Crimen En Directo (26 page)

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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #novela negra

BOOK: Crimen En Directo
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—Sí, es una verdadera pena —dijo Uffe—. Que el mundo haya perdido a la sustituta de Victoria Silvstedt. ¿Qué va a hacer el mundo ahora, eh? —Uffe estalló en una sonora carcajada, pero alzó las manos a la defensiva al advertir las miradas iracundas que le dirigían los demás—. Vale, vale, me callo. Vosotros seguid lloriqueando, hipócritas, panda de imbéciles...

—Uffe, parece que todo esto te produce una honda frustración —observó Lars sin perder la calma.

—Tanto como frustración, no sé. A mí me parecen un puñado de hipócritas, ahí llorando por Barbie, aunque cuando estaba viva no se preocupaban una mierda por ella. Yo, al menos, soy sincero —dijo levantando las manos.

—Tú no eres sincero —objetó Jonna—. Tú eres un imbécil.

—Anda, mira, ha hablado la neurótica. Súbete las mangas, anda, que vea tu última obra de arte. Una pirada total, vamos. —Uffe se echó a reír y Lars se puso en pie.

—No creo que adelantemos mucho más por hoy. Uffe, me parece que tú y yo vamos a tener la conversación individual ahora mismo.

—Fine, fine.
Pero no te creas que me voy a sentar a llorar, ¿vale? Con lo bien que lo hacen estos maricas. —Se levantó y le dio una colleja a Tina, que se volvió iracunda y lo amenazó con el puño. Uffe se carcajeó simplemente y echó a andar despacio detrás de Lars. Los demás se quedaron mirándolo mientras se marchaba.

Ella había ido a Tanumshede para almorzar. No habían podido verse desde la cena en el Gestgifveriet, y Mellberg anhelaba con un ansia febril que diesen las doce. Miró el reloj, que marcaba implacable las doce menos diez, mientras aguardaba en la puerta. Las manecillas se arrastraban y Mellberg miraba alternativamente el reloj y los coches que de vez en cuando entraban en el aparcamiento. Había propuesto el Gestgifveriet también en esta ocasión. Si uno buscaba un entorno romántico, no existía mejor alternativa.

Cinco minutos después, vio girar hacia el restaurante su pequeño Fiat rojo. El corazón le latía de un modo peculiar y sintió que se le secaba la boca. Con un acto reflejo, comprobó que el peluquín estaba en su lugar. Se secó las manos en los pantalones y se le acercó para darle la bienvenida. El semblante de Rose-Marie se iluminó al verlo, y Mellberg tuvo que contener el impulso de abalanzarse sobre ella y darle un largo beso allí mismo, en el aparcamiento. La intensidad de sus sentimientos lo llenaba de asombro. Se sentía de nuevo como un adolescente. Se abrazaron y se saludaron y él la dejó pasar primero para entrar en el restaurante. Durante un segundo, posó la mano en la espalda de Rose-Marie, y notó que le temblaba ligeramente.

Una vez dentro, soltó un hipido de sorpresa. En una mesa situada junto a una de las ventanas estaban Hedström y Molin, que lo observaban perplejos. Rose-Marie miró alternativamente a Mellberg y a sus colegas con curiosidad y, muy a su pesar, Mellberg se dio cuenta de que tendría que presentárselos. Martin y Patrik le estrecharon la mano a Rose-Marie con una amplia sonrisa. Mellberg suspiraba para sus adentros. Ahora no tardaría mucho en saberlo toda la comisaría. Por otro lado... Se enderezó un poco. Desde luego, no se avergonzaba de que lo vieran con Rose-Marie.

—¿Queréis sentaros con nosotros? —preguntó Patrik indicándoles las dos sillas vacías.

Mellberg estaba a punto de rechazar la oferta cuando oyó que Rose-Marie aceptaba satisfecha. Lanzó para sí una maldición. Tenía tantas ganas de pasar un rato a solas con ella... Un almuerzo compartido con Hedström y Molin no le proporcionaría la romántica intimidad con la que había soñado. Pero debía aguantarse. A espaldas de Rose-Marie, dedicó a Patrik una mirada furiosa, pero luego retiró la silla para que Rose-Marie pudiera sentarse. Hedström y Molin no daban crédito a lo que veían. Era natural. Los mocosos de su edad no habían oído hablar siquiera de la palabra
gentkman.

—¡Cómo me alegro de conocerte... Rose-Marie! —exclamó Patrik mirándola con interés. La mujer sonrió y las arrugas que enmarcaban sus ojos se pronunciaron aún más. Mellberg apenas podía apartar la vista de ella. Había algo en su forma de torcer la boca al sonreír y en el brillo de sus ojos... No, no tenía palabras para describirla.

—¿Y dónde os conocisteis? —intervino Molin en un tono algo jocoso. Mellberg lo observó con el entrecejo fruncido. Esperaba que no creyesen que iban a poder reírse a su costa. Y a costa de Rose-Marie.

—En Munkedal, en una verbena popular. —A la mujer le brillaban los ojos—. Tanto a Bertil como a mí nos llevaron sendos amigos y, la verdad, ninguno de los dos estaba muy entusiasmado con la fiesta, pero a veces el destino nos lleva al lugar adecuado por vías muy extrañas. —Al decir esto, sonrió a Mellberg, que se sintió enrojecer de felicidad. Ahora sabía que él no era el único que se comportaba como un loco sentimental. Rose-Marie también notó algo especial desde la primera noche.

La camarera se acercó para tomar nota.

—Pedid lo que queráis, ¡invito yo! —se oyó decir Mellberg a sí mismo, para gran sorpresa suya.

Por un instante, lamentó sus palabras, pero la admiración que reflejaban los ojos de Rose-Marie lo reforzó en su decisión y, por primera vez en su vida, comprendió el verdadero valor del dinero. ¿Qué eran unos cuantos billetes comparados con la mirada complacida de una mujer hermosa? Hedström y Molin lo contemplaban atónitos, y Mellberg resopló irritado:

—Venga, pedid lo que sea, antes de que me arrepienta y os lo descuente del salario.

Aún en estado de
shock,
Patrik balbució que comería «mendo» y Molin, tan perplejo como su colega, sólo fue capaz de asentir para indicar que tomaría lo mismo.

—Yo tomaré
pytt i panna
—aseguró Mellberg antes de dirigirse a Rose-Marie—. Y tú, preciosa mía, ¿qué te gustaría probar hoy? —Hedström se atragantó con un sorbo de agua y le dio un ataque de tos. Mellberg lo recriminó con la mirada y pensó en lo vergonzoso que era que hombres adultos no supieran comportarse. Desde luego, la juventud de hoy presentaba lagunas imperdonables en su educación.

—Tomaré solomillo de cerdo —respondió Rose-Marie desplegándose la servilleta sobre las rodillas.

—¿Vives en Munkedal? —preguntó Martin solícito mientras le servía agua a la dama que tenían a la mesa.

—Vivo en Dingle, pero es provisional —explicó la mujer, que dio un sorbo de agua antes de proseguir—. Se me presentó la oportunidad de jubilarme anticipadamente con unas condiciones que no podía rechazar, y luego decidí mudarme más cerca de mi familia. Así que, por el momento, me alojo en casa de mi hermana, hasta que encuentre una vivienda propia. He vivido tantos años en la costa oriental que quisiera pensármelo muy bien antes de elegir dónde construir mis cimientos de nuevo.

Una vez que me haya instalado, no me moveré de allí hasta que me saquen con los pies por delante. —Rose-Marie estalló en una sonora carcajada que hizo brincar el corazón de Mellberg. Se diría que ella lo oyó, pues, bajando la mirada tímidamente, añadió—: Ya veremos dónde termino. En realidad, tiene mucho que ver con las personas que nos cruzamos en la vida. —En este punto alzó la vista, y Mellberg y ella se sostuvieron la mirada durante un silencio elocuente. No recordaba haber sido tan feliz en toda su vida. Abrió la boca para decir algo cuando llegó la camarera para servirles la comida. Rose-Marie se volvió entonces a Patrik y le preguntó:

—¿Y cómo os va con el asunto de ese asesinato tan terrible? Por lo que me ha contado Bertil, es algo espantoso.

Patrik intentaba concentrarse en que la porción de pescado, patata, salsa y verduras que tenía en el tenedor no cayese en el plato mientras se lo llevaba a la boca.

—Sí, «espantoso», ésa es la forma más apropiada de describirlo —dijo una vez que hubo terminado de masticar—. Y el circo mediático que se ha organizado en el pueblo no nos ha facilitado las cosas, precisamente —añadió mirando hacia la granja municipal.

—Ya. Yo no entiendo que la gente disfrute viendo esa basura —aseguró Rose-Marie meneando la cabeza—. Sobre todo, después de un suceso tan trágico. ¡Uf! ¡La gente se comporta como buitres!

—Una gran verdad, sí señor —opinó Martin sombrío—. Yo creo que el problema es que no ven a las personas que aparecen en televisión como a verdaderos seres humanos. Es la única explicación que se me ocurre. No pueden verlos como a verdaderos seres humanos. De lo contrario, ¿cómo iban a regodearse en esas cosas?

—¿Sospecháis que alguno de los demás participantes esté implicado en el asesinato? —preguntó Rose-Marie, bajando la voz con cierto secretismo.

Patrik miró a su jefe de soslayo. No se sentía muy cómodo discutiendo cuestiones relativas a la investigación con personas ajenas a la profesión, pero Mellberg no se pronunció.

—Estudiamos el caso desde todos los ángulos posibles —respondió prudente—. Aún no abrigamos ninguna sospecha concreta —remató, resuelto a no decir nada más.

Comieron en silencio durante unos minutos. La comida era excelente y al extraño cuarteto le costaba hallar un tema común de conversación. De improviso, el silencio se vio interrumpido por el estruendo de un timbre de teléfono. Patrik rebuscó en el bolsillo en busca de su móvil y se encaminó a buen paso hacia el vestíbulo mientras respondía, a fin de no molestar a los demás comensales. Regresó al cabo de unos minutos y, sin sentarse de nuevo, se dirigió a Mellberg:

—Era Pedersen. La autopsia de Lillemor Persson está lista. Puede que tengamos algo más sobre lo que trabajar.

Patrik estaba visiblemente preocupado.

Hanna disfrutaba del silencio que reinaba en la casa. Había aprovechado para almorzar allí, ya que, en coche, sólo le llevaba unos minutos. Después del estrés de los últimos días en la comisaría, era un alivio poder descansar los oídos de tanto teléfono durante un rato. En casa sólo se oía, como un murmullo lejano, el rumor del tráfico de la calle.

Se sentó a la mesa de la cocina y sopló un poco para enfriar la comida que había calentado unos minutos en el microondas. Eran restos de salchicha con sofrito de verduras de la cena del día anterior, un plato que, para su gusto, sabía casi mejor al día siguiente que recién preparado.

Era tan agradable estar sola en casa. Amaba a Lars más que a nadie en el mundo, pero, cuando él estaba en casa, siempre se mascaba la tensión en el ambiente, aquel vacío impronunciable. A ella la vida en esa especie de campo de tensión cada día la destrozaba más.

El problema consistía en que era consciente de que lo que desgastaba su relación era algo que jamás podrían cambiar. El pasado descansaba sobre sus vidas como una fina membrana. En ocasiones intentaba hacerle comprender a Lars que debían retirar juntos la membrana, dejar que entrase un poco de aire, un poco de luz. Pero él no conocía otro modo de vivir que aquella oscuridad, aquella humedad, aquello que, aunque pesado, le resultaba familiar.

A veces Hanna anhelaba otra cosa. Algo distinto del miserable círculo vicioso en el que habían caído. Y durante los últimos años, había pensado en más de una ocasión que quizá un hijo borraría el pasado. Un niño que despejase con su luz las tinieblas en que vivían, que aligerase el peso y les permitiese respirar otra vez. Pero Lars se negaba. Ni siquiera se prestaba a tratar el asunto. Ellos tenían su trabajo, cada uno el suyo, y eso bastaba, aseguraba Lars. El problema era que ella sabía que no bastaba. Sentía la exigencia constante de algo más. No veía fin a la situación. Un niño haría que todo se detuviese, que todo concluyese. Dejó el tenedor en el plato, presa del mayor abatimiento. Ya no tenía apetito.

—¿Qué tal estás? —Simon miraba preocupado a Mehmet, que estaba sentado frente a él en la zona de descanso del personal de la panadería. Llevaban trabajando intensamente muchas horas y se concedieron una breve pausa. No obstante, eso significaba que Uffe debía quedarse al frente de la tienda, por lo que Simon no dejaba de lanzar miradas nerviosas hacia esa parte del local.

—No tendrá tiempo de destrozar nada en tan sólo cinco minutos. Al menos, eso creo yo... —observó Mehmet entre risas. Simon se relajó un poco y rió también de buena gana.

—Por desgracia, yo ya he perdido la esperanza sobre lo que han llamado «incremento» de personal —confesó—. Desde luego, se ve que saqué el peor número cuando sortearon la distribución de los participantes en los distintos puestos de trabajo. —Se lamentó Simon, antes de tomar un sorbo de café.

—Bueno, el peor y el mejor —repuso Mehmet antes de dar también un trago—. También sacaste el premio gordo —observó con una gran sonrisa—. ¡Yo! Así que si nos juntas a Uffe y a mí, tendrás un trabajador medio.

—Sí, en eso tienes razón —convino Simon riendo—. ¡También me tocaste en suerte tú!

Volvió a ponerse serio y se quedó mirando a Mehmet un buen rato, aunque éste optó por ignorarlo. Había en su mirada tantas preguntas y palabras impronunciadas que no tenía fuerzas para enfrentarse a ellas en ese momento. Si es que decidía hacerlo alguna vez.

—No has respondido a mi pregunta. ¿Qué tal estás? —insistió Simon, sin apartar la mirada de él.

Mehmet sintió que las manos le temblaban a causa del nerviosismo. Intentó zafarse de la pregunta.

—Bah, pues bien. No la conocía mucho. Lo peor es el jaleo que se ha armado. Pero los del canal de televisión están encantados. Los índices de audiencia han batido todos los récords.

—Bueno, yo estoy tan harto de veros la jeta todos los días que no he tenido ganas de sentarme a ver ni un solo capítulo.

Simon había reducido la intensidad de su mirada y Mehmet pensó que ya podía relajarse un poco. Tomó un gran bocado de uno de los bollos recién horneados, disfrutando del sabor y el olor a canela caliente.

—¿Y cómo es eso de que te interrogue la policía? —Simon también cogió un bollo, y de un solo mordisco devoró un tercio.

—Pues nada del otro mundo. —A Mehmet no le gustaba abordar aquel tema con Simon. Y además, acababa de mentirle. No quería revelarle la verdad acerca de lo humillante que le resultaba verse en aquella angosta sala de interrogatorios bajo una lluvia de preguntas. Y cómo sus respuestas nunca parecían ser satisfactorias—. Se portaron bien. No creo que sospechen en serio de ninguno de nosotros. —Evitó la mirada de Simon. Durante un segundo, acudieron a su mente retazos de recuerdos, pero los ahuyentó negándose a aceptar lo que querían que recordase.

—Y el psicólogo con el que habláis, ¿es bueno o qué? —Simon se inclinó y dio otro bocado gigantesco al bollo, mientras aguardaba la respuesta de Mehmet.

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