Cronopaisaje (58 page)

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Authors: Gregory Benford

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Cronopaisaje
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—Oh. —Peterson intentó valorar al hombre, que le dirigía una estereotipada sonrisa, una sonrisa que tenía otras interpretaciones más allá de la simple amistad—. Supongo que podemos conseguir algo de eso, sí. No tenemos muchos alimentos enlatados, ya sabe.

—Sin embargo, nos gustaría, señor. ¿Había un ligero tono agresivo en su voz?

—Veré lo que podemos hacer.

—Sería estupendo, señor. —El hombre esbozó un breve gesto de llevar una mano a su frente, como si fuera un criado y Peterson el amo. Peterson se quedó allí de pie mientras el hombre montaba en su bicicleta y se alejaba pedaleando. Había habido el suficiente asomo de parodia en su gesto como para dar a toda la conversación una interpretación distinta. Observó al hombre salir de su propiedad sin volver la vista atrás. Frunciendo el ceño, se dirigió de nuevo hacia la casa.

Rodeó el seto, evitando el jardín, y cruzó el patio de la granja. Del corral le llegaron apagados y alegres cloqueos. Junto a la puerta, rascó su botas en el viejo rascador de hierro y luego se las quitó apenas cruzar el umbral. Se puso unas zapatillas y colgó su chaqueta.

La enorme cocina era cálida y bien iluminada. La había equipado con una moderna instalación pero había dejado el antiguo suelo de piedra, desgastado por siglos de uso, y la gran chimenea y el viejo banco de roble. Su tío y su tía estaban sentados a ambos lados del fuego en cómodas mecedoras de respaldo alto, tan silenciosos e inmóviles como los morillos de hierro del hogar. En su lugar a la cabecera de la mesa, la gran tetera redonda desaparecía bajo el almohadillado de su guardacalor. Roland, el factótum de la granja, estaba colocando silenciosamente una bandeja de panecillos, trocitos de mantequilla dulce, y un plato de mermelada de fresas de fabricación casera sobre la mesa. Avanzó hacia el fuego para calentarse las manos. Su tía, al verle, se sobresaltó.

—¡Oh, bendita sea, pero si es Ian!

Se inclinó y palmeó a su esposo en la rodilla.

—¡Henry! Mira quién está aquí. Es Ian, ha venido a vernos. ¿No es maravilloso?

—Ha venido a vivir con nosotros, Dot —respondió pacientemente su tío.

—¿Oh? —dijo ella, desconcertada—. Oh. ¿Dónde está entonces esa preciosa chica tuya, Ian? ¿Dónde está Ángela?

—Sarah —corrigió él automáticamente—. Se ha quedado en Londres.

—Hum. Una chica estupenda, pero un poco ligera. Bueno, tomemos el té. —Se quitó la manta que cubría sus piernas.

Roland avanzó y la ayudó a levantarse y dirigirse hacia donde estaba la tetera. Se sentaron todos en torno a la mesa. Roland era un hombre robusto, de movimientos lentos. Llevaba dos décadas con la familia.

—Mira, Roland, Ian ha venido a visitarnos. —Peterson suspiró. Su tía llevaba años senil; sólo su marido y Roland mantenían una cierta continuidad en su mente.

—Ian ha venido a vivir con nosotros —repitió su tío.

—¿Dónde están los niños? —preguntó ella—. Se están retrasando.

Nadie le recordó que sus dos hijos se habían ahogado en un accidente de navegación hacía quince años. Aguardaron pacientemente a que se completara el diario ritual.

—Bien, pues no les esperemos. —Tomó la pesada tetera y empezó a servir el fuerte y humeante té en las tazas de cerámica artesana a rayas azules y blancas.

Comieron y bebieron en silencio. Fuera, la lluvia que había estado amenazando durante todo el día empezó a caer, tímidamente al principio, repiqueteando contra las ventanas, luego con mayor firmeza. En la distancia, las vacas, alteradas por el golpetear de la lluvia sobre el techo de su cobertizo, mugieron su lamento.

—Está lloviendo —apuntó su tío.

Nadie respondió. A Peterson le gustaba aquel silencio. Y cuando hablaban, sus planas vocales propias del este de Inglaterra penetraban como un bálsamo en sus oídos, lentas y suaves. La canguro de su infancia había sido una mujer de Suffolk.

Terminó su té y se dirigió a la biblioteca. Pasó los dedos por la garrafita de cristal tallado, renunció a tomar una copa. El rítmico sonido de la lluvia quedaba ahogado por las pesadas contraventanas de roble. Habían sido bien construidas ocultando una plancha de acero. Había convertido el lugar en una fortaleza. Capaz de resistir un largo asedio. Los establos y los corrales poseían dobles paredes y estaban conectados con la casa mediante túneles. Todas las puertas eran dobles, con enormes cerraduras. Cada habitación era una armería en miniatura. Sacó un rifle de la pared de la biblioteca. Comprobó la recámara: aceitada y cargada, como había ordenado.

Escogió un cigarro y se dejó caer en su sillón de piel con brazos. Tomó un libro que había permanecido allí aguardando, un Maugham. Empezó a leer. Roland llegó y encendió la chimenea. El crujir de la madera alejó los residuos de frío de la habitación. Más tarde habría tiempo para revisar el almacenamiento de provisiones y establecer un plan alimentario. Nada de agua procedente del exterior, al menos durante un tiempo. No más viajes al pueblo. Se arrellanó más en el sillón, consciente de las cosas que aún había que hacer, pero que por el momento todavía no eran urgentes. Le dolían los miembros y se sentía aún invadido por oleadas de debilidad. Allí todavía era Peterson de Peters Manor, y dejó que esta sensación se infiltrara en él, proporcionándole una especie de relajación interior. ¿Era Russell quien había dicho que ningún hombre se sentía realmente cómodo lejos del entorno de su infancia? Había una cierta verdad en aquello. Pero el tipo del pueblo, precisamente ahora… Peterson frunció el ceño. Realmente, debían dejar de utilizar el tocino; cualquier cosa que pudiera estar contaminada por lo que caía de las nubes, al menos durante un tiempo. El hombre del pueblo probablemente sabía esto. Y debajo de sus modales de sí-señor había habido una clara amenaza. Había venido a negociar seguridad, no tocino. Dale un poco de comida enlatada, y se quedará contento.

Peterson se agitó inquieto en su sillón. Durante toda su vida no había dejado de moverse, pensó. Había abandonado su placentera existencia de caballero campesino para ir a Cambridge, y luego para meterse en el gobierno. Había utilizado todas las palancas que había encontrado para impulsarse hacia arriba. Sarah, evidentemente, era el caso más reciente y más claro, sin olvidar el propio Consejo. Todos habían ayudado. El propio gobierno, por supuesto, había seguido en buena medida la misma estrategia. La economía moderna y el estado del bienestar hipotecaban fuertemente el futuro.

Ahora se hallaba en un lugar que no podía abandonar. Tenía que depender de aquellos que había a su alrededor. Y de pronto fue inconfortablemente consciente de que aquel pequeño grupo de personas hasta entonces fácilmente manejables en la casa y en el pueblo eran agentes libres también. Una vez la sociedad empezaba a resquebrajarse, ¿en qué se convertía el orden que había mantenido al Peters Manor tranquilo y a salvo? Peterson permaneció sentado a la menguante luz del día y pensó, tamborileando con los dedos en el brazo de su sillón. Intentó seguir con su lectura, pero no consiguió centrar en ella su interés. A través de la ventana podía ver los roturados campos que se extendían hasta el horizonte. Un viento del norte agitaba las recortadas copas de los árboles. Estaba anocheciendo. El fuego chasqueaba.

44 - 22 de noviembre de 1963

Gordon escribió toda la ecuación antes de comentarla. La tiza amarilla chirrió en la pizarra.

—De este modo vemos que, si integramos las ecuaciones de Maxwell sobre el volumen, el flujo…

Un movimiento en la parte de atrás de la clase llamó su atención. Se volvió. Una secretaria del departamento agitaba vacilante una mano hacia él.

—¿Si?

—Doctor Bernstein, lamento interrumpirle pero acabamos de oír por la radio que han disparado al presidente. —Lo dijo sin respirar, en un largo jadeo. Se produjo una agitación en la clase—. Pensé… que desearía usted saberlo —terminó débilmente.

Gordon no se movió. Las especulaciones corrieron por su mente. Luego recordó dónde estaba y las echó firmemente a un lado. Había una clase que terminar.

—Muy bien. Gracias. —Estudió los alterados rostros de sus alumnos—. Creo que, en vista de todo lo que nos falta todavía para cubrir el semestre… Hasta que sepamos algo más, deberíamos seguir con la clase.

—¿Dónde ha ocurrido? —preguntó bruscamente uno de los gemelos.

—En Dallas —respondió sumisamente la secretaria.

—Espero que alguien se encargue también de Goldwater, entonces —dijo el gemelo, con una repentina vehemencia.

—Tranquilos, tranquilos —dijo Gordon con suavidad—. No hay nada que podamos hacer desde aquí, ¿no? Propongo continuar.

Tras lo cual volvió a la ecuación. Realizó la mayor parte de la exposición introductoria del vector de Poynting, ignorando el zumbido de los murmullos a su espalda. Dio un ritmo a su exposición. Puntuó los extremos importantes con golpecitos de la tiza. Las ecuaciones desplegaron su belleza. Conjuró las ondas electromagnéticas y las dotó de momento. Habló de imaginarias cajas matemáticas saturadas de luz, con su flujo mantenido en un preciso equilibrio por el invisible poder de las derivadas parciales.

Otra agitación al fondo de la clase. Varios estudiantes estaban marchándose. Gordon dejó su tiza.

—Supongo que no pueden concentrarse ustedes bajo las circunstancias —admitió—. Seguiremos el próximo día. Uno de los gemelos se levantó para irse y dijo al otro:

—Lyndon Johnson. Jesús, podemos encontrarnos finalmente con él.

Gordon se abrió camino hasta su oficina y dejó sus notas de clase. Estaba cansado, pero supuso que tenía que ir en busca de algún televisor y ver las noticias. La semana anterior aquello había sido una casa de locos de entrevistas, interpelaciones de otros físicos, y una sorprendente atención por parte de todos los medios de comunicación. Se sentía agotado de todo aquello.

Recordó que el hogar del estudiante, allá en la playa Scrips, tenía televisión. Llegar hasta allí en su Chevy le tomó tan sólo un momento. Parecía haber poca gente por las calles.

Los estudiantes estaban alineados en tres filas en torno al aparato. Cuando Gordon llegó y se quedó en la parte de atrás, Walter Cronkite estaba diciendo:

—Repito, no hay ninguna información definitiva del Parkland Memorial Hospital acerca del presidente. Un sacerdote que acaba de abandonar la sala de operaciones ha sido oído diciendo que el presidente estaba agonizando. Sin embargo, esto no es un anuncio oficial. El sacerdote ha admitido que al presidente le han sido administrados los últimos sacramentos.

—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó Gordon a un estudiante que tenía cerca.

—Algún tipo le disparó desde una biblioteca, dicen. Cronkite recibió una hoja de papel desde un lado de la cámara.

—El gobernador John Connally está siendo intervenido en la sala de operaciones contigua a la del presidente. Los doctores que operan al gobernador han dicho únicamente que su estado es grave.

Se sabe también que el vicepresidente Johnson se halla en el hospital. Aparentemente está aguardando en una pequeña sala al final del corredor donde se halla el presidente. Los servicios secretos tienen la zona completamente acordonada, con la ayuda de la policía de Dallas.

Gordon observó que algunos de los estudiantes de su clase se reunían cerca de él. La sala estaba repleta ahora. La multitud permanecía completamente inmóvil mientras Cronkite hacía una pausa, escuchando por unos pequeños auriculares que apretó contra sus oídos. A través de las puertas deslizantes de cristal que conducían al porche de madera, Gordon pudo ver las olas rompiéndose en blanca espuma y ascendiendo por la arena de la playa. Fuera, el mundo seguía su inalterable ritmo. Dentro, en aquel pequeño rincón, dominaba una parpadeante pantalla de color.

Cronkite miró hacia un lado de la cámara y luego de nuevo a ésta.

—La policía de Dallas acaba de hacer público el nombre de la persona que sospechan fue el tirador. Ese nombre es Lee Oswald. Aparentemente es un empleado del edificio de la biblioteca. Desde ese edificio fue desde donde se efectuaron los disparos… algunos dicen que de rifle, pero esto no ha sido confirmado. La policía de Dallas no ha dado más información. Hay muchos policías en torno a ese edificio ahora, y es muy difícil conseguir alguna información. Sin embargo, hemos enviado a varios hombres al lugar de los hechos y me acaban de comunicar que está siendo instalada allí una cámara.

En la sala estaba empezando a hacer calor. La luz del sol otoñal penetraba por las puertas de cristal. Alguien encendió un cigarrillo. Las volutas de humo se elevaron y formaron estratos azules en el aire mientras Cronkite seguía hablando, repitiendo lo que había dicho antes, esperando más información. Gordon empezó a respirar más rápidamente, como si el aire se hubiera espesado demasiado y le costara entrar en sus pulmones. La luz se hizo glauca, oscilante. La gente a su alrededor notó aquella misma sensación y se agitó inquieta, trigo humano bajo un extraño viento.

—Algunos componentes de la multitud que estaba reunida en torno a la plaza Deeley dicen que se produjeron dos disparos contra la caravana presidencial. Sin embargo, hay otros informes que hablan de tres y cuatro disparos. Uno de nuestros reporteros en el lugar de los hechos dice que los disparos partieron de una ventana del sexto piso de esa biblioteca.

La escena cambió de pronto a un desolado paisaje otoñal en blanco y negro. Grupos de gente se arracimaban en la acera ante un edificio de ladrillos. Los árboles se alzaban en un árido contraste contra el brillante cielo. La cámara hizo una panorámica para mostrar una gran plaza vacía. Los coches bloqueaban las calles laterales. La gente corría de un lado para otro.

—Este lugar que están viendo ustedes ahora es el lugar de los disparos —prosiguió Cronkite—. Aún no hay ninguna información definitiva sobre el presidente. Una enfermera en el pasillo exterior ha dicho que los doctores que atienden al presidente han practicado una traqueotomía… es decir, una incisión en la tráquea, para permitir al presidente respirar. Esto parece confirmar los informes de que el señor Kennedy fue alcanzado en la nuca.

Gordon se sintió mal. Se secó las gotas de sudor que perlaban su frente. Era la única persona en la estancia que llevaba chaqueta y corbata. El aire era húmedo, casi viscoso. La extraña sensación de hacía un momento iba desapareciendo lentamente.

—Tenemos aquí otro informe de que la señora Kennedy ha sido vista en el corredor adjunto a la sala de operaciones. No tenemos ninguna indicación de lo que puede significar esto.

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