Al anochecer estaba trabajando en la mesa de la cocina cuando oí entrar el coche de Lucy en el garaje y me levanté para recibirla. Venía vestida con un chándal azul marino y una de mis chaquetas de esquí, y llevaba una bolsa de gimnasia.
—Estoy sucia—dijo, y se desasió del abrazo, pero no antes de que yo oliera humo de pólvora en sus cabellos. Bajé la' mirada hacia sus manos y en la derecha vi suficientes residuos de disparos como para hacer entrar en éxtasis a un analista de pruebas policiales.
—¡Caray! —exclamé, mientras Lucy empezaba a alejarse—. ¿Dónde está?
—Dónde está qué? —preguntó con expresión inocente.
—La pistola.
De mala gana, sacó la Smith & Wesson de un bolsillo de la chaqueta.
—No sabía que tuvieras permiso para llevar un arma oculta —comenté, y cogí la pistola para comprobar que estuviera descargada.
—No necesito permiso para llevar la pistola oculta dentro de mi propia casa. Y antes la llevaba en el asiento del coche, bien a la vista.
—Eso es correcto, pero lo que has hecho no está bien —dije en voz baja—. Ven conmigo.
Me siguió hasta la mesa de la cocina sin decir palabra y nos sentamos las dos.
—Dijiste que ibas a Westwood a hacer ejercicio —señalé.
—Ya sé lo que dije.
—¿Dónde has estado, Lucy?
—En el club de tiro que hay en la autopista de Midlothian. Son unas instalaciones cubiertas.
—Ya sé cómo es. ¿Cuántas veces lo has hecho?
—Cuatro —Me miró a los ojos.
—Santo Dios, Lucy.
—Bueno, ¿y qué quieres que haga? Pete ya no me lleva.
—En estos momentos, el teniente Marino está muy, muy ocupado —le expliqué, y mi voz sonó de un modo tan condescendiente que me resultó embarazoso—. Ya sabes qué problemas hay —añadí.
—Sí, claro que lo sé. En estos momentos, tiene que mantenerse alejado. Y si se mantiene alejado de ti, se mantiene alejado de mí. Así que se dedica a patear las calles porque anda suelto un psicópata que va matando gente como tu supervisora de la morgue y el alcaide de la cárcel. Por lo menos Pete sabe cuidar de sí mismo. ¿Y yo? Sólo he recibido una asquerosa lección de tiro. Vaya, muchísimas gracias. Es como darme una lección de tenis e inscribirme en el torneo de Wimbledon.
—Estás exagerando.
—No. El problema es que tú no le das suficiente importancia.
—Lucy…
—¿Cómo te sentirías si te dijera que cada vez que vengo a visitarte no puedo dejar de pensar en aquella noche?
Supe exactamente a qué noche se refería, aunque a lo largo de los años nos las habíamos arreglado para seguir adelante como si no hubiera sucedido nada.
—No me sentiría bien, desde luego, si supiera que te alteras por cualquier cosa que tiene que ver conmigo.
—¿Cualquier cosa? ¿Lo que ocurrió sólo fue cualquier cosa?
—No, claro.
—A veces me despierto por la noche porque sueño que se dispara una pistola. Luego me quedo escuchando el silencio insoportable y vuelvo a sentirme como cuando estaba allí acostada, mirando la oscuridad. Tenía tanto miedo que no podía moverme, y me oriné en la cama. Y había sirenas y luces rojas y los vecinos salían a la puerta y miraban por las ventanas. Y tú no me dejaste mirar cuando se lo llevaron ni me dejaste subir. Ojalá hubiera podido verlo, porque imaginarlo ha sido peor.
—Ese hombre está muerto, Lucy. Ya no puede hacer daño a nadie.
—Hay otros igual de malos, quizá peores que él.
—No voy a negar que los haya.
—¿Y qué haces tú al respecto, entonces?
—Me paso todos los momentos en que estoy despierta recogiendo los pedazos de las vidas destruidas por la gente mala. ¿Qué más quieres que haga?
—Si permites que te ocurra algo, te prometo que te odiaré —dijo mi sobrina.
—Si me ocurre algo, supongo que no me importará quién me odie. Pero no me gustaría que odiaras a nadie, por el efecto que eso tendría en ti.
—Bueno, pues te odiaré. Te lo juro.
—Quiero que me prometas, Lucy, que no volverás a decirme mentiras nunca.
No dijo ni una palabra.
—No quiero que tengas nunca la impresión de que debes ocultarme algo —añadí.
—Si te hubiera dicho que quería ir a tirar, ¿me habrías dejado?
—No sin ir acompañada por el teniente Marino o por mí.
—Tía Kay, ¿y si Pete no puede atraparlo?
—El teniente Marino no es la única persona que interviene en el caso —le expliqué, sin responder a su pregunta porque no sabía cómo responderla.
—Bueno, lo siento por Pete.
—¿Por qué?
—Tiene que detener a esa persona y ni siquiera puede hablar contigo.
—Se toma las cosas como vienen, Lucy. Es un profesional.
—No es eso lo que dice Michele.
La miré de soslayo.
—He hablado con ella esta mañana. Dice que Pete fue la otra noche a su casa para hablar con su padre. Me ha dicho que Pete tenía un aspecto horrible, con la cara tan roja como un camión de bomberos, y que estaba de un humor pésimo. El señor Wesley intentó convencerlo para que fuera a ver al médico o se tomara unos días de descanso, pero no hubo manera.
Me sentí desdichada. Hubiera querido llamar a Marino de inmediato, pero sabía que no era prudente. Cambié de tema.
—¿De qué más habéis estado hablando Michele y tú? ¿Alguna novedad en los ordenadores de la policía estatal?
—Nada útil. Hemos intentado todo lo que se nos ha ocurrido para averiguar a quién correspondía el número SID que se cambió por el de Waddell, pero hace mucho que todos los registros borrados fueron sobrescritos en el disco duro. Y quienquiera que sea el autor de la manipulación, fue lo bastante hábil para hacer un copia de seguridad completa inmediatamente después de alterar los datos, lo cual quiere decir que no podemos comprobar los números SID en una versión anterior del CCRE para ver qué sale. Por lo general, se suele conservar al menos una copia de seguridad con dos o tres meses de antigüedad. Pero en este caso, no.
—Según eso, se diría que lo hizo alguien de dentro —Pensé en lo natural que me resultaba estar en casa con Lucy. Ya no era una invitada ni una niña irascible—. Hemos de llamar a tu madre y a la abuela —añadí.
—¿Tiene que ser esta noche?
—No. Pero hemos de hablar de tu vuelta a Miami.
—Las clases no empiezan hasta el día siete, y si falto unos días no pasa nada.
—Los estudios son muy importantes.
—También son muy fáciles.
—En tal caso, debes hacer algo por tu cuenta que te obligue a esforzarte más.
—Si me salto unas clases tendré que esforzarme más —observó.
A la mañana siguiente llamé a Rose a las ocho y media, porque sabía que mesa hora estaría celebrándose una reunión del personal y, por tanto, Ben Stevens estaría ocupado y no se enteraría de que yo había llamado.
—¿Cómo van las cosas? —le pregunté a mi secretaria.
—Fatal. El doctor Wyatt no ha podido venir de la oficina de Roanoke porque hay nieve en las montañas y las carreteras están muy mal. Así que ayer Fielding tuvo que atender cuatro casos sin ayuda de nadie. Además, tenía que declarar en un juicio y luego lo llamaron al escenario de un crimen. ¿Ha hablado con él?
—Nos ponemos en contacto cuando el pobre tiene un minuto para hablar por teléfono. Creo que sería bueno localizar a nuestros antiguos compañeros y ver si hay alguno que pueda venir un rato para ayudarnos a salir adelante. Jansen trabaja como patólogo en Charlottesville. ¿Por qué no intentas comunicarte con él y le pides que me llame por teléfono?
—Desde luego. Es una gran idea.
—Háblame de Stevens —le pedí.
—No se le ve mucho por aquí. Y firma las salidas de una manera tan vaga y abreviada que nunca se sabe adónde ha ido. Sospecho que está buscando otro empleo.
—Recuérdale que no me pida ninguna recomendación.
—Preferiría que le diera una magnífica, a ver si así alguien nos lo quitaba de encima.
—Necesito que llames al laboratorio de ADN y le pidas un favor a Donna. Supongo que debe de tener una solicitud de laboratorio para el análisis del tejido fetal del caso de Susan.
Rose permaneció en silencio. Me di cuenta de que se sentía afectada.
—Perdona que hable de esto —dije con suavidad. Ella respiró hondo.
—¿Cuándo solicitó el análisis?
—De hecho, fue el doctor Wright quien cursó la petición, puesto que hizo él la autopsia. Supongo que debe de tener su copia de la solicitud en la oficina de Norfolk, junto con el expediente del caso.
—¿No quiere que llame a Norfolk y les pida que nos manden una copia?
—No. Esto no puede esperar, y no quiero que nadie sepa que he pedido una copia. Quiero que parezca que se nos ha enviado inadvertidamente una copia. Por eso quiero que hables directamente con Donna. Pídele que prepare la solicitud inmediatamente, y ve tú en persona a recogerla.
—¿Y luego qué?
—Luego la pones en la bandeja donde se dejan todos los informes y solicitudes de laboratorio para su clasificación.
—¿Está usted segura de lo que me pide?
—Absolutamente —respondí.
Después de colgar, cogí una guía telefónica y estaba hojeándola cuando entró Lucy en la cocina. Iba descalza y todavía llevaba puesto el chándal con que había dormido. Me dio los buenos días con voz soñolienta y empezó a hurgar en el frigorífico mientras yo recorría con el dedo una columna de nombres. Había unos cuarenta abonados con el apellido de Grimes, pero ninguna Helen. Claro que cuando Marino había mencionado a Helen la Bárbara estaba en plan sarcástico. Quizá no se llamaba Helen en absoluto. Advertí que había tres Grimes con una H inicial; dos como primer nombre y una como segundo.
—¿Qué haces? —quiso saber Lucy, mientras depositaba un vaso de zumo de naranja sobre la mesa y apartaba una silla.
—Estoy intentando localizar a una persona —respondí, y descolgué el teléfono.
No tuve suerte con ninguno de los Grimes a los que llamé.
—A lo mejor se ha casado —sugirió Lucy.
—No lo creo —Llamé a Información y pedí el número de la nueva cárcel de Greensville.
—¿Por qué no lo crees?
—Intuición —Marqué el número que me habían dado—. Estoy intentando localizar a Helen Grimes —le dije a la mujer que contestó.
—¿Se refiere usted a una interna?
—No. A una de las guardias.
—Espere un momento, por favor.
Me pasaron a otra extensión.
—Watkins —masculló una voz masculina.
—Helen Grimes, por favor—dije.
—¿Quién?
—La funcionaria Helen Grimes.
—Ah. Ya no trabaja aquí.
—¿Podría decirme dónde puedo encontrarla, señor Watkins? Es muy importante.
—Un momento —El teléfono chocó contra madera. De fondo se oía cantar a Randy Travis.
Al cabo de unos instantes, regresó el hombre.
—No nos está permitido dar información de esta manera, señora.
—Me parece muy bien, señor Watkins. Si me da su nombre completo, le enviaré todo esto a usted y usted mismo se lo manda.
Una pausa.
—¿Qué es «todo esto»?
—El pedido que nos hizo. Llamaba para ver si quería que se lo enviáramos por correo normal o por vía aérea.
—¿Qué pedido? —No parecía muy contento.
—Las enciclopedias que solicitó. Son seis cajas de ocho kilos cada una.
—Oiga, aquí no puede mandar ninguna enciclopedia.
—¿Y qué debo hacer con ellas, señor Watkins? La cliente ya hizo un pago a cuenta, y la dirección comercial que nos dio es la suya.
—Yaaaa. Un momento.
Oí crujir papeles, y luego el tableteo de unas teclas.
—Mire —dijo el hombre—, todo lo que puedo hacer es darle el número de un apartado de correos. Envíelo todo allí. A mí no me envíe nada.
Me dio la dirección y colgó bruscamente. La oficina de correos en la que Helen Grimes recibía su correspondencia estaba en el condado de Goochland. A continuación, llamé a un alguacil del juzgado de Goochland con el que estaba en buenos términos. En menos de una hora me dio la dirección de Helen Grimes que figuraba en los archivos del juzgado, pero su número de teléfono no aparecía en el listín. A las once de la mañana, recogí la cartera y el abrigo y me encontré a Lucy en mi estudio.
—Tengo que salir por unas cuantas horas —le anuncié.
—Le has dicho una gran mentira a la persona con la que hablabas por teléfono —Tenía la vista fija en la pantalla del ordenador—. No tienes que entregar ninguna enciclopedia a nadie.
—Tienes toda la razón. Le he dicho una mentira.
—Así que a veces es correcto mentir y a veces no.
—En realidad, nunca es correcto, Lucy.
La dejé sentada en mi silla, entre parpadeantes luces de módem y manuales de informática abiertos y esparcidos por el escritorio y el suelo.
En la pantalla, el cursor palpitaba con rapidez. Esperé hasta encontrarme fuera de su vista antes de meterme el Ruger en la cartera.
Aunque tenía un permiso que me autorizaba a llevar un arma oculta, pocas veces lo hacía. Dejé la alarma conectada, salí de casa por el garaje y conduje en dirección oeste hasta que la calle Cary me llevó a River Road. El cielo estaba veteado en distintas tonalidades de gris. Esperaba una llamada de Nicholas en cualquier momento.
Entre los datos que le había facilitado había una bomba de relojería, y no sentía ningún deseo de escuchar lo que iba a decirme.
Helen Grimes vivía en una calle fangosa al oeste del restaurante Polo Norte, al borde de una granja. Su casa parecía un pequeño cobertizo, con unos pocos árboles en la minúscula parcela y jardineras en las ventanas con unos brotes muertos que supuse que en otro tiempo habían sido geranios. En la puerta no había ningún rótulo que anunciara quién vivía dentro, pero el viejo Chrysler aparcado junto al porche indicaba que al menos vivía alguien.
Cuando Helen Grimes abrió la puerta, su expresión me dijo que le resultaba tan ajena como mi coche alemán. Vestida con unos tejanos y una camisa de dril con los faldones sueltos, plantó las manos en sus macizas caderas y no se apartó del umbral. No parecía que le preocupase el frío ni quien yo le dije que era, y hasta que no le recordé mi visita a la penitenciaría no hubo un destello de reconocimiento en sus ojos pequeños e inquisitivos.
—¿Quién le ha dicho dónde vivo? —tenía las mejillas encendidas, y por un instante pensé que iba a pegarme.
—Su dirección está en los archivos del juzgado del condado de Goochland.