Ravenna no parecía impresionada por mi sagacidad.
―Tuvieron un montón de tiempo para recaudar fondos y adquirir la experiencia que requiere dirigir una organización semejante.
Yo seguía todavía mi cadena de pensamientos.
―Entonces ¿por qué, teniendo todo el poder, la organización y el dinero a su disposición no los emplearon contra los cruzados?
―No creo que sean tan ricos ni tan fuertes como pareces pensar, eso es todo lo que puedo decir. No hay ningún misterio.
La actitud de Ravenna me exasperaba. Era obvio que había allí muchas más cuestiones relacionadas con el consejo de las que creíamos, pero parecía decidida a descartar cualquier cosa que yo dijese sin escuchar nada al respecto.
Era consciente de que mis palabras no eran claras, pero estaba más seguro que nunca de que nos estaban ocultando información.
―¿Dices que estás enterada de todo sobre los métodos de trabajo del consejo?
―Por supuesto que no. Pero sé lo suficiente para no sospechar la existencia de una grandiosa conspiración.
―No se trata sólo de que haya una conspiración. ¿No puedes ver cuánto nos afecta? Ukmadorian casi desearía vernos acusados de herejía. Si el consejo es sólo lo que siempre supuse que era, lo más probable es que consigamos negociar con sus miembros. Pero si Ukmadorian cuenta con respaldo, gente que le está proporcionando armas y fondos, entonces estamos metidos en un problema mayor de lo que pensamos.
Eso, por fin, llamó su atención. Quizá ella conociese demasiado bien a Ukmadorian y estuviese acostumbrada a no pensar en él más que con irritación, como una de las «viejas chotas» del Consejo que Palatina tanto criticaba. Criticaba su inoperancia, su ineficacia, pero sin preguntarse cómo esa inoperancia había llegado a convertirse en la norma.
―Ya estoy harta de que la gente nos haga esto ―dijo Ravenna con furia―. Ukmadorian está decidido a controlarnos, pero no puede permitirse desaprovecharnos.
―No necesita hacerlo ―le recordé―. No es preciso que estemos de acuerdo. Al menos no estando Tekla cerca.
―Ukmadorian no haría eso ―sostuvo ella, pero no podría afirmar si lo creía de verdad o no.
―Esto ha dejado de ser blanco o negro. Volvemos a ser prisioneros y no sabemos con exactitud qué representa Ukmadorian. Quizá tengas razón, quizá sea sólo el consejo, el que conocemos, pero ¿qué sucedería si no fuese así?, ¿si el consejo no fuese lo que aparenta?
―Sigo sin entender qué quiere Ukmadorian ―repuso Ravenna negando con la cabeza.
―Quiere tenernos bajo su control ―respondí, y me mantuve en silencio por un minuto, perdido en mis pensamientos; luego estallé―: ¿Por qué todos detestan con tanta pasión la idea de las Tormentas? Todos piensan que no ocasionaría más que desastres.
―Incluyendo a Salderis ―me recordó Ravenna.
―Salderis tenía sus proyectos personales.
Fijé la mirada en la azul y vacía extensión del océano. No había modo de determinar adonde nos dirigíamos, pero deduje que íbamos rumbo al sur, hacia el último bastión herético.
―Ukmadorian nos está haciendo exactamente lo que según él no se le debería permitir al Dominio ―señaló Ravenna―. Las tormentas son una nueva manera de ver las cosas y, sea cual sea el motivo, las detesta; incluso pretende evitar que divulguemos la idea. ¿No es un método de acción idéntico al de la Inquisición?
―Pues el plan no representa ninguna amenaza para él.
―Pero él lo ve así.
―¿Y entonces por qué no le crea remordimientos asesinar, recurrir a alguien como Tekla?
―Es evidente que el asesinato no le trae ningún problema de conciencia.
Me estaba esforzando, intentando reunir todas las piezas y dar sentido a tantos fragmentos contradictorios de información. Había allí algo importante que se nos escapaba.
―El asesinato no es nada nuevo para Ukmadorian, si uno se pone a meditarlo. Después de todo, en la Ciudadela nos enseñaron la profesión de asesinos ―deduje con amargura―. Lo que no imaginamos es que lo emplearían, y menos contra nosotros.
―No tiene sentido ir matando inquisidores aquí y allá, por muy sanguinarios que sean ―añadió Ravenna―. No lleva a ningún resultado. Siempre se producen represalias y además sirve a los fines de propaganda del Dominio y les facilita la tarea de presentarnos como meros piratas. Quizá satisfaga al consejo, pero eso es todo.
¿Qué otra cosa podrían hacer entonces los heréticos, sin naves ni hombres? Esa guerra no podía ser ganada mediante la resistencia ni con estrategias brillantes. No era una revuelta de esclavos sacada de alguna épica ridícula en la que una banda de desastrados fugitivos echaba abajo a un poderoso imperio. Suspiré. Confundir la épica y la realidad era un mal común entre los thetianos.
―Una cosa está clara ―sostuve tras un largo silencio―. Si queremos usar las tormentas, deberemos trabajar juntos. A menos, por supuesto ―añadí bromeando sólo a medias― que desees enseñarme la magia del Viento y a cambio yo te muestre la del Agua. Si hiciésemos eso, podríamos trabajar cada uno por su cuenta.
―¿Qué acabas de decir? ―inquirió poniendo ceño, pero ahora de concentración más que de enfado.
―Podríamos enseñarnos mutuamente el tercer Elemento y entonces no necesitaríamos actuar juntos en absoluto.
En teoría sólo se precisaban dos Elementos, ya que las tormentas eran una combinación de Agua y Aire, pero los hechizos de Tuonetar que generaron las tormentas habían dejado un residuo de Sombra en la atmósfera y se precisaba, para mayor seguridad, alguna magia de dicho Elemento.
―No podemos hacer eso... ¿o sí? ―vaciló Ravenna.
En cierto sentido tenía razón. La mayor parte de la gente sólo podía emplear uno de los Elementos, pero, dado que mi Agua era innata y ella había pasado por dos ciudadelas, no éramos personas comunes. Eso mismo había afirmado Ukmadorian.
Ravenna daba vueltas por el camarote pensando en voz alta:
―Ya se ha equivocado antes en cosas como ésta; no deberíamos haber podido unir nuestras mentes en Lepidor. ¿Qué sucedería si
pudiésemos
aprender también un tercer elemento? Y de ser eso factible, ¿por qué no aprender después un cuarto Elemento y un quinto...?
Para eso tenía respuesta.
―Todos los Elementos requieren técnicas distintas. Por eso es difícil aprenderlos todos. Debes aprender a utilizar cada uno desde cero.
―Pero ¿lo harías? ―preguntó, y por un momento no dijo nada, inmersa en sus pensamientos―. Escucha, podríamos intentarlo ahora, si pudiésemos alejarnos de Tekla, escapar del alcance de su mente.
―Eso es posible. De hecho, lo logré cuando nadamos hasta la raya y empecé a bucear. Regresé por mi propia voluntad, no porque me obligase. Así que ha de existir un límite para su control.
―Si nos alejásemos de él lo suficiente, podría funcionar ―comentó con una sonrisa insegura―. Entonces es nuestro turno, porque no tiene manera de defenderse de nuestra magia. Creo que una emoción muy intensa puede funcionar en su contra, como tu extraña atracción por el mar o emociones más convencionales, como la furia.
―En cuyo caso, los magos mentales no serían de mucha utilidad contra los magos del Dominio, que están llenos de emoción, de todo ese apasionado fanatismo religioso.
―No te preocupes por ellos ―me pidió y permaneció unos momentos inmóvil. Luego se movió levemente, alzando las mangas de su túnica prestada para mostrar las cicatrices de sus hombros, las antiguas y las nuevas―. La ira funcionará después de todo esto ―añadió dejando caer las mangas otra vez.
―El único inconveniente es que, considerando que la ira eliminase el control de Tekla sobre nosotros, ¿adonde iríamos? Incluso sin la persecución del consejo y los habitantes de Tehama, el Dominio no cesa de buscar refugiados para hacerlos trabajar en proyectos de construcción imperiales. Con la apariencia que tenemos, regresaríamos en calidad de penitentes tan pronto como nos vieran.
―Podemos preocuparnos de eso más tarde. Lo principal es librarnos de Ukmadorian y de Tekla y que podamos evitar que saque de nuestras mentes todo lo que le plazca...
―No creo que esté en condiciones de hacerlo ―aventuró Ravenna a toda prisa―. Por lo menos no sin dañar seriamente la mente de sus víctimas.
Por primera vez me pregunté si eso no le habría sucedido a Ravenna, del mismo modo que le había ocurrido a Palatina cuando perdió todo recuerdo acerca de quién era y de dónde provenía.
―Por el momento ―comenté―, el que cuenta con mayor número de magos mentales es el Dominio. No creo que el Consejo tenga tantos.
Mientras decía eso oí el sonido de las llaves abriendo la puerta y me hice a un lado.
―Si los tuviésemos ―dijo Ukmadorian―, no os lo habríamos dicho.
Entró en la sala, acompañado por Tekla y otro hombre, un inescrutable sujeto originario de Qalathar cuyo porte y expresión estudiadamente inexpresiva me pusieron alerta.
―Sois demasiado peligrosos para dejaros juntos.
Ravenna le dedicó una mirada de desprecio.
―¿Te sientes más seguro ahora, con tu lacayo imperial para protegerte?
―No necesito mucho más para tratar con vosotros dos, no en este estado ―dijo con sequedad―. No tengo tiempo que perder. Sois prisioneros del consejo y debéis estar en los calabozos, no en los camarotes de huéspedes.
―Soy tu faraona ―afirmó Ravenna. No parecía demasiado impresionante con su túnica demasiado larga y los cabellos aún despeinados y enredados, pero demostraba tanto porte como debía. Sentí que me invadía un acceso de orgullo o quizá alegría al constatar que su espíritu de siempre seguía ahí―. Me debes lealtad.
Ukmadorian negó con la cabeza.
―No. Yo le debo lealtad a la fe, a la Sombra en la que he creído durante sesenta años. Es nuestra fe lo que nos permitirá atravesar esta situación, no tú. No tú ni tu corrupta magia, ni ninguna de las brujerías que hayas aprendido de Salderis.
¿Cómo podía saber Ukmadorian que Ravenna había aprendido algo de Salderis? Palatina sabía adonde habíamos ido. ¿Se lo habría dicho a él? Intenté eliminar el malestar que me producía esa idea. Palatina jamás se hubiese imaginado semejante vehemencia.
―Habéis hecho izar la bandera del Archipiélago en la Ciudadela todos los días ―insistió ella, enfrentándose a él directamente; Ravenna era una cabeza más baja, pero el rector parecía empequeñecerse a su lado―. La bandera de mi abuelo.
―Tu abuelo era un gran hombre. Ingenuo, pero grande. Murió manteniéndose fiel a Althana, colocando la herejía por encima de su propia vida.
―Como yo lo hubiera hecho. Nunca he contrariado a nuestros dioses más de lo que él lo hizo.
El rostro del rector se oscureció.
―Has utilizado los poderes que se te concedieron para crear un monstruo y ahora planeas desatarlo contra nosotros. Ésa no es una actitud propia de una faraona.
―¿Y con qué propósito? ¡Para liberarnos del Dominio! Eso es lo que importa; no mantener la pureza de nuestra fe, sino acabar con la persecución. ¿Cuántos han muerto ya? ¿Cuántos más van a morir? He jurado fidelidad para protegerlos y ya que no tengo flotas ni marinos, la magia es mi único recurso.
―La magia que yo te he enseñado, la magia que nuestros ancestros emplearon contra Tuonetar. No esa blasfemia, no poner en riesgo a todo el planeta. La última vez que se intentó algo semejante, el Paraíso quedó convertido en
esto.
Fue una advertencia de los dioses para que nadie interfiriese en su mundo. Los habitantes de Tuonetar fueron destruidos como consecuencia de sus actos. Tú y tu orgullo podrían repetir ese error y desencadenar sobre nosotros la ira de los dioses.
―¿De modo que has decidido traicionarme, sin considerar siquiera lo que yo proponga?
―El consejo ha debatido la cuestión. Has sido destituida.
Ravenna negó suavemente con la cabeza. Por la posición de los hombros y el modo en que movía los dedos, formando una garra, podía saber lo tensa que estaba, pero no pensaba intervenir, todavía no. En principio, porque ignoraba si había algo en lo que pudiera ayudar. Si él rechazaba su autoridad, rechazaría la mía con igual rapidez (y exigir el puesto de jerarca era lo último que deseaba hacer).
―El consejo carece de poder sobre mí ―insistió Ravenna.
―Son tiempos de guerra. Te has negado a ser nuestra líder. En cambio, has huido en busca de esa bruja, Salderis, y sus apostasías. No reúnes los requisitos para liderar a nadie. Ninguno de vosotros dos. Ahora el consejo gobierna el Archipiélago.
―¡No! ―gritó Ravenna―. El consejo no gobierna nada, ni siquiera el patético puñado de islas que todavía ocupáis. Nadie cree en vosotros. La mayoría de los habitantes del Archipiélago ni siquiera conoce vuestra existencia.
―Pero todos conocen la existencia del almirante Karao ―intervino Tekla, rompiendo el silencio que mantenía hasta entonces―. Como es habitual, habéis exagerado el alcance de vuestra propia importancia. De hecho, Karao es un líder probado y experimentado, mientras que tú eres apenas una mujer temperamental y bastante infantil que por el momento sólo ha demostrado su incapacidad para lograr algo por sí misma.
―¿Temperamental y bastante infantil? ―espetó Ravenna alzando la voz―. ¿No se aplicarían mejor esas palabras a un emperador que no tiene nada mejor para hacer con su poder supremo que torturar en persona a los miembros de su propia familia?
―¡Silencio! ―gritó Ukmadorian con irritación.
Ordenó avanzar a los dos hombres que lo acompañaban y, sin dudarlo un instante, me incorporé colocándome al lado de Ravenna, poniendo una mano sobre su hombro.
―¡Amordazadlos y llevadlos al calabozo!
―¡Cálmate, viejo! ―espeté con todo el desprecio del que fui capaz―. Tekla, este gusano miserable no es digno de tu lealtad. ¿Cómo puedes tolerar aceptar órdenes de una vieja chota que se pasa el día gimoteando?
Antes de que nadie pudiese moverse se oyeron sonoros pasos en el pasillo y Sagantha apareció cruzando el portal tras empujar al sujeto de Qalathari para que no se interpusiese en su camino.
―¿Qué sucede? ―inquirió el rector.
―Traición ―señaló Ravenna sin emoción.
Tekla empezó a moverse, pero el virrey lo detuvo haciéndole una señal de advertencia con la mano.
―Ukmadorian, creí que habíamos acordado dejarlos en paz.
―Dejarlos para que planeen nuevas abominaciones, quieres decir. Deberían ser encerrados por separado.
―No ―dijo Sagantha negando con la cabeza―. Te
atendrás
a lo que hemos acordado. No tienes poder para pasar por encima de mí. Los dejaremos aquí hasta que contemos con la aprobación del consejo, pero estamos operando bajo la ley imperial.