―También lo es la otra chica ―acotó Ninurtas―. Niega que existan ocho dioses y dice que estamos al mismo nivel que el consejo.
Midian, que había perdido el interés por la conversación, se volvió de forma abrupta y les indicó a los sacri que formasen entre nosotros y los oficiales.
―¿Qué es todo esto? ―exclamó el exarca―. Explícame, Sarhaddon.
Por primera vez me pareció distinguir cierta preocupación en su rostro y sentí que volvían mis miedos. Fuera lo que fuese lo que Sarhaddon pretendía hacer conmigo, había muchas personas allí que se oponían con vehemencia a sus planes.
―Ella intentó ridiculizar el modo en que había sido capturada ―informó Sarhaddon―. En el proceso, trató de contradecirme con tanta malicia como pudo.
Midian negó con la cabeza y cuando volvió a hablar su voz sonó mucho más severa, menos campechana de lo habitual:
―Amonis, llévalos abajo e interrógalos. Averigua si eso es verdad y regresa a contármelo. No permitas que entren en contacto con nadie más. Sarhaddon, por ahora tu plan deberá esperar.
Ravenna miró al exarca.
―Demasiado tarde, Midian ―le dijo―. Todo el mundo lo sabe.
―Y averigua también si eso es cierto ―agregó Midian―. Te libero temporalmente de todas tus obligaciones para seguir las reglas del interrogatorio establecidas por el Dominio universal. Ya cumplirás luego tus penitencias.
Mientras volvían a tirar de mí, y sintiendo escalofríos que me recorrían el espinazo, me pareció ver que al exarca le temblaban las manos.
Os diré todo lo que queráis saber ―les dijo Ravenna a los dos sacri, que llevaban capas de bordes dorados. Cerraron la puerta detrás de ellos y quedamos presos en un salón mal iluminado junto a Amonis y otros dos inquisidores.
En la galería, un poco más arriba y detrás de una ventana con barrotes que apuntaba directamente a nosotros, estaban Midian, Sarhaddon, Ninurtas y dos o tres más. Todos ellos, incluyendo a los sacri, pertenecían a los rangos más altos de sus órdenes.
―Nos dirías lo que quieres que oigamos ―objetó Amonis―, y las dos cosas no son lo mismo.
Noté que Ravenna seguía destrozada por lo sucedido en las almenas, rota por la maldad de Sarhaddon y el consejo.
―Pregúntame ―concedió ella.
―Lo haré ―replicó Amonis―. Sencillamente añadiré un incentivo para que digas la verdad.
Me escogió a mí, como suponía que haría. Me quitaron la ropa y me ataron de las muñecas a una barandilla que recorría la sala por encima de la altura de la cabeza. Quedé colgado a más de medio metro del suelo. Apenas podía respirar, pero un poco después dos inquisidores empezaron a atarme pesos a los tobillos, estirándome aún más. En la lucha por sostener mi propio cuerpo y los pesos, cada inspiración me costaba enorme esfuerzo, consiguiendo apenas el aire necesario. No podía hablar; había muy poco aire en mis pulmones.
―Si respondes a nuestras preguntas de forma rápida y sincera, tu amigo sobrevivirá ―oí que decía Amonis―. Si te detienes a pensar o mientes, se le agregarán más pesos a los tobillos hasta que se asfixie. ―Miró a Ravenna sin compasión.
―No tenias por qué hacer eso ―respondió ella con voz apenas audible.
―Habla más alto ―la amonestó Amonis.
Ella repitió sus palabras. La suya era una frágil figura en un espacio abierto rodeado de inquisidores e instrumentos de tortura. Mantuve los ojos fijos en ella, sin ganas de imaginar qué otras cosas podrían hacernos a mí o a Palatina, que permanecía atada en un rincón.
Oí el sonido de una pluma escribiendo y miré hacia a la galería, donde Ninurtas estaba de pie transcribiendo el interrogatorio sobre un atril de escritura.
―Dinos tu nombre ―exigió Amonis―. Tu nombre completo.
―Raimunda Ulfhada Selessis di Tolosa.
―Y tu título y posición.
La voz de Ravenna pareció quebrarse al responder:
―Faraona de Qalathar por descendencia directa de Orethura Selessis di Tolosa.
―¿Cuál es tu edad?
―Veintiséis años. ¡Ya sabéis todo esto! ¿Por qué me lo preguntáis?
―Evitad las formalidades ―pidió Midian―. Podríamos tener que evacuar el lugar ante una eventualidad y quiero que este asunto quede resuelto para entonces.
Amonis asintió.
―Eso bastará. Muy bien, prisionera. ¿Crees en Ranthas como el único verdadero e incuestionable dios de Aquasilva, señor del más sagrado de los elementos, el Fuego?
―No.
―¿Cuál es la parte de esta verdad que niegas?
―No es una verdad, y la niego en su totalidad.
―¿Por completo? ―
dijo Amonis―. ¿Niegas que Ranthas sea el señor del Fuego?
―Sí.
―¿Y a cuál de los falsos dioses de los Elementos adoras?
Ravenna hizo una pausa.
―Más pesos ―ordenó Amonis.
Ella protestó, pero los inquisidores la ignoraron y sentí que mi cuerpo se estiraba cada vez más. El dolor de las muñecas era ya insoportable, como si las manos se estuviesen separando lentamente de los brazos. Y eso era, más o menos, lo que sucedía.
―A ninguno ―respondió Ravenna―. No adoro a ninguno.
―¿Alguna vez has adorado a alguno de ellos?
―A Tenebra de las Sombras ―admitió Ravenna.
―¿Y cuándo has dejado de seguir ese culto herético?
―No lo sé. Ha sido poco a poco.
―Ésa no es una respuesta satisfactoria. Te lo preguntaré una vez más. ¿Cuándo has dejado de seguir ese culto herético?
―Hace unas dos semanas ―precisó ella―, si es que tengo que establecer una fecha.
―¿Crees que Tenebra de las Sombras es la única diosa?
―No, y nunca lo he creído. Creía en los ocho dioses de los Elementos y adoraba a Tenebra.
Ravenna volvió a mirarme y luego se encaró a Amonis:
―¿No puedo decirlo todo de una vez para ahorrar tiempo?
―Responderás a mis preguntas ―insistió Amonis―. Si deseas ofrecer información voluntaria, se registrará, y yo proseguiré si responde a mis interrogantes. Has dicho que «creías». ¿Ya no crees que los dioses de los Elementos... existan?
―No, no lo creo ―dijo ella casi gritando―. ¡No creo en ninguno de ellos! Ni en Ranthas, ni en Tenebra, ni en Althana. Ninguno de ellos existe en realidad.
Se cruzaron miradas atónitas entre los sacerdotes de la galería y Midian pareció preocupado.
―¿Qué crees entonces?
Al recordar nuestro largo juicio en Kavatang, no dudé que este interrogatorio avanzaba mucho más rápido de lo habitual. No les sobraba tiempo y eran conscientes de ello. Pero Midian se había mostrado tan confiado sobre la inmediata destrucción de la ciudad que no podía entender a qué esperaba. ¿Por qué el interrogatorio le preocupaba tanto?
―No estoy segura ―señaló Ravenna―. Es que no creo que existan ocho Elementos.
―¿Cuántos crees que existen?
―No lo sé. Os ruego que me creáis. De saberlo, os lo diría. No son ocho porque todos son parte de una misma cosa. La que separa el Fuego, el Agua, la Tierra y todos los ciernas es una división artificial.
Incluso Amonis pareció impresionado.
―¿De modo que no crees en la existencia de Elementos individuales?
Ravenna asintió.
―¿No hay dioses individuales?
―Como quiera que sean los dioses, no son los dioses que hemos estado adorando.
―¿Niegas incluso a los falsos dioses de los Elementos?
―No existen tales Elementos ―repitió ella.
―Volvamos al origen ―ordenó Midian interrumpiendo la siguiente pregunta de Amonis―. Investiga cómo llegó a esa conclusión.
Amonis hizo una reverencia antes de proseguir:
―Prisionera, ¿por qué crees que no existen los Elementos? ¿Es acaso tu condición de mujer lo que te impide observar los reinos del Fuego, el Agua y el Aire que nos rodean? Sólo uno de ellos posee un dios, pero nadie aquí osaría negar la existencia de los otros.
―Por supuesto que existen ―sostuvo ella―, pero no como Elementos individuales. ¿Qué es el vapor? ¿Agua o Aire? ¿Qué divinidad lo gobierna?
―Los falsos Elementos son impuros por naturaleza ―afirmó Amonis―. Se mezclan, sus límites son oscuros y sus dioses han de compartir sus dominios. A eso se debe que el Fuego sea el único verdadero Elemento, y que su dios sea el único Dios auténtico.
Midian pareció aliviado, pero Sarhaddon seguía con atención las palabras de Ravenna, ignorando los comentarios de sus compañeros en el balcón. Ninurtas acabó de anotar la frase y esperó expectante.
―Yo podía utilizar la magia de dos Elementos ―continuó ella―. La Sombra y el Aire.
―Exacto ―replicó Amonis, confundido por el hecho de que ella sacase el tema a colación―. Y por eso has sido doblemente maldecida, por hacer uso de los falsos Elementos y por combinarlos.
―Todos
los elementos se combinan ―añadió Ravenna.
―No. El Fuego es único e indivisible, y está por encima de todos los demás ―insistió―. El Fuego los consume y los disuelve en la oscuridad. Y no se mezcla con ellos.
―Eso es falso ―dijo tajantemente Ravenna.
―¿Y qué prueba tienes? El monaguillo menos instruido de un buen seminario conoce las impurezas de los otros Elementos, pero no puedes mezclarlos con el Fuego.
―No va tan mal como creía ―opinó Midian, ahora recompuesto―. Descubre cómo llegó a esa conclusión.
―Sabéis bien de nuestra tormenta de magia ―empezó ella, volviéndose hacia el exarca sin esperar a que Amonis hiciese la pregunta―. Me di cuenta entonces de que la Tormenta era solo un Elemento más como podían serlo el Agua o el Aire. Pero en tal caso, ¿qué sentido tenía añadir Elementos? Existen tantos puntos en los que chocan sus poderes que sólo estaríamos volviendo a clasificar los que ya conocemos.
―Las impurezas explican esos defectos del sistema herético ―apuntó Amonis.
Me resultaba difícil concentrarme en el debate en medio del dolor que me consumía las muñecas y los pies. Mi espalda parecía ir deformándose de forma paulatina sin posibilidad de arreglo. Además, por Thetis, ¡era tan difícil respirar!
―¿A quién se le ocurrió la idea de la tormenta de magia?
―A mí ―sostuvo Ravenna.
―Estás mintiendo ―replicó Amonis sin dudarlo. Más dolor a medida que los inquisidores sumaban pesos a mis pies. Los músculos de mis hombros aullaban protestando y parecían a punto de ponerse a llorar.
―No.
―Sólo un peso más ―ordenó Amonis. Intenté quejarme, pero me faltaba el aire en los pulmones y apenas pude boquear, sintiendo que me asfixiaba.
―Se nos ocurrió a ambos ―dijo Ravenna con desesperación bajando la mirada―. O, en realidad, fue idea de Cathan, pero yo tuve tiempo de meditarla.
¿Por qué había dicho eso?
―De modo que ambos sois heresiarcas ―señaló Midian con suavidad―. Ahora sé de dónde proviene todo esto, y podemos hacerle frente.
―¿El Instituto Oceanográfico? ―indagó Amonis.
―Así es ―respondió Midian, asintiendo deliberadamente―. El Instituto Oceanográfico.
Hizo una pausa y prosiguió el interrogatorio:
―¿Quién conoce tus ideas heréticas?
―Todo el mundo. Ya lo he dicho.
―¿Cómo es posible? Has escapado de nuestro control durante menos de un mes; no te engañes a ti misma.
―No quieres escuchar ―insistió Ravenna―. Cuando has dicho que no existían impurezas, que el Fuego era un Elemento indivisible... te equivocabas.
―Como te he dicho antes, no tienes pruebas ―replicó Amonis con frialdad.
―No tengo pruebas, pero puedo emplear la magia del Fuego.
Se instaló en la sala un silencio absoluto.
―¿Esperas que creamos eso? ―protestó Amonis―. Más pesos.
―¡No! ―gritó ella―. ¡Os lo ruego, estoy diciendo la verdad! ¡Dejadlo en paz!
―Esperad.
Esta vez era Sarhaddon el que había dado la orden, en su primera intervención. Parecía más perturbado que ninguno.
―Eso es imposible ―dijo Amonis.
―Ya lo he hecho ―desafió ella―. En tres ocasiones.
―Tiene que estar mintiendo ―comentó en el balcón uno de los sacerdotes que a juzgar por su túnica era un mago―. El Fuego no puede mezclarse con los otros elementos.
―Ponla a prueba ―ordenó Midian―. Aplícale el látigo de éter al otro prisionero y veamos cuál es entonces su respuesta.
Supongo que fueron las profundas cicatrices sufridas en la costa de la Perdición las que llevaron a Ravenna a arrodillarse ante Midian y sus compañeros de la galería.
―¡Es cierto! ―aulló―. ¡Os lo suplico, no uséis el látigo!
―¡Miente! ―dijo el otro mago alzando la voz.
―¿Cómo lo sabes? ―objetó Ravenna, todavía de rodillas―. Permite que te lo demuestre.
―Quiere emplear su traicionera magia de los Elementos para matarnos ―argumentó el mago―. ¿No lo veis?
―¿Qué posibilidades tengo de hacer eso? ―dijo Ravenna.
―El
tiene razón ―aseguró Midian―. Intentas engañarnos. Amonis, creo que sabes lo que debes hacer.
Éste hizo un gesto a los sacri, que avanzaron unos pasos e inmovilizaron a Ravenna. Yo seguí con la mirada a Amonis, que cogió de un potro cercano un látigo con un grueso mango y empezó a desenrollarlo. Un momento después vi una chispa azul recorriéndolo todo.
―¿Cuántos golpes? ―le preguntó Amonis a Midian. Ileso a causa de los pesos, no pude siquiera moverme cuando el primero vino hacia mi.
―Veinte ―dijo el exarca.
Me preparé mentalmente, sabiendo que el dolor no podría ser mucho peor que el que ya sufría. Oí el roce de las ropas de Amonis, luego un alarido de Ravenna y al sacrus retrocediendo un poco.
Entonces la magia inundó el salón y distinguí el brillo del fuego en el aire, acompañado de un intenso ardor en la espalda, que se acrecentaba si intentaba combatirlo. Grité y me pareció que el aire abandonaba mis pulmones. No pude volver a respirar. No había aire suficiente. Empecé a ahogarme.
Noté que el sacrus seguía conteniendo a Ravenna, pero para entonces ya estaba asfixiándome y mi vista empeoraba con los vanos intentos por respirar.
Entonces, milagrosamente, subieron el potro. Aproveché para tomar aire, llenando los pulmones tanto como pude antes de que la tortura volviese a comenzar. Los pesos seguían en mis pies, pero al menos tenía aire suficiente para sobrevivir.
Mi visión volvió a aclararse un minuto después y el murmullo de voces se disipó. El exarca estaba de pie, gritando para calmar a un grupo de clérigos atónitos mientras uno de los sacri apoyaba el filo de su espada contra la garganta de Ravenna. Había sido su compañero el que me había levantado, aunque ignoraba quién le había dado la orden.