con precisión.

—Últimamente sólo sueño cosas de ese tipo.

—¿En serio? —dijo con los ojos muy abiertos—, ¡Qué pasada!

Ella llevaba un chándal con un dibujo de un paraguas, y yo una camiseta con un sol estampado.

En un rincón de la habitación estaban el cojín que habíamos comprado juntos y dos pares de zapatillas. En una taza grande, dos cepillos de dientes. Estaban a punto de cumplirse tres meses desde que habíamos ido a vivir juntos.

—Yo no tengo sueños de ese tipo —dijo ella.

Viernes por la noche. Nos encontramos cinco estaciones más allá de la estación más cercana.

Para nuestra primera reunión de reflexión, habíamos hecho una reserva en un restaurante. Hacía mucho tiempo que habíamos decidido que haríamos una reunión de reflexión cada tres meses. Pensamos que estaría bien un restaurante de
kushiage
[17]
.

Sexto piso de un viejo edificio. Nos acompañaron a una mesa junto a la ventana de una sala ocupada en un ochenta por ciento.

El camarero nos recomendó el vino con una elegante sonrisa. Escogimos uno de marca, nos llenó las copas y brindamos.

En la mesa dejaron una bandeja parecida a una paleta de pintor con tres tipos de condimento: una mezcla de sal y pimienta, caldo con salsa de soja y mostaza. Nos trajeron los pinchos recién hechos de uno en uno, y los fueron colocando apuntando, exactamente, al condimento adecuado. El pincho de gamba lo dispusieron en dirección a la sal con pimienta.

«Qué rico», sonreímos de entrada. Los pinchos de aquel restaurante, al que hacía tiempo que queríamos ir, combinaban bien con el vino. Al cabo de un rato trajeron el segundo pincho. Esta vez era de ñame y lo colocaron apuntando al caldo con salsa de soja.

Mientras comíamos, fuimos exponiendo nuestros puntos de reflexión.

Ella dijo que sería mejor que tuviéramos más tiempo por la mañana. Yo dije que, para eso, sería conveniente que nos acostáramos más temprano. Pero los dos convinimos que eso era difícil. De momento dejaríamos de dormir hasta tarde los sábados y los domingos. Mientras analizábamos distintas medidas realistas, fuimos bebiendo el vino.

—Tu curry está muy bueno —dijo ella—, pero... el resto del menú deja bastante que desear.

—Ya —repuse—, pero es que, no sé por qué, las cosas me salen siempre distintas de como las había planeado.

A continuación trajeron un pincho de pasta de pescado envuelta en una hoja de
shiso
[18]
y lo colocaron apuntando al caldo con soja.

—Para empezar, sería mejor que prepararas los platos tal como dice el libro.

—Ya lo sé pero, sin querer, me sale el ingenio.

—El ingenio es mejor que lo dejes para cuando ya lo hayas intentado varias veces.

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