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Authors: Nicholas Sparks

Cuando te encuentre (22 page)

BOOK: Cuando te encuentre
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Pero ¿cuál era su objetivo, entonces? ¿Por qué estaba allí? A pesar de que no quería hacerlo, evocó nuevamente la conversación que había mantenido con Victor, y supo que estaba allí por lo que su amigo le había dicho aquella mañana en el lago. Y, por supuesto, por lo que sucedió después.

Intentó borrar esas imágenes de su mente. No quería rememorarlas. Otra vez no.

Thibault llamó a los perros y emprendió el camino de regreso a los caniles. Después de encerrarlos, fue a explorar el cobertizo de herramientas. Cuando encendió la luz del cobertizo, se quedó mirando las paredes y las estanterías con estupefacción. El abuelo de Elizabeth no tenía solo una docena de herramientas; aquel espacio parecía una ferretería abigarrada. Avanzó unos pasos, examinando los estantes y los cajones con herramientas catalogadas y las pilas de objetos sobre el banco de trabajo. Al final cogió un juego de llaves de carraca, un par de tipo Alien y un gato mecánico, y se lo llevó todo a la furgoneta. Tal y como Elizabeth había prometido, las llaves estaban debajo de la alfombrilla. Thibault puso la furgoneta en marcha y condujo hasta la tienda de recambios para coches, que vagamente recordaba haber visto en el centro del pueblo.

Allí encontró todo lo que necesitaba: cojinetes de recambio, una llave en cruz y grasa lubricante; al cabo de menos de media hora estuvo de vuelta en casa. Colocó el gato mecánico en su sitio y elevó el coche, luego sacó la primera rueda. Aflojó el pistón con la llave en cruz, sacó el cojinete viejo, revisó las pastillas para comprobar si estaban gastadas y reinstaló un nuevo cojinete antes de volver a colocar la rueda en su sitio y repetir el proceso con las otras ruedas.

Estaba acabando de arreglar el tercer freno cuando oyó el coche de Elizabeth, que se detenía cerca de la vieja furgoneta.

Echó un vistazo por encima del hombro justo en el momento en que ella se apeaba del automóvil, y entonces Thibault se dio cuenta de que ella había estado fuera varias horas.

—¿Qué tal? —preguntó.

—Casi ya he terminado.

—¿De veras? —Parecía impresionada.

—Solo eran los cojinetes. No es nada del otro mundo.

—Ya, estoy segura de que es lo mismo que alegaría un cirujano: «Oh, solo se trataba de extirpar el apéndice».

—¿Quieres aprender a hacerlo? —preguntó Thibault, mirando fijamente la silueta enmarcada por el cielo.

—¿Cuánto tiempo se necesita para arreglar una rueda?

—No mucho. —Él se encogió de hombros—. Unos diez minutos, más o menos.

—¿De veras? —volvió a repetir Elizabeth—. Vale. Iré a la cocina a dejar la comida que he comprado. Dame un minuto.

—¿Quieres que te ayude?

—No, son solo un par de bolsas.

Thibault colocó la tercera rueda en su sitio y acabó de apretar los tornillos antes de prepararse para quitar la última rueda. Estaba aflojando los tornillos cuando Elizabeth se colocó a su lado. Ella se acercó mucho a él para no perderse ningún detalle, y él pudo notar el leve aroma a loción de coco que ella se había puesto unas horas antes.

—Primero, sacas la rueda… —empezó a explicar, y metódicamente fue especificando todo el proceso, asegurándose de que ella comprendía cada paso. Cuando aflojó el gato mecánico y empezó a recoger las herramientas, ella sacudió la cabeza.

—Pues tienes razón. Parece demasiado sencillo. Creo que incluso yo sería capaz de hacerlo.

—Probablemente sí.

—Entonces, ¿por qué si lo hace un mecánico te cobra tanto?

—No lo sé.

—Me parece que me he equivocado de trabajo —concluyó ella, al tiempo que se levantaba y se recogía el pelo en una cola de caballo holgada—. Pero gracias por ocuparte. Hace tiempo que quería arreglar esos frenos.

—Ha sido un placer.

—¿Tienes hambre? He comprado unas lonchas de pavo para preparar bocadillos. Y pepinillos.

—Mmm… Delicioso.

Almorzaron en el porche trasero, con vistas al jardín. Elizabeth todavía parecía un poco abstraída, pero charlaron sobre la experiencia de crecer en un pueblecito del sur, donde todos se conocían y lo sabían todo respecto a los demás. Algunas de las anécdotas eran divertidas, pero Thibault admitió que él prefería una existencia más anónima.

—No sé por qué, pero no me sorprende.

A continuación, Thibault volvió a su trabajo mientras Elizabeth pasaba la tarde limpiando la casa. A diferencia de su abuelo, fue capaz de desatrancar la ventana del despacho que estaba sellada con pintura, aunque le costó mucho más que arreglar los frenos. Tampoco consiguió que se abriera y se cerrara con facilidad, por más que limó los bordes. Después, pintó el marco.

Cuando acabó, reemprendió la rutina con los perros. Cuando hubo acabado sus tareas en la residencia canina, ya eran casi las cinco, y a pesar de que se habría podido marchar a casa, no lo hizo. En vez de eso, se puso a archivar ficheros, con la intención de aligerar el duro y largo trabajo que le esperaba al día siguiente. Se encerró en el despacho durante un par de horas, procurando organizarlo todo debidamente —aunque, ¿quién podía estar seguro del orden correcto?— y no oyó a Elizabeth cuando esta se acercó. Pero sí que vio que
Zeus
se ponía de pie y enfilaba hacia la puerta.

—No esperaba encontrarte todavía aquí —dijo ella desde el umbral—. He visto luz y he pensado que te habías olvidado de apagarla.

—Nunca se me olvida apagarla.

Ella señaló hacia la pila de ficheros sobre la mesa.

—No sé cómo darte las gracias por este trabajo. Nana intentó convencerme para que ordenara los ficheros durante el verano, pero yo me mostré completamente reacia.

—¡Qué suerte la mía! —respondió él, con un tono burlón.

—No. Soy yo la que tengo suerte. Me sentía culpable porque no lo había hecho.

—Te creería si no fuera por esa risita maliciosa que intentas ocultar. ¿Alguna noticia sobre Ben o Nana?

—Sí. Nana está feliz, y Ben, infeliz. No es que me lo haya dicho abiertamente, pero lo he notado en su tono de voz.

—Lo siento —dijo él, con absoluta sinceridad.

Ella se encogió de hombros bruscamente, antes de apoyar la mano en el tirador de la puerta. Lo hizo rotar en ambas direcciones, como si estuviera interesada en el mecanismo. Finalmente soltó un suspiro.

—¿Te apetece un helado casero?

—¿Cómo dices? —Él depositó sobre la mesa el fichero que iba a clasificar.

—Me encanta el helado casero. No hay nada mejor cuando aprieta el calor, pero no es divertido prepararlo si no tienes con quién compartirlo.

—Me parece que nunca he probado helado casero…

—Entonces no sabes lo que te pierdes. ¿Te apuntas?

Su entusiasmo infantil era contagioso.

—De acuerdo —convino él—. Parece divertido.

—Deja que vaya un momentito a la tienda a comprar lo que necesito. Solo tardaré unos minutos.

—¿Y no sería más fácil comprar el helado hecho?

A Elizabeth le brillaron los ojos.

—No es lo mismo. Ya lo verás. Vuelvo enseguida, ¿vale?

Efectivamente, tal y como había dicho, solo tardó unos minutos. Thibault apenas tuvo tiempo de ordenar la mesa y echar un vistazo a los perros por última vez antes de oír de nuevo el coche de Elizabeth, ya de vuelta. Salió a recibirla justo en el momento en que ella se apeaba del coche.

—¿Te importa llevar a la cocina la bolsa de hielo picado? —le pidió ella—. Está en el asiento trasero.

Él la siguió hasta la cocina con la bolsa de hielo, y ella señaló con la cabeza hacia el congelador mientras depositaba una botellita de nata líquida sobre la encimera.

¿Puedes bajar la máquina de hacer helados? Está en la despensa. En la estantería superior, a la izquierda.

Thibault volvió de la despensa con una máquina con manivela que parecía tener como mínimo cincuenta años.

—¿Te refieres a este cacharro?

—Sí.

—¿Y todavía funciona? —Se preguntó en voz alta.

—Perfectamente. Sorprendente, ¿no? Se la regalaron a Nana el día de su boda, pero todavía la usamos. Hace un helado delicioso.

Él la colocó sobre la encimera y se puso al lado de Elizabeth.

—¿Qué puedo hacer?

—Sí te parece bien, yo prepararé la mezcla y luego tú solo tendrás que darle vueltas a la manivela.

—De acuerdo —aceptó él.

Ella sacó una batidora eléctrica y un cuenco, junto con una taza de medir. Del armario de las especias, sacó azúcar, harina y extracto de vainilla. Puso tres tazas de azúcar y una taza de harina en el cuenco y lo mezcló todo a mano, luego vertió la mezcla en el vaso de la batidora. A continuación, batió tres huevos, añadió la nata líquida y tres cucharas de extracto de vainilla antes de poner en marcha la batidora. Por último, echó un poco de leche y vertió la mezcla en un molde con tapa para helados, acopló el molde a la máquina de hacer helados y agregó el hielo picado y una pizca de sal gorda por los costados.

—Estamos listos —anunció ella, pasándole a él el relevo. Recogió el resto del hielo y de sal gorda—. Salgamos al porche. Tienes que hacerlo allí. Si no, no es lo mismo.

—¡Ah! —dijo él.

Ella tomó asiento a su lado en los peldaños del porche, sentándose un poquito más cerca de él que el día antes. Inmovilizando el molde con los pies, Thibault empezó a rotar la manivela, sorprendido de que no costara apenas esfuerzo.

—Gracias por tu colaboración —comentó ella—. De verdad, hoy necesitaba un poco de helado. He tenido un día horroroso.

—Vaya, vaya…

Elizabeth se giró hacia él con una sonrisa en los labios.

—Lo haces muy bien.

—¿El qué?

—Eso de contestar «Vaya, vaya…» cuando alguien suelta un comentario. Es una buena forma de incitar a tu interlocutor a que siga hablando, sin que parezca que insistes demasiado ni que te implicas excesivamente en el tema.

—Vaya, vaya…

Ella rio divertida.

—Vaya, vaya… —lo imitó—. En cambio, la mayoría de la gente habría dicho algo como: «¿Qué te ha pasado?» o «¿Por qué?».

—De acuerdo. ¿Qué te ha pasado? ¿Por qué ha sido un día horroroso?

Elizabeth esbozó una mueca de cansancio.

—Primero, Ben estaba realmente gruñón esta mañana, mientras preparaba la maleta, y al final no he podido contenerme y le he dado un cachete para que fuera más deprisa, porque iba a paso de tortuga. A su padre no le gusta que llegue tarde, pero ¿hoy? Bueno, hoy era como si se hubiera olvidado de que a Ben le tocaba estar con él. Me he pasado un par de minutos llamando al timbre antes de que finalmente él haya abierto la puerta, y tenía pinta de acabarse de levantar. Si hubiera sabido que todavía lo encontraríamos durmiendo, no habría sido tan dura con Ben, y aún me siento culpable. Y cómo no, mientras ponía el motor en marcha, he visto que Ben salía de nuevo a la calle a tirar la basura porque su queridito papá es demasiado vago para hacerlo. Y luego, encima, me he pasado todo el día limpiando, lo cual no ha estado mal durante las primeras dos horas. Pero ahora lo que realmente necesito es un helado.

—La verdad es que no parece que hayas disfrutado de un sábado relajado.

—No, en absoluto —murmuró ella. Logan se dio cuenta de que se estaba debatiendo entre seguir desahogándose o no. A juzgar por su aspecto decaído, había algo más. Elizabeth aspiró aire antes de soltar un largo suspiro—. Hoy es el cumpleaños de mi hermano —anunció con un leve temblor en la voz—. Por eso he ido a verlo hoy, después de dejar a Ben. Le he llevado flores al cementerio.

Thibault notó una opresión en el pecho al recordar el retrato en la repisa de la chimenea. A pesar de que sospechaba que su hermano había muerto, era la primera vez que Nana o Elizabeth se lo confirmaban. Inmediatamente comprendió por qué ella no había querido quedarse sola aquella noche.

—Lo siento.

—Yo también. Te habría gustado. A todo el mundo le caía bien.

—Te creo.

Ella retorció las manos en su regazo.

—A Nana se le había olvidado. Pero esta tarde se ha acordado y me ha llamado rápidamente para decirme lo mucho que siente no estar hoy aquí, conmigo. Se sentía culpable por haberse olvidado, pero le he dicho que no pasa nada, que no tiene importancia.

—Sí que tiene importancia. Era tu hermano, y lo echas de menos.

En su cara se dibujó una sonrisa risueña unos instantes, antes de volverse a poner taciturna.

—Me recuerdas a él —admitió, con una voz suave—. No tanto por tu apariencia como por tus gestos. Me di cuenta la primera vez que entraste en el despacho para solicitar el empleo. Es como si os hubieran hecho con el mismo molde. Supongo que es por el hecho de ser marines, ¿no?

—Quizás. Aunque he conocido a toda clase de marines.

—Seguro que sí. —Elizabeth hizo una pausa, llevándose las rodillas hacia el pecho y rodeándolas con sus brazos—. ¿Te gustó la experiencia en el Cuerpo de Marines?

—A veces.

—¿No siempre?

—No.

—A Drake le encantaba. De hecho, le gustaba todo lo que tenía que ver con ellos. —A pesar de que parecía hipnotizada por el movimiento de la manivela, Thibault podía ver que estaba perdida en sus pensamientos—. Recuerdo cuando empezó la invasión. Con Camp Lejeune a menos de una hora de aquí, fue una gran noticia. Yo tenía miedo por él, sobre todo cuando oí rumores acerca de armas químicas y ataques suicidas, pero ¿sabes de qué tenía miedo él? ¿Antes de la invasión, quiero decir?

—¿De qué?

—De una foto. De una maldita foto mía. ¿Puedes creerlo?

A Thibault le dio un vuelco el corazón, pero se esforzó por no perder la calma.

—Aquel año me hizo una foto cuando llegamos a la feria —continuó ella—. Era el último fin de semana que pasábamos juntos antes de que él se alistara, y decidimos dar una vuelta por la feria, con la intención de pasar un rato agradable, sin pensar en nada. Recuerdo que me senté con él cerca de un enorme pino y estuvimos charlando durante horas mientras contemplábamos la noria. Era una de esas norias grandes, toda iluminada, y podíamos oír los gritos de emoción de los niños mientras las cestas de la noria subían y bajaban bajo aquel perfecto cielo de verano. Hablamos sobre nuestros padres, y nos preguntamos cómo serían si todavía vivieran, o qué aspecto tendrían, con el pelo gris, o si nos habríamos quedado en Hampton o nos habríamos ido a vivir a otro sitio, y recuerdo que alcé la vista al cielo. De repente vi una estrella fugaz, y lo primero que se me ocurrió fue que ellos nos estaban escuchando desde algún sitio.

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