Cicatrices rosadas destellaron en mi mente, y vi la imagen de dos dedos unidos a un muñón cubierto de reluciente tejido cicatricial.
—Era un taquillero de la estación Victoria de Londres. ¿Era?
—Lo era el lunes dieciocho de febrero, el día en que estalló la bomba.
Nadie me lo dijo. Aunque había estado todo el día oyendo informes sobre la explosión, no supe lo ocurrido hasta que sonó mi teléfono a las dos y cuarenta y un minutos de la madrugada del diecinueve de febrero. En Londres eran las seis cuarenta y uno de la mañana, y Mark estaba muerto desde hacía casi un día.
Cuando Benton Wesley había tratado de explicármelo estaba tan aturdida que no pude encontrarle sentido a nada de lo que me decía.
«—Eso fue ayer, lo leí ayer en la prensa. ¿Quieres decir que ha vuelto a ocurrir?
»—El atentado se produjo ayer por la mañana, durante la hora punta. Pero acabo de saber lo de Mark. Nuestro agregado legal en la embajada de Londres acaba de notificármelo.
»—¿Estás seguro? ¿Estás absolutamente seguro?
»—Dios mío, Kay, lo siento muchísimo.
»—¿Lo han identificado con certeza?
»—Con plena certeza.
»—Estás seguro. Es decir…
»—Kay. Estoy en casa. Puedo estar ahí antes de una hora.
»—No, no.
»Temblaba de pies a cabeza, pero no podía llorar. Empecé a vagar por toda la casa, gimiendo suavemente y retorciéndome las manos.»
—Pero usted no conocía a ese Charles Hale antes de que resultara herido en el atentado, doctora Scarpetta. ¿Por qué tuvo que darle diez mil dólares? —Patterson se enjugó la frente con el pañuelo.
—Su esposa y él querían hijos, pero no podían tenerlos.
—¿Y cómo llegó a enterarse de un detalle tan personal acerca de unos desconocidos?
—Me lo dijo Benton Wesley, y le sugerí que acudieran a Bourne Hall, el principal laboratorio de investigación sobre cuestiones de fertilidad humana. La fertilización in vitro no está incluida en la seguridad social.
—Pero ha dicho antes que el atentado se produjo en febrero, y no extendió usted el cheque hasta noviembre.
—El problema de los Hale no llegó a mi conocimiento hasta el pasado otoño, cuando el FBI se puso en contacto con el señor Hale para que examinara unas fotografías y por alguna razón se enteró de sus dificultades. Tiempo atrás, le había pedido a Benton que me avisara si alguna vez yo podía hacer algo por el señor Hale.
—¿Y asumió usted la responsabilidad de financiar una fertilización in vitro para unos desconocidos? preguntó Patterson como si acabara de decirle que creía en los duendes.
—Sí.
—¿Es usted una santa, doctora Scarpetta?
—No.
—Entonces, haga el favor de explicarnos sus auténticos motivos.
—Charles Hale intentó ayudar a Mark.
—¿Que intentó ayudarle? —Patterson se paseaba de un lado a otro—. ¿Intentó ayudarle a comprar un billete o a encontrar los aseos de caballeros? ¿A qué se refiere, exactamente?
—Mark permaneció consciente durante un breve tiempo, y Charles Hale yacía en el suelo a su lado, gravemente herido. Intentó quitarle los cascotes de encima. Le habló, se quitó la chaqueta y la usó para… Intentó, ah, cortar la hemorragia. Hizo todo lo que pudo. Nadie habría podido salvarle la vida, pero al menos no murió solo. Y le estoy muy agradecida por ello. Ahora habrá una vida nueva en el mundo, y me alegra haber podido hacer algo a cambio. Para mí es una ayuda. Ahora al menos hay algún sentido. No, no soy una santa. La necesidad también era mía. Al ayudar a los Hale, me ayudaba a mí misma.
La sala estaba tan silenciosa como si estuviera vacía.
La mujer de los labios pintados de rojo se inclinó un poco hacia delante para atraer la atención de Patterson.
—Supongo que Charles Hale debe de estar en Inglaterra, pero ¿no se podría mandar una citación a Benton Wesley?
—No será necesario mandar ninguna citación —respondí—. Están los dos aquí.
Cuando la portavoz le anunció a Patterson que el gran jurado especial se negaba a entablar un proceso, yo no estaba allí para verlo. Tampoco estaba presente cuando se lo dijeron a Grueman… En cuanto terminé de declarar, empecé a buscar frenéticamente a Marino.
—Lo he visto salir de los servicios hará cosa de media hora —me informó un policía uniformado al que encontré fumándose un cigarrillo junto al surtidor de agua.
—¿Puede intentar localizarlo por radio? —le solicité.
El policía se encogió de hombros, desprendió la radio portátil que llevaba al cinto y le pidió a la centralita que localizara a Marino. Marino no respondió.
Bajé las escaleras y, cuando llegué a la calle, apreté el paso. Una vez en mi coche, eché el seguro a las portezuelas y puse el motor en marcha. A continuación, cogí el teléfono y llamé a la jefatura de policía, situada justo enfrente de los tribunales. Mientras un inspector me comunicaba que Marino no estaba en el edificio, conduje hacia el aparcamiento de atrás para ver si encontraba su Ford LTD blanco. No estaba allí. Me detuve en una plaza reservada que en aquellos momentos se hallaba vacía y llamé a Neils Vander.
—¿Recuerdas el robo con fractura que hubo en Franklin? ¿Las huellas que comprobaste no hace mucho y que correspondían a Waddell? —le pregunté.
—¿El robo en que se llevaron un chaleco de plumón de eider?
—El mismo.
—Lo recuerdo.
—¿Se tomaron las huellas digitales al denunciante con fines de exclusión?
—No, yo no las recibí. Sólo las latentes encontradas en la escena.
—Gracias, Neils.
Acto seguido, llamé a la centralita.
—¿Podría decirme si el teniente Marino está de servicio? —le pregunté.
Me contestó casi de inmediato.
—Está de servicio.
—Escuche, trate de localizarlo, por favor, y pregúntele dónde está. Dígale que es la doctora Scarpetta y que es urgente.
Al cabo de un minuto, aproximadamente, volví a oír la voz del agente de la centralita.
—Está en la gasolinera municipal.
—Dígale que estoy a dos minutos de ahí y que ahora mismo salgo.
La estación de servicio utilizada por la policía de la ciudad estaba situada en un deprimente solar asfaltado rodeado por una cerca de malla metálica. El sistema era estrictamente de autoservicio. No había encargado, ni sala de reposo, ni máquinas de bebidas, y la única manera de limpiar el parabrisas era llevando uno mismo las toallas de papel y el limpia cristales. Cuando me detuve a su lado, Marino estaba metiendo la tarjeta para gasolina en la bolsa lateral de la portezuela donde la guardaba siempre. Al verme, bajó del coche y se acercó a mi ventanilla.
—Acabo de oír la noticia por la radio —No podía reprimir la sonrisa—. ¿Dónde está Grueman? Quiero estrecharle la mano.
—Lo he dejado en los tribunales con Wesley. ¿Qué ha pasado? —De pronto, me sentí aturdida.
—¿No lo sabe? preguntó con incredulidad—. Mierda, doctora. La dejan en paz, eso ha pasado. En toda mi carrera, sólo recuerdo dos ocasiones en que un gran jurado especial haya rechazado la acusación.
Respiré hondo y sacudí la cabeza.
—Supongo que debería ponerme a bailar una jiga, pero no tengo ganas.
—Seguramente yo tampoco las tendría.
—Marino, ¿cómo se llamaba el hombre que denunció que le habían robado un chaleco de plumón?
—Sullivan, Hilton Sullivan. ¿Por qué?
—Durante mi declaración, Patterson hizo la ofensiva acusación de que yo hubiera podido utilizar un revólver del Laboratorio de Armas de Fuego para asesinar a Susan. Dicho de otro modo, siempre es arriesgado usar la propia arma, porque si es examinada y se comprueba que disparó las balas hay que dar muchas explicaciones.
—¿Qué tiene eso que ver con Sullivan?
—¿Cuándo se instaló en su apartamento?
—No lo sé.
—Si yo quisiera matar a alguien con mi Ruger, sería muy astuto por mi parte acudir a la policía para denunciar que me la han robado antes de cometer ningún crimen con ella. Luego, si por la causa que sea acaban encontrándola, si me siento acosada, por ejemplo, y decido desprenderme de ella, la policía puede investigar el número de serie y descubrir que es mía, pero gracias a la denuncia que presenté yo puedo demostrar que no se hallaba en mi poder cuando fue cometido el crimen.
—¿Pretende sugerir que Sullivan presentó una denuncia falsa? ¿Que se inventó el robo?
—Sugiero que convendría tenerlo en cuenta —respondí—. Es muy casual que no tenga alarma antirrobo y que se dejara una ventana mal cerrada. Es casual que se mostrara tan grosero con la policía. Estoy segura de que se alegraron de verlo marchar, y de que no iban a tomarse la molestia adicional de registrar sus huellas digitales a fin de excluirlo como sospechoso. Y menos aún si pensamos que iba vestido de blanco y que no paraba de quejarse porque le habían llenado la casa de polvo. La cuestión es: ¿cómo, sabemos que las huellas encontradas en el apartamento de Sullivan no las dejó el propio Sullivan? Vive allí. Por fuerza la casa tenía que estar llena de huellas suyas.
—Según el AFIS correspondían a Waddell.
—Exactamente.
—De ser así, ¿por qué llamó Sullivan a la policía en respuesta a ese artículo que colamos en el periódico acerca del plumón?
—Como dijo Benton, a este tipo le encantan los juegos. Le encanta burlarse de la gente. Todo esto debe de resultarle emocionante.
—Mierda. Déjeme utilizar su teléfono.
Dio la vuelta al automóvil y se sentó a mi lado. Una llamada a Información le proporcionó el número del edificio en que vivía Sullivan. Cuando el conserje se puso al aparato, Marino le preguntó cuánto tiempo hacía que Sullivan había comprado el apartamento.
—¿De quién es, entonces? —preguntó Marino, y garrapateó algo en su libreta de notas—. ¿Qué número es y a qué calle da? De acuerdo. ¿Y el coche? Sí, si lo sabe.
Marino colgó y se volvió hacia mí.
—Por lo visto, Sullivan no es el propietario del puñetero apartamento. Pertenece a un hombre de negocios que lo tiene en alquiler, y Sullivan empezó a vivir allí en la primera semana de diciembre. Pagó el depósito el día seis, para ser exactos —Abrió la portezuela y añadió—: Y conduce una camioneta Chevy azul oscuro. Una vieja, sin ventanas.
Marino me siguió hasta la jefatura de policía y dejamos mi coche en su plaza de aparcamiento. Luego salimos de estampida por la calle Broad en dirección a Franklin.
—Esperemos que el conserje no le haya avisado —refunfuñó Marino, alzando la voz sobre el ruido del motor.
Redujo la velocidad y se detuvo ante un edificio de ladrillo de ocho pisos de altura.
—Su apartamento da a la parte de atrás —me explicó mientras miraba en derredor—. Se supone que desde allí no puede vernos —Hundió una mano debajo del asiento y sacó una pistola de nueve milímetros para complementar la 357 que llevaba en una sobaquera bajo el brazo izquierdo. Tras meterse el arma bajo el cinturón y un cargador de recambio en el bolsillo, abrió la portezuela de su lado.
—Si cree que va a haber guerra, no me molestaría esperar en el coche —comenté.
—Si hay guerra, le daré la tres cincuenta y siete y un par de cargadores rápidos, y más vale que sea tan buena tiradora como Patterson andaba diciendo. Quédese detrás de mí en todo momento —Al llegar a lo alto de los peldaños, pulsó el timbre—. Seguramente no estará en casa.
Casi en seguida se oyó girar la cerradura y se abrió la puerta. Un hombre entrado en años con pobladas cejas grises se presentó como el conserje del edificio con el que Marino había hablado por teléfono poco antes.
—¿Sabe si está en casa? —preguntó Marino.
—Ni idea.
—Subiremos a comprobarlo.
No subirán, porque está en esta misma planta —El conserje señaló hacia un lado—. Sigan ese pasillo y tomen el primero a la izquierda. Es un apartamento que hace esquina, al final de todo. Número diecisiete.
El edificio poseía un lujo sobrio pero cansado, como el de los viejos hoteles en los que ya nadie siente especiales deseos de alojarse, porque las habitaciones son demasiado pequeñas y la decoración demasiado oscura y un tanto ajada. Vi que había quemaduras de cigarrillos en la gruesa alfombra roja, y los paneles de las paredes estaban ennegrecidos por el tiempo. Un 17 en pequeñas cifras de latón señalaba el apartamento de Hilton Sullivan. No había mirilla, y cuando Marino llamó oímos rumor de pasos.
—¿Quién es? —preguntó una voz.
—Mantenimiento —respondió Marino—. Vengo a cambiar él filtro del calentador.
Se abrió la puerta, y en el instante en que vi los penetrantes ojos azules y ellos me vieron, se me cortó el aliento. Hilton Sullivan intentó cerrar de un portazo, pero Marino se lo impidió introduciendo un pie en el hueco.
—¡Échese a un lado! —me gritó Marino, sacando el revólver y apartándose todo lo posible del vano de la puerta.
Me alejé por el pasillo mientras Marino abría por completo la puerta de una patada repentina que la hizo chocar contra la pared interior. Con el revólver a punto entró en el apartamento y yo esperé fuera temiendo oír ruidos de lucha o un tiroteo.
Pasaron varios minutos. Finalmente, oí hablar a Marino por su radio portátil. Reapareció sudoroso, con la cara roja de cólera.
—Es increíble. Se largó por la ventana como un maldito conejo y no se ve ni rastro de él. Maldito hijo de puta. Su camioneta sigue ahí plantada en el aparcamiento. Ahora mismo está andando por aquí cerca. He dado la alerta a todas las unidades de la zona —Se enjugó el rostro con la manga y trató de recobrar el aliento.
—Creía que era una mujer—dije, todavía aturdida.
—¿ Eh? —Marino se me quedó mirando.
—Cuando fui a ver a Helen Grimes, estaba con ella. Se asomó un momento a la puerta mientras hablábamos en el porche. Creí que era una mujer.
—¿Sullivan estaba en casa de Helen la Bárbara? —exclamó Marino en voz alta.
—Estoy segura.
—Carajo. Eso no tiene el más mínimo sentido.
Pero empezó a cobrar sentido cuando examinamos el apartamento de Sullivan. Estaba amueblado de un modo elegante, con antigüedades y alfombras de calidad, que, según me dijo Marino que le había explicado el conserje, no pertenecían a Sullivan, sino al propietario.
Sonaba música de jazz en el dormitorio, donde encontramos la chaqueta azul de plumón de Hilton Sullivan extendida sobre la cama junto a una camisa de pana beis y unos tejanos descoloridos, pulcramente doblados. Los calcetines y las zapatillas deportivas estaban sobre la alfombra. Encima del tocador de caoba había una gorra verde y unas gafas de sol, y una camisa azul de uniforme que aún conservaba la placa con el nombre de Helen Grimes prendida sobre el bolsillo del pecho. Debajo había un sobre grande lleno de fotografías que Marino fue pasando una por una mientras yo miraba en silencio.