A solas en la oficina, dibujaría planos. Intentaría concentrarme solamente en lo que tuviera delante de los ojos.
Su regreso temporal a casa terminó, e ingresó de nuevo, llevando consigo una manta de rizo y una almohada.
El primer día le hicieron algunas pruebas sencillas, y al día siguiente comenzaron a administrarle los medicamentos anticancerígenos mediante el gota a gota.
A nosotros nos preocupaban los efectos secundarios, pero ella nos repetía «Estoy bien, estoy bien». En realidad, los síntomas no aparecían a simple vista, sólo decía que le dolían un poco las articulaciones. Paseaba por el hospital vestida con un chándal en el que había dibujado un paraguas. Nos colábamos juntos en la azotea y, entornando los ojos para protegernos del resplandor del sol, mirábamos hacia abajo y contemplábamos la naturaleza reverdecida.
La vida en la clínica se desarrollaba de forma más apacible de lo que había esperado inicialmente. Como había previsto, iba y venía entre la oficina y el hospital. Los días que no iba allí, cenaba a las seis en el comedor para los trabajadores. Luego me quedaba hasta la hora del último tren y regresaba al apartamento sólo para dormir.
Veinticinco
Llegó junio.
En los alrededores del hospital soplaba ya el viento del verano. Llegó la segunda tanda de quimioterapia.
—He perdido peso —dijo ella.
—¿Cuánto?
—Más o menos una piedra.
—¿Una piedra? —reí—. ¿Una piedra de las de hacer verduras en salmuera?
Yo me reí y ella también se rió; parecía contenta.
—Además, se me ha empezado a caer un poco el pelo.
—Qué va, no se nota nada —repuse.
Y era cierto: si ella no lo hubiera mencionado, no habría notado nada.
—Por la mañana encuentro muchos cabellos sobre la almohada.
—¿Te preocupa?
—No, en absoluto. No pasa nada porque se caigan unos cuantos cabellos. Es mucho más soportable que los vómitos.
—¡Eres genial! —la halagué yo, y ella sonrió—. Ya estamos en junio —comenté mientras le masajeaba el pie derecho.
—¡Qué rápido ha pasado el tiempo!
Últimamente habíamos adoptado la costumbre de hacernos masajes en la planta de los pies. En una estantería, junto a la cama, había un libro de reflexología que habíamos comprado en el quiosco.
—¿Qué día era...? —dijo ella.
—Junio —dije yo.
—El día 23 —dijo—. No puede ser..., ¿entonces...?
—Es el 11.
—Claro, perdona —repuso—. Parece que estoy perdiendo memoria.
—No digas eso.
—No sé. Pero a partir de ahora, Fujii-kun, tendrás que acordarte tú de todo.
—Vale, lo haré.
Seguí masajeando su pie. «A partir de ahora, Fujii-kun, tendrás que acordarte tú de todo.» Con esas palabras resonando en mi corazón, me apresuré a soltarlo.
—¿Qué? ¿Cómo te sientes?
—Bien. Mucho mejor.
De la planta del pie me trasladé a la pantorrilla, frotando con suavidad.
—Por cierto...
Le conté que había ido a ver la sala de judo que había en el gimnasio de la empresa, y que estuve practicando las caídas para que pudiera derribarme mejor. Habían pasado muchas cosas desde entonces y me había olvidado por completo de ello.
—Cuando salgas de aquí, iremos a probar.
—Genial —dijo ella—. ¿Te podré derribar bien?
—Por supuesto, yo me caeré bien.
Sonrió; parecía contenta. Quizá fuera por el reflejo del color blanco, pero la habitación del hospital parecía mucho más luminosa que nuestro apartamento o mi oficina. La intensa luz de junio creaba una atmósfera agradable.
—El día 11 te haré un regalo. ¿Qué quieres?
—Pues... —dijo levantando la voz— lo que más deseo en estos momentos supongo que es salud.
—Bueno, ya, pero me refiero a una cosa material.
—Pues... un amuleto.
—Así que un amuleto, ¿eh? —respondí—. ¿Quieres que vaya al templo del monte Narita?
—No, no es eso, quiero una caja. Quiero que me fabriques un amuleto: una caja que no se pueda abrir.
—¿Una caja que no se pueda abrir?
—Sí. Una caja cuyo contenido no se pueda extraer. En realidad, no meteré nada en su interior, pero tiene que ser una caja que seguro, seguro, no se pueda abrir.
—¿De qué tamaño?
—Más o menos así.
Hizo un círculo con los dedos anular y pulgar.
Yo dibujé en mi mente un cubo de tres centímetros de lado. Una caja sin nada dentro que no se pudiera abrir.
—Déjalo en mis manos. Lo haré en el taller de la empresa.
—¿Y seguro que no se podrá abrir?
—Seguro. Ni siquiera
Alexander Karlin
[26]
podría abrirla. Ni siquiera si la pisa un elefante se romperá.
—Es usted digno de confianza, joven.
—¿Puede esperar a que la Kestrel esté ya más avanzada?
—Vale.
Y volvió a sonreír, divertida.
Poco tiempo después, los efectos secundarios comenzaron a manifestarse con virulencia.
Comenzó diciendo que no tenía apetito. Decía que todo le sabía amargo. Que, si hacía un esfuerzo y comía, en seguida le venían ganas de vomitar. Y que le dolían las piernas y la espalda.
Yo iba diariamente al hospital y le daba un masaje en las piernas.
Al comenzar la tercera tanda de la quimioterapia, se le cayó casi todo el cabello.
Con el chándal del paraguas y un gorro de lana en la cabeza, luchaba contra las náuseas, el dolor y el entumecimiento de manos y pies.
Los efectos secundarios no tenían clemencia, eran más fuertes cada día que pasaba. Yo le frotaba las manos y los pies y no dejaba de animarla. Si le pelaba una manzana, ella comía sólo un bocadito.
Cuando tuvimos los resultados de algunas pruebas vimos que había algunos datos que indicaban mejoría. «Las células están luchando por todo el cuerpo, así que su capitana también debe mantenerse firme», dijo ella. Sus padres y yo permanecíamos en todo momento a su lado, animándola. Fuera como fuese, no podíamos hacer otra cosa más que estar junto a ella.
Veintiseis
Llegó el verano.
La cuarta y la quinta tandas de quimioterapia se pusieron en marcha, y fue como si la dureza de los efectos secundarios hubiera subido a un estadio superior. Lo que hasta entonces habíamos creído que ya era bastante duro nos parecía ahora como un simple entrenamiento.
El dolor y los vómitos ya no se aplacaban con medicamentos. Casi no podía tomar alimentos y eran muchos los días en que tenía décimas de fiebre. Además, estaba el problema de la disminución de las plaquetas y los glóbulos blancos. Inevitablemente, un resfriado o una pequeña hemorragia se podían convertir en algo grave. Al tiempo que el verano adquiría fuerza, su cuerpo se debilitaba.
Antes de empezar la sexta tanda, le dieron un largo período de descanso de la quimioterapia. Su madre le llevó al hospital su comida favorita, «para fortalecer el cuerpo, aunque sólo sea un poco». Ella comió sólo un pedacito.
La última tanda. Nosotros íbamos al hospital con el ánimo de rezar. Con el cuerpo demacrado, ella seguía soportando los efectos secundarios. Ya había perdido trece kilos.
No es una metáfora, realmente parecía estar atacando y defendiéndose al límite. Sólo una semana... Sólo cinco días... Sólo tres días... Sus padres y yo seguíamos cogiéndole la mano.
«Ya se ha terminado», le dijimos, pero su expresión no pareció cambiar. «¡Cómo has luchado!», decíamos sus padres, las enfermeras y yo a su alrededor cuando por fin puso cara de alivio.
Terminado el largo período de la quimioterapia, los efectos secundarios fueron desapareciendo. Para recuperar fuerzas, comía y dormía.
Fuera del hospital ya era octubre.
En el taller, comenzaba a tomar forma el proyecto de fabricación de la Kestrel II.
Para evitar defectos en la serie inicial, yo daba vueltas constantemente por el taller, supervisando el trabajo. Pero, aun así, los errores eran constantes, y la situación no me permitía acudir al hospital.
Una vez terminado el trabajo en la línea de producción, regresaba a la sala de ordenadores y hacía las correcciones necesarias en los planos. Algunos días, pasaba la noche en la empresa. Fuera como fuese, tenía que estabilizar pronto el proceso de producción y regresar a la clínica. El cansancio y el sueño me habían dejado entumecido, y la cabeza me pesaba.
Le practicaron algunas pruebas extensivas. Sus padres hablaron con el médico de los resultados.
La quimioterapia estaba surtiendo efecto, pero no significaba una curación total. En concreto, hasta la cuarta tanda había habido resultados, pero en las dos últimas se habían reducido mucho. Teniendo en cuenta los efectos secundarios, no era conveniente llevar el tratamiento más allá.
El doctor propuso usar unos medicamentos anticancerígenos nuevos. Hablaron con ella. Lo pensó unos instantes y, al final, aceptó recibir el tratamiento. «De acuerdo, haré un esfuerzo», dicen que dijo.
Al cabo de tres días comenzaron con la administración de los nuevos medicamentos. Al parecer, mientras tenía puesto el gota a gota, se sentía como si estuviera borracha.
Desde el primer día la atacaron los efectos secundarios. Como la vez anterior, aumentaron los dolores y los vómitos. Y, en esta ocasión, la anemia fue especialmente severa. El número de plaquetas descendió a niveles peligrosos, y la necesidad de transfusiones se hizo constante. Una semana, dos semanas, ella seguía luchando contra los efectos secundarios. Todavía no había indicios de que el tratamiento estuviera dando resultados.
Por aquel entonces, yo todavía estaba en la fábrica.
Mientras dábamos los últimos retoques al primer lote que había que facturar, de repente, un día hubo un accidente. Por un error de procedimiento del encargado de la parte eléctrica, el motor número uno de la Kestrel se incendió.
La fábrica entera quedó sumida en un pequeño caos.
El hombre vino hacia mí compungido y se disculpó. «Qué le vamos a hacer», le dije yo. Sacamos la instalación eléctrica para inspeccionarla y vimos que el circuito principal saltaba.
Al parecer, el encargado de la parte eléctrica, además de cometer un error de manejo, había puesto en marcha el circuito sin desconectar la toma de tierra.
«¡Qué oportuno ha sido el tipo —me dije—. ¡Precisamente ahora, que estamos hasta arriba de trabajo!»
En la fábrica, mientras a mi alrededor iban y venían instrucciones urgentes, extraje yo solo la unidad de alimentación eléctrica del motor número uno. Fuera de mi cabeza iban moviéndose despacio los pensamientos. Una vez extraída la unidad, había que cambiar el circuito impreso con el del motor número cinco. A continuación comprobaría el software y la electricidad y, al día siguiente, haría la descarga parcial. Pero luego..., luego habría que esperar a que trajeran otro circuito impreso. Por mucha prisa que se dieran, tardaría al menos cinco días.
Pensé que, a raíz de eso no podría ir al hospital durante algunos días, y sentí que los nervios, que me habían mantenido en vilo hasta entonces, me abandonaban y mi tensión arterial se desplomaba.
El jefe de producción vino al taller y se dispuso a darle órdenes al encargado. A su alrededor se formó un corro de gente y él empezó una larga explicación. «Qué gentuza, menudos inútiles...» No hacían nada, sólo se dedicaban a parlotear, a dar explicaciones interminables que no servían para nada.
Esos tíos... En el fondo de mi cabeza, algo empezaba a calentarse. Lo que hervía en mi interior era ira.
«¡Esos imbéciles!», pensé. Si tenían tiempo de hablar de cosas absurdas, ¡que ayudaran!
«La entrega se hará, como muy pronto, dentro de una semana», oí que decía con mucha calma el encargado. «No hay nada que Hacer», murmuró alguien, y el jefe de producción declaró: «De momento usaremos el circuito impreso del motor número cinco.» Lo dijo en un tono de voz alto; un tono orgulloso, como si hubiera hecho un descubrimiento importante.
«¿No me digas? —pensé—. Eso se le podría haber ocurrido a cualquiera. Pero ésa no es una solución, así que tienes un problema, ¿no? ¡Tonto del culo!»
«¿Y qué pasa con Morioka? —dijo el encargado—. En Morioka siempre reaccionan tarde», decía como si no fuera con él, el responsable del material, al que habían llamado.
«¡Ve tú! —quise gritar—. ¡Ve tú personalmente a Morioka y trae el circuito impreso! ¡Vamos, ve!»
Mientras intentaba controlar la ira me dispuse a extraer el circuito impreso del motor número cinco. Sin embargo, las manos me temblaban, era como si la fuerza se me escapara, y no podía desatornillar correctamente.
Dejé caer el destornillador y acerqué la cara al cuadro de la Kestrel. Poco a poco, comencé a pensar que todo aquello no me importaba nada. «¿Qué se consigue fabricando esto? Para empezar, ¿es necesaria la Kestrel II? ¿No satisface ya más o menos la Kestrel I las necesidades actuales? Si podía imprimir, ¿no bastaba? ¿Que era porque podía transportar y distribuir? Que aumente la velocidad de revelado no va a hacer feliz a nadie. No importa. No importa nada.»
Me aparté de aquel lugar como si huyera. Abandoné la nave y me dirigí, escaleras arriba, a unos servicios donde no había nadie. Abrí la puerta y, frente a mis ojos, vi un cartel que decía «Arreglo. Orden. Limpieza».
Me metí en un retrete de estilo occidental y me puse a chillar como si aullara. Las lágrimas no dejaban de derramarse de mis ojos. No podía dejar de llorar ni controlar mi voz. Cerré la puerta y corrí el pestillo con fuerza.
«Mientras ella está luchando contra algo tan enorme, ¿qué diablos estoy haciendo yo? —pensé—. ¿Qué diablos hago yo aquí?»
Veintisiete
Al final, el medicamento nuevo no dio resultados.
Los efectos secundarios fueron todavía peores que antes, y el declive de mi novia continuó. Interrumpieron el tratamiento al terminar la primera tanda.
Aún probaron otra clase de medicamentos, pero también dejaron de dárselos tras la primera tanda. El motivo era que no había indicios de que estuvieran dando resultado, y los efectos secundarios eran demasiado severos.
Había pasado más de medio año desde el inicio de los tratamientos. Los efectos secundarios se habían estabilizado, y decidieron practicarle más pruebas extensivas.
Sus padres fueron a recibir explicaciones sobre los resultados. A mí me llamó su padre por teléfono y me lo contó.