―Podríamos lograr que nos ofreciese una demostración ―propuso Memnón.
―¿Estás loco? ―gruñó Lausus, incorporándose a. medias de su asiento―. ¿La incitarías a demostrar su terror ante nosotros?
―En absoluto ―dijo Memnón―. Ella lo preparará y antes de que pueda comenzar dejaremos que se delate delante de todos.
―Eso sería un golpe terrible para su tía ―opinó otra mujer, una señora muy anciana―. Ravenna es su única familiar y la adora. Tras recuperarla después de tanto tiempo, quitársela de ese modo la mataría.
―Haremos lo que podamos por Beroe ―repuso Drances―, pero Tehama está primero. Ravenna no parece comprender lo vulnerables que somos aquí arriba a los cambios climáticos.
―Permítele entonces que inicie su demostración ―apuntó Lausus―. Así podremos arrestarla.
―¿Y luego? ―preguntó la anciana.
―La interrogaremos ―afirmó la mujer más joven― como corresponde. Descubriremos todo lo que podamos acerca de este cómplice suyo y después estaremos en condiciones de decidir. Quizá no sea necesario matarla; dejarla con vida sería mejor para Beroe.
―No creo que sea buena idea ―objetó Lausus―. No me gusta dejar cabos sueltos. Piensa en cuántas muertes podría causar. Tal vez ésta sea nuestra única oportunidad para detener un plan tan macabro antes de que gane mayor aprobación.
―¿Estáis de acuerdo? ¿Ya podemos votar?
El voto fue unánime. La escena volvió a cambiar. Yo ya sabía lo que seguía a continuación pero, cautivo de las imágenes internas del pasado de Memnón, no pude dejar de mirar.
Volvían a estar fuera, aunque no pude afirmar cuánto tiempo había transcurrido. Bajo un cielo negro y amenazador, Ravenna permanecía junto a Memnón y otros en la cima de un mirador de la parte alta de la ciudad, mirando los tejados y el lago a sus pies. Las aguas grises eran movidas por el viento generando olas con blancas crestas, y desde la distancia podía oírse el ominoso retumbar de los truenos. Una pequeña multitud esperaba en lo alto de la ciudad con las ropas flameando con el viento.
Ravenna bajó la mirada con preocupación, recorriendo el rostro de sus acompañantes. Sus expresiones eran indescifrables, aunque noté el temor en el gesto de varios. Memnón observaba a Ravenna detenidamente mientras alzaba el rostro al cielo y empezaba a derramar su poder.
Memnón esperó sólo unos pocos segundo y luego se adelantó, la cogió de un brazo y la obligó a volverse hacia él.
―Esto es demasiado peligroso ―le dijo―. No deberíamos compartir el destino de nuestros aliados.
Ravenna empezó a protestar y luego miró a Memnón con más cuidado. Noté su repentina comprensión de la situación, su espantosa decepción al constatar que Memnón la había traicionado.
El mago mental miró más allá, hacia el parapeto en dirección al cual había partido la multitud para abrir paso a un destacamento de hombres con jaguares.
Por un instante ella vaciló, pero entonces uno de los jaguares rugió, delatando la presencia de los cazadores. Antes de que Memnón pudiese reaccionar, Ravenna le clavó un codo en el estómago, empujándolo contra el parapeto.
Como yo veía la escena a través de los ojos de Memnón, me perdí los segundos siguientes. A éste le llevó unos instantes recobrar el aliento y entonces se apresuró a descender para unirse a los cazadores. Los jaguares llevaban la delantera, destrozando la maleza. No les llevó mucho tiempo echarse sobre Ravenna, y Memnón la alcanzó justo detrás del primer cazador, seguido a pocos pasos por su padre. Uno de los jaguares la había sujetado con las garras, mientras que otro le aferraba un tobillo con las fauces. La parte inferior de su pierna estaba bañada en sangre.
―¡Qué desilusión! ―exclamó Drances.
Entonces la situación volvió a cambiar, al parecer a un momento posterior. Drances llevaba ropa diferente y la herida del pie de Ravenna había empezado a sanar. Era otra escena que yo recordaba: ella estaba encadenada a la mesa de piedra mientras Memnón merodeaba poniendo su mente a prueba.
Era penoso de contemplar, la mente de Ravenna intentando mantener el control y preservar su privacidad mientras el impiadoso mago mental la acosaba en busca de cualquier información que poseyese. Oí a Drances afirmar que el asunto estaba demostrando resultar mucho más difícil de lo que habían esperado, pero poco a poco, sin ser ya dueña de su cuerpo ni de su mente, iba revelando todos sus secretos.
Sólo cuatro días más tarde, que resultaron agotadores tanto para la cautiva como para el interrogador, Memnón logró que revelara la ubicación del
Aeón,
consiguiendo así la satisfacción de su padre. Ambos la dejaron semiconsciente sobre la mesa y subieron a la planta superior para informar a los demás tribunos.
―¿Qué hacemos? ―indagó la anciana―. Sus amigos saben también dónde está, como Cathan.
―Y no son los únicos ―añadió Drances―. Podría haber otros que fuesen por su cuenta.
―¿Nos ayudaría el Dominio? ―preguntó Lausus.
―El Dominio es el único que puede hacerlo. Podríamos intentar encontrar a todas esas personas y encargarnos de ellas, pero llevaría demasiado tiempo. El Dominio tiene más recursos, por mucho que me disguste la idea de solicitar su colaboración. Por cierto que no estamos obligados a seguir con él para siempre.
―Podríamos entregarles a Ravenna ―sugirió la otra mujer―. Quizá la mataran, pero nuestras manos seguirían limpias. Que hagan con ella lo que les plazca. Estuvo a punto de destruirnos. ¿Se merece algo mejor?
Nuevamente el voto fue unánime.
Las imágenes se desvanecieron y volví a hallarme en el juzgado. La cabeza me dolía como si alguien hubiera estado machacándomela sin pausa con un martillo. Aún acurrucado de forma miserable en un rincón de la celda, repitiendo en mi mente todo lo que la había sucedido a Ravenna en Tehama, no alcé siquiera la mirada cuando el sujeto encapuchado situado en el centro volvió a hablar.
―Gracias por tu testimonio, Memnón. ¿Podría ahora solicitar que el otro prisionero sea interrogado de forma similar?
―Llevaría demasiado tiempo ―objetó Tekla.
―Necesitamos saber si se ha hecho más daño.
Se referían a mí. Querían violar mi mente como habían hecho con Ravenna.
―Muéstranos sus recuerdos sobre lo que hizo la tormenta en su ciudad, Lepidor ―pidió Ukmadorian en su primera intervención―. Si es que los relatos que he escuchado son veraces, resultaría aleccionador y demostraría cuánto daño puede hacer.
―Os lo ruego ―suplicó Ravenna con voz estrangulada e incorporándose un poco―. Permitid que os lo digamos nosotros. Yo no le haría eso a nadie.
―Tus opiniones no cuentan en este juzgado ―señaló el hombre que presidía la sesión.
―No ―opinó uno de los otros, otra voz conocida―. Todo lo que precisamos es una confesión. Si el relato de Cathan no basta, podremos aplicarle otros métodos que lo vuelvan más manipulable.
―Siempre hemos empleado magos mentales para obtener confesiones.
¿Siempre?
¿ Desde hacía cuánto tiempo?
―Estoy de acuerdo ―señaló Tekla de modo inesperado―. Cathan posee demasiada sangre de los Elementos. Es capaz de matar al mago mental que participe incluso sin proponérselo. Es demasiado peligroso, y los otros métodos serán igual de útiles.
―Muy bien. Prisionero, responderás a todas las preguntas que se te formulen. Si rehúsas, serás torturado hasta que tu respuesta nos satisfaga.
Al contrario que la Inquisición, no se molestaban en emplear términos eufemísticos como «consultar». ¿Cómo podría ser que alguna vez hubiésemos estado de su lado? ¿Eran esas personas las que nos habían enseñado en la Ciudadela? ¿Las que habían instruido a nuestros amigos en otras ciudadelas? ¿Los heréticos cuyo brillante reino había sido destruido por el salvajismo de la cruzada?
―Cathan, dales lo que buscan ―rogó Ravenna―. Confía en mí.
Comenzaron las preguntas, una detrás de otra sin pausa, estructuradas para evitar que pudiese escabullirme (y sabía lo que sucedería si lo intentaba). Sabía, además, que después de eso no me quedaba ninguna esperanza, que acabaría bien muerto o en manos del Dominio otra vez. Ni siquiera podía reunir mi furia e intentar volverla contra ellos. Con dos magos mentales presentes, supongo que no lo habría conseguido.
Me obligaron a describir con todo detalle el modo en que habíamos desencadenado la tormenta en Lepidor, los efectos que Salderis había predicho en varias tormentas, e incluso me pidieron que recitara pasajes de la
Historia
relativos a lo que había hecho Tuonetar al crear las tormentas.
Mi culpabilidad ya estaba decidida, pero querían saber quién más estaba involucrado, quién más podría llegar a entenderlo. Les dije la verdad: que, aunque otros quizá conociesen nuestros planes o la localización del
Aeón,
sólo nosotros dos podíamos controlar las tormentas y habíamos recibido enseñanzas de Salderis.
―Estás intentando proteger a otros ―afirmó amenazante el interrogador.
―¡No es cierto!
―No te creemos. Te niegas a contestar. Dime ahora mismo los nombres y te ahorraremos la tortura.
―¡No hay ningún otro! ―repetí.
―Sólo podremos ayudarte si los delatas ―insistió el hombre.
―Somos los únicos. Fui convertido en penitente la noche que murió Salderis, no tuve oportunidad de instruir a nadie más.
―Habrás tenido miles de oportunidades de corromper a otros ―sostuvo―. Te hemos brindado la posibilidad de revelar sus nombres. No has querido. Nos obligas entonces a utilizar métodos menos placenteros.
―No hay nadie más. Os lo he dicho. Salderis nunca enseñó a nadie más. Somos los únicos.
¿Por que? ¿
Por qué me presionaban respecto a eso? ¿Por qué estaban tan predispuestos a emplear la tortura sólo para capturar a más personas de su propio bando?
Cuando se hizo el silencio en la sala, me encontré haciéndome la clásica pregunta de por qué todo eso me sucedía a mí. Había caído tantas veces en manos de otros... Ni siquiera el haber dado con el
Aeón
representaba ninguna diferencia.
Sabía que debía permanecer con vida. Se lo había prometido a Salderis antes de su muerte. ¡Por los Elementos! ¿Qué importancia tenía eso ahora? ¡Me inundaban tales deseos de vivir, de ser libre otra vez! Tener la oportunidad de ser un investigador Oceanográfico en algún sitio, quizá en Thetia, y pasar la vida dedicándome a la ciencia que tanto amaba. Con Ravenna, por supuesto, pero sólo si eso era lo que ella quería.
Me senté sobre el helado suelo del juzgado en penumbras, temiendo lo que estaba por sucederme y rezando por un milagro. Pero no hubo milagros. En su lugar, oí el sonido de una puerta que se abría detrás de mí. Intenté resistirme, pero los guardias me sacaron de la celda con patética facilidad y me condujeron a través de la sala contigua, una celda con forma de panal de abejas, cruzando varias puertas más y luego de regreso al juzgado, donde me depositaron nuevamente en el suelo, en el centro.
Alejado del brillo de las luces de éter, pude ver las cosas con mayor claridad: los jueces encapuchados detrás de sus bancos elevados, los telones negros y la insignia en la tela situada sobre el asiento del juez principal.
Llevaba la imagen de un olivo negro contra un sol dorado, con las balanzas de la justicia debajo. Era el emblema de lord Orethura y de la familia de Ravenna. Negué con la cabeza, intentando aclarar mis ideas. Tenía que estar equivocado.
Se produjo un golpe a mi espalda y miré alrededor, donde distinguí a otros dos hombres del consejo llevando a la sala un marco con bordes dentados y poleas. Supuse que se trataría del potro. Cuando lo colocaron, los dos hombres que me sostenían me arrastraron hasta él y me arrojaron encima. Mientras uno me amarraba los pies, el otro me tenía aferrado.
―¡Traidores! ―gritó Ravenna. Tekla, de pie a mi lado, se volvió hacia ella con gesto de desprecio, pero tras un instante noté que esa expresión desaparecía, reemplazada por una mirada de pánico.
―¡Guardias! ―aulló. El hombre que me ataba se detuvo y conseguí volverme para ver. Ravenna se había arrojado sobre él convertida en un ente de pura Sombra. Estaba creado demasiado deprisa para ser denominado hechizo, era más bien una masa de energía en estado bruto que engulló al sujeto, que lanzó un grito frenético al ser ocultado de la vista de todos.
Antes de que consiguiese atacar a Tekla, se abrió la puerta a espaldas de Ravenna y entraron apresuradamente otros dos guardias. Uno le propinó un violento golpe en el estómago, mientras otro la arrastraba afuera de la celda, arrojándola contra los barrotes donde yo había estado unos momentos antes. Se produjo un sonido escalofriante y a continuación Ravenna se desplomó en el suelo.
Ya era bastante malo cuando me lastimaban, pero no podía soportar que la atacasen a ella.
Reuní por fin la ira que necesitaba. Una furia concentrada contra todo lo que había tenido que padecer, contra el desprecio y la arrogancia de Tekla. Sin hacer magia, me volví y desequilibré al otro hombre, haciéndolo caer contra los paneles, por debajo de donde estaban los jueces.
―¿Cómo os atrevéis? ―
grité. Tekla se volvió, cogido nuevamente por sorpresa, y la contemplación de su rostro fue todo lo que necesité. Sentí como si el éter hubiese fluido dentro de mí, sólo que en lugar de sacudir cada nervio de mi cuerpo y dejarme en agonía, me cargaba tan sólo de brutal energía.
No pensé mientras lo hacía. Ni siquiera formé en mi mente el vacío que se suponía vital para crear verdadera magia. Avancé, toqué el brazo de Tekla y me dejé llevar, liberando sobre él mis más puros poderes. El rostro del mago se contorsionó y acabó derrumbándose en el suelo, gritando del mismo modo que recordaba haber gritado yo mismo cuando mi hermano me había sometido a un tratamiento similar.
Oí pasos a mis espaldas. Entonces me volví y succioné toda el agua contenida en el aire que rodeaba a Tekla, reuniéndola y disparándola contra el pecho de Memnón, que fue lanzado hacia atrás de forma todavía más violenta de lo que lo fueran antes Ravenna y el guardia.
Oí gritos aterrorizados provenientes de los bancos situados unos dos o tres metros por encima de mí. Por un momento, los ignoré y concentré más globos de agua, que arrojé hacia todas y cada una de las luces.
Que hubiese o no iluminación no representaba para mi ningún problema, pues para mí el mundo pasaba de tener una luz tenue a volverse gris. Para los demás, en cambio, la oscuridad se había apoderado de todo. Me rodeaba la Sombra.