Yo lo sabía, pero incluso de haber podido decírselo, ya era demasiado tarde.
Pasaron los segundos y la multitud se arremolinó por más que Drances les pidiese que mantuvieran la calma. Entonces vi los destellos provenientes de la colina, justo por detrás de la ciudad, acompañados por un estridente ruido y tres monótonos golpes.
Explotaron dos casas situadas detrás de la plaza y sus escombros cayeron sobre los vecinos mientras gotas de fuego manaban de las ruinas. Un segundo más tarde, otro proyectil hacía volar en pedazos otra casa a más de una calle de distancia. Columnas de humo y polvo inundaron el aire.
Sentí que algunos magos del Consejo liberaban sus poderes mientras intentaban esquivar los escombros que caían sobre ellos. Otros permanecían inmóviles, sin terminar de creerse la masacre que los cañones de pulsaciones estaban produciendo. Un campo de éter que la cubriese habría beneficiado a la ciudad, pero Tandaris no tenía. Y de tenerlo, sus controles estarían en el templo.
―¡Destruirán nuestra ciudad! ―gritó uno de los líderes del Consejo―. ¡Debemos invadir el templo, es el único modo de detenerlos!
―¡No existe ningún modo! ―aulló Midian mientras la multitud se debatía, consciente de estar atrapada en una situación aún peor que la de sus primos de Ilthys. Es cierto que existía una retaguardia de tropas del Consejo, pero la mayor parte de sus integrantes eran ciudadanos ordinarios de Tandaris, hartos de las persecuciones del Dominio y alentados por la retórica de Drances.
Ahora pagarían la ingenuidad del Consejo.
―¡No permitiré que ningún hereje escape a su castigo! ―rugió Midian―. ¡Esta noche vuestro Consejo y vuestra herejía desaparecerán para siempre!
Más fogonazos. Quise apartar la mirada, pero mantuve los ojos fijos en la ciudad con espantada fascinación mientras caían otros tres proyectiles. Dos casas más se derrumbaron, una en una calle que conducía al ágora, y grité en silencio por la destrucción que estaban causando. Y mientras observaba, una de las casas vecinas se vino abajo arrojando una cascada de escombros y maderos sobre una de las catapultas y la gente que la llevaba. Todo quedó sumido en el caos.
Para entonces ya había aterrizado un nuevo proyectil, y nunca sabré si estuvo espléndidamente dirigido o se debió a una desgraciada casualidad, pero explotó detrás de la plataforma de los oradores, incinerando a decenas de personas en una fugaz bola de fuego. Como a cámara lenta, vi consumirse a los líderes del Consejo. Las siluetas de Drances y Arcadius cayeron hacia adelante sobre la multitud junto a trozos de mármol de la plataforma, destrozados y ennegrecidos. Vi a la gente de Tehama cayendo sobre la multitud, gente intentando escapar y luego corriendo frenéticamente al comprender lo que sucedía.
La luz de la última explosión se apagó y con ella acabaron los últimos esfuerzos de los magos del Consejo. Muchos ocupaban la plataforma de oradores, confiados en que sus poderes los protegerían.
Antes de que tuviésemos la oportunidad de recuperarnos, los campos de éter zumbaron y líneas de fuego azul salieron disparadas hacia los puntos donde se congregaban las tropas del Consejo. Eran arpones de éter, que daban a cualquiera que los tocase una terrible descarga, una descarga de tal poder que resultaba fatal en la mayoría de los casos.
Entonces bajaron el campo de éter y los arqueros thetianos se pusieron de pie disparando sus flechas rápidamente contra las tropas del Consejo, sus magos y quienquiera que estuviese delante. Al menos ellos no promovían una matanza indiscriminada, pero el daño realizado era ya bastante terrible.
Más impactos de pulsaciones, en esta ocasión contra el extremo opuesto. Erraron el tiro sobre la segunda catapulta pero destruyeron un conjunto de cinco edificios. ¡Por el amor de Thetis! ¿Cuándo se detendrían? ¿Cuándo estaría satisfecho Midian?
Los arqueros continuaron disparando, y cuando el cañón de pulsaciones volvió a ser accionado sus proyectiles dieron de lleno en el puerto, impactando presumiblemente contra las tropas del Consejo que estaban de guardia allí. No había piedad en esa masacre. Podía ver los cadáveres en el ágora, algunos quemados de forma espantosa por los efectos del cañón de pulsaciones. Había personas aún vivas que se movían intentando sacarse las flechas clavadas en el cuerpo.
Me emocioné y volví la mirada, pero sentí una mayor presión en el collar y el sacrus me ordenó:
―Mira.
Oí un grito de batalla procedente de la ciudad, a la derecha del templo, el ruido de cientos de personas gritando al unísono. Un momento después obtuvieron una respuesta en el lado izquierdo de la plaza.
―¡Aezio! ¡Aezio!
―¡Tanais! ¡Tanais!
Por encima incluso del horror de la destrucción de Tandaris, aquel instante constituiría uno de mis más claros recuerdos: dos columnas de soldados con capas azules marchando a la carrera desde el templo en dirección al ágora, protegidos por escudos y con los cascos festoneados brillando a la luz de las llamas. Un mago del Agua intentó detenerlos, pero no tardó en caer alcanzado por unas siete flechas disparadas desde el parapeto. Ya no tenían ninguna protección las restantes tropas del Consejo apostadas en la plaza, que ahora intentaban realizar un último ataque con la catapulta. Algunos lograron huir corriendo por la calle de la derecha, pero a los thetianos fuera del templo eso ya no les preocupaba.
Hacia la mitad de la columna de la derecha un delfín plateado se alzaba en su estandarte, sobre un rectángulo de tela azul que llevaba el número IX.
Por primera vez en doscientos años, la novena legión estaba combatiendo. Los thetianos que nos rodeaban, tanto en las almenas como en la propia plaza, pertenecían a la guardia imperial. Eso sólo podía significar que Eshar y sus aliados del Dominio habían planeado aquel ataque desde el principio. Y lo más probable era que ellos mismos hubiesen promovido la muerte de Eshar para alentar al Consejo, forzarlo a poner en marcha su plan y concentrar todas sus fuerzas en este único lugar, para que el Dominio pudiese acabar con ellos de una sola vez.
Por debajo del estandarte, tres oficiales con penachos blancos rodeaban a otro que sólo se diferenciaba de sus pares por su tamaño. Les sacaba a sus oficiales casi una cabeza de altura, una figura inmensa llevando una espada pesadísima como si se tratase de un juguete. Como sus hombres, cantaba al avanzar por el ágora. Yo conocía la letra, pero no la música. Era una canción que recordaba haber leído en la
Historia,
una canción que Carausius había oído entonar a sus legiones mientras marchaban hacia Aran Cthun hacía más de dos siglos. Y marchaban bajo las órdenes del mismo hombre que los conducía ahora: Tanais Lethien, el almirante del imperio.
La vanguardia de la novena legión se lanzó sobre las tropas del Consejo con una ferocidad que casi pude sentir desde donde estaba. Los thetianos mantenían una férrea formación mientras rompían el orden de las filas enemigas. Paralelamente, la otra columna avanzaba con paso algo más lento por una calle contigua para emboscar por detrás al grueso de las tropas del Consejo (consistente ya entonces en menos de un centenar de hombres).
Incluso antes de que llegasen a girar la esquina, la matanza estaba a punto de terminar. Dos magos, uno de la Tierra y el otro de la Sombra, se las habían arreglado para crear por un momento un pequeño hueco en la formación del almirante Tanais, pero habían sido abatidos por otros soldados que ocuparon el lugar de sus compañeros caídos. Yo conocía los nombres de los dos magos: Sorghena y Jashua. El último había sido uno de mis instructores en la Ciudadela.
Entonces fue aniquilada la última de las tropas del Consejo, y las columnas thetianas volvieron a establecer la formación. Una se adentró más en la ciudad, mientras que Tanais y sus hombres regresaron a la plaza, ya casi vacía. Había más legionarios en la ciudad de los que yo había visto, o al menos más soldados leales al Dominio, pues pude oír ruidos de lucha que venían de lugares lejanos.
Pero no se trataba de un auténtico combate, pues el resultado final nunca se había puesto en duda. Lo único que restaba ahora era completar la destrucción de la ciudad, algo que el Dominio no podía hacer mientras sus tropas siguiesen allí.
Con los ojos bañados en lágrimas, por fin se me permitió volver la mirada cuando el sacrus que sostenía mi collar aflojó un poco la tensión de la cuerda.
El cañón de pulsaciones había cesado el fuego y el mundo pareció afectado por una calma fantasmal tras el ruido ensordecedor del instante anterior.
Una tranquilidad suficiente para sentir a Sarhaddon acercarse y ver mi propia muerte escrita en su rostro.
―El exarca ha decidido que lo mejor es no pasarnos de listos ―le indicó al sacrus―. Sin embargo, le parece que no es demasiado diplomático ejecutarlos a la vista de todos. Llévalos abajo, a la sala de guardia, pero no los mates bajo ninguna circunstancia hasta que nosotros regresemos contigo. Después de todos los problemas que nos han ocasionado, el exarca desea darles una muerte humillante al modo haletita.
El sacrus hizo una reverencia.
―Como ordene su santidad.
No habría, por lo tanto, ninguna tregua.
«Nos veremos en Tandaris.»
Me sentía tan aturdido por lo ocurrido, por los golpes tan terribles que se sucedían uno tras otro, que no me resistí a caminar al encuentro de mi propia muerte. No me fijé en nada de lo que me rodeaba, ni siquiera sabía si los demás estaban tan conmovidos como yo. A lo lejos vi la silueta del exarca del Archipiélago mirándonos desde un extremo de la muralla.
Nunca llegamos a bajar hasta la sala de guardia, nunca tuve la oportunidad de sufrir las humillaciones que Midian deseaba. Mientras atravesábamos el patio, una figura se colocó repentinamente de pie junto a la columnata, del lado interno de la muralla, y empezó a huir a la carrera.
Uno de los sacri que nos custodiaba dio un grito de alarma, pero era demasiado tarde. Un segundo después se produjo una explosión general y, tras tambalearse un momento, la muralla exterior se derrumbó hacia adentro sobre el patio.
Tras caer la muralla, los sacri nos soltaron los collares y nos echamos hacia la derecha, lejos del derrumbe. Por segunda vez ese día caí duramente sobre las piedras, magullándome un brazo y un costado, pero lo cierto es que sólo me afectó una oleada de polvo de escombros y el aturdimiento causado por la conmoción general. Otras personas que había en el patio y junto al muro fueron directamente derribadas e incluso el exarca se tambaleó, aunque estaba por encima de nosotros y era lo bastante fuerte para mantenerse de pie. La cuerda que tenía al cuello había vuelto a tensarse y tuve que boquear en busca de aire, rogando que no me apretase aún más. Después de todo lo que me habían hecho antes, no conseguía volver a incorporarme.
―¿Cathan?
Ravenna apareció a mi lado y, tras quitarme el collar, intentó ponerme de pie. Vi los cuerpos de unos cuatro sacri bajo los escombros y... las tropas del Consejo estaban abriendo una brecha en la muralla del templo.
―Sus líderes han muerto ―dijo ella―. Y nos matarán si nos quedamos aquí.
Ravenna gritó en una desesperada súplica de ayuda a la que Palatina se sumó en seguida.
―¡Matad a esas personas! ―gritó Midian―. ¡Y capturad a esos prisioneros!
―¡Debes incorporarte! ―aulló Ravenna. Se puso firme, luego se agachó y me impulsó hasta que estuve de pie, esperando un poco ante mí mientras me tambaleaba. Ya había dentro al menos cuarenta invasores, incluyendo a una maga y a una figura con uniforme naval oscurecido por el humo.
Avanzamos dando tumbos hacia ellos mientras las flechas silbaban a nuestro alrededor, y la maga (del Agua, aunque no la conocía) derribó a unos tres o cuatro arqueros de las almenas. Aunque tarde, recordé lo que era capaz de hacer y me resultó más que sencillo congregar una marea y lanzarla en un torrente de descontrolada energía contra los arqueros thetianos. La lluvia de flechas cesó y los arqueros cayeron hacia atrás contra el parapeto, incluyendo además a un mago del Fuego, que perdió el equilibrio y cayó al vacío. Un segundo más tarde Ravenna se unió a mí y ambos tuvimos la sensatez de emplear sólo la magia del Consejo, evitando la magia del Fuego. Después de todo, no queríamos que sus tropas del Consejo pensasen que pertenecíamos al Dominio.
Y entonces se nos acercó el sujeto del uniforme ceniciento, vivo, imposiblemente vivo, y nos empujó hacia atrás mientras nosotros seguíamos inundando las almenas. Todos los vigías se habían marchado, huyendo junto a los arqueros, pero Ravenna se encargó de todos los que seguían con vida en el patio.
Empecé a andar tambaleándome en dirección al agujero de la muralla y Sagantha me ayudó a saltar las piedras. Entonces distinguí una silueta blanca y roja corriendo con un bastón de combate, que no sabía usar con destreza. Detrás de nosotros, algunos del variopinto grupo de supervivientes del Consejo sacaron ballestas y empezaron a disparar contra el parapeto.
―¡Cathan! ―gritó Sarhaddon, intentando hacerse oír por encima del barullo. Su túnica parecía ahora de un rojo arenoso debido al polvo que le había caído encima―. ¡No te marches! ¡Debes matar a Midian!
Era una declaración tan sorprendente que no pude dejar de detenerme.
―¡Quiere que nos paremos! ―aulló Palatina, pero por una vez mantuve la entereza y recordé al hombre que había corrido por la columnata.
―Sagantha, ¿fueron tus hombres los que hicieron estallar el muro?
―¿Qué? Ah, no. Nosotros intentábamos escapar por aquella calle lateral y oímos que se derrumbaba. Todavía tenemos una oportunidad, pero aquí estamos demasiado expuestos.
―Yo ordené echar abajo la muralla ―anunció Sarhaddon, ahora más cerca. Ravenna estaba aún en las almenas, pero yo sabía que Tanais y sus tropas no podían estar lejos, y yo no podía huir atravesando toda la ciudad. Y sin embargo... algunos miembros del Consejo tenían cargas de explosivos, según comprobé cuando un proyectil echó abajo parte de la columnata interior, en el extremo opuesto.
―¿Por qué? ―grité. Dos tropas del Consejo empezaban a marchar hacia Sarhaddon con las espadas en alto.
―Midian pensaba destruir el Archipiélago y eso habría acabado también con el Dominio. Yo lo sabía e intenté salvaros, pero él no me escuchó y ordenó que os ejecutasen. Hice estallar la muralla para daros una oportunidad de matarlo. Aún estáis atrapados en la ciudad.