El sonriente secretario de prensa compareció casi al instante.
Al salir de las oficinas del gobernador me vi asaltada por los cuatro costados. Los flashes no cesaban de centellear ante mis ojos, y parecía que todo el mundo estaba gritando. La noticia más importante durante el resto del día y la mañana siguiente fue que el gobernador me había relevado temporalmente del cargo hasta que yo pudiera dejar limpio mi nombre. Un editorial argumentó que Norring se había portado como un caballero, y que si yo fuese una dama le ofrecería mi dimisión.
El viernes me quedé en casa delante del fuego, ocupada en la tediosa y frustrante tarea de redactar notas para uso propio en un intento de documentar todos mis movimientos durante las últimas semanas. Lamentablemente, hacia la hora en que la policía creía que Eddie había sido raptado del supermercado yo estaba en el coche, yendo de la oficina a casa. Cuando Susan fue asesinada, yo estaba sola en casa, pues Marino se había llevado a Lucy a hacer prácticas de tiro. Y también me encontraba sola la mañana en que dispararon contra Frank Donahue. No tenía ningún testigo que pudiera dar cuenta de mis actividades durante los tres asesinatos.
El motivo y el modus operandi resultarían considerablemente más difíciles de vender. Es muy infrecuente que una mujer asesine al estilo de una ejecución, y a menos que yo fuese una sádica sexual secreta, no podía tener ningún motivo en absoluto para matar a Eddie Heath.
Estaba sumida en mis reflexiones cuando me llamó Lucy.
—He dado con algo.
La encontré sentada ante el ordenador, la silla giratoria vuelta hacia un lado y los pies apoyados sobre una otomana. Tenía numerosas hojas de papel sobre el regazo, y a la derecha del teclado reposaba mi Smith & Wesson del treinta y ocho.
—¿Por qué tienes aquí el revólver? —le pregunté con cierta inquietud.
—Pete me aconsejó que disparara sin bala siempre que tuviera la oportunidad, y he estado practicando mientras pasaba mi programa por las cintas de diario.
Cogí el revólver, abrí el tambor y examiné las recámaras, para asegurarme.
—Todavía me quedan unas cuantas cintas por ver, pero creo que ya he dado con algo de lo que andamos buscando —anunció.
Sentí una oleada de optimismo y acerqué una silla para sentarme a su lado.
—La cinta del nueve de diciembre presenta tres AH interesantes.
—¿AH? —pregunté.
—Actualización de Huellas —me explicó—. Se trata de tres fichas distintas. Una fue eliminada o borrada por completo. En otra se modificó el número SID. Y luego hay una tercera ficha que corresponde a una nueva adición, creada aproximadamente a la misma hora en que las otras dos fueron modificadas o borradas. Me he conectado al CCRE y he consultado los números SID de la ficha modificada y de la recién creada. La ficha modificada corresponde a Ronnie Joe Waddell.
—¿Y la nueva?
—Es muy extraño. Su número SID no corresponde a ningún historial. Lo he marcado cinco veces, y las cinco he obtenido un mensaje de «no se encuentra ningún registro». ¿Te das cuenta de lo que significa eso?
—Sin un historial en el CCRE, no hay manera de saber quién es esta persona.
—Exacto —asintió Lucy—. En AFIS tienes las huellas de alguien y su número SID, pero no hay ningún nombre ni datos personales con los que hacerlos concordar. Y eso me hace suponer que alguien suprimió del CCRE la ficha de esa persona. En otras palabras, también han manipulado el CCRE.
—Volvamos a Ronnie Joe Waddell —le pedí—. ¿Podrías reconstruir lo que han hecho con su ficha?
—Tengo una teoría. En primer lugar, debes saber que el número SID es un identificador único y tiene un índice único, lo cual quiere decir que el sistema no te permite introducir un valor duplicado. Así, por ejemplo, si yo quisiera intercambiar nuestros números SID, antes tendría que borrar tu ficha. Luego, después de cambiar mi número SID por el tuyo, volvería a introducir tu ficha y le asignaría mi antiguo número SID.
—¿Y crees que es eso lo que ha ocurrido?
—Esta operación explicaría las AH que he encontrado en la cinta de diario del nueve de diciembre.
Cuatro días antes de la ejecución de Waddell, pensé.
—Aún hay más —prosiguió Lucy—. El dieciséis de diciembre, la ficha de Waddell fue borrada de AFIS.
—¿Cómo es posible? pregunté, desconcertada—. Hace poco más de una semana, Vander comprobó en el AFIS una huella encontrada en casa de Jennifer Deighton y obtuvo los datos de Waddell.
—AFIS se colapsó el dieciséis de diciembre a las diez cincuenta y seis de la mañana, exactamente noventa y ocho minutos después de que se hubiera borrado la ficha de Waddell —respondió Lucy—. Se restauró la base de datos con las cintas de diario, pero debes tener presente que sólo se hace una copia de respaldo una vez al día, al final de la tarde. En consecuencia, todos los cambios introducidos en la base de datos durante la mañana del dieciséis de diciembre aún no tenían copia de seguridad cuando se colapsó el sistema. Al restaurar la base de datos, se restauró la ficha de Waddell.
—¿Quieres decir que alguien estuvo manipulando el número SID de Waddell cuatro días antes de la ejecución? ¿Y que luego, tres días después de la ejecución, alguien borró su ficha de AFIS?
—Es la impresión que me da. Lo que no logro entender es por qué esa persona no borró la ficha desde un principio. ¿Por qué se tomó la molestia de cambiar el número SID, si luego había de volver para eliminar toda la ficha?
Neils Vander tuvo una respuesta sencilla a esta pregunta cuando le expuse la situación por teléfono, al cabo de unos minutos.
—No es infrecuente que las huellas de un interno se borren de AFIS después de su muerte —dijo Vander—. De hecho, el único motivo para que no borremos la ficha de un interno fallecido es que exista la posibilidad de que sus huellas aparezcan en algún caso por resolver. Pero Waddell se había pasado nueve o diez años en la cárcel; llevaba demasiado tiempo fuera de la circulación para que valiera la pena conservar sus huellas en acceso directo.
—Entonces la eliminación de su ficha el dieciséis de diciembre debió de ser rutinaria.
—Absolutamente: Pero no lo habría sido que borraran su ficha el nueve de diciembre, cuando Lucy cree que se modificó su número SID, porque entonces Waddell aún estaba vivo.
—Neils, ¿tú qué crees que significa todo esto?
—Cuando le cambias el número SID a alguien, Kay, en la práctica le has cambiado la identidad. Puede que yo detecte una muestra clara de sus huellas, pero cuando introduzca en el CCRE el número SID correspondiente no me saldrá su historial. Me saldrá el historial de otra persona o no me saldrá ninguno.
—Tienes una muestra clara encontrada en casa de Jennifer Deighton —resumí—. Introdujiste en el CCRE el número SID correspondiente y te remitió a Ronnie Joe Waddell. Sin embargo, ahora tenemos motivos para suponer que su número SID original ha sido modificado. En realidad, no sabemos quién dejó su huella en una silla del comedor, ¿verdad?
—No. Y cada vez empieza a resultar más evidente que alguien se ha tomado grandes molestias para asegurarse de que no podamos verificar la identidad de esa persona. No puedo demostrar que fuera Waddell. No puedo demostrar que no lo fuera.
Mientras él hablaba, me pasó por la cabeza una rápida sucesión de imágenes.
—Para verificar que no fue Waddell quien dejó esa huella en la silla de Jennifer Deighton, necesitaría una huella suya antigua de la que pueda estar seguro, una huella que yo sepa que de ninguna manera ha podido ser manipulada. Pero ya no sé dónde más buscarla.
Vi paneles oscuros y suelos de madera, y sangre seca del color de los granates.
—En su casa —musité.
—¿En casa de quién? —se extrañó Vander.
—En casa de Robyn Naismith —respondí.
Diez años atrás, cuando la policía examinó la casa de Robyn Naismith, no pudo acudir con láser ni Luma—Lite. Aún no se conocían los análisis de ADN. En Virginia no existía un sistema automatizado de huellas digitales, ni se disponía de ningún método informático para realzar una huella parcial ensangrentada descubierta en una pared o en cualquier otro lugar. Aunque por lo general las nuevas tecnologías no suelen aportar nada en los casos que llevan mucho tiempo cerrados, hay excepciones. Yo creía que el asesinato de Robyn Naismith podía ser una de ellas.
De poder rociar su casa con productos químicos, cabía la posibilidad de resucitar literalmente la escena. La sangre forma coágulos, rezuma, gotea, salpica, mancha y chilla en rojo brillante. Se filtra por grietas y resquicios y se oculta bajo suelos y tapicerías. Aunque puede desaparecer con el lavado y decolorarse con los años, nunca se va del todo. Como la escritura que no se veía en la hoja de papel encontrada sobre la cama de Jennifer Deighton, en las habitaciones donde Robyn Naismith había sido acosada y asesinada había sangre invisible para el ojo desnudo. Sin la ayuda de la tecnología, la policía había encontrado una huella sangrienta durante la investigación original del crimen. Quizá Waddell había dejado otras. Quizás aún seguían allí.
Neils Vander, Benton Wesley y yo salimos en dirección oeste hacia la Universidad de Richmond, una espléndida colección de edificios de estilo georgiano dispuestos en torno a un lago entre las carreteras de Three Chopt y River. Era allí donde Robyn Naismith se había graduado con honores muchos años antes, y tanto le había gustado la zona que más tarde había comprado su primer hogar a dos manzanas del campus.
La que había sido su casa, un pequeño edificio de obra vista con tejado en mansarda, se alzaba en una parcela de un cuarto de hectárea. Al verla, no me sorprendió que hubiera podido atraer a un ratero. El terreno estaba lleno de árboles, y la parte de atrás de la casa quedaba reducida a la insignificancia por tres magnolias gigantescas que impedían por completo el paso de la luz solar. Me pareció dudoso que cualquiera de los vecinos hubiera podido ver u oír nada de lo ocurrido en la residencia de Robyn Naismith, aun de haber estado en casa. La mañana en que Robyn fue asesinada, los vecinos estaban en el trabajo.
Debido a las circunstancias por las que la casa se había puesto en venta, diez años antes, su precio había sido bajo para la zona. Como pudimos comprobar, la universidad decidió comprarla para alojar a sus profesores y conservó gran parte de lo que contenía. Robyn no estaba casada y era hija única, y sus padres, que vivían en el norte de Virginia, no habían querido sus muebles. Supuse que se les haría insoportable vivir con ellos, o mirarlos siquiera. El profesor Sam Potter, un soltero que enseñaba alemán, tenía alquilada la casa a la universidad desde su adquisición.
Mientras sacábamos del maletero el material fotográfico, los frascos de productos químicos y demás accesorios, se abrió la puerta de atrás y un hombre de aspecto enfermizo nos saludó con un «buenos días» carente de entusiasmo.
—¿Necesitan que les eche una mano? —Sam Potter se apartó de los ojos un mechón de largos cabellos negros que no ocultaban su calvicie incipiente y bajó los escalones fumando un cigarrillo. Era bajo y rollizo, de caderas tan anchas como una mujer.
—Si quiere coger esta caja… —le sugirió Vander.
Potter tiró el cigarrillo al suelo y no se molestó en pisarlo. Subimos los peldaños de la puerta y lo seguimos al interior de una cocina pequeña con viejos electrodomésticos de color verde aguacate y docenas de platos sucios. Nos hizo pasar al comedor, donde había un montón de ropa por planchar sobre la mesa, y de ahí a la sala de estar, en la parte delantera de la casa. Dejé lo que transportaba y traté de no demostrar el sobresalto que me produjo reconocer el televisor conectado a un enchufe de pared, las cortinas, el sofá de piel marrón y el suelo de parquet, cubierto de arañazos y mate como el barro. Había libros y papeles esparcidos por todas partes, y Potter empezó a hablar mientras los iba recogiendo de cualquier manera.
—Como pueden ver, no siento inclinaciones domésticas —explicó con marcado acento alemán—. Voy a dejar todo esto en la mesa del comedor, de momento. Ya está —dijo a su regreso—. ¿Quieren que vaya por algo más?
Sacó un paquete de Camel del bolsillo de la camisa blanca y una carterita de cerillas de los tejanos descoloridos. Llevaba un reloj de bolsillo sujeto al pantalón por una tira de cuero y, cuando lo extrajo para echarle una ojeada antes de encender el cigarrillo, advertí una serie de cosas. Le temblaban las manos, tenía los dedos hinchados y una red de capilares rotos le cubría la nariz y los pómulos. No se había tomado la molestia de vaciar los ceniceros, pero sí había recogido las botellas y los vasos y había tenido el cuidado de sacar la basura.
—Así está bien. No hace falta que mueva nada más —respondió Wesley—. Si nosotros movemos algo, volveremos a dejarlo donde estaba.
—¿Y dicen que este producto químico que van a utilizar no estropeará nada ni es tóxico para las personas?
—No, no es peligroso. Deja un residuo granulado, como el agua salada al secarse —le expliqué—, pero intentaremos limpiarlo nosotros mismos.
—La verdad es que prefiero no estar presente mientras trabajan —añadió Potter, aspirando con nerviosismo una bocanada de humo—. ¿Podrían indicarme cuánto van a tardar, aproximadamente?
—No más de dos horas, espero —Wesley estaba contemplando la habitación, y aunque su rostro carecía por completo de expresión, me imaginé lo que estaba pensando.
Me quité el abrigo mientras Vander abría una caja de película y me quedé sin saber dónde ponerlo.
—Si terminan antes de que yo vuelva, asegúrense de que dejan la puerta bien cerrada. No hay ninguna alarma de que preocuparse —Potter salió por detrás, cruzando la cocina, y el ruido de su coche al arrancar sonó como el de un autobús diésel.
—Es una auténtica vergüenza —comentó Vander mientras sacaba de una caja dos frascos de productos químicos—. Podría ser una casa preciosa, pero por dentro no es mejor que muchas chabolas que he visto. ¿Os habéis fijado en los huevos revueltos que había en la sartén del fogón? ¿Qué más queréis hacer aquí? —Se puso en cuclillas—. No quiero hacer la mezcla hasta que estemos listos.
—Yo diría que hemos de sacar del cuarto todo lo que podamos —respondió Wesley—. ¿Tienes las fotos, Kay?
Saqué las fotografías de la escena del asesinato de Robyn Naismith.
—Os habréis dado cuenta de que nuestro amigo el profesor aún conserva los muebles de la víctima —observé.