Eran unos monstruos. Habían organizado todo aquello, se habían designado a sí mismos jueces con potestad para juzgarnos. Su momento de gloria había terminado.
Inmerso en las profundas tinieblas era tan hábil como bajo el agua y ahora estaba sumergido en un océano de pura Sombra líquida. Con cada ola de mis dedos hice remolinos y tornados, corrientes y flujos de agua, y los envié por los aires en dirección a los jueces, que presa del pánico intentaban escapar. Mis ataque los sofocaban, derribándolos, ahogándolos en la oscuridad. Gritaban, pero sólo cuando todos ellos habían sido alcanzados me volví para ocuparme de los guardias que habían atacado a Ravenna.
Uno de ellos yacía ya en el suelo de la celda, vencido por Ravenna, que se veía peligrosamente pálida y malherida. Llegué junto a ella y derramé la Sombra sobre su cuerpo como si le ofreciese una bebida. Luego noté cómo Ravenna miraba a su alrededor, me dirigía una ligera sonrisa y disparaba una negra venganza contra el segundo guardia.
La sala era para entonces un pandemónium de alaridos, y recordé la figura de Tekla en la biblioteca oceanográfica de Ral Turnar, donde me había obligado a arrodillarme y suplicarle que no delatase a Ravenna ante los inquisidores. Recordé la caverna bajo los acantilados y la confesión última de mi hermano antes de morir. De nuevo me invadió la furia y envié contra Tekla tanta energía que ya no pudo siquiera gritar en su intento por recobrar el aliento.
Entonces, como si hubiese sido golpeado por una oleada de éter, Tekla cayó fulminado. Clavé la mirada en él, incapaz de comprender qué había sucedido. No le había hecho más de lo que mi hermano me había hecho a mí. Pero Tekla estaba muerto.
Miré a mi alrededor, contemplando las grises ruinas del juzgado. Ravenna se incorporó con dificultad, alejándose de los barrotes torcidos de la celda. Nadie más se movía. El lugar estaba frío y oscuro.
―Este sitio es tenebroso ―dije, inmerso aún en una increíble sensación de euforia―. Suficiente para la Sombra.
¡Luz!
Durante un segundo, apenas un segundo, la sala se vistió con la brillante luz del día, como si un relámpago la hubiese iluminado. Pero pronto desapareció y siguió funcionando mi visión de la Sombra.
Empleando esa visión como yo, Ravenna eludió el agonizante cuerpo del guardia y vino frente a mí. En su rostro había una expresión extraña.
Volví a notar la presencia del potro y me pregunté si era eso lo que la inquietaba tanto. Sacudí una mano. Irrumpieron las Sombras y se produjo un nuevo estallido.
Una masa de tablillas y sogas deshilachadas yacía en el suelo.
Todavía insatisfecho, alcé la mirada y divisé los veloces tornados y corrientes de la Sombra congregarse sobre los inmóviles jueces. Los reuní en una única masa y los absorbí lanzándolos hacia tres o cuatro sectores del salón hasta que su velocidad de giro alrededor de dichos puntos pareció no poder aumentar más.
A continuación los impulsé a través de la puerta, cazando y buscando devorar a más integrantes del consejo. Primero pagarían ellos el mal que habían hecho y luego lo haría el Dominio.
Tekla ya había pagado.
Bajé la mirada hacia su cuerpo y noté que lo rodeaba un tenue brillo azul. ¿Qué significaba aquello? Acorté el campo de la Sombra, creando una extraña zona gris en el aire a mi alrededor a medida que las sombras se volvían más delgadas. No fueron reemplazadas por ninguna luz, lo que dio como resultado un efecto fantástico y desconcertante.
El cuerpo de Tekla todavía brillaba, y, tras un instante, ese fulgor empezó a cambiar y a extenderse. Entonces, tan fugazmente como un efecto de luz, sus facciones se confundieron con las de mi hermano. El brillo azul se fundió y desapareció.
Hubo un momentáneo silencio, sólo interrumpido por un estruendo proveniente de algún sitio más allá de la sala del juzgado. Mis remolinos estaban en plena cacería, guiados por las partes de mi mente que no se habían ocupado de la matanza en la sala.
―Esa era la parte de Tekla que aún pertenecía al emperador ―señaló Ravenna―. Quizá eso fuese lo extraño de él, lo que siempre me hacía sentirme incómoda. Su alma nunca le perteneció por completo.
Me miró entonces y preguntó:
―Cathan, ¿cómo conseguiste hacer eso?
Negué con la cabeza, sintiendo que la euforia se atenuaba, siendo reemplazada por satisfacción y plenitud. Ya me había librado de la ira que llevaba acumulada en mi interior.
―No lo sé ―admití algo más tarde. Ahora podía verla casi con normalidad, como si ambos estuviésemos de pie portando blancas luces de éter que nos hacían brillar. Con una mano se apretaba un costado, donde sus costillas habían chocado contra los barrotes de la celda, pero no parecía necesitar más ayuda que yo.
―Se supone que no podías hacerlo ―sostuvo Ravenna con calma―, que no hubiese podido ningún ser humano.
―Mi hermano sí podía.
―El poder, el modo en que lo has acumulado, tiene sentido. Por fin has comprendido cómo emplearlo. Pero la luz, lo que hiciste me preocupa.
―¿Por qué? Estamos libres.
Libres en medio de una explosión de poder que nunca había creído posible. Mi intención era neutralizar los poderes de Tekla y Memnón para luego ocuparme de ellos con la magia habitual. Pero en ningún momento había empleado ninguna de las técnicas que nos enseñaron.
―No deberías haber podido hacer eso. No es parte de tus Elementos; has debido actuar a mucha profundidad. Te ruego que no vuelvas a hacerlo.
―Te lo prometo ―respondí sonriendo, aunque con la sensación de que podría haber azotado a cualquiera que estuviese a dos kilómetros a la redonda.
¿Qué duración tendría aquel extraño poder? Fijé la mirada en la oscuridad durante un minuto y decidí formar un nuevo remolino. Noté la distorsión y, tras un momento, lo deshice. Todavía no notaba ningún cambio.
―¿Vamos en busca de luz verdadera? ―sugirió ella después.
Salimos del juzgado sin volver la vista atrás, deteniéndonos sólo para recoger nuestras sandalias tras la celda. Estaba bien ir descalzos por la playa, el bosque o dentro de casa, pero no sobre esa piedra fría e irregular.
Sin saber adonde nos dirigíamos, anduvimos guiados por la visión de la Sombra hasta que dimos con una escalera. En lo alto había una ventana, y pude volver a usar mi visión normal. Nos descubrimos mirando hacia una bahía gris y cubierta de nubes, rodeada de acantilados situados tan cerca de su entrada que casi la tocaban.
Una ventana más arriba nos permitió un mejor panorama. Estaba en un pasillo a cuyos pies yacía, inconsciente contra la puerta, una mujer vestida con los colores del consejo. No la había visto antes y no tenía la menor idea de quién era. Supuse que sobreviviría, como todos contra los que había lanzado mis remolinos.
Nos encontrábamos en una fortaleza casi en el centro de la playa. Podía divisar los inmensos acantilados de un lado, pero su cima se perdía entre una capa de nubes bajas. Oímos un extraño rugido procedente de algún sitio, demasiado intenso para ser originado por las tenues olas de las aguas protegidas de la bahía.
―Quiero saber quién dirige este lugar ―dijo Ravenna mientras revisaba una sala que debió de ser alguna vez una cámara de tortura, aunque no parecía haber sido utilizada desde hacía muchos años―. ¿Qué es ese Anillo de los Ocho?
Ahora estaba furiosa, llena de una ira amarga y terrible que no me sorprendió dadas las circunstancias.
No podía asegurar si era un edificio enorme o si había sido diseñado por alguien de forma laberíntica. Parecía extenderse sin fin. Nos detuvimos en una ventana orientada hacia el interior, pero el único paisaje fueron unos cientos de kilómetros de bosque tropical y, a continuación, un acantilado escarpado cuya parte superior se perdía entre las nubes.
―Es un sitio peculiar para levantar una fortaleza ―murmuró Ravenna―. No parece que sea ningún punto estratégico...
Hizo un silencio y luego agregó:
―Me pregunto si encontraremos más ventanas.
Al fin dimos con la que ella buscaba y observé, absorto, la cascada de blancas aguas que caía desde los acantilados hasta el mar en medio de un rugido estruendoso. En su base se formaba una especie de caldero de espuma y rocío que empapaba todo por decenas de metros a la redonda.
―Las cataratas de Kavatang ―anunció, incapaz de alejar los ojos del espectáculo―. Estamos en la bahía de Kavatang, en la costa oeste de Tehama. El mar que vimos allá es el final de la costa de la Perdición.
―¿Cómo lo sabes? ¿Has estado antes aquí?
―No, pero me hablaron sobre esta región en Tehama. Antes de la guerra hubo aquí una ciudad, pero fue destruida por los thetianos cuando llegaron para acabar con Tehama. Si hubiesen hecho un trabajo mejor, yo jamás habría nacido.
―Te traicionaron ―empecé, pero ella me interrumpió.
―Y de no haber nacido, nada de esto habría sucedido. Está claro a todas luces que mi abuelo no habría sido peor de no haber tenido hijos, y si tenemos en cuenta el bien que yo le he hecho a su causa, quizá habría sido mejor que yo no existiese, fin cualquier caso, todos habrían sido más felices.
―No, no todos. Yo no habría sido más feliz. Ni Palatina, ni Persea, ni Laeas... ni mis padres.
Me brindó una tenue sonrisa.
―Gracias por decir eso, Cathan, pero habrías encontrado a alguien más a quien amar. Ahora nos han expulsado de la herejía y también sufrimos del rechazo de Tehama y del Dominio... De todos, a decir verdad.
―¿Crees que Palatina o Tanais renegarían de nosotros por lo que ha sucedido? Tanais detesta a la gente de Tehama.
―¿Dónde están? ¿Saben lo que está ocurriendo aquí? ―inquirió, y la llama que parecía haberse apagado volvió a revivir en ella―. Cathan, siempre he pensado que esta fortaleza era la de mi abuelo y que la utilizaba para ocultar gente perseguida por el Dominio. Sólo un piloto experto podría entrar en ella; es bastante segura. Pero ¿para qué la ha estado empleando el consejo? ¿Qué era ese juzgado que mantenían? Ha de haber una pista en alguna parte de este edificio.
Volvimos a ponernos en movimiento, pasando entre las puertas que había echado abajo con mis tornados. Ahora todo estaba extrañamente vacío y no vimos señales de nadie más. No oímos movimientos, voces, ni ninguna otra evidencia de que allí hubiese alguien. Empecé a temer por haber dejado a Memnón y a Ukmadorian solos en el salón del juzgado. Podrían organizar un contraataque, y no me sentía seguro de si podría volver a enfrentarme a ellos con tanta facilidad.
―¿Por qué no buscamos un buque? ―sugerí mientras pasábamos junto a lo que parecía ser la entrada del puerto submarino.
―Luego ―dijo ella distraídamente―. Si zarpa alguno, lo oiremos y tú podrás detenerlo en la bahía.
Llegamos a una puerta de hierro al final de un pasillo, en una planta superior. Había habido guardias custodiándola, pues en el suelo yacía una espada y distinguí rastros de sangre, pero ninguna señal de los hombres.
La puerta tenia una cerradura de éter, y destruirla sólo me llevó un momento. Tras la puerta había una escalera. Ascendimos con cautela y, al llegar arriba, hallamos una serie de habitaciones luminosas y ventiladas. Parecía ser la planta más alta del edificio.
Estábamos en una torre circular, ocupada en su mayor parte por una sala, que no llegaba a ser un semicírculo. Una de las puertas estaba abierta, pero no encontramos a nadie dentro. Sólo un escritorio, algunas sillas y alfombras. Nos acercamos al escritorio y Ravenna se puso a abrir sus compartimentos.
Era difícil determinar a quién había pertenecido aquella sala. De las paredes colgaban dos retratos; ambos, me percaté un poco más tarde, de personas que ya había visto.
En el lado más cercano al escritorio, un benévolo lord Orethura nos sonreía, vestido con su larga túnica azul. Había una expresión tolerante y ligeramente sorprendida en su rostro moreno, y los cabellos grises no hacían más que añadir un aire de sabiduría y cordialidad a la imagen. Había visto otros retratos suyos, algunos menos formales, pero el efecto era en general el mismo.
Ravenna se detuvo, siguió mi mirada y vino a mi lado.
―¿Comprendes ahora lo difícil que es sentirse digna de él? ―me preguntó apoyando una mano en mi hombro―. El pueblo lo adora porque hizo mucho por ellos, pero yo no he hecho otra cosa que decepcionarlos.
―Tuvo setenta años para alcanzar sus objetivos ―le recordé con suavidad―. Tú no tienes más que veinticinco.
―Y cuando haya cumplido los setenta ya no habrá Archipiélago que proteger; no si el Dominio se sale con la suya.
Alciana había dicho lo mismo tras el discurso de Sarhaddon en Tandaris, cuatro años y medio atrás. Una cruzada marcaría el final del Archipiélago, predijo en aquel momento, y parecía que toda la gloria de los tiempos de Orethura se habría perdido para siempre.
Entonces mi atención se desvió hacia el otro retrato. Me moví para verlo bien y evitar el reflejo de la luz que me impedía distinguir la figura.
Era un hombre corpulento con incipientes canas en el pelo negro que vestía un uniforme oficial de Qalathar. Si Orethura era la imagen de la sabiduría y del gobierno benevolente, el otro sujeto me recordaba al almirante Charidemus, a quien había visto fugazmente en Ral Turnar. La imagen de un oficial naval profesional y comandante de la marina.
―¿Quién es? ―pregunté a Ravenna, pero algo pareció quebrarse en su expresión.
―¡Oh, no! ―exclamó ella―. ¡No, después de todo esto... no!
―¿Tú también soñaste aquello? ―indagué con un nudo en la garganta.
―Sí. ¿También tú? ―me dijo pero no pareció esperar una respuesta.
―¿Quién es?
―Se llamaba Phirias. Era el consejero militar de mi abuelo. Consiguió sobrevivir a la cruzada y fue designado virrey. Lo conocí cuando tenía ocho años. Fue muy bueno conmigo.
Recordé la pesadilla del fuerte, nuestro sueño compartido. El oficial ordenando la muerte de los prisioneros, la vanguardia de lo que debieron ser las tropas de la cruzada hace treinta años...
El oficial era del Archipiélago. Era el retratado.
Sentí que me abandonaba el último rastro de euforia; la alegría por haber escapado al juicio y la imagen del potro se diluían como si nunca los hubiese vivido.
El más adorado de los virreyes, el comandante de Orethura. No pudimos evitar hacer la conexión: había formado parte del misterioso Anillo de los Ocho. Fuese lo que fuese, involucraba al centro mismo de la herejía, al viejo Archipiélago y a todo aquel glorioso pasado del que tanto nos habían hablado.