Cronopaisaje (57 page)

Read Cronopaisaje Online

Authors: Gregory Benford

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Cronopaisaje
4.96Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Hola. ¿Podemos entrar? —Eran los gemelos, los estudiantes graduados de primer año.

—Bueno, mirad, tengo un montón de trabajo…

—Son sus horas de oficina.

—¿De veras? Oh, sí. Bien, ¿qué es lo que queréis?

—Ha calificado usted mal algunos de nuestros problemas —dijo uno de ellos. La directa afirmación tomó a Gordon con la guardia baja. Estaba acostumbrado a que sus estudiantes exhibieran un poco más de humildad.

—¿Oh? —murmuró.

—Sí. Mire… —Uno de ellos empezó a escribir rápidamente en la pizarra de Gordon, cubriendo algunas de las notas que Gordon había puesto allí mientras estaba perfilando su artículo. Gordon intentó seguir la argumentación que el gemelo estaba exponiendo.

—Cuidado con lo que tengo escrito ahí. —El gemelo frunció el ceño a las molestas líneas de Gordon.

—De acuerdo —dijo democráticamente, y empezó a escribir en torno a ellas. Gordon centró su atención en las rápidas secuencias acerca de las funciones de Bessel y las condiciones de contorno del campo eléctrico. Necesitó cinco minutos para señalar los errores de los gemelos. Durante todo ese tiempo nunca estuvo seguro de a cuál de los dos se estaba dirigiendo. Eran virtualmente duplicados. Tan pronto como uno terminaba el otro proseguía el ataque con una nueva objeción, normalmente parafraseada en unas pocas palabras crípticas. Gordon consideró todo aquello excepcionalmente agotador. Al cabo de otros diez minutos, durante los cuales empezaron a interrogarle acerca de su investigación y de cuánto ganaba un ayudante investigador, consiguió librarse finalmente de ellos argumentando dolor de cabeza. Eso, más tres significativas miradas a su reloj, los llevaron hasta la puerta. Mientras estaba cerrándola, otra voz llamó:

—¡Espere un segundo! Doctor Bernstein. Gordon abrió reluctante la puerta. El hombre de la United Press se asomó.

—Sé que no quiere usted que le molesten, profesor…

—Exactamente. De modo que, ¿por qué me está molestando?

—Porque el profesor Ramsey me contó una historia, hace apenas un momento. Simplemente por eso.

—¿Qué historia?

—Acerca de usted y esas cadenas moleculares. De dónde obtuvo usted esa imagen. Cómo deseaba usted que todo se mantuviera en secreto. Lo tengo todo, toda la historia.

—El hombre estaba radiante.

—¿Por qué se lo dijo Ramsey?

—Algunas cosas las deduje por mí mismo. No sabe mantener su historia de forma coherente. No es un buen mentiroso, ese Ramsey.

—No, supongo que no.

—Él no quería decirme nada. Pero recordé ese asunto en el que estuvo usted mezclado, hará un tiempo.

—Saul Shriffer —dijo Gordon, con un repentino cansancio.

—Aja, ése es el tipo. Me limité a sumar dos más dos. Fui a ver a Ramsey para algunos datos adicionales y, en medio de nuestra entrevista, zas, le solté eso.

—Y él se puso a hablar como una cotorra.

—Exactamente.

Gordon se dejó caer en su silla. Se quedó allá, sentado flácidamente, observando al hombre de la United Press International.

—¿Y bien? —dijo el hombre. Sacó un bloc de notas—. ¿Va a contármelo todo, profesor?

—Nunca me ha gustado el tercer grado.

—Lo siento si le he ofendido, profesor. No estoy aplicándole ningún tercer grado. Simplemente husmeé un poco por aquí y por allá y…

—De acuerdo, de acuerdo. Lo comprendo.

—Eso es algo que va a tener que salir a la luz algún día, y usted lo sabe. Esa cosa de Ramsey-Hussinger no ha llamado demasiado la atención, por lo que sé. Pero puede llegar a convertirse en algo importante. La gente va a oír hablar de ello. Su parte en el asunto puede ser muy valiosa.

Como en un sueño, Gordon empezó a reír suavemente.

—Puede ser valiosa… —dijo, y se echó a reír de nuevo. El hombre frunció el ceño.

—Hey, mire, ¿va a decirme algo, sí o no?

Gordon sintió que un extraño y abrumador cansancio lo inundaba. Suspiró.

—Sí… supongo que sí.

42

A Gordon no se le había ocurrido que las luces pudieran ser tan brillantes. Había hileras de focos a ambos lados de la pequeña plataforma, para conseguir que su rostro quedara libre de sombras. La cámara de televisión apuntaba su objetivo hacia él, un Cíclope cuyo ojo no parpadeaba. Había algunos químicos entre el público, y casi todo el departamento de física. Los dibujantes del departamento habían estado trabajando hasta la medianoche para que todos los gráficos quedaran listos a tiempo. Gordon había encontrado en todo el personal una gran ayuda para recopilar y ordenarlo todo para él. Estaba empezando a darse cuenta de que la hostilidad que había sentido emanar de ellos era una pura ilusión, un producto de sus propias dudas. Los últimos días habían sido una revelación. Los miembros del departamento lo llamaban en el vestíbulo, escuchaban intensamente sus descripciones de los datos, y visitaban el laboratorio.

Miró a su alrededor en busca de Penny. Allí estaba… al fondo, con su traje rosa. Sonrió débilmente ante un gesto de su mano. Los hombres de la prensa estaban murmurando entre sí mientras buscaban sus asientos. El equipo de televisión estaba en su lugar, y una mujer con un micrófono daba las instrucciones de última hora. Gordon contó la asistencia. Increíblemente, era mayor que el número de los que habían asistido a la conferencia del Nobel de María Mayer. Pero en aquella ocasión habían dispuesto únicamente de uno o dos días para prepararlo todo. El hombre de la UPI había conseguido la exclusiva de su historia —contratada rápidamente por las demás agencias de noticias—, y la universidad había tenido tiempo suficiente para montar su espectáculo.

Gordon revisó sus notas con dedos húmedos. Realmente, no había deseado nada de lo que estaba ocurriendo. Tenía la sensación de que todo aquello no era correcto… la ciencia ofrecida al público, la ciencia haciéndose un sitio a codazos en las noticias de las seis, la ciencia como un bien de consumo. El empuje de todo aquello era inmenso. Al final no quedaría más que su artículo en Science, donde sus resultados deberían corresponder a sus pruebas, donde no habría ningún prejuicio ni a favor ni en contra que hiciera inclinar la balanza…

—¿Doctor Bernstein? Estamos preparados. Se secó la frente por última vez.

—De acuerdo, adelante. —Se encendió una luz verde. Miró directamente a la cámara, e intentó sonreír.

43 - 1998

Peterson metió el coche en el garaje de ladrillos y sacó las maletas. Jadeando, las dejó fuera, en el camino que conducía hasta la granja. Las puertas del garaje se cerraron con un clang tranquilizador. Un viento mordiente soplaba del mar del Norte, barriendo el llano paisaje del este de Inglaterra. Se subió el cuello de su chaquetón de piel de oveja.

Ningún signo de movimiento en la casa. Probablemente nadie había oído el suave zumbido del coche. Decidió dar una vuelta por los alrededores, para dar un vistazo y estirar las piernas. La cabeza le daba vueltas. Necesitaba un poco de aire. Había pasado toda la noche en un hotel de Cambridge, cuando la repentina sensación de desmoronamiento lo había invadido de nuevo. Durmió durante la mayor parte de la mañana, y bajó con la esperanza de comer algo. El hotel estaba desierto. Al igual que las calles. Había señales de vida en las casas cercanas, humo en las chimeneas, y el amarillo resplandor de las luces. Peterson no se detuvo a preguntar. Condujo a través de un triste y vacío Cambridge, y salió al sombrío y llano campo lleno de marjales.

Se frotó las manos, más con satisfacción que para mantenerlas calientes. Desde hacía tiempo, cuando la enfermedad lo había golpeado de nuevo fuera de Londres, había llegado al convencimiento de que nunca podría llegar hasta tan lejos. Las carreteras estaban embotelladas a la salida de Londres y luego, al día siguiente, al norte de Cambridge, extrañamente vacías. Había visto camiones volcados y graneros incendiados al norte de Bury St. Edmunds. Cerca de Stowmarket una pandilla intentó atacarle. Llevaban hachas y azadas. Lanzó el coche directamente por entre ellos, arrojando cuerpos por el aire como si fueran bolos.

Pero aquí la granja permanecía tranquila bajo las avanzantes nubes grises del este de Inglaterra. Hileras de árboles sin hojas marcaban los límites del terreno. Negros bultos colgaban del entramado de desnudas ramas, nidos de cuervos recortados contra el cielo. Caminó pesadamente cruzando el campo occidental, sintiendo las piernas débiles, el negro lodo pegándose a sus botas. A su derecha, las vacas se apretujaban pacientemente junto a una puerta, su aliento creando nubéculas en el aire, aguardando ser conducidas a su establo. La cosecha había sido efectuada hacía dos semanas… él lo había ordenado. Los campos estaban vacíos ahora. Dejémoslos descansar; hay tiempo.

Dio un rodeo cruzando los campos de remolacha hasta la vieja casa de piedra. Parecía engañosamente ruinosa. La única nota visible de algo nuevo era el invernadero de cristal adosado al sur. Los paneles de cristal llevaban embutida una tela metálica, eran completamente seguros. Hacía años, cuando había empezado todo aquello, se había decidido por un sistema totalmente subterráneo, completamente aislado. El invernadero disponía de agua filtrada y fertilizantes. Los depósitos de agua bajo los campos del norte contenían reservas para un año. El invernadero podía producir un razonable suministro de verduras durante largo tiempo. Eso, y la despensa guardada bajo la casa y el granero, proporcionaban unas amplias reservas.

Para hacer todos esos trabajos, por supuesto, había contratado obreros de ciudades alejadas. La enorme reserva de carbón procedía de Cambridge, no del más cercano Dereham. Las minas en los campos y a lo largo de la única carretera —que podían ser activadas a control remoto o mediante un sistema de detección— habían sido instaladas por un mercenario. Peterson había arreglado las cosas de modo que el hombre fuera contratado para una operación en el Pacífico inmediatamente después, y no había regresado. Los perros guardianes electrónicos que protegían la granja habían sido adquiridos en California y montados por un tipo de Londres. De este modo, nadie conocía exactamente la amplitud de la operación.

Sólo su tío lo sabía todo, y era un hombre más bien silencioso. Lo cual quería decir que era también una compañía bastante aburrida. Por un momento lamentó no haberse traído a Sarah. Pero ella no hubiera encajado demasiado allí, hubiera sido incapaz de soportar la soledad de los largos días. De todas las mujeres que había conocido el pasado año, Marjorie Renfrew era la única que podía haber encajado allí. Sabía algo de los trabajos de una granja, y había resultado ser inesperadamente sensual. Había comprendido su necesidad cuando llegó a su casa aquella noche, y lo había recibido con una instintiva pasión. Pese a ello, sin embargo, no podía imaginar el vivir con ella durante más de una semana. Hablaría y no pararía de ir de un lado para otro, molestando, criticándolo como una madre, alternativamente.

No, los únicos compañeros que podía imaginar para el inmediato futuro eran hombres. Pensó en Greg Markham. Era alguien en quien hubieras podido confiar que no te dispararía a la espalda en una cacería de venados ni saldría corriendo ante una serpiente. Una inteligente conversación y un silencio sociable. Buen juicio, y una cierta perspectiva.

Sin embargo, iba a ser difícil sin una mujer. Probablemente hubiera debido emplear más tiempo en aquello, no encerrarse tanto en los aleteantes entornos de Sarah. No importaba lo que hiciera el mundo para salirse de aquel cenagal, con los tiempos difíciles las actitudes suelen cambiar. Lo que la ciencia social llamaba a menudo «sexualidad libre», y que Peterson siempre había imaginado que era dar lo que el mundo debía a todos, dejaría de existir. Mujeres, mujeres de todas clases y formas y aromas. Como el resto de la gente, cambiaban también, por supuesto, pero como objetivos de un estilo secundario de vida más allá del frágil intelecto eran notablemente iguales, hermanas compartiendo la misma magia. Había intentado comprender su propia actitud en términos de teoría psicológica, pero lo había dejado correr convencido del simple y llano hecho de que vivir iba más allá de esas categorías. Las ideas no convenientes funcionaban. No se trataba de reforzar el ego ni de disimulada agresividad. No era tampoco una forma encubierta de alguna imaginada homosexualidad… había sentido una cierta inclinación hacia ello cuando joven y había descubierto que no era algo para él, no, gracias. Era algo que estaba más allá del nivel de la mera charla analítica. Las mujeres eran parte de esa ansia de devorar el mundo que siempre había sentido, una forma de mantenerse constantemente sensual pero nunca saciado.

De modo que durante el último año las había probado todas, había perseguido cualquier posibilidad. Desde hacía tiempo había sabido que estaba ocurriendo algo importante. La frágil pirámide con él cerca del vértice superior iba a desmoronarse. Había gozado de todo lo que pronto iba a pasar, las mujeres y todo lo demás, y ahora no sentía remordimientos. Cuando uno navega en el Titanic, es absurdo sacar billete de cubierta.

Se peguntó ociosamente cuántos futurólogos habrían tenido razón. Pocos, sospechaba. Sus etéreos escenarios raramente hablaban de respuestas individuales. Habían desviado incómodos la vista en aquel viaje al norte de África. Lo personal, comparado con las mareas de las grandes naciones, no era más que un detalle irritante.

Se acercó a la casa de piedra, notando aprobadoramente lo vulgar y destartalada que parecía.

—¡Ha vuelto usted, señor!

Peterson se giró bruscamente. Un hombre se acercaba, empujando una bicicleta. Un hombre del pueblo, observó rápidamente. Pantalones de trabajo, chaqueta descolorida, botas altas.

—Sí, he vuelto para quedarme.

—Oh, estupendo, estupendo. Es un buen puerto para los días que corren, ¿eh? Le he traído su tocino y su cecina, señor.

—Oh. Excelente. —Peterson aceptó las cajas—. ¿Lo pondrá usted en la cuenta? —Mantuvo su voz tan natural como le fue posible.

—Bueno, precisamente de eso quería hablar con la casa. —Hizo una inclinación de cabeza, señalando hacia la granja.

—Puede hablarlo conmigo.

—De acuerdo. Bien, tal como están yendo las cosas… apreciaría que el pago fuera diario, entienda.

—Bueno, no veo ninguna razón para que no sea así. Nosotros…

—Y me gustaría el pago en especies, si es posible.

—¿Especies?

—El dinero ya no vale para nada, ¿verdad? ¿Algunas de sus verduras, quizá? Lo que más me gustaría sería latas de comida.

Other books

Love and Decay, Kane's Law by Higginson, Rachel
The McKinnon by James, Ranay
Struck by Jennifer Bosworth
The Desirable Duchess by Beaton, M.C.
Escapade by Joan Smith
Two Steps Back by Belle Payton