Ciertamente, la nueva teoría de Tanninger señalaba el camino. Tanninger había metido los taquiones en la teoría general de la relatividad de una forma altamente original. La vieja cuestión que aparecía en la mecánica cuántica, la de dónde estaba el observador, había sido finalmente resuelta. Los taquiones eran una nueva clase de fenómeno ondulatorio, ondas de casualidad formando lazos entre pasado y futuro, y las paradojas que podían producir conducían a un nuevo tipo de física. La esencia de la paradoja era la posibilidad de resultados mutuamente contradictorios, y la imagen de Tanninger del lazo casual era parecida a la de las ondas de mecánica cuántica. La diferencia residía en la interpretación del experimento. En la imagen de Tanninger, una especie de función ondulatoria, semejante a la antigua función cuántica, proporcionaba los varios resultados del bucle paradójico. Pero la nueva función ondulatoria no describía probabilidades… hablaba de distintos universos. Cuando se establecía un lazo, el universo se escindía en dos nuevos universos. Si el lazo era del tipo simple de mata-a-tu-abuelo, entonces el resultado era un universo donde el abuelo vivía y el nieto desaparecía. El nieto reaparecía en un segundo universo, habiendo viajado hacia atrás en el tiempo, donde disparaba contra su abuelo y vivía su vida, a lo largo de los años alterados para siempre por su acción. En ninguno de los dos universos el mundo era paradójico.
Todo esto ocurría si se utilizaban los taquiones para producir el tipo de lazo temporal de onda estacionaria. Sin taquiones, no se producía ninguna escisión en distintos universos. De modo que el mundo futuro que había enviado los mensajes a Gordon había desaparecido, era inalcanzable. Se había separado en algún momento en otoño de 1963; Gordon estaba seguro de ello. Algún acontecimiento había hecho el experimento de Renfrew imposible o innecesario. Podía haberse tratado de la conferencia de prensa Ramsey-Hussinger, o el depositar el mensaje en la caja de seguridad en el banco, o el atentado contra Kennedy. Una de esas cosas, sí. ¿Pero cuál?
Avanzaba por entre la multitud, saludando a los amigos, dejando que su mente derivara. Recordó que un ser humano, comiendo y moviéndose de un lado para otro, proporcionaba 200 vatios de calor corporal. Aquella habitación atrapaba la mayor parte de él, llenando su frente de gotitas de sudor. Su nuez de Adán estaba constreñida por el nudo de su corbata.
—¡Gordon! —llamó una voz musical por encima de las conversaciones entremezcladas.
Se volvió. Marsha se abrió paso por entre la gente. Se inclinó y la besó. La mujer agitaba un pequeño maletín de viaje mientras se volvía a uno y otro lado para decir hola a la gente que conocía. Le habló del atasco de tráfico que había sufrido al llegar a la ciudad desde La Guardia, alzando las cejas para subrayar una palabra, las manos describiendo con amplios arcos las colisiones evitadas. La perspectiva de unos cuantos días de libertad de los niños le daba un aspecto alegre y excitado que contagió a Gordon. Se dio cuenta de que cada vez se había ido sintiendo más incómodo a medida que avanzaba la sobrecalentada y deslumbrante recepción, y Marsha había borrado todo aquello en un momento. Era esta cualidad, una vida desbordante, lo que más recordaba de ella cuando estaban lejos el uno del otro.
—Oh, Dios, ahí está ese Lakin —dijo ella, desorbitando los ojos en una parodia de pánico—. Vayamos en dirección contraria, no deseo empezar de nuevo con él. —Lealtad de esposa. Lo empujó hacia la ensalada de gambas, que él había pasado de largo, probablemente siguiendo de forma instintiva un axioma alimentario genético. Marsha capturó a alguno de sus amigos por el camino… para formar una barrera protectora contra Lakin, dijo. Todo esto fue hecho con una exageración cómica, arrancando risitas de rostros serios. Un camarero les divisó y les ofreció copas de champaña—. Hummm, apuesto a que no es esto lo que hay en el bol de ahí encima —dijo Marsha, dando un sorbo, los labios aprobadoramente fruncidos. El camarero vaciló, luego asintió: «El presidente ha dicho que se subieran algunas botellas de la reserva privada», y luego desapareció, temiendo haber revelado demasiado. Marsha parecía polarizar el medio, notó Gordon, sacando a amigos de las esquinas de la gran habitación para formar una nube en torno a ellos. Carroway apareció, estrechando manos, sonriendo. Gordon se empapó de la compacta energía de la mujer. Nunca había sido capaz de relajarse de aquel modo con Penny, recordó, y quizás eso hubiera debido decirle algo desde el principio. En 1968, cuando estaban en lo más arduo de su última disputa, él y Penny habían acudido a Washington de nuevo en invierno. Era una ciudad velada. La bruma brotaba de la serpenteante corriente del Potomac. El había evitado las comidas con otros físicos en aquel viaje, recordó, principalmente debido a que Penny los encontraba aburridos y él no podía predecir cuándo iría a meterse de lleno en una de sus discusiones políticas o, peor aún, hundirse en un hosco silencio. Sin mencionarlo, habían decidido de común acuerdo no hablar de ciertos asuntos, asuntos que se iban ampliando con el tiempo. Cada uno tenía hachas que enterrar, eres un coleccionista de injusticias, le había acusado Penny en una ocasión— pero, perversamente, los buenos períodos entre los malos se habían mostrado radiantes con una liberada energía. Él había cambiado de humor entre 1967 y 1968, sin aceptar las recetas freudianas de Penny para mejorar, pero sin encontrar ninguna alternativa tampoco. ¿No resulta un poco obvio mostrarse tan hostil al análisis?, había dicho ella en una ocasión, y él se había dado cuenta de que era cierto; tenía la sensación de que el resonante lenguaje mecánico era una traición, una trampa.
La psicología se había modelado a sí misma a partir de las ciencias duras, con la física como principal ejemplo. Pero había tomado su ejemplo del viejo reloj newtoniano. Para la física moderna no existía un mundo tictaqueante independiente del observador, ningún mecanismo intocado, ningún medio de describir un sistema sin verse involucrado en él. Su intuición le decía que ningún análisis exterior de este tipo podía captar lo que rozaba y chirriaba entre ellos dos. Y así, en los últimos días de 1968, su núcleo personal se había fisionado, y un año más tarde había conocido a Marsha Gould del Bronx, Marsha, bajita y morena, y algún inevitable paradigma se había aposentado de su hogar. Recordando ahora los acontecimientos, viéndola envuelta en ámbar, sonrió mientras Marsha irradiaba a su lado.
Las ventanas de la parte occidental del gran salón dejaban pasar una luz cobriza. Las luminarias de las fundaciones estaban llegando, como siempre, tarde. Gordon hizo inclinaciones de cabeza, estrechó manos, conversó lo que se consideraba adecuado. En el grupo creciente de charla de Marsha se introdujo Ramsey, fumando un delgado cigarro. Gordon lo saludó con un guiño conspirador. Luego alguien dijo:
—Deseaba conocerle, y por ello me temo que me he colado sin permiso. —Gordon sonrió sin interés, absorto en sus propias reflexiones, y luego se dio cuenta del nombre que el mismo hombre había escrito en la tarjeta que llevaba en la solapa: Gregory Markham. Se inmovilizó, la mano suspendida en el aire. Las charlas a su alrededor parecieron esfumarse, y se oyó su propio corazón latir fuertemente. Estúpidamente, dijo:
—Yo, ah, entiendo.
—Escribí mi tesis sobre la física de los plasmas, pero he estado leyendo los artículos de Tanninger, y los de usted, por supuesto, y, bueno, creo que ahí es donde se encuentra la auténtica física. Quiero decir que hay todo un amplio abanico de consecuencias cosmológicas, ¿no cree? Tengo la impresión… —y Markham, que Gordon podía ver era tan sólo una década más joven que él, se lanzó a su exposición, desarrollando las ideas que tenía acerca del trabajo de Tanninger. Markham tenía algunas nociones interesantes acerca de las soluciones no lineales, ideas que Gordon no había oído antes. Pese a la sorpresa inicial, se dio cuenta de que estaba siguiendo las partes técnicas con interés. Podía decir que Markham había sabido enfocar bien el trabajo. El uso que hacía Tanninger del nuevo análisis de formas diferenciales exteriores había hecho que sus ideas fueran difíciles de aceptar para la generación más vieja de físicos, pero para Markham eso no representaba ningún problema; no se sentía trabado por la retorcida y más aceptada notación. Había dominado las imágenes esenciales conjuradas por el ojo mental de curvas paradójicas descendiendo con lógica elíptica al plano de la realidad física. Gordon se dio cuenta de que estaba empezando a excitarse; deseaba encontrar un lugar donde poder sentarse y tomar algunos apuntes de sus propias argumentaciones, para permitir que los impactantes símbolos matemáticos hablaran por él. Pero entonces un maestro de ceremonias con impecables guantes blancos se le acercó e interrumpió, haciendo una respetuosa pero firme inclinación de cabeza y diciendo:
—Doctor Bernstein, señora Bernstein, se requiere su presencia ahora. —Markham se alzó de hombros y sonrió con un lado de la boca, y en lo que pareció un instante había desaparecido por entre la gente. Gordon se dominó y tomó a Marsha del brazo. El camarero les abrió camino. Gordon sintió un impulso de llamar a Markham en voz alta, encontrarle, pedirle que cenara con él aquella noche, no dejar que se le escapara. Pero algo lo contuvo. Se preguntó si aquel acontecimiento, aquel encuentro fortuito, podía haber sido el elemento que había desencadenado las paradojas… pero no, aquello no tenía sentido, la ruptura se había producido en 1963, por supuesto, sí. Aquel Markham no era el hombre que calcularía y argumentaría en aquel distante Cambridge. El Markham que acababa de ver no moriría en un accidente de avión. El futuro sería distinto.
Una expresión desconcertada aleteó en su rostro, y avanzó rígidamente.
Fueron presentados al secretario para la Salud, Educación y Bienestar, un hombre con una larga nariz y una boca puntiaguda de finos labios, formando entre ambas cosas un carnoso punto de admiración. El maestro de ceremonias les condujo a todos a un pequeño ascensor privado, donde permanecieron incómodamente cercanos los unos a los otros —dentro de los límites de nuestros espacios personales, observó Gordon de forma abstracta—, y el secretario para la Salud, la Educación y el Bienestar emitió algunas pedantes observaciones, todas ellas literariamente recitadas. Gordon recordó que su cargo había sido siempre un cargo altamente político. La puerta del ascensor se abrió para dejar al descubierto un pasillo lleno por una multitud inmóvil. Algunos hombres le dirigieron una mirada escrutadoramente obvia y luego sus ojos volvieron a adquirir una expresión normal, mientras sus cabezas se giraban rutinariamente hacia las direcciones asignadas. Servicio de seguridad, supuso Gordon. El secretario les condujo a través de un estrecho canal hasta el interior de una amplia habitación. Una mujer bajita acudió apresuradamente, vestida como si fuera a la ópera. Parecía del tipo de las que habitualmente se llevan la mano a su collar de perlas e inspiran profundamente antes de hablar. Mientras Gordon formulaba ese pensamiento, hizo precisamente eso y dijo:
—El auditorio está ya lleno, nunca creímos que pudieran venir tantos, y tan pronto. No creo que valga la pena quedarnos aquí atrás, señor secretario, puesto que ya todo el mundo ha llegado.
El secretario avanzó. Marsha apoyó una mano en el hombro de Gordon y se empinó.
—El nudo de tu corbata está demasiado apretado. Parece como si estuvieras intentando estrangularte a ti mismo. —Aflojó el nudo con dedos diestros, lo arregló. Se mordió concentradamente el labio inferior, apretando hasta que la rojiza carne se volvió pálida bajo el lápiz labial. Él recordó la forma en que la playa se volvía blanca bajo sus pies cuando corría por ella.
—Vamos, vamos —les urgió la mujer de las perlas.
Caminaron por un espacio desnudo enlosado en mármol y bruscamente salieron a un escenario. Había gente detrás de los focos. Algunas sillas chirriaron. Otro maestro de ceremonias con los absurdos guantes blancos tomó a Marsha del brazo. Los condujo hacia el resplandor. Había tres hileras de sillas, la mayor parte de ellas ya ocupadas. Marsha se sentó en el extremo de la primera fila y Gordon ocupó el asiento contiguo. El maestro de ceremonias comprobó que Marsha se había sentado sin problemas. Gordon se dejó caer en su silla. El maestro de ceremonias desapareció. Marsha llevaba un traje adecuadamente corto, a la moda. Sus esfuerzos por tirar de él hasta más abajo de la curva de sus rodillas llamó su atención. Se sintió henchido con una agradable sensación de posesión, ante el pensamiento de que la voluptuosa curva de aquella cadera tan oculta al público era suya, podía ser suya aquella misma noche sin más esfuerzos que un simple gesto.
Entrecerró los ojos para ver más allá de la batería de focos. Una multitud de rostros se apiñaba al otro lado. Se agitaban nerviosamente —no por él, sabía—, y a su izquierda una cámara de televisión estaba clavada con ciclópeo estupor en el sillón vacante. Un ingeniero de sonido comprobaba los micrófonos.
Gordon escrutó los rostros que podía ver. ¿Estaba Markham ahí? Intentó reconocer sus rasgos. Se sintió sorprendido dándose cuenta de lo parecida que era mucha gente, pese a su alardeada individualidad, y sin embargo cuan rápidamente podía el ojo atravesar hasta más allá de las similitudes para captar los pequeños detalles que separaban los conocidos de los desconocidos. Alguien llamó su atención. Miró por entre el resplandor. No, era Shriffer. Gordon se preguntó divertido qué pensaría Saul si supiera que Markham estaba probablemente a tan sólo unos metros de distancia, un lazo inconsciente con el mundo perdido de los mensajes. Gordon nunca revelaría ahora esos distantes nombres. Aparecerían en la prensa y lo confundirían todo sin probar nada.
No sólo mantener secretas las identidades era lo que le había hecho posponer la publicación de todos sus datos. La mayoría de lo que había considerado como ruido en sus experimentos anteriores era en realidad señales indescifrables. Esos mensajes viajaban hacia atrás en el tiempo desde algún inconcebible futuro. Apenas eran absorbidos por la muy baja densidad de distribución de la materia en el universo. Pero a medida que viajaban hacia atrás, lo que para los hombres era un universo en expansión aparecía para los taquiones como un universo en contracción. Las galaxias se juntaban, acercándose las unas a las otras en un volumen que se contraía cada vez más. Aquella materia más densa absorbía mejor los taquiones. Mientras iban hacia atrás en lo que para ellos era un universo en implosión, un número creciente de los taquiones era absorbido. Finalmente, en el último instante antes de que se comprimiera en un punto, el universo absorbía todos los taquiones de cada punto de su propio futuro. Las mediciones de Gordon del flujo de taquiones, integrados hacia atrás en el tiempo, mostraban que la energía absorbida de los taquiones era suficiente como para calentar la comprimida masa. Esta energía era el combustible para la expansión universal. De modo que a los ojos de los hombres, el universo estallaba a partir de un simple punto debido a lo que ocurriría, no a lo que había ocurrido. Origen y destino se interconectaban. La serpiente se mordía la cola.