Cruzada (33 page)

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Authors: James Lowder

BOOK: Cruzada
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Otros soldados pasaban las horas previas a la batalla conversando y bebiendo junto a las hogueras. Azoun pasó junto a uno de estos grupos en su camino hacia la tienda de Vangerdahast. Eran cormytas, y por lo tanto quisieron levantarse al ver al rey, pero él les indicó que no se movieran. Los soldados sonrieron ante el gesto del monarca, y lo aplaudieron cuando Azoun bebió un trago de vino del pellejo. Mientras se alejaba los escuchó conversar sobre las esposas o novias que habían dejado en Cormyr, y lo que oyó le bastó para comprender que sus relatos eran tan falsos como las historias que contaban sobre su batalla en el campamento tuigano.

La religión también pesaba mucho y, en aquellos momentos, se convertía en algo importante incluso para aquellos que tenían muy poco trato con los dioses. Los clérigos, cuya labor en la batalla sería la de atender a los heridos y rezar por los muertos, iban de tienda en tienda, de hoguera en hoguera. Muchos de los sacerdotes animaban a los fieles a no pensar en el conflicto. Otros, como los adoradores de Torm, dios del deber, o de Tempus, dios de la batalla, exhortaban a las tropas a luchar tal como exigían sus dioses. Los clérigos de la dama Tymora eran los más numerosos, ya que su diosa era conocida como patrona de los aventureros.

Uno de los clérigos de Tymora abandonaba la tienda de Vangerdahast cuando apareció el rey. El hombre de pelo oscuro era la viva imagen del cansancio mientras se alejaba con los hombros caídos y arrastrando los pies.

—Esperad un momento —le gritó el rey, que corrió los últimos metros para alcanzar al clérigo—. ¿Cómo se encuentra el hechicero real?

El clérigo hizo una reverencia al ver que su interlocutor era el rey, y se acomodó la pulcra sotana marrón.

—Ya no delira, majestad, pero mucho me temo que hoy no podrá participar en la batalla.

Los azules ojos del clérigo y la sotana impoluta le recordaban algo, pero la preocupación por el estado de Vangerdahast desplazó cualquier otro interés.

—¿Habéis cuidado de Vangerdahast desde que llegamos anoche? —le preguntó, al ver las ojeras del clérigo.

—He cuidado antes de hechiceros afectados por las zonas muertas para la magia —respondió el sacerdote—. Como su alteza sin duda sabe, en Cormyr hay una o dos zonas similares a la ocupada ahora por los tuiganos. Aparecieron en el Tiempo de las Dificultades. Por ese motivo me encomendaron…

—Sí, desde luego —lo interrumpió el rey, distraído—. Quiero que os encarguéis de cuidar al hechicero real durante la batalla.

Azoun se despidió del clérigo sin darle tiempo a acabar la reverencia y entró en la tienda de Vangerdahast. Se le levantó un poco el ánimo al ver que en la tienda reinaba el mismo orden que en el gabinete del mago en Suzail. No faltaba nada; incluso estaba el erizo vivo en el frasco de vidrio. El rey siempre había dado por hecho que el animalito lleno de púas formaba parte de algún hechizo, pero no estaba seguro. Quizás era la mascota de Vangerdahast.

El hechicero descansaba en un catre; sus ronquidos apenas si se escuchaban. Una vela votiva espolvoreada con plata ardía sobre la mesa, cerca de la cabeza de Vangerdahast. Sin duda era cosa del clérigo porque la plata era el metal favorito de los sacerdotes de Tymora.

La luz de la vela no alcanzaba a iluminar todo el interior, pero sí alumbraba lo suficiente para mostrar al hombre que dormía en las sombras. Thom Reaverson, el bardo del rey, yacía acurrucado en el suelo junto a una de las estanterías de Vangerdahast. El bardo tiritaba de frío. El monarca cogió una de las túnicas del hechicero y la extendió sobre Thom a modo de manta. Después salió de la tienda con mucho sigilo.

Una vez en el exterior, Azoun le ordenó a un guardia que despertara a Thom al cabo de una hora y le avisara que debía ocuparse de embalar las pertenencias de Vangerdahast. Como la tienda del hechicero quedaría detrás de las líneas de la Alianza, el rey decidió no trasladar al enfermo, al menos, por el momento.

En realidad, qué hacer con Vangerdahast durante la batalla era el menos importante de los problemas de Azoun. Algo mucho más urgente era el mando de los magos de guerra, que ahora debía pasar a otro hechicero. La elección sería fácil porque los magos tenían una jerarquía estricta, de modo que el mago de mayor rango asumiría el mando de forma automática, pero el problema consistía en que Azoun ignoraba si este hechicero estaba al corriente de los planes de Vangerdahast para la batalla.

Lo más probable era que no. Vangerdahast era un fanático del secreto incluso con el propio rey, al que sólo informaba de lo mínimo imprescindible. Esta costumbre le planteaba a Azoun otro problema grave: con el mago impedido, no tenía manera de establecer contacto con la reina Filfaeril o la princesa Alusair. El hechicero real era el único que sabía cómo comunicarse con la familia a través de los anillos. Vangerdahast afirmaba que así evitaba que cualquiera pudiera abusar de los anillos mágicos, pero ahora Azoun se reprochó no haber insistido en contar con algún otro medio de comunicación.

Sin dejar de pensar en estos problemas, el rey regresó a su pabellón para reunirse con los generales. Farl, Brunthar y lord Harcourt lo esperaban sentados alrededor de la mesa, donde habían desplegado un mapa de la zona. El monarca les informó brevemente del estado del hechicero y de los problemas que esto planteaba.

—Los tuiganos llegarán aquí dentro de un par de horas —comentó Farl, que dibujó una flecha roja sobre el mapa para indicar el avance enemigo—. En este momento discutíamos los emplazamientos de la tropa.

—Es demasiado tarde para cambiar de planes —afirmó Azoun, después de estudiar el mapa durante un momento—. Los soldados esperan ocupar las posiciones ya establecidas en las maniobras. —Miró a los comandantes de los arqueros y la caballería, y añadió con un ligero tono irónico—: A estas alturas no podemos defraudar las expectativas de las tropas.

—Pero Torg no está aquí —protestó Brunthar Elventree—. Sin el apoyo de la infantería, mis arqueros no tendrán protección.

Farl cogió el jarro que sostenía una de las esquinas del mapa y bebió un trago.

—Bastará con la infantería que tenemos —le dijo al hombre de Los Valles—. Dos mil enanos no marcarán una gran diferencia. —Alisó la punta del mapa, que se había curvado un poco, y volvió a sujetarla con el jarro—. Estoy de acuerdo con Azoun en que debemos seguir adelante con los planes que ya teníamos preparados.

—Los planes trazados son sólidos —opinó lord Harcourt, previo el carraspeo de rigor—. Siguen los dictados y sugerencias de las grandes batallas del rey Rhigaerd II.

Atenerse a las reglas de combate establecidas por su padre no era lo que Azoun había tenido en mente al proponer la organización de las líneas de batalla. El sentido común dictaba la mayoría de los emplazamientos, y lo poco que los generales sabían de las tácticas tuiganas determinaba el resto. El rey estudió el mapa y cogió una pluma.

—Ahora ya no vale la pena discutir. Nos arreglaremos con lo que hay —dijo mientras mojaba la pluma en el tintero—. Al menos para esta batalla, aunque con un poco de suerte quizá castigaremos al Khahan lo suficiente como para que no quiera volver.

Los generales sonrieron y murmuraron su aprobación, pero ninguno creía posible una victoria fácil. Tampoco Azoun, pero era su obligación mostrarse confiado delante de los comandantes y las tropas.

—Desde luego, no podemos confiarlo todo al azar —añadió con una sonrisa sincera—. La dama Tymora siempre ayuda a aquellos que se labran su propio destino.

Azoun dirigió toda su atención al mapa, y explicó a los generales la posición que ocuparía en las líneas de la Alianza. Trazó una pequeña corona azul en el pergamino, y a continuación le pasó la pluma a Farl, para que situara a la infantería.

Con mano firme, el general negro trazó dos líneas que representaban a los infantes a sus órdenes. La primera línea estaba un poco por delante de la corona de Azoun y se extendía a cada lado de la señal del rey.

—Éste es el cuerpo principal de la infantería —comentó con una voz profunda—. Está formada por los lanceros y las secciones armadas con picas. En la segunda fila estarán los espadachines. —Como todos los generales sabían, la segunda línea no estaba allí para detener una carga tuigana, sino para la lucha cuerpo a cuerpo una vez comenzada la batalla. Las armas cortas, como las espadas y las hachas, eran mucho más eficaces que las picas y las lanzas en ese tipo de combate. Farl le entregó la pluma a Brunthar Elventree, que la mojó otra vez en el tintero.

—Los arqueros van aquí, aquí, aquí y aquí. —En cada uno de los puntos indicados el hombre de Los Valles marcó un triángulo. Cuando acabó, cuatro grandes grupos de arqueros se intercalaban con la segunda línea de infantería.

Por fin le llegó el turno a lord Harcourt, comandante de la caballería. Con unos trazos amplios y floridos añadió alas a las líneas de la infantería.

—Los nobles se encargarán de los flancos —dijo. Se inclinó sobre el mapa y añadió unas cuantas marcas—. La caballería entrará en acción en cuanto la infantería y los arqueros frenen a los bárbaros.

Este último comentario lo pronunció como una afirmación, y Azoun agradeció la confianza que el viejo lord impartía a los generales de menos experiencia. Farl y Brunthar nunca habían participado en una campaña de estas dimensiones.

La pluma volvió a la mano del rey, quien marcó los últimos detalles en las posiciones de la Alianza. Una M bien grande señalaba la ubicación de los magos detrás de la línea ocupada por la infantería y los arqueros. A la retaguardia de los magos quedaba el campamento, que Azoun representó con una línea de cuadrados.

—Quiero que los refugiados se reúnan detrás del pabellón —señaló el monarca cuando acabó de dibujar sobre el mapa—. Creo que así estarán lo bastante lejos de la batalla.

Los tres generales asintieron, y Farl se ofreció voluntario para ocuparse de los refugiados. Resuelto este problema, Azoun repasó las señales que los portaestandartes emplearían para transmitir las órdenes. Por último preguntó a los comandantes si tenían alguna duda. No las había.

—Que la diosa de la suerte y el dios de la batalla nos favorezcan —concluyó el rey. Cuando el general Elventree y lord Harcourt se levantaron, Azoun los palmeó en la espalda—. Supongo que no os veré antes de que lleguen los tuiganos, así que os deseo toda la suerte posible. Sé que lucharéis con valentía.

—Para cuando llegue el anochecer no quedará ni un bárbaro en el campo —afirmó lord Harcourt al tiempo que salía.

—Así lo espero —dijo Elventree, tras intercambiar una mirada de preocupación con Farl Bloodaxe, y salió detrás del lord.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Azoun a Farl.

—Brunthar y yo pensamos que quizá lord Harcourt subestima la fuerza de los tuiganos —respondió el general de infantería—. Si se presenta la ocasión, es muy capaz de atacarlos sólo con los nobles.

—No me extrañaría, amigo mío —replicó Azoun, acompañando a Farl hacia la salida—. Pero lord Harcourt es un buen soldado. Seguirá las órdenes a rajatabla cuando comience el combate, así que sus juicios sobre la fuerza del enemigo no cuentan. —Farl se detuvo en la puerta y el rey añadió—: Ya os ocupáis de demasiadas cosas, Farl. Dejad que yo me ocupe de mandar a mis generales. Así tendré algo en que distraerme.

Farl se despidió del monarca con una sonrisa y se marchó a ocuparse del traslado de los refugiados. Azoun lo observó hasta que lo perdió de vista entre la multitud, y luego llamó a un escudero para que lo ayudara con la armadura.

En menos de una hora, tras una visita rápida al jefe interino de los magos de guerra, el rey recorría las líneas. Caminaba un poco tieso, pero con el paso de alguien acostumbrado al peso de la armadura. Azoun era partidario del entrenamiento en condiciones de batalla y muy a menudo dedicaba un par de horas, aun en pleno verano, a la práctica de la esgrima vestido con la armadura completa. Al ver la incomodidad reflejada en el rostro de algunos soldados nada habituados al peso y el calor de las corazas, el rey agradeció haber mantenido la práctica. Aunque el día no era caluroso, los rayos del sol convertían las armaduras en un horno.

Las tropas iban de un lado a otro para fortificar las posiciones o simplemente para ocupar los lugares asignados. El grueso del ejército estaba dividido en dos líneas, tal como indicaba el mapa, pero lo que éste no señalaba era que las líneas estaban desplegadas en la falda de una colina, lo cual permitiría a los arqueros de la segunda fila tener una visión despejada del campo. Azoun echó una ojeada a los batallones de arqueros, y rogó para sus adentros que los arcos largos pudieran responder con eficacia a los disparos de los arcos cortos que el enemigo usaba desde la montura.

Azoun se enjugó el sudor de la frente y se acomodó la cofia de malla. La colina ayudaría a los arqueros, pues la larga pendiente restaría velocidad a la carga tuigana, al menos lo suficiente como para permitir a los arqueros afinar la puntería y causarles todas las bajas posibles antes del primer combate cuerpo a cuerpo.

—Su alteza —gritó un mensajero detrás del monarca con una rodilla en tierra.

—¿Qué pasa, muchacho? —le preguntó Azoun, que se volvió en el acto para recibir el mensaje.

—Los bárbaros, majestad. Ya vienen —informó el joven entre jadeos—. Los acabo de ver y he venido a mata-caballo para avisaros.

Azoun levantó una mano y la puso sobre la frente a modo de visera. Miró hacia el este. El sol acababa de salir y los rayos cegaban a cualquiera que intentara descubrir algún movimiento en la distancia. El monarca sólo alcanzaba a ver los campos más próximos cruzados por la cicatriz oscura de la carretera. Sin embargo, Azoun no dudó de la veracidad del informe. Sin perder ni un segundo, ordenó al portaestandarte que transmitiera al ejército la señal de preparados.

Azoun palmeó la cabeza del chico, y lo envió a reunirse con los demás mensajeros en la retaguardia. Escoltado por el portaestandarte y unos cuantos caballeros, el rey también volvió a la retaguardia. Allí, con la ayuda de una rampa de madera, montó en su caballo, guarnecido para el combate. El corcel blanco hizo un par de caracoleos y después avanzó al trote hacia el frente.

El monarca observó por unos instantes a los soldados que se encargaban de colocar unas bolas de hierro con púas a unos centenares de metros más allá de las posiciones de la Alianza. Estas bolas, junto con las numerosas barricadas de madera, servirían para aminorar la velocidad de la carga de la caballería enemiga. A todo lo largo de la primera línea, los hombres ajustaban los correajes de las corazas de cuero, o acomodaban mejor las cotas de malla. Las puntas de las lanzas y las hojas de las picas reflejaban la luz del sol. Sus dueños aprovechaban para descansar sentados en el suelo, y unos cuantos pellejos de vino pasaban a escondidas de mano en mano mientras comenzaba la espera.

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