«La tiraré —me dije—. Tiraré la toalla mojada y cogeré con fuerza lo que tengo que coger», pensé como si rezara.
Veintidós
El autobús llegó finalmente a mi parada y me bajé.
Me quedé mirando cómo se cerraban las puertas y el autobús reemprendía la marcha. En una papelera que había junto a la parada, tiré la toalla hecha una bola.
Un poco más allá había un hombre que me miraba. Sonrió levemente y saludó con una pequeña inclinación de la cabeza. El hombre, que me sonaba vagamente, resultó ser el padre de mi novia.
—¡Cuánto tiempo!
Atolondrado, lo saludé.
—Hola. Perdona por hacerte venir de tan lejos.
—No, perdóneme usted por presentarme de un modo tan precipitado.
Sonrió y señaló un restaurante que estaba junto a la carretera.
—¿Qué te parece si vamos allí y charlamos un poco?
—Vale.
Él, que había vuelto la cabeza hacia mí, se puso en marcha y yo lo seguí.
Nos adelantaron algunos coches. Era un hombre alto. Subí la escalera detrás de él y entramos en el restaurante.
Una camarera se acercó a tomar nota. Yo pedí un café, y él, un té inglés. En el local había poca gente y sonaba música barroca a un volumen bajo. Él se frotó las manos con una toallita húmeda.
—Esto se ha puesto muy feo, ¿verdad?
—Sí.
Me observó fijamente. Era un hombre de mirada reflexiva.
—He estado investigando y, al parecer, se trata de una enfermedad bastante severa.
—Sí —dije, y corregí mi postura—. Sin embargo, creo que los datos estadísticos no lo reflejan de forma correcta. Por ejemplo, se habla de la media de supervivencia pasados cinco años, pero ese dato se refiere a las personas a las que les detectaron la enfermedad hace, como mínimo, cinco años, no ahora, y, además, creo que la situación ha variado ligeramente.
Lo que había estado pensando toda la mañana fluyó como un torrente por mi boca.
—Y los datos también incluyen, por ejemplo, el caso de una persona a la que le detectaron el cáncer de ovario a los ochenta años y vivió hasta los ochenta y cinco. Cuando se habla de índice de supervivencia haciendo referencia a los casos por separado, no se refleja la realidad del asunto.
—Claro, claro, es cierto. —El padre de mi novia asintió una y otra vez.
—Disculpe —dije entonces—. Yo debería haberme dado cuenta antes. De verdad, no me perdono el hecho de no haberme dado cuenta, a pesar de vivir juntos.
—Eso no era posible. No había síntomas, así que no era posible. Tú no tienes culpa de nada.
Vinieron a traernos el café y el té, así que guardamos silencio. La camarera puso las bebidas sobre la mesa y se marchó.
—Yoshimi dice que, si no hubiera sido por ti, habría tardado más en ir al hospital.
—Pero... —repuse— yo debería haberla presionado para que fuera allí antes.
—Tal vez sí, pero... —dijo él como si soltara un suspiro— si pensamos de ese modo, también nosotros tenemos muchas cosas de las que arrepentirnos.
Mis ojos se posaron en una gota de agua que había en el vaso. Se desplazó a lo largo del costado del mismo y dejó una marca redonda en la mesa. No había forma de hacer que volviera a su lugar, quedaría como un agujero en el corazón. Como mi dolor, todavía era un agujero pequeño, pero profundo hasta el infinito.
—Te estoy muy agradecido. Te agradezco que en estos momentos Yoshimi pueda tenerte a su lado.
Después de clavar en mí sus profundos ojos, bajó la mirada en silencio. Con un movimiento automático, bajó el émbolo de la tetera y sirvió té en la taza. Desde donde estábamos, junto a la ventana, se veían pasar los coches.
—Por cierto, ¿ahora estás muy ocupado en el trabajo?
—Sí...
Le expliqué de forma simple la situación. Le dije que, aunque estaba realmente ocupado, pensaba ir todos los días al hospital.
—No debes forzar la máquina. Ya sabes que, dependiendo de la situación, la estancia en el hospital podría alargarse.
—Sí.
Al parecer, la madre podía ir al hospital los días de diario, y los fines de semana iría el padre. El hermano, que vivía en
Sendai
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, no iba a ser de gran ayuda.
Luego hablamos de muchos otros aspectos y nos pusimos de acuerdo. La situación de mi novia, el médico que la operaría. Una segunda opinión (consultar con otro especialista), el consentimiento informado (la aceptación del tratamiento por parte del paciente después de recibir la información necesaria). Los gastos de hospitalización y lo que haría después de salir de la clínica.
Cuando se terminó el café, la camarera vino con más. Sin darnos cuenta, nos habían dado las tres.
—¿Nos vamos? —dijo él.
Nos levantamos y salimos. Uno al lado del otro, nos dirigimos a pie a su casa.
Veintitrés
La casa estaba a menos de cinco minutos.
Mientras yo saludaba a su madre en el vestíbulo, mi novia bajó del primer piso.
La vi, dije «¡Cuánto tiempo!», y sonreí. Llevaba un anorak amarillo y un pantalón de chándal azul oscuro. Hacía dos semanas que no la veía y llevaba una ropa que no le había visto nunca.
Luego me hicieron pasar al salón y tomamos té verde. Sobre un aparador, vi un adorno, un recuerdo de Kyoto que ya había visto antes en su apartamento.
El padre se dirigía a mí usando mi apellido, Fujii, con el sufijo coloquial kun, «Fujii-kun», mientras la madre me llamaba con el más formal «Fujii-san».
«Fujii-kun es de Gifu, así que puede comer
marumochi
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, ¿verdad?», preguntaba el padre.
«La línea divisoria para eso está en
Sekigahara
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», respondía la madre.
«¿A Fujii-san le gusta más el sabor intenso?», preguntaba la madre.
«Pues claro, es que es de Gifu», respondía el padre.
Él contó varios chistes seguidos que no hacían gracia, y la madre se rió a carcajadas por todos.
Mi novia me miraba con cara de decir «No tiene ninguna gracia, ¿verdad?», aunque la verdad es que alguno sí tenía un poco. Si lo expresáramos en forma de porcentaje, sería un 25 por ciento.
—Yoshimi y papá se parecen, ¿verdad? —dije yo.
—¿En serio? —dijo el padre con aire de satisfacción—. Oír a Fujii-kun llamarme «papá» me da un poco de vergüenza.
—A mí también me da vergüenza decirlo.
«Ja, ja, ja», se rió el padre, y pensé que se parecían mucho cuando reían.
Un padre amable y una madre alegre. Una hija jovial y... un novio atontado. Conversando de ese modo, tuve incluso la impresión de que los datos que había leído en el tren eran algo imaginario.
—Bueno, creo que es hora de dejar a los jóvenes a solas —dijo mi novia, lo que hizo reír a sus padres.
Cogió una bandeja con té y galletas. Yo dije «Ya la llevo», y se la quité de las manos. Luego la seguí despacio hasta el primer piso.
Me mostró una habitación de unos cinco metros cuadrados que, hasta hacía dos semanas, era el dormitorio de sus padres y que, tres años antes, había sido el suyo. Ella entró delante de mí y se sentó con la espalda apoyada en la pared.
—¿Ya tenías ese anorak?
Me senté a su lado y dejé la bandeja.
—Sí —dijo ella—. Es el que llevaba en bachillerato.
Me incliné y le di un beso.
Me separé, ella dijo «Mmm» y sonrió.
—Besarse en casa de los padres da un poco de vergüenza, ¿no?
—Antes también he hecho avergonzar a tu padre al llamarlo «papá».
—Ja, ja, ja —rió ella—. ¿De qué habéis estado hablando antes de venir?
—De muchas cosas. De los turnos que haríamos para estar contigo en el hospital, de lo que harías después de salir, de pedir una segunda opinión, y ese tipo de cosas.
—¿Sí?
—Por cierto —dije yo—. ¿Hay algo que quieres que te lleve del apartamento al hospital?
—Creo que sí.
Sacó un papel y se puso a anotar todo lo que tenía que llevarle: ropa para estar en la habitación, cedes, libros. Eran menos cosas de las que había imaginado, pero no le dije nada.
—Te lo llevaré el martes por la noche.
Doblé la lista y me la metí en el bolsillo. Entonces, nos cogimos de la mano. El humidificador que había en el suelo hacía un ruido constante: «Copocopo...»
—Oye —dijo ella entonces—. Dicen que la operación no es muy complicada.
Hablaba mirándose el dedo gordo del pie, que había estirado hacia adelante.
—Pero me preguntaron si pensaba tener hijos. En la fase I, según la situación, se puede salvar el útero, pero a partir de ahí ya no, porque te juegas la vida.
Su mano se movió levemente dentro de la mía.
—Sólo puedes responder «sí», ¿no te parece? No hay otro sistema, así que no queda más remedio.
—Sí.
—Además, la operación es dentro de nada, ¿no? No hay tiempo para dudar ni plantearse nada más.
Estreché con fuerza su mano. Casi no había nada que yo pudiera decirle.
—Vamos a pensar sólo en que te cures —dije—. Cuando salgas del hospital, volveremos a hacer la vida de antes y nos casaremos.
—Vale —convino ella, cerró los ojos y luego volvió a abrirlos—. Pero si me quitan el útero, los planes que habíamos hecho cambiarán.
—No cambiará nada.
—¿Tú crees?
—Claro.
—Pero cambiará el futuro que habíamos imaginado hasta ahora, ¿no?
—No cambiará —repuse—. Sólo variará un poco el encuadre, pero el color del cuadro no cambiará. Seguro.
—Seguro que podremos pintar un cuadro todavía mejor.
—Sí...
Con las manos enlazadas, nos quedamos observando el vapor que despedía el humidificador. Se alejaba unos quince centímetros y luego desaparecía, fundido en el aire de la habitación.
—Te prometo que regresaré con vida —dijo ella entonces.
Estreché con fuerza su mano y cerré los ojos. ¡Mi novia era maravillosa!
«Copocopocopo», se alzaba sin cesar el vapor.
—¡Eres genial! —fue lo que me salió para halagarla—. ¡Genial! ¡Fantástica! ¡La mejor!
Despacio, ella apoyó su cabeza sobre mi hombro.
Lo que yo podía hacer. Lo que podía hacer por ella. Lo que fuera por ella. Coger sólo eso y abrazarlo.
Mientras acariciaba su cabeza, seguí halagándola.
Veinticuatro
Comenzó la semana y, por primera vez en su vida, ingresaron a mi novia en un hospital.
Le explicaron cómo sería la operación, le hicieron algunas pruebas sencillas y le sacaron sangre.
Su habitación estaba en el cuarto piso, orientada hacia el sureste. Desde la ventana se veía un cerezo en plena floración. «Mira, ya estamos en primavera», dijo ella. Con sus padres y yo turnándonos para estar con ella, pasó una semana tranquila.
Y, entonces, llegó el jueves.
A las nueve de la mañana se durmió por efecto de la anestesia.
La operación duró más de ocho horas. A simple vista establecieron que se trataba de un tumor maligno en fase III, y extirparon el foco de infección.
Un pequeño tumor había hecho metástasis en el peritoneo.
La pusieron en una camilla y la trasladaron a la sala de postoperatorio.
Sus padres y yo entramos allí para esperar a que le permitieran volver a la habitación. Ella, todavía entubada, dormía tranquilamente en la cama. La llamamos repetidas veces y, finalmente, abrió los ojos. Cuando se dio cuenta de que éramos nosotros, pareció sonreír. En seguida, se puso a dormir otra vez.
Pasó una noche. Ella luchaba contra las secuelas de la operación y nosotros no dejábamos de animarla. Tenía fuertes dolores en la tripa y le habían prohibido comer y moverse.
Pasados dos días muy duros, por fin, pudo salir de la sala de postoperatorio. Después de estar comiendo sólo cosas blandas, al sexto día ya pudo tomar comida normal. Todavía le dolía el abdomen, pero decía que era un dolor soportable. Al parecer, la recuperación se desarrollaba del modo esperado.
Poco a poco iba volviendo a la tranquila vida de hospital. En un principio pudo empezar a cambiar de posición en la cama y, más adelante, ya le permitieron levantarse. Yo pelaba una manzana y nos la comíamos juntos. El domingo fuimos hasta la cafetería del hospital. En el cálido local, ella tomó un té inglés y yo un zumo de naranja. Desde la ventana se veía un cerezo con todas sus hojas verdes. Ella lo miró fijamente en silencio.
Dos semanas después de la operación salieron los resultados de los análisis patológicos. Carcinoma de células claras de ovario en fase III-C. También decía que se había producido metástasis en las glándulas linfáticas.
El hecho de que hubiera metástasis en las glándulas linfáticas hacía pensar que las células cancerígenas se habían dispersado también por otros lugares. Si no se hacía nada, se trasladarían al hígado y al intestino. Así que, a partir de entonces, con la quimioterapia se atacarían las células cancerígenas esparcidas y el tumor que había hecho metástasis en el peritoneo.
A la semana siguiente establecieron un plan para la quimioterapia. Seis tandas de medicación anticancerígena, cada una de ellas de tres semanas de duración. El carcinoma de células claras era muy difícil de vencer mediante la quimioterapia, por lo que el pronóstico no era favorable. Sin embargo, también había ejemplos de curación total.
Llegó el fin de semana y la dejaron volver tres días a casa. Al parecer, en casa comió sushi. Había adelgazado, pero había recuperado el apetito. Y el arroz le pareció delicioso, me dijo riendo por teléfono.
Mientras ella estaba en casa, yo aproveché para trabajar en días festivos.
Durante la operación había pedido un par de días libres, y luego había estado saliendo de la oficina a la hora fijada, así que tenía mucho trabajo atrasado. Mirando de reojo el plan de producción de la Kestrel, pensé en lo que iba a hacer a partir de entonces.
Parecía que la estancia en el hospital iba a ser larga. Me convencí de que estaría a su lado y hablaría con ella tanto como pudiera. Pero para eso tenía que avanzar el trabajo con diligencia.
La hora de cierre del hospital eran las nueve, así que, si salía puntualmente del trabajo, podía pasar dos horas junto a ella. Si salía dos días a la hora en punto y sumaba los sábados y domingos, podía estar con ella cuatro días por semana. Los días que no fuera al hospital, haría tantas horas extras como fuera posible y adelantaría la faena; además, me llevaría todo el trabajo que pudiera hacer en casa o en el tren. Lo haría de una forma planificada, bien ordenada y por mucho tiempo.