Crónicas de la América profunda (14 page)

BOOK: Crónicas de la América profunda
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Pero Mike no se engaña. Guarda a buen recaudo su dinero, consciente de aquello que escribió James Howard Kunstler: «El negocio de las hipotecas, un organismo mutante y monstruoso basado en sistemas de préstamo anticuados y que consiste en un fraude por todo lo alto, implosionará como una estrella muerta el día en que fallen todos esos préstamos de cobro imposible, y arrastrará en su caída a todos y cada uno de los instrumentos crediticios que haya conocido la raza humana, para enviarlos al insondable vacío del enorme agujero negro financiero que ha creado».

El cincuentón con cara de calabaza que está sentado en la silla de plástico de la sala de espera mientras aguarda para solicitar un crédito sin duda no entiende nada de esto. Tommy Ray conduce un camión de reparto de materiales para la construcción y gana 9,50 dólares la hora. En dos años ha tenido cuatro trabajos. Uno de ellos en Hood Dairy, la gigantesca planta local de leche y derivados lácteos, cuyos empleados ocupan puestos como el de «técnico para la recuperación de niños desaparecidos», que consiste en manejar una máquina que imprime fotografías de los niños desaparecidos en los cartones de leche.

Mike Molden conoce muy bien a las personas como Tommy. Mike dice: «Tiene apenas un dólar y medio para el pago inicial. Y entra en mi despacho, mete los dedos en las presillas del pantalón y dice: ¡Cueste lo que cueste!». Palabras que para un agente hipotecario pueden traducirse como «Saquéame». Por supuesto, Mike acatará la orden.

Tommy Ray quiere un préstamo para comprar una parcela en un campamento de caravanas y una
mobul hawm,
que es como pronuncian aquí
mobile home,
o sea, un barracón rodante, el modelo Riverine Forester de 2005, para ser exactos, que cuesta 79.000 dólares y viene equipado con los siguientes componentes:

Techo abovedado montado sobre paredes de 1,78 metros de altura. Falso techo con textura punteada. Instalación eléctrica con lámparas de cristal. Cortinas. Moqueta acolchada. Recibidor con suelo de linóleo. Instalación y ventilación para el secado de ropa. Detectores de humo en todas las habitaciones. Armarios con puertas lisas de laminado de roble. Fregadero con doble grifo de aluminio. Armario empotrado sobre el refrigerador. Campana extractora con luz y ventilación. Ducha de fibra de vidrio, toallero y portarrollos. Aislamiento de techo con factor R 33…

Evidentemente, si los fabricantes tienen que resaltar el hecho de que la unidad viene con toallero y portarrollos y que las lámparas son realmente de cristal, es que no estamos hablando de mansiones de primera. Aun así, si uno es capaz de renunciar a todas las pretensiones sociales y a esa intolerancia de clase que se nos inculca, o incluso si ha vivido en una caravana, sabrá que esta clase de viviendas tiene sus ventajas. Millones de trabajadores han crecido en ellas y no ven nada malo en ese estilo de vida. Todo resulta más sencillo que si se debe lidiar con la típica vivienda suburbana de trescientos metros cuadrados; y si uno escoge la zona adecuada para instalarse, estará rodeado de gente que lleva la misma vida y sabrá que todos cuidan las propiedades de los vecinos por nada, así que no hay necesidad de contratar seguridad privada. Sinceramente, cuanto más cerca estoy de cumplir los sesenta y cinco, más me atrae la idea de irme a vivir a una de esas caravanas; claro que mi mujer, la reina del césped y el jardín, jamás lo consentiría. Para mí, en cambio, una caravana a pocos pasos de una bonita cala o del océano, sin césped que cortar y teniendo cerca un buen bar cervecero donde los vejetes se tiran pedos y se guarecen de la tormenta… Me las apañaría la mar de bien. Éstas son las razones por las que muchos trabajadores blancos que pueden comprar una vivienda tradicional todavía prefieren residir en una caravana.

Ahora bien, hay que decir que son muchos más los que compran una caravana porque es lo más parecido a un lugar decente donde cagar que llegarán a tener en su vida. Y sí, saben perfectamente que millones de personas con una vida más lujosa los miran y piensan que son
white trash.
(«No seas guarro, cariño, por favor, no salgas a mear a la puerta de la caravana»).

En Estados Unidos —se nos dice a menudo— no hay clases. Y en una sociedad sin clases nunca podría haber lucha de clases (lo que no impide que cuando un político habla de clases enseguida se le acuse de estar fomentando un conflicto de clases). Pues bien, amigos, escuchen lo que voy a decirles: hay odio de clase entre blancos. ¡Ya estoy hasta las narices! Un claro ejemplo: cada vez que veo a la tetona esposa de un constructor luciendo una manicura de cincuenta dólares y soltando ocho de los grandes al año para pagar el colegio privado al que va el niñato consentido de su hijo, me entran ganas de arrancarle su jersey Martha Pink de cachemira y rompérselo a jirones. Cada vez que veo a un abogado recién salido de la Universidad de Virginia luciendo titulito en el bar, me entran ganas de agarrar su jarra de cerveza inglesa auténtica y rompérsela en las narices. Y sé que no soy el único al que se le ocurren estas cosas, sólo que yo estoy dispuesto a reconocerlo. Pero en la mayor parte de los casos la gente actúa como esa trabajadora que se ocupa de registrar en un ordenador la entrada de mercancías en el almacén de K-Mart, una mujer que, aunque quizá la reconcoma el resentimiento contra la señora del jersey de cachemira, se limita por lo general a enseñarle el dedo corazón bien tieso cada vez que esa dama le roba con todo el morro del mundo la plaza en el aparcamiento del centro comercial. Lo cierto es que esa mujer teme a la señora del jersey de cachemira. Siempre la ha temido.

Recuerdo que en la época del colegio una vez me fijé en cómo Carolyn, honesta empleada de Rubbermaid en la actualidad, pero que por aquel entonces era una chica pobre de cara ancha y menos atractiva que ahora, reprimía las lágrimas y fingía que no le importaba cuando la hija de un médico llamada Zemma se burlaba de ella por su aspecto casi andrajoso. Más tarde la hija del médico se casó con un tipo que ahora dirige la compraventa de acciones en un banco céntrico, y les fue tan bien durante los noventa que hace poco salieron en el periódico por haber donado una suma de dinero equivalente a cinco años de mi salario para la restauración de nuestra emblemática escuela, donde él destacó como una estrella de fútbol americano allá en su juventud.

Carolyn, por su parte, se casó con Ron. Hasta el año 2002 no pudieron comprar su primera casa nueva, por 273.000 dólares y con una hipoteca de interés variable, gracias al boom de los créditos y con una escritura en la que todo era letra pequeña y que les hizo firmar su agente hipotecario. Por fortuna, a Carolyn ya no tiene que preocuparle la posibilidad de volver a cruzarse con Zemma, porque Zemma vive en la zona residencial de Middle Road junto con los demás ricos, rodeada de ocho mil metros cuadrados de césped cercados al estilo de las fincas de los terratenientes aristocráticos. En cambio, Carolyn vive en Regency Lakes, un nombre un tanto pretencioso para un rincón situado detrás del centro comercial, y donde los camioneros aparcan sus enormes trastos en los caminos de acceso a las casas, tal como hacían sus papás y como hacía también mi padre cuando conducía camiones. No sería muy exacto afirmar que ella y su marido son pobres, a menos que consideremos el poder adquisitivo como un indicador de prosperidad. En ese caso, serían algo peor que pobres, ya que ser pobre equivale a no tener nada, mientras que tener una deuda de cientos de miles de dólares y sin la más mínima probabilidad de pagarla en vida equivale a tener menos que nada. Pero en el plan divino concebido para los americanos, endeudamiento y pobreza son cosas que no van de la mano, de modo que deberemos decir que Carolyn y Ron son simplemente «pobres diablos», gente que en apariencia va tirando, pero que podría quedarse en la calle el mes que viene.

Si hay algo por lo que la clase media blanca americana siente rechazo hoy en día son los pobres y los pobres diablos, sobre todo los que tienen toda la pinta de vivir en una caravana. Los blancos de clase media son capaces de jurarte sobre una pila de catálogos de Lands' End que carecen de prejuicios y no son intolerantes, pero la naturaleza humana es como es y todos vamos por ahí asestando patadas al perro del vecino, aunque no queramos admitirlo. La nueva discriminación se rige por principios económicos y consiste en la exhibición de auténticos valores como son las casas, las vacaciones y la educación privada. Sobre todo las casas. Y la medida más exacta de una buena posición económica la ofrece el lugar donde vives y lo lujosa que es tu choza. Así es como se demuestra la riqueza y el estatus —o la falta de ellos— de cara a la sociedad. Quien apenas acabó la secundaria o incluso quien fue al colegio universitario estatal no es nadie, y eso se nota porque sólo puede permitirse un GM Sierra de apenas 16.000 dólares aparcado delante del garaje de una sola plaza de una vivienda modular. ¿Ésos? Ésos son unos pobres diablos con siete tarjetas de crédito, dirá de ellos la clase media. Y lo que más delata a la gente pobre e ignorante es precisamente vivir en una de esas caravanas con una camioneta aparcada al lado.

Hubo un tiempo en el que las caravanas no sólo no estaban demonizadas, sino que más bien eran un componente importante de la vivienda en Estados Unidos. En los años posteriores a la segunda guerra mundial tuvo lugar la mayor crisis de la vivienda de nuestra historia, y se pudo combatir gracias a las caravanas, que más tarde serían rebautizadas con el nombre de «remolque», pese a que muy pocas eran remolcadas una vez que se habían instalado en esos terrenos que se conocen como «parkings de caravanas». Sesenta años después, la mayor parte de estos aparcamientos ha desaparecido; muchos de ellos han sido sustituidos por la versión actualizada de lo mismo, es decir, unos infiernos de madera laminada y plástico conocidos como «urbanizaciones de viviendas modulares». Cualquier norteamericano habrá visto alguna vez pasar estas viviendas remolcadas por la autopista, unos módulos enormes que parecen casas cortadas por la mitad. Pues bien, eso es exactamente lo que son.

El mercado de las caravanas todavía sigue creciendo, y junto con las viviendas modulares constituyen un pilar del estilo de vida de los
white trash.
Y dedicarse a financiarlas es un negocio muy lucrativo en el que participa gente como Mike Molden. Resulta un poco impreciso utilizar la palabra «negocio», porque de lo que estoy hablando en realidad es de un sucio y complejo entramado de fraude crediticio urdido por agentes hipotecarios e instituciones bancarias, basado en la estupidez de los consumidores que se dejan engañar y acaban firmando millones de instrumentos crediticios que son pura basura. Por lo visto, durante estos años cualquiera que se abstuviera de liarse a tiros contra la oficina del agente hipotecario y fuera mal que bien capaz de arrastrarse cada día hasta el trabajo era un candidato perfecto para obtener un préstamo hipotecario.

En cualquier caso, ahí tenemos a Tommy Ray, esperando en el despacho del agente hipotecario con una solicitud en la mano. Y Tommy Ray tiene un plan que, a juzgar por los datos que ha puesto en su solicitud, parece consistir en cambiar de empleo por unos chavos. En efecto, acaba de dejar su trabajo anterior por el que tiene ahora, sólo porque en el nuevo le pagan nada menos que cinco céntimos más por hora. Sí, han leído bien, cinco céntimos más. Y, por si fuera poco, en el nuevo trabajo ha de esperar seis meses hasta que le den el seguro médico. Pero Tommy lo explica de la siguiente manera: «Debes tener en cuenta las horas extras, ésas las pagan a siete céntimos más. Me han prometido veinte horas extras a la semana. ¿Lo entiendes ahora? ¡Ése es mi plan!». ¿Cuánto puede llegar a sumar eso? ¿Quince dólares a la semana? Bueno, quince brutos. ¡Caray, sí que es un pastón! Al final, lo único que Tommy consiguió fue que le redujeran las horas y acabar cobrando menos de cuarenta dólares a la semana, porque luego resultó que llovió sin parar toda la primavera y el verano, y eso afecta sobremanera al reparto de materiales de construcción. Así son las cosas para los
white trash
que malviven en nuestro sistema económico: nada les sale bien. Nunca. Pero es cierto lo que dice Mike Molden: «Todos los que vienen aquí tienen "un plan"».

Como prueba de su solvencia, Tommy tiene siete tarjetas de crédito, a cual más reluciente y lustrosa. Se las facilitaron los peores delincuentes, empresas como Capitol One o Providian y otras sociedades financieras que apuntan a clientes de alto riesgo y aplican los intereses más altos, y con un sistema que les permite exigir el pago inmediato de la totalidad de la deuda y con unas penalizaciones que dejan sin aliento.

Tommy cree que poseer más tarjetas ayuda a aumentar su crédito, aunque desde luego el prestamista hipotecario las verá como lo que realmente son: siete oportunidades para cagarla. Una de esas tarjetas es cortesía de la empresa de productos informáticos Gateway. Al igual que la mayoría de los clientes que pasan por este despacho, Tommy tiene un ordenador. Se trata de una cuestión de ego. Debe poseer uno, aunque sólo lo use para ver los resultados de las carreras NASCAR. Tabaco, munición, comida para perros y un ordenador Dell: es la elección de un estilo de vida. Todos tienen una cuenta en Dell o en Gateway a la que cargaron el ordenador que compraron por Internet aceptando pagar un 30,54 por ciento de intereses. Muchas de las cuentas de Dell y Gateway, quizá la mayoría, tienen un saldo pendiente en el momento en que se realiza la comprobación de crédito para efectuar el préstamo. De hecho, Mike me explica que en los tiempos que corren puedes haber contraído una deuda de hasta veinte mil dólares y aun así conseguir un préstamo hipotecario. ¡Y yo que he sudado la vida entera para demostrar mi solvencia! Todo depende de los puntos que uno esté dispuesto a comerse, en donde «puntos» quiere decir un uno por ciento adicional de interés sobre el préstamo.

La valoración crediticia media en Estados Unidos es supuestamente de 678, lo que significa que la mitad de la gente está por encima de ese número y la otra mitad por debajo. No obstante, si las personas que entran en el despacho de Mike llegan a 600 ya es un milagro. A menudo la valoración crediticia en la América Profunda se parece al promedio de bateos acertados. Pero lo asombroso es que durante muchos años, incluso si el solicitante apenas alcanzaba la cota de los 500 puntos, resultaba sencillo conseguir una hipoteca por el setenta por ciento del precio de la casa. De todas formas, seamos realistas: ¿quién tiene, por poner un ejemplo, 65.000 dólares en el banco para el pago inicial de una vivienda de 200.000 dólares? Pues eso…, uno se come todos los puntos adicionales que haga falta y encima lo hace sin dejar de sonreír.

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