Cruzada (35 page)

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Authors: James Lowder

BOOK: Cruzada
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Fulgurantes rayos de polvo de oro y enjambres de dardos azules acompañaron a las flechas que llovían sobre el enemigo en retirada. El ejército de la Alianza cantó victoria al ver que los tuiganos buscaban abrirse camino en el campo incendiado, intentando escapar de los elementales de la tierra y la lluvia mágica que los tumbaba de los caballos y los aplastaba contra el suelo.

—Esta vez ni siquiera llegaron a disparar —le dijo Azoun a Farl. Enarboló la espada y añadió su voz al grito triunfal del ejército.

El comandante de infantería gritó algo que el rey no escuchó. Esperó un momento, abrió el visor y tocó el hombro de Azoun.

—¡Mira! —repitió, señalando un punto a lo lejos.

Azoun miró en la dirección señalada por el general negro y vio el motivo de la alarma de su amigo. En el flanco derecho, la caballería de la Alianza rompía filas para perseguir a los tuiganos.

—Por todos los dioses —susurró el rey, con el rostro pálido. El estandarte de lord Harcourt destacaba en el centro de la carga aliada contra el enemigo en retirada. Azoun sólo vaciló por un instante. Se volvió hacia el joven caballero encargado del estandarte y le ordenó:

—¡Que vuelvan ahora mismo! —El estandarte del rey, con el dragón púrpura de Cormyr, ordenó la retirada, pero nadie hizo caso de la señal: los nobles continuaron la carga.

—¿Qué se cree Harcourt que está haciendo? —gritó Azoun con voz amarga sin dirigirse a nadie en particular—. ¿Se ha vuelto loco?

La caballería del flanco izquierdo, al ver cargar a sus compañeros, se unió a la persecución. Azoun, dominado por una rabia impotente, vio los puntos plateados que eran los caballeros cabalgar a campo traviesa para cortar la retirada tuigana. El humo ocultaba parte de los combates, pero estaba claro que los caballeros occidentales, mejor equipados, no tenían problemas para acabar con los supervivientes de la segunda carga tuigana.

Un mensajero, empapado de sudor tras una furiosa carrera a través de las líneas, se abrió paso hasta el rey.

—Mensaje de lord Harcourt —anunció sin hacer una reverencia ni saludar al monarca.

—¿Qué está pasando? —gritó Azoun amenazando al muchacho con un puño—. ¿Por qué carga?

—Los nobles, señor. Ellos…

Al ver el miedo en los ojos del mensajero, Azoun cambió inmediatamente de actitud, e intentó calmarse.

—El mensaje, muchacho —dijo el rey, con la cara roja como un tomate por la cólera—. No tengas miedo.

—Lord Harcourt os envía sus disculpas, majestad. —El chico miró a su alrededor muy nervioso—. Los nobles desobedecieron las órdenes y se lanzaron a la carga.

—Por todos los dioses, ¿por qué?

—Lord Darstan y unos cuantos más dijeron que podían acabar con los bárbaros si vos con la sola ayuda de un hechicero y unos pocos caballeros habíais podido escapar del campamento tuigano. —El mensajero se enjugó el sudor de la frente con una mano mugrienta—. Yo los escuché cuando lo decían, majestad.

Azoun no tuvo tiempo de sorprenderse. Algo parecido a un trueno sonó en el campo, y, por un momento, el monarca pensó que los hechiceros habían lanzado otro hechizo de gran potencia. Le bastó una ojeada al campo de batalla para salir de su error. Entre el humo y las llamas de los incendios, Azoun vio con toda claridad el avance del ejército enemigo a todo galope. La línea negra en el horizonte se ensanchó a medida que se acercaba. El rey comprendió finalmente por qué Yamun Khahan había esperado hasta ahora para atacar a fondo.

—¡Van a rodearnos! —le gritó a Farl—. El Khahan esperaba que la caballería mordiera el cebo.

—Sin caballería para cubrir los flancos, los tuiganos nos rodearán en un momento —replicó el comandante de infantería. Sin perder un instante, clavó las espuelas al caballo y se alejó del monarca para dar las órdenes a sus tropas.

Ahora el resto de la Alianza era consciente de lo que ocurría. Los magos, que carecían de cualquier tipo de protección, abandonaron la retaguardia para ir a refugiarse en el poco espacio disponible entre la primera línea de lanceros y la segunda, donde estaban los espadachines y los arqueros. La desesperada carrera de los magos sembró la confusión en la segunda fila, y en algunos lugares se produjeron altercados, aunque los capitanes los solucionaron de forma expeditiva.

Azoun estudió la situación en cuestión de segundos y decidió mover las filas colina arriba. En un ataque normal, las empalizadas de los arqueros sólo servían si un asalto frontal obligaba a la retirada de la primera línea, porque retardarían el avance enemigo. Pero, si los tuiganos se situaban en la retaguardia aliada y empujaban a la segunda fila hacia el llano, las empalizadas eran inútiles.

—¡Que la primera línea retroceda a la posición de la segunda! —ordenó el rey a voz en cuello con la espada en alto para indicar la maniobra. El portaestandarte transmitió la señal, y los capitanes y sargentos se ocuparon de que los hombres de las dos filas la cumplieran.

Para un ejército bien entrenado, la maniobra no habría planteado ningún problema, pero las tropas de la Alianza no habían tenido casi tiempo de ejercitarse. Tardaron mucho más de lo previsto y, cuando por fin los soldados ocuparon las nuevas posiciones, los tuiganos habían rodeado al ejército y atacaron por tres frentes.

Azoun no vio la caída del estandarte de lord Harcourt arrollado por el grueso del ejército del Khahan. Los nobles habían conseguido acabar con los tuiganos del segundo ataque, pero a costa de sus vidas. En cuanto a los incendios y los elementales de la tierra, habían demorado un poco el ataque, aunque no lo suficiente. Ochenta mil tuiganos, sedientos de sangre y clamando venganza, surgieron del humo con los arcos preparados.

Sin previo aviso, una flecha tuigana se clavó en el muslo de Azoun. Disparada desde sólo una treintena de metros, el proyectil oscuro atravesó la armadura y clavó la pierna del monarca contra el cuerpo del caballo. El animal corcoveó espantado mientras Azoun gritaba de dolor. El cielo que vio a través de las lágrimas era negro.

Por encima del ejército de la Alianza, volaban los cuervos. Eran tantos que oscurecían el sol, y sus graznidos ahogaron el grito de Azoun. Casi invisible en el mar de plumas negras, un halcón de color claro sobrevolaba el campo de batalla mientras los tuiganos rodeaban a los cruzados.

14
El deber

Las alas negras se movieron delante de los ojos de Alusair, oscureciendo el campo de batalla. Descendió en picado para acercarse al combate. Las aves de rapiña chocaban contra ella, y con cada choque saltaba el enfoque, pero no tardó en ver al ejército de la Alianza.

Las tropas tuiganas tenían cercado al ejército occidental.

Alusair maldijo con amargura, y la visión en blanco y negro del combate se hizo confusa. Se concentró en el vínculo mágico con el halcón, hasta conseguir una imagen nítida. A pesar de la altura del vuelo —superior a la torre más alta de Suzail— la visión era muy detallada. A través de los ojos del pájaro, la princesa distinguía los combates personales e incluso el vuelo de flechas aisladas.

Sin embargo, no encontraba a su padre. Divisó el estandarte real, que iba de aquí para allá en el combate, pero el rey no estaba cerca. Esta era una mala señal. Alusair sabía que Azoun necesitaba estar en contacto con el estandarte del dragón púrpura para transmitir las órdenes; sin él, el ejército combatía por iniciativa propia.

La princesa se resistió a creer que su padre estuviera muerto, y se dijo que los avatares de la batalla debían de haberlo apartado del estandarte. El esfuerzo mental para llegar a esta conclusión debilitó el vínculo con el halcón, y, por un momento, la escena del combate se borró por completo.

—Maldita magia… —Alusair se interrumpió, mantuvo los ojos cerrados e inspiró con fuerza. Cuando abrió los ojos, vio a Torg junto a ella, con los puños apoyados sobre las caderas.

—¿Y bien? —preguntó el enano, impaciente.

—Sólo nos faltan unos pocos kilómetros para ver a las tropas de la Alianza —contestó la princesa, malhumorada—. Los tuiganos las tienen rodeadas, así que más vale darnos prisa.

Sin esperar a más explicaciones, Torg dio las órdenes pertinentes a los capitanes. Los soldados se levantaron dispuestos a iniciar la marcha, pero antes se desprendieron de las mochilas y manearon las mulas que tiraban de las carretas.

—No necesitamos las tiendas para combatir contra los bárbaros —le comentó Torg.

La princesa, muy preocupada por la suerte de su padre, se puso otra vez en contacto con el halcón, utilizando el brazalete que le había dado el centauro. Le pidió que sobrevolara el escenario de la batalla durante un rato y que después viniera a su encuentro. A continuación, se quitó la mochila y se colocó la armadura completa. Comenzó a sudar copiosamente en cuanto acabó de vestirse la coraza, pero apenas se dio cuenta porque sus pensamientos estaban en otra parte.

El ejército enano se puso en marcha a paso rápido. Aún no habían visto ni una sola patrulla tuigana, y Alusair confiaba en pillarlos por sorpresa. Por su parte, el Señor de Hierro no lo preocupaban demasiado las tácticas de la próxima batalla, sino que comenzara cuanto antes. Si el ejército conseguía unas cuantas cabezas para las cavernas de Tierra Rápida, mucho mejor. Tampoco le importaban mucho los enanos que morirían en el encuentro, mientras tuvieran una muerte honorable.

Una densa cortina de humo cubría el horizonte. Por lo que había visto a través de los ojos del halcón, Alusair sabía que tenía su origen en los incendios provocados por los hechiceros en los primeros momentos de la batalla. Las nubes oscuras se elevaban hacia el cielo y parecían transformarse en miles de pájaros negros. Esta visión espeluznante inquietó a los soldados enanos mucho antes de que escucharan los primeros ecos de la batalla más allá de las colinas.

—¡Malditos sean todos los humanos! —bramó Torg. Descargó una palmada contra el muslo acorazado y señaló a la izquierda. A unos centenares de metros más allá, tres exploradores tuiganos acababan de asomar entre las hierbas altas. Los bárbaros pusieron pies en polvorosa antes de que el Señor de Hierro tuviera tiempo de enviar a los soldados a capturarlos.

—No podemos hacer nada —dijo Alusair, que sostuvo el yelmo bajo el brazo para enjugarse el sudor de la frente—. De todos modos, veremos la batalla en cuanto lleguemos a la cumbre de aquella colina.

La princesa tenía razón. Las tropas alcanzaron la posición y se encontraron con los dos ejércitos trabados en una lucha tan sangrienta como caótica. Muy lejos, por la derecha, el sol iluminaba el campamento de la Alianza. Sin previo aviso, un halcón bajó en picado sobre los campos, y después, impulsado por una corriente de aire, sobrevoló las tropas de Torg. Por un momento, Alusair pensó en utilizar el brazalete para ver mejor lo que ocurría en el campo de batalla, pero desistió al ver que un grupo de jinetes se apartaba del combate y se dirigía hacia ellos.

—¡Preparados para el combate! —gritó Torg. Azotó al portaestandarte cuando el muchacho no respondió con la celeridad que esperaba. Alusair frunció el entrecejo ante esta muestra de crueldad innecesaria.

Los enanos formaron una triple hilera a través de la colina. Las dos primeras dejaron las picas en el suelo y cogieron las ballestas mientras la tercera clavaba las picas a modo de empalizada. Las tropas enanas montaron las ballestas en un abrir y cerrar de ojos. Después esperaron en silencio la carga de los cinco mil tuiganos.

—Se acercarán una vez, darán media vuelta y dispararán —le recordó Alusair a Torg—. Es lo que hicieron con el ejército de la Alianza. Intentarán que abandonemos nuestra posición.

—No se me engaña con tanta facilidad, princesa —afirmó el Señor de Hierro, con una sonrisa. Se arregló la barba, sujeta con unas cadenas de oro más gruesas para la ocasión—. Y los tuiganos nunca se han enfrentado a un ejército enano.

Torg bajó el visor del yelmo mientras indicaba al portaestandarte las órdenes para las tropas. La primera hilera levantó las ballestas y apuntó a la caballería tuigana. Los enanos dispararon cuando el enemigo se acercó a una distancia de setenta metros.

Se oyó el zumbido de los dardos que volaban hacia los tuiganos. La mayoría de las saetas encontraron el blanco. Caballos y hombres cayeron al suelo en medio de gritos y relinchos de espanto, pero la masa principal continuó el avance, sin preocuparse del dolor y la muerte a su alrededor. Los bárbaros sofrenaron los caballos para disparar desde una distancia de cuarenta y cinco metros.

Alusair se encogió dentro de la armadura al ver la nube de flechas tuiganas que surcaban el aire para caer sobre los ballesteros enanos. La princesa no sintió miedo porque sabía cómo acabaría el ataque. Como el resto de las tropas de Torg, Alusair llevaba una armadura hecha en Tierra Rápida, legendarias por la dureza. Esta batalla daría todavía más fama a los artesanos del reino enano.

Los golpes de las flechas contra las armaduras sonaron como el pedrisco contra el tejado de una casa. Muy pocos proyectiles penetraron en las corazas de los enanos y únicamente en alguna articulación o un visor entreabierto. En cuanto disminuyó la lluvia de flechas, el Señor de Hierro ordenó que dispararan los soldados de la segunda fila, y una vez más las saetas causaron estragos entre la caballería tuigana, que se retiraba.

—Esa maniobra no la volverán a repetir —proclamó Torg. Echó una ojeada a las filas intactas de los enanos, y después a los centenares de tuiganos muertos o heridos en el campo—. Ni siquiera los orcos son tan estúpidos para utilizar una táctica tan desastrosa dos veces en un mismo día.

Alusair no pudo menos que admirar a Torg. El Señor de Hierro era despiadado y quizás incluso cruel, pero sabía luchar.

—Que Clanggedin y todos los dioses enanos bendigan el éxito de vuestros planes, alteza —dijo la princesa. Miró a los tuiganos y añadió—: Comprobaremos su eficacia dentro unos momentos.

Con un grito escalofriante, los tuiganos volvieron a la carga. Al acercarse la doble línea de jinetes, Alusair vio que esta vez blandían lanzas y cimitarras en vez de arcos. Intentarían combatir cuerpo a cuerpo.

El Señor de Hierro, impertérrito ante el enemigo que avanzaba a todo galope, dio las nuevas órdenes al portaestandarte. De inmediato los enanos colgaron las ballestas de los ganchos que llevaban en los cinturones y recogieron las picas. Los tuiganos se encontraban a menos de treinta y cinco metros cuando los enanos rompieron filas para formar los cuadrados de combate.

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