Authors: James Lowder
—Ya tengo bastante con aguantar que tu padre me pinche —replicó Vangerdahast enojado. Señaló con un dedo a la princesa y lo movió en señal de reproche. Después suavizó el gesto—. Dioses, creo que tu familia sólo existe para amargarme la vida. —Le volvió la espalda a Alusair y se fue mientras murmuraba—: Además, nunca me molesté en contar cuántos eran.
—Espera, Vangy —le llamó Azoun, que dio unos cuantos pasos para seguirlo—. ¿Por qué no?
Vangerdahast escuchó la pregunta del monarca pero no se detuvo. Continuó la marcha al tiempo que levantaba la mano izquierda.
—Saben que volvería de la tumba para perseguirlos si me dejaran solo delante de los tuiganos —gritó. Se abrió paso entre las barricadas y al cabo de un momento se había perdido entre las tropas.
—Creo que es muy capaz de hacerlo —comentó Alusair. Enrolló el pergamino y se lo metió en el cinturón—. Llevaré las cifras a Thom para que las incluya en las crónicas, padre.
—No hubiese podido retenerlo en Cormyr —dijo Azoun, distraído, todavía mirando en la dirección que había seguido Vangerdahast.
—¿A quién? —preguntó Alusair—. ¿A Vangy?
—Quería que se quedara en Suzail por si surgían problemas —repuso Azoun—. El mando de los magos habría podido asumirlo algún otro. —El rey sacudió la cabeza al recordarla vehemente defensa que había hecho Vangy de su rango de general—. Algunas veces no sé por qué.
—Porque es tu amigo —opinó Alusair.
—También ha sido como un padre para mí —señaló Azoun. Contempló por un instante el Camino Dorado—. No sabes lo que me costó convencerlo de que yo debía dirigir la cruzada. ¡Se mostró tan irrazonable!
—Así son los padres —replicó Alusair con una carcajada, y se marchó en busca de Thom Reaverson.
El monarca, que ya vestía el jubón acolchado y la cofia de malla que iban debajo de la coraza, decidió que era hora de ponerse la armadura completa. Mientras se calzaba las diferentes piezas, escuchó los informes de los exploradores. Los primeros no aportaban novedades, pero no tardó en llegar la noticia de que los tuiganos habían iniciado la marcha.
—Que vengan Vrakk y Torg —le ordenó Azoun a uno de los mensajeros, mientras se colocaba la sobreveste encima de la coraza para que el dragón púrpura quedara a la vista en el pecho. Por último miró al portaestandarte y le dijo—: Que las tropas ocupen sus posiciones.
El muchacho enarboló bien alto el estandarte. El efecto que produjo el símbolo del dragón púrpura fue sorprendente. Se oyó el murmullo de las tropas, y aquellos que todavía dormían se levantaron en el acto. Los soldados se colocaron las corazas y recogieron las armas. Los arqueros clavaron los manojos de flechas en el suelo junto a los pies para no perder tiempo en cogerlas durante la batalla. Los magos repasaron los hechizos, y los soldados rezaron a sus dioses. Los hombres que no habían desayunado recogieron las raciones de carne seca y galletas, y corrieron a ocupar sus puestos en las líneas. Los capitanes y sargentos recorrieron las filas dando órdenes y acomodando a las tropas en las formaciones.
El rey enano se reunió con Azoun vestido con la armadura completa. El monarca cormyta llevaba la barba recogida en el barbiquejo de la cofia de malla; en cambio, la barba del Señor de Hierro colgaba sobre el pecho, trenzada como siempre con la cadena de oro. El metal pulido de la armadura de Torg y el oro entrelazado en la barba brillaban con la luz del sol de la mañana.
—A vuestras órdenes, Azoun —dijo Torg, con un tono alegre en su vozarrón—. Estoy listo para la batalla. —Para demostrarlo, desenfundó la espada y la blandió en el aire—. Que vengan los tuiganos.
Al cabo de unos instantes apareció Vrakk, el general de los orcos de Zhentil Keep.
—Buenos días, Ak-soon —saludó al rey cormyta, con una voz somnolienta—. Mis soldados proteger los arqueros, como vos ordenas —añadió en un Común laborioso. Tiró al suelo la armadura de cuero negro, y comenzó a vestirse para la batalla.
Azoun lo miró arrepentido. Durante la noche, Vrakk le había solicitado traspasar el mando a su segundo para así poder formar parte de la guardia real. El orco había dado sobradas muestras de su capacidad como comandante, y el monarca accedió complacido. Para asombro de Azoun, no había transcurrido ni una hora cuando el Señor de Hierro, al parecer enterado de la solicitud de Vrakk, se presentó para reclamar el mismo honor. Dispuesto a evitar cualquier incidente en vísperas de la batalla, Azoun aceptó la petición de Torg.
Ahora la tensión entre los dos comandantes acentuaba el nerviosismo de la espera. Alusair y Vangerdahast se unieron al grupo en el momento en que los exploradores llegaban con la noticia de que los tuiganos se encontraban a menos de cinco kilómetros de distancia. La nube de polvo que se levantaba por encima del horizonte en el este era la señal inconfundible del avance a todo galope de setenta mil jinetes.
Vangerdahast vestía una túnica marrón, muy parecida a las que usaba a diario en el castillo de Suzail. En cuanto a Alusair, llevaba la armadura cincelada. El metal brillante mostraba unos cuantos abollones más después de la primera batalla, aunque parecía haber resistido la prueba sin daños importantes. Azoun rogó en silencio que la armadura fabricada por los enanos protegiera a su hija tan bien como antes.
—Haz el hechizo en cuanto estés preparado, Vangy —dijo el monarca mientras un escudero repasaba los correajes de la armadura. Azoun flexionó la pierna izquierda y notó una molestia. El herrero había reparado la muslera; había cerrado el agujero de la flecha y alisado el metal, así que ése no era el problema. Por el dolor que sentía, Azoun comprendió que la herida afectaría su capacidad para el combate a pesar de los cuidados que los clérigos le habían dispensado una horas antes.
Vangerdahast ordenó al portaestandarte que transmitiera la señal a los magos. Después se situó de cara al campo de batalla y comenzó a cantar en voz baja. Se balanceaba al tiempo que trazaba con las manos una sucesión de símbolos arcanos. A continuación, arrojó al aire los componentes del encantamiento: una ramita, una piedra y una brizna de hierba del campo de batalla.
Nadie vio cómo desaparecían las tres cosas porque todas las miradas estaban puestas en el campo donde el trabajo de los enanos se veía con toda claridad. Millares de agujeros cubrían el terreno en un amplio semicírculo que unía los bosques a ambos lados del camino. En cuanto Vangerdahast y los magos completaron las letanías, los agujeros desaparecieron gracias a la ilusión de un manto de hierba hendido por una carretera.
—¡Excelente! —exclamó Azoun con una palmada en el hombro de su amigo y consejero.
Vangerdahast se tambaleó. El hechizo lo había dejado casi sin energías, ya bastante mermadas tras la aventura en la zona muerta para la magia. No obstante, el hechicero sacó pecho al escuchar el elogio del rey.
—Exacto hasta la última brizna de hierba —afirmó orgulloso—. Los tuiganos se llevarán la sorpresa de su vida.
—Ahora es tu turno —le dijo Azoun a la princesa.
Alusair llevaba debajo de la armadura el brazalete que le había dado el cacique centauro; y utilizó el objeto mágico para llamar al halcón, que se encontraba posado en un árbol cercano. El pájaro se elevó por encima de las tropas de la Alianza en dirección al este. La princesa se concentró en la visión a través de los ojos del halcón, y divisó la horda tuigana desplegada en una inmensa fila que avanzaba al trote. Alusair avistó su objetivo en cuanto el halcón efectuó una pasada rasante. Allí, en el centro del enorme ejército tuigano, estaba el estandarte de las nueve colas de yac, el estandarte de guerra de Yamun Khahan.
El halcón encontró una corriente térmica y, elevándose rápidamente, bien lejos del alcance de las flechas tuiganas, siguió a las tropas trazando amplios círculos durante un par de kilómetros. Alusair interrumpió la conexión mágica cuando estuvo segura de que el estandarte del Khahan no cambiaría de posición.
—El estandarte que describiste está en el centro del ejército enemigo, padre —informó la princesa. Sacudió la cabeza para despejarla, pues el uso del brazalete mágico del centauro la dejaba un poco atontada.
El Señor de Hierro y Vrakk miraron al monarca a la espera de una explicación.
—Vi el estandarte del Khahan cuando estuve en el campamento tuigano —dijo el rey—. Lo tenía plantado a la entrada de la yurta.
—Ahora sabemos a quién debemos apuntar —comentó Torg, calándose el yelmo con una sonrisa.
La nube de polvo ganó en tamaño hasta cubrir todo el horizonte. Azoun dio la señal a las tropas para que prepararan las armas. En el centro de la primera fila, el rey y la guardia se colocaron los yelmos y desenvainaron las espadas. En esta ocasión, a diferencia de la batalla anterior, todo el ejército combatiría de a pie. Azoun no estaba dispuesto a que nadie persiguiera a los tuiganos si conseguían rechazar la carga. En la seguridad de que nadie sería tan tonto como para correr detrás de la caballería, el monarca había ordenado que nadie, ni siquiera él mismo, dispusiera de un caballo.
Los tuiganos aparecieron en el horizonte, primero como una raya negra contra la nube de polvo que levantaban, y el tronar de los cascos apagó el rumor de las oraciones y los juramentos de las tropas occidentales. Los centenares de cuervos posados en los árboles del bosque remontaron el vuelo, espantados por el ruido. Al cabo de unos minutos, Azoun alcanzó a distinguir las siluetas de los atacantes. Por encima del ruido de los cascos y los graznidos de los cuervos, sonó el grito de guerra tuigano.
—¡Preparados los arqueros y los magos! —le gritó el rey al portaestandarte. Azoun cerró el visor mientras murmuraba una plegaria a Tymora, diosa de los aventureros.
Jan el flechero tenía miedo. Desde su posición, en el centro de la segunda fila, no alcanzaba a ver bien el campo. El tramo del Camino Dorado que debían defender era llano, y los árboles protegían los flancos, pero la topografía impedía que las tropas del fondo de la formación divisaran el campo de batalla con claridad. Sin embargo, el flechero veía la inmensa nube de polvo que avanzaba hacia él por el este. Resultaba evidente que los bárbaros se lanzaban al ataque. Notó un helor en todo el cuerpo; por un momento, estuvo seguro de que no viviría para ver la puesta de sol.
El estandarte real, que se elevaba por encima de la primera línea de infantería, transmitió una orden. Jan no sabía lo que significaba, pero no tardó en enterarse por boca del jefe de los arqueros, Brunthar Elventree.
—¡Listos para disparar! —gritó el general.
Jan lo observó mientras el hombre de Los Valles se ponía el casco en la cabeza vendada. Brunthar no había usado armadura en la primera batalla, una imprudencia que le había costado la herida en la oreja; ahora llevaba el casco de acero y una pesada cota de malla.
El flechero sujetó el arco y se lamentó por no tener una armadura. Como los demás arqueros, llevaba la chaqueta de tela burda y pantalones, que era la vestimenta de un día normal. La explicación era muy sencilla: las corazas o las cotas de malla dificultaban los movimientos y la capacidad de disparar con rapidez, y las armaduras de cuero no servían de mucho contra las flechas. Como estaban en la segunda fila, no se enfrentarían más que a las flechas de los tuiganos.
—¡Tú! —gritó Brunthar al tiempo que le daba un coscorrón—. ¡Deja de soñar despierto y prepara el arco! —El general se encontraba a un paso del flechero y lo miraba con una expresión de furia.
—Sí, señor —respondió Jan y, sin perder un segundo, cogió una flecha del montón que tenía junto a los pies.
Jan suspiró aliviado al ver que Brunthar se alejaba gritando órdenes y reprendía a los remolones guando el general ya no podía verlo, se agachó para recoger el sombrero de fieltro negro que el golpe de Brunthar había hecho volar por los aires.
—Más te vale estar atento o te las verás conmigo —gruñó alguien a la derecha de Jan. El flechero se volvió hacia el interlocutor, un soldado orco con un diente roto que le asomaba entre los labios verdeamarillentos—. Si te duermes no volverás a despertar, flechero. —El infante orco se apoyó en uno de los postes de la empalizada y escarbó la tierra con la punta de la espada.
Jan no tuvo tiempo de contestar, porque en aquel momento Brunthar dio la orden de cargar. El general repitió la orden varias veces mientras se dirigía a una tarima de madera desde donde podía ver mejor el campo de batalla.
Brunthar Elventree compartía la opinión del rey y los otros generales de que Yamun Khahan no perdería tiempo intentando sacar a la Alianza de las posiciones defensivas entre los árboles. A su juicio, los bárbaros cargarían con todas sus fuerzas sin ninguna maniobra previa. Pero en cuanto se subió a la tarima lo esperaba una sorpresa. Sólo un millar de tuiganos galopaban hacia el ejército enarbolando los arcos.
—¡Locos! —gritó Brunthar—. ¡Están locos!
Atónito, el comandante de los arqueros observó a los jinetes enemigos. El estandarte real dio la orden de disparar cuando los tuiganos se acercaban a la marca de los setenta metros. Brunthar repitió la orden en el acto.
—¡Disparad! ¡Distancia setenta metros!
Los sargentos repitieron la orden a lo largo de la línea. Los arqueros, aunque no veían el blanco, dispararon. El enjambre de flechas voló en una parábola para caer sobre los atacantes. Cayeron muchos tuiganos, pero los jinetes continuaron con la carga a todo galope.
Por un instante, Brunthar pensó que los jinetes entrarían en la zona donde la magia ocultaba los agujeros cavados por los enanos durante la noche. Por fortuna, cuando los tuiganos llegaron a unos cuarenta y cinco metros de la primera línea del ejército de la Alianza, a sólo una docena de metros del agujero más cercano, sofrenaron los caballos. Con un movimiento rápido, cada bárbaro sacó una flecha de la aljaba, y metió la punta en un saquito que llevaba en la montura. Las puntas humearon durante un segundo antes de que aparecieran las llamas.
Una vez más se dio la señal para que dispararan los arqueros occidentales, pero llegó tarde. Los tuiganos dispararon las flechas incendiarias hacia el cielo, y las saetas dejaron una estela de humo mientras volaban por encima de las tropas de la Alianza para después desaparecer entre los árboles a ambos lados de la carretera. Los arqueros acabaron con la mayoría de los jinetes, aunque éste era un pobre consuelo, ya que las columnas de humo se elevaban del bosque. El orco que se encontraba junto a Jan se dio una palmada en la frente.