—No sé si he de alegrarme de verlo o no —le dije al abrir la puerta.
—Vamos, no se preocupe. No he venido a detenerla, doctora.
—Pase, por favor.
—Hola, Pete—le saludó jovialmente Lucy.
—¿No tendrías que estar en la escuela o algo?
—No.
—¿Cómo? ¿Es que allá en Sudamérica os dan fiesta todo el mes de enero?
—Exactamente. Por el mal tiempo —respondió mi sobrina—. Cuando la temperatura baja de veintiún grados, se cierra todo.
Marino sonrió. Nunca lo había visto con tan mal aspecto.
A los pocos minutos, yo había encendido la chimenea de la sala y Lucy se había marchado a hacer unos recados.
—¿Qué tal le va? —pregunté.
—¿Piensa hacerme salir a fumar afuera?
Le acerqué un cenicero.
—Marino, tiene maletas debajo de los ojos, está rojo como un tomate y aquí no hace tanto calor como para que esté sudando.
—Se nota que me ha echado de menos —Se sacó un pañuelo minúsculo del bolsillo de atrás y se enjugó la frente. A continuación, encendió un cigarrillo y se quedó mirando el fuego—. Patterson se está portando como un gilipollas, doctora. Quiere acabar con usted.
—Que lo intente.
—Lo intentará, y más vale que la encuentre preparada.
—No puede acusarme de nada, Marino.
—Tiene una huella digital que apareció en un sobre encontrado en casa de Susan.
—Puedo explicarlo.
—Pero no puede demostrarlo, y luego está el as que se guarda en la manga. Y le juro que no debería decírselo, pero se lo voy a decir.
—¿Qué as en la manga?
—¿Se acuerda de Tom Lucero?
—Sé quién es —respondí—. Pero no lo conozco.
—Bien, es un chico que puede resultar muy simpático, y para ser sincero, es un poli la mar de bueno. Resulta que estuvo husmeando por el Signet Bank y habló con una de las cajeras hasta que pudo sacarle información sobre usted. De hecho, ni él tenía por qué preguntar nada ni la cajera tenía por qué contestarle, pero el caso es que le dijo que se acordaba de que había cobrado usted un cheque por una gran cantidad poco antes del día de Acción de Gracias. Según la cajera, fue un cheque por diez mil dólares.
Le dirigí una mirada pétrea.
—En realidad, no le puede reprochar nada a Lucero; sólo hace su trabajo. Pero Patterson ya sabe lo que ha de buscar cuando examine su contabilidad. Cuando la tenga ante el gran jurado especial, piensa crucificarla.
No dije ni una palabra.
—Doctora —Se echó hacia delante y me miró a los ojos—. ¿No le parece que tendría que hablar de eso?
—No.
Se levantó, se acercó a la chimenea y abrió la pantalla lo suficiente para tirar la colilla al interior.
—Mierda, doctora —dijo con voz cansina—. No quiero que la lleven a juicio.
—No debería beber café, y me consta que usted tampoco, pero me apetece algo caliente. ¿Le gusta el chocolate a la taza?
—Me quedo con el café.
Me levanté para prepararlo. Mis pensamientos zumbaban perezosamente como una mosca en otoño. Mi cólera no tenía adónde dirigirse. Hice una cafetera de descafeinado con la esperanza de que Marino no advirtiera la diferencia.
—¿Cómo tiene la presión sanguínea? —le pregunté.
—¿Quiere que le diga la verdad? Hay días que si fuera una tetera estaría hirviendo.
—No sé qué voy a hacer con usted.
Se apoyó en la repisa de la chimenea. El fuego silbaba como el viento, y el reflejo de las llamas danzaba sobre el latón.
—Para empezar —proseguí—, no debería haber venido. No quiero que tenga problemas.
—Oiga, que se joda el fiscal del Estado, el municipio, el gobernador y toda la pandilla —replicó con furia repentina.
—No podemos ceder, Marino. Alguien sabe quién es el asesino. ¿Ha hablado ya con el guardia que nos atendió en la penitenciaría? ¿El agente Roberts?
—Sí. La conversación no condujo absolutamente a nada.
—Bien, a mí no me fue mucho mejor con su amiga Helen Grimes.
—Debió de ser una experiencia muy agradable.
—¿Sabía que ya no trabaja en la cárcel?
—Que yo sepa, tampoco trabajó nunca cuando estaba allí. Helen la Bárbara era una perezosa de marca, menos cuando tenía que cachear a alguna de las invitadas; entonces se volvía diligente. A Donahue le caía bien, no me pregunte por qué. Cuando se lo cargaron, Helen fue destinada a una de las atalayas de Greensville como centinela, y de pronto le apareció un problema en la rodilla o algo así.
—Tengo la sensación de que sabe mucho más de lo que me dijo —comenté—. Sobre todo si estaba en buenas relaciones con Donahue.
Marino tomó un sorbo de café y miró hacia la puerta corrediza de cristal. La tierra estaba blanca de escarcha, y parecía que los copos de nieve caían más deprisa. Pensé en la noche nevada en que estuve en casa de Jennifer Deighton, y me vino a la mente la imagen de una mujer obesa con rulos sentada en una silla en mitad de la sala de estar. Si el asesino la había interrogado, tenía un motivo para hacerlo. ¿Qué era lo que le habían enviado a buscar?
—¿Cree que el asesino iba en busca de cartas cuando se presentó en casa de Jennifer Deighton? —le pregunté a Marino.
—Creo que buscaba algo relacionado con Waddell. Cartas, poemas. Algo que hubiera podido mandarle por correo a lo largo de los años.
—¿Cree que esa persona encontró lo que andaba buscando?
—Digámoslo así: es posible que registrara la casa, pero lo hizo con tanta finura que no podemos saberlo.
—Bien, pues yo no creo que encontrara nada —dije. Marino me contempló con escepticismo mientras encendía otro cigarrillo.
—¿Por qué lo dice?
—Por la escena. La víctima iba en camisón y con rulos. Todo parece indicar que estaba leyendo en la cama. Todo eso no es propio de alguien que espera visita.
—Hasta ahí, de acuerdo.
—Entonces llegó alguien y debió de dejarlo entrar, porque no había signos de que hubiera entrado por la fuerza ni rastros de lucha. Creo que lo que debió de ocurrir a continuación fue que esa persona le exigió que le entregara lo que andaba buscando y ella se negó. El visitante se enfada, coge una silla del comedor y la planta en medio de la sala. Obliga a la víctima a sentarse allí y empieza a torturarla. Le hace preguntas, y cada vez que ella no contesta lo que quiere saber, le aprieta más el cuello. Esto sigue así hasta que llega demasiado lejos. Entonces la saca al garaje y la mete en su coche.
—Si salía y entraba por la cocina, eso explicaría por qué al llegar encontramos la puerta abierta —conjeturó Marino.
—Es posible. En resumen, no creo que pretendiera matarla cuando lo hizo, y sospecho que después de intentar disfrazar su muerte no se entretuvo mucho rato en la casa. Quizá se asustó, o quizá dejó de interesarle la misión. Dudo de que registrara la casa, y también dudo de que encontrara algo si lo hubiera hecho.
—Nosotros no encontramos nada —rezongó Marino.
—Jennifer Deighton estaba paranoica —proseguí—. En el fax que le mandó a Grueman, decía que había un gran error en lo que estaban haciéndole a Waddell. Al parecer, me había visto en las noticias de la televisión e incluso había intentado comunicarse conmigo, pero cada vez que llamaba a mi número, colgaba inmediatamente.
—¿Piensa usted que quizá tenía papeles o algo que nos explicaría qué puñeta está pasando?
—Si los tenía —respondí—, probablemente estaba demasiado asustada para guardarlos en su casa.
—¿Y dónde podía tenerlos?
—No lo sé, pero quien podría saberlo es su ex marido. ¿No fue a pasar un par de semanas con él hacia finales de noviembre?
—Sí —Marino parecía interesado—. De hecho, sí que fue.
Por teléfono, Willie Travers tenía una voz agradable y enérgica, cuando por fin conseguí localizarlo en el complejo turístico Concha Rosada de Fort Myers Beach, en Florida.
Pero en cuanto empecé a hacerle preguntas me respondió con evasivas y sin comprometerse.
—Señor Travers, ¿qué puedo hacer para que confíe en mí? —le pregunté al fin, desesperada.
—Venga aquí.
—En estos momentos me resultaría muy difícil.
—Tendría que verla.
—¿Cómo dice?
—Es mi manera de ser. Si la veo, puedo interpretarla y sé si es usted de fiar. Jenny también era así.
—De manera que si voy a Fort Myers Beach y dejo que me «interprete», me ayudará usted.
—Según lo que capte.
Reservé dos billetes de avión para las seis cincuenta de la mañana siguiente.
Lucy y yo volaríamos a Miami. La dejaría con Dorothy en el aeropuerto y seguiría en automóvil hacia Fort Myers Beach, donde lo más posible era que me pasara la noche preguntándome si había perdido el juicio. Existía una probabilidad abrumadora de que el fanático de la salud holística que había estado casado con Jennifer Deighton resultara una absoluta pérdida de tiempo.
El sábado, cuando me levanté a las cuatro de la mañana y fui a despertar a Lucy, había parado de nevar. La escuché respirar durante unos instantes y luego la toqué con delicadeza en el hombro y susurré su nombre en la oscuridad. Lucy se revolvió y se incorporó de inmediato. En el avión, estuvo durmiendo hasta Charlotte, y luego se sumió en uno de sus enfurruñamientos insoportables hasta que llegamos a Miami.
—Preferiría ir a casa en taxi —se quejó, mirando por la ventanilla.
—No puedes ir en taxi, Lucy. Tu madre y su amigo estarán esperándote.
—Bien. Que se pasen el día dando vueltas por el aeropuerto. ¿Por qué no puedo ir contigo?
—Tú has de ir a casa y yo a Fort Myers Beach, y desde allí volveré directamente a Richmond en avión. Créeme. No lo encontrarías muy divertido.
—Estar con mamá y su último idiota tampoco va a ser divertido.
—No sabes si es un idiota. No lo conoces. ¿Por qué no le das una oportunidad?
—Ojalá mamá cogiera el sida.
—¡No digas eso, Lucy!
—Se lo merece. No comprendo cómo puede acostarse con el primer gilipollas que la invita a cenar y a ir al cine. No comprendo cómo puede ser hermana tuya.
—Baja la voz —le susurré.
—Si tanto me echara de menos, vendría a buscarme ella sola. No querría que hubiera nadie más de por medio.
—Eso no tiene por qué ser verdad —objeté—. Algún día, cuando te enamores, lo entenderás mejor.
—¿Qué te hace suponer que no me he enamorado nunca? —Me dirigió una mirada llena de furia.
—Porque si te hubieras enamorado alguna vez, sabrías que el amor saca a la superficie lo mejor y lo peor que llevamos dentro. Un día somos generosos y considerados hasta la exageración, y al siguiente no somos dignos ni de que nos fusilen. Nuestra vida se convierte en una lección de extremismos.
—Ojalá mamá se diera prisa y llegara de una vez a la menopausia.
Mediada la tarde, mientras conducía por la carretera de Tamiami entrando y saliendo de la sombra, me dediqué a remendar los agujeros que la culpa me había hecho en la conciencia. Cada vez que tenía tratos con la familia, me sentía irritada y molesta. Cada vez que me negaba a tenerlos, me sentía igual que cuando era pequeña, cuando aprendí el arte de fugarme sin marcharme de casa. En cierto sentido, tras la muerte de mi padre ocupé su lugar. Yo era la responsable que sacaba buenas notas y sabía cocinar y administrar el dinero. Yo era la que casi nunca lloraba, la que reaccionaba a la volatilidad de un hogar en vías de desintegración enfriándome y dispersándome como un vapor. En consecuencia, mi madre y mi hermana me acusaban de ser indiferente, y crecí albergando la vergüenza secreta de que lo que decían era cierto.
Llegué a Fort Myers Beach con el aire acondicionado en marcha y el parasol bajado para resguardarme los ojos del sol. El agua se unía al cielo en un continuo de azul vibrante, y las palmeras eran plumas de un verde brillante sobre troncos tan robustos como patas de avestruz. El complejo turístico Concha Rosada era del color de su nombre. Se extendía por detrás hasta la bahía de Estero, y sus balcones delanteros se abrían de par en par al golfo de México. Willie Travers vivía en una de las casitas, pero no debía verme con él hasta las ocho de la tarde. Tomé un apartamento de una sola habitación y dejé literalmente un reguero de ropa en el suelo mientras me iba arrancando las prendas de invierno y desenterraba de la bolsa unos pantalones cortos y una camiseta de tenis. En siete minutos había vuelto a cruzar la puerta y estaba en la playa.
No sé cuántos kilómetros anduve, porque perdí la noción del tiempo, y cada franja de agua y arena parecía idéntica a la anterior. Vi a los pelícanos que se bamboleaban sobre el agua engullir peces echando la cabeza hacia atrás como si bebieran bourbon, y rodeé cuidadosamente las lacias velas azules de varados galeones portugueses. Casi todas las personas con las que me crucé eran ancianas. De vez en cuando, la voz aguda de un niño se alzaba sobre el rugir de las rompientes como un trozo de papel de color arrastrado por el viento. Recogí esqueletos de erizos de mar desgastados por el oleaje y conchas blanqueadas tan finas como caramelos de menta a punto de disolverse en la boca. Pensé en Lucy y volví a echarla de menos.
Cuando las sombras cubrían casi toda la playa, regresé a mi habitación. Después de ducharme y cambiarme de ropa, subí al coche y empecé a circular por Estero Boulevard hasta que el hambre me guió como la varita de un zahorí hacia el aparcamiento de La Despensa del Patrón. Comí palometa roja y bebí vino blanco mientras el horizonte se desleía en un azul crepuscular. Al poco, las luces de las embarcaciones puntearon la oscuridad y dejé de ver el agua.
Cuando por fin encontré la casita 182, junto a la tienda de cebos y el espigón de los pescadores, hacía mucho tiempo que no me sentía tan relajada. En el momento en que Willie Travers me abrió la puerta, tuve la sensación de que éramos amigos de toda la vida.
—El primer punto en el orden del día es la restauración. Supongo que no habrá comido nada.
Sintiéndolo mucho, le dije que ya había cenado.
—Entonces no tendrá más remedio que volver a cenar.
—Me resultaría imposible.
—Antes de una hora le demostraré que está equivocada. La comida es muy ligera. Mero salteado en mantequilla y zumo de lima, con una generosa rociada de pimienta recién molida. Y tenemos un pan de siete cereales que hago yo mismo y que nunca olvidará mientras viva. Vamos a ver. Ah, sí. Ensalada de col macerada y cerveza mexicana.